Tras una reflexión sobre el significado de mestizaje, abordo algunas de las funciones del editor académico relacionadas con el uso, la preservación y los cambios de la lengua española. Destaco su carácter de usuario semiexperto al momento de seleccionar y modificar un original. Señalo algunas fuerzas recientes que están transformando el idioma, tanto en su sintaxis como en su semántica, a veces por desatención (anglicismos estructurales) y a veces con fines políticos (lenguaje inclusivo), y sugiero formas de lidiar con ambas. Concluyo con una invitación a explorar un tipo de «edición mestiza», a caballo entre lo analógico y lo digital..
Me causa una enorme alegría poder dirigirme a ustedes esta tarde para compartir algunas reflexiones sobre el español en la ciencia y la edición académica iberoamericana, o más precisamente, sobre el papel que desempeñan los editores en ese ámbito. Si en su momento lamenté no encontrarnos en Arequipa, hoy debo reconocerme deslumbrado por la magnífica recepción que nos ha dado Cádiz. Quiero agradecer de entrada al público por acompañarnos, pues, con este calorcito ya primaveral, se requiere una curiosidad y una generosidad extremas para recluirse en este Salón de Actos y escuchar a unas académicos y editoras disertar sobre una materia harto especializada, lo que tal vez sea sinónimo de harto intrascendente. Agradezco enseguida a mis compañeros de panel, pues nos hemos propuesto compartir experiencias y luego debatir en buena lid, si es que de verdad llegamos a discrepar sobre alguno de los asuntos que vamos a tratar aquí. Finalmente doy las gracias a las instituciones convocantes de este IX Congreso Internacional de la Lengua Española, que han tenido a bien darle como eje temático el mestizaje y la interculturalidad, con un ojo en la historia y otro en el porvenir.
Quiero usar como puerta de entrada a nuestro tema uno de los dos conceptos centrales del congreso, el mestizaje, para de ahí avanzar hacia una forma personal de entender la labor del editor en el entorno científico y académico. Mi propósito es entender mejor la estrecha relación que los editores tienen con la lengua española como usuarios que valoran su buen uso —y más adelante abundaré sobre qué entiendo por ello—, la preservan o la modifican así sea en grano infinitesimal, contribuyen a que nuevas formas cristalicen y poco a poco penetren la dura corteza de este tesoro lingüístico que compartimos.
Si bien no ha llegado a ser vista como mala palabra y mucho menos como insulto, «mestizaje» es un vocablo con mala prensa en el México de nuestros días, pues durante largos tramos de los siglos XIX y XX sintetizó un proyecto social y cultural promovido desde el Estado, con toda la fuerza persuasiva de esa maquinaria omnímoda; en su clímax, la población mexicana habría de ser una mezcla relativamente homogénea: ni indígenas, ni criollos, ni peninsulares, ni negros, sino mexicanos. En un país en el que las hebras americana y europea han protagonizado guerras de muy diversa intensidad, relegando a menudo la cursimente llamada «tercera raíz», hoy la idea misma de mestizaje parece ocultar un esfuerzo hegemónico por anular las diferencias culturales, raciales, de origen geográfico. Hemos pasado de la «mestizofilia» y su cúmulo de promesas igualitarias a una aversión tal vez patológica, detrás de la que se agazapa el riesgo del esencialismo, pero al mismo tiempo basta con mirar un poco en la gente, las fiestas, la comida, los orgullos y los temores para reconocer la mezcolanza que nos constituye. Por suerte, «mestizo» es un buen adjetivo para la lengua que hablamos los aquí presentes y millones de comlinguotas allá afuera, así sea como metáfora para avanzar con ánimo especulativo. Reducido a su significado más esencial y neutro, ese adjetivo indica tan sólo mezcla y tal vez sea una categoría analíticamente inútil y trivial, pues, por lo que he visto y escuchado en este congreso, se emplea con un optimismo algo crédulo; sí, el mestizaje puede ser visto como la festiva reunión de lo diverso, algo que sólo a los puristas más obtusos puede incomodar, pero también tiene su dosis de imposición y aniquilamiento.
El tema de esta mesa puede ser abordado al menos desde dos ángulos: uno es tomar al español como vehículo para transmitir conocimiento, en un sentido amplio de esta fórmula, en el que quepan las ciencias tradicionales, sean de la naturaleza o de la sociedad, e incluso las humanidades; o como un idioma en competencia con otros para el mismo fin. La primera opción se refiere a las características, fácticas o deseables, de la lengua con que las investigadoras, los escritores, la gente dedicada al pensamiento en el mundo de habla hispana pueden conectarse con sus pares y a veces con el público en general; mientras que la segunda, a las condiciones en que el español sirve de canal de comunicación, a menudo en un cuesta arriba respecto de otras lenguas. Por la ruta profesional que he recorrido, estoy más familiarizado con la primera opción, por lo que deliberadamente dejaré fuera las comparaciones, cualitativas o cuantitativas, de la musculatura del español con la de cualquier otro idioma, ya sea por número de países en donde se habla o el de personas que lo emplea, la cantidad de publicaciones científicas indexadas o su factor de impacto. De lo que puedo opinar es del funcionamiento de nuestra lengua en cierto tipo de edición académica, relativamente marginal —sobre todo si se la compara, en ejemplares vendidos o dinero contante y sonante, con los colosos de la industria, como el submundo del libro educativo o el religioso—. Así pues, realizo este ejercicio introspectivo con plena conciencia de la pequeñez de su alcance, pero todo microeditor sabe que la escala económica no es el único parámetro de mérito.
Los editores somos usuarios semiexpertos del idioma, sin la libertad creativa de la autora literaria ni la opresiva sabiduría de la lingüista, sin el genio de los hablantes que se apropian de todo lo que se les antoja ni las manías taxonómicas del lexicógrafo. Aspiramos a ser unos artesanos que usan sus herramientas de forma reflexiva, informada, consciente, eficaz, razonablemente libre de ataduras. Estamos en una zona intermedia en la que buscamos corregir gazapos evidentes, garantizar que los textos sean comprensibles y, cuando toca, respetar las exploraciones deliberadas de quienes los producen, lo mismo si es eso que con deformación anglófona llamamos «ficción» que aquello que se produce en el cubículo universitario; prestamos algo de atención a la Academia, con y sin mayúscula, para afinar los criterios que aplicamos al convertir un original en, digamos, un libro impreso, y al final somos gobernadores de nuestra pequeña Barataria, con tanto y tan poquito poder como para, por ejemplo, seguir tildando el adverbio «sólo» y solazarnos en ejercer esa trivial autonomía.
En una de sus facetas, la función editorial consiste en evaluar obras, sopesando entre otras cosas la maestría o la torpeza con que su autora usa la lengua, y en elegir las que merecen ser convertidas en ejemplares impresos. Son muchos los parámetros en juego, dependiendo del propósito de la publicación, de la entidad editora y de un aburrido etcétera, pero sin duda ahí juzgamos a partir de un gusto personal y, con suerte, una sensibilidad conformada a lo largo del tiempo, ya como lectores de a pie, ya como lectores profesionales, esos que pueden dar una opinión razonada sobre un original después de haber mirado con atención tan sólo un fragmento y, en diagonal, el conjunto completo. Aspiramos de algún modo a ser catadores del español, no tanto de sus sabores más delicados, pues ése es el privilegio de los editores literarios, como de su eficacia para comunicar, persuadir, convencer. Desde luego, en el jardín de la edición científica y académica abundan las plantas ralas, deschistadas, y sólo por excepción desfila frente a nosotros un espécimen que es a la vez florido por su forma y su fondo, pero en todo caso un baremo a tener en cuenta es si el texto en evaluación será capaz de comunicarse con sus lectoras y si el lenguaje favorece u obstaculiza esa comunicación. El editor es un guardián que permite o niega el acceso al mundo de las publicaciones poniendo la vara lingüística tan arriba o tan abajo como exija el contexto. El resultado no es siempre celebrable, como cuando la oficina de edición de una universidad, por imaginar un ejemplo no extremo, exige que los artículos o los capítulos de una obra colectiva cumplan con cierta estructura, eviten el uso de la primera persona del singular o se atengan a una extensión dada, lo que sin duda da uniformidad a las partes, pero con las inconveniencias que padece aquel que pernocta en el lecho de Procrusto.
Una vez elegido eso que por inercia o nostalgia seguimos llamando «manuscrito», otra de nuestras labores es intervenir en él para sujetarlo a una idea local de lo que es correcto, tanto en la expresión misma como en su faceta tipográfica, gracias a un entramado de normas, tradiciones, recetas y ocurrencias que irán arropando al texto, en una sucesión de estadios que van librándolo de yerros y a la vez preparándolo para su forma pública. El resultado de esta intervención contribuye a que los dictados de las academias y los gremios se vuelvan realidad o sean meras órdenes que se acatan mas no se cumplen. El español que «producimos» es entonces una amalgama del que engendró la autora y de los criterios que aplicó el editor y, cuando todo sale bien, ambas partes quedan conformes, pero esta tensión puede dar pie a desencuentros atroces. Sean muchas o muy escasas las personas que lean aquello que lanzamos al mercado, cada obra publicada contribuye a preservar, transformar o aniquilar el español. En esta doble función, como filtros y como moldeadores, estamos expuestos a numerosas expresiones de moda, a la irrupción de modismos propios de una disciplina, a vicios que se van imponiendo poco a poco entre ciertos especialistas. Algo aportamos al mestizaje de nuestra lengua, a veces abriendo la válvula para que se incorpore un nuevo flujo, a veces cerrando la esclusa para impedir que se modifique el nivel de las aguas. Por modesta que sea esta intervención, no podemos hacer la vista gorda frente a esa responsabilidad.
Aparte de los errores triviales que a lo largo de las eras han cometido los autores —como violar de todas las formas imaginables las reglas de ortografía, dejar frases incompletas o contrahechas tras hacer algún ajuste en la redacción, repetir u omitir algún pasaje—, en tiempos recientes han proliferado en el mundo de la ciencia y la academia algunos vicios nuevos, en algunos de los cuales me quiero detener para insistir en la misión que tenemos los editores a veces como custodios y a veces como transgresores de las reglas que rigen en la república no de las letras sino de las palabras. No son las únicas fuerzas que hoy se ejercen sobre este pequeño sector de la edición, y quizá no sean las más trascendentes, pero no dudo de que apunten hacia amenazas u oportunidades más o menos inmediatas. Quizás estas influencias aporten algo al caldero común en el que el español se cuece sin pausa, o quizá terminen siendo fugaces estímulos de los que no quedará huella. ¿Será que estamos ante ejemplos de mestizaje lingüístico en tiempo real?
Ya hace unos días se habló aquí de la convivencia y las hibridaciones del español con el inglés y del uso literario del espanglish en América. A nadie sorprende el poder invasor de la actual lengua franca, sobre todo si además es más versátil que la nuestra —qué dificultad tenemos, por ejemplo, para que un sustantivo dé a luz un verbo sano y rozagante o para acortar una expresión hasta lo medular, aun a riesgo de volverla ininteligible para quien no está al tanto de las partículas que la componen, dos rasgos en los que el inglés descuella—, pero la generalizada dependencia de los artilugios informáticos ha agudizado la omnipresencia de vocablos no castizos en nuestra habla, tanto la coloquial como la circunscrita al universo del conocimiento. Hasta ahí no parece haber novedad. Donde sí hay algo atípico es en la influencia ya no del léxico sino incluso de la gramática inglesa en lo que escriben nuestros científicos y académicos: cada vez recibo más originales con un innecesario ahorro de artículos, con adjetivos acompañados de un adverbio de modo antes de un sustantivo; con verbos a los que se les ha cercenado el pronombre «se»; con «incluyendo» como calco brutal de including; o con una perezosa profusión de la fórmula «a través» —con la que se unifican todas los significados de through, en detrimento de «mediante», «por medio de» o «a lo largo de», tan sonoros y precisos. Desde luego, una posible causa es que la formación académica de muchos de quienes ocupan aulas, laboratorios y cubículos —o sea el almácigo de donde brotan los textos que suelen caer en mis manos— se da en inglés o que la comunicación entre pares a menudo ocurre en esa lengua, aun si los involucrados no son angloparlantes nativos. Si es lógico que una jerga especializada esté llena de los términos empleados por los expertos de una disciplina que evoluciona en inglés, a veces con adecuaciones mínimas al español, pero en general con francas adopciones de palabras foráneas, desde hace algún tiempo percibo la paulatina penetración de elementos estructurales igualmente ajenos en campos del saber que tienen una larga historia entre nosotros. Carecemos los editores de la fuerza para frenar este lento y poderoso deslizamiento de tierra, pero en las dos labores que describí —la selección y la edición propiamente dicha— estamos en condiciones de velar por la integridad del idioma, más por eficacia comunicativa que por purismo, ora advirtiendo calcos de traducción en un texto nacido en español, ora negociando con los hablantes de una jerga especializada para que no empleen anglicismos sintácticos de los que no tienen conciencia. En síntesis, el rol del editor en esta materia es más que el del mero ejecutor de unas reglas lingüísticas: somos sensores y consolidadores.
Sin embargo, la sacudida más deliberada y severa al conjunto de nuestra lengua es la que están propinándole los promotores del lenguaje inclusivo, incluyente o igualitario, ese que traslada al terreno lingüístico el impostergable reclamo femenino por emparejar todas las canchas en que jugamos hombres y mujeres. La historia del español no podía desligarse de la de ese longevo sistema social que ha privilegiado la posición de los varones. Entiendo razonablemente bien la diferencia entre las dos acepciones de «género» que aquí están en juego, una en el orbe gramatical y otra en el de las identidades sexuales, y no quiero dilapidar el breve espacio que tengo esta tarde para entrar en una discusión, digna de la obstinación bizantina, sobre si en realidad somos lo que somos o sólo lo que sentimos ser, pero sí quiero abordar la posible metamorfosis que el español podría estar viviendo en nuestras narices.
Hace ya tiempo que hispanohablantes en muchos rincones del globo han hecho suya la cruzada por mitigar el indudable desequilibrio en las entrañas de nuestra lengua hacia los marcadores masculinos, con estrategias sutiles o burdas, desde la consabida duplicación de voces hasta la introducción de nuevos vocablos presuntamente neutrales en los que predomina la e, aunque hay variantes pensadas sólo para la escritura que recurren a la equis o la arroba. La irrupción de ese nuevo léxico, con un retintín que ignora los esfuerzos musicales de nuestras mejores plumas por construir una lengua eufónica y precisa, es una contundente manifestación de desacuerdo. No me cabe duda de que hay ciertas transformaciones sociales, como el de nuestros hábitos de consumo para atenuar los efectos climáticos, que no permiten que quitemos el dedo del renglón un solo instante, pero respecto de la comunicación efectiva este ejercicio es una interferencia que convierte en protagónica una proclama que, salvo que el texto de marras se ocupara de la desigualdad entre los sexos, debería ser secundaria. Más aún: ¿eliminan estos palabros el desequilibrio que quieren denunciar? Lamentablemente no, ni siquiera por lo que respecta a visibilizar a una mayoría —las mujeres— y una minoría —las personas que no se identifican, o lo hacen a su modo, con un sexo en particular—, pues es imposible establecer algún tipo de proporcionalidad que reconociera el peso —¿demográfico, político, social?— de cada grupo. ¿Qué haremos cuando alguien diga que ni siquiera en esos eufemismos gramaticales se siente incluido?
En lo personal, como autor ocasional y como editor de tiempo completo, yo apuesto por una lógica emparentada con la que ha animado al Oulipo, ese colectivo literario que confía en las restricciones autoimpuestas para liberar la fuerza creadora; en este caso, el reto es ceñirse a las modalidades más castizas, con un linaje claro y afines a las reglas de uso —no necesariamente académicas—, aunque exijan un esfuerzo suplementario por lograr una verdadera equidad en la enunciación y en los ejemplos. Como tal vez alguna de ustedes haya notado, a lo largo de esta breve exposición he procurado recurrir a sujetos femeninos y masculinos. No hay atajos para llegar a la igualdad y algunas de las rutas hoy en boga son simplistas aunque puedo imaginar que producen satisfacción instantánea en quienes las usan, al modo de lo que experimentan los firmantes de peticiones informáticas en sitios como change.org.
Concluyo este repaso por algunos fenómenos que experimenta la edición académica invitando a quienes escriben y quienes editan a elevar el listón literario. En nuestra lengua, el manantial de textos científicos y académicos suele producir aguas poco cristalinas, en parte porque las personas que los redactan están comprensiblemente interesadas sobre todo en el fondo y desdeñan o son insensibles a la forma. Cuando se sabe que las lectoras de un artículo o un capítulo comparten la sordera ante una prosa finamente pulida, de nada vale el esfuerzo por esmerarse en preparar una redacción ágil y colorida; cuando se busca la eficiente pero mecánica transmisión de datos, es un desperdicio dedicar siquiera un minuto a buscar sinónimos que combatan la cacofonía. Por trascendente que sea aquello que transmite, si un texto está escrito con desidia, pereza o desamor por las palabras, el efecto primero en el editor y luego en el lector será acotado. Como responsables solidarios de lo que resulta del proceso de edición, nos toca proponer a quien escribe, y acompañarla si acepta, la mejoría continua de la forma, en lo más grande —la estructura de un libro, el orden de los párrafos, el uso aquí o allá de gracejos— y lo más pequeño —el combate a la rima involuntaria, el uso de vocablos certeros, la preferencia por una sintaxis escueta—. Por supuesto que a escribir con chispa y pasión no se aprende fácilmente. Será muy difícil que autoras y editores se propongan fortalecer al español como lengua de la ciencia y la academia si no compartimos el diagnóstico de que incluso la escritura en esos ámbitos requiere nutrirse de lo que caracteriza a narradoras y periodistas cuando emplean la garra discursiva. A riesgo de poner el antedicho listón por los cielos, pensemos en El infinito en un junco como ejemplo de que la prosa digna de una novela, con su justa dosis de elementos personales y anecdóticos, puede contribuir a que el conocimiento llegue, y conmueva, a decenas de miles de seres humanos que no imaginaban siquiera que la historia del libro podía ser tan estimulante.
Permítanme cerrar con una amalgama de dos términos recurrentes en estas páginas. ¿Qué podría ser la «edición mestiza»? La que uniera lo mejor de dos mundos, como el analógico y el digital. Los contenidos científicos y académicos son ideales para ello, pues pueden aprovechar las cualidades materiales de los libros de papel y de las herramientas en línea para comunicarse mejor y con más lectores. Hoy una obra puede existir parte en la realidad física y parte en internet, con el consecuente mejor uso de recursos —y el natural abatimiento de precios, que es algo que a los editores comerciales nos importa mucho—. Desde luego, el digital es el mejor entorno para las bases de datos que dan sustento a muchos tipos de investigación, pero la exposición de ideas, argumentos, conclusiones, de preferencia expresados bajo los dictados del lenguaje claro, conviene hacerla a la antigüita en un volumen impreso. Incluso una bibliografía extensa, sobre todo si apunta a publicaciones en línea, funciona mejor fuera del papel; basta con imprimir en el libro un código QR para que los pocos lectores que quieran ir más allá accedan desde su teléfono, sin dilación ni errores, a las fuentes y así ya no incluir en la obra impresa páginas y más páginas de fichas. Cada vez me convenzo más de que el grueso de las notas a pie de página podrían correr la misma suerte: las que comentan, matizan, confrontan una información, podrían mantenerse en el papel, pero el resto tendría una mejor vida en un pdf en la nube, a la espera de la minoría de lectores que quieren hurgar en el aparato crítico. Cuando con «libro» abarquemos también estos paquetes, sabremos que la edición mestiza goza de buena salud.
El español tiene fuerza de sobra para empujar el conocimiento científico y académico hacia las lectoras, expertas o no. En complicidad con quienes lo producen, a los editores nos corresponde actuar en grados diversos como defensores del idioma, como mediadores y como exigentes entrenadores que siempre piden a sus pupilos un esfuerzo extra. No concibo mejor forma de llevar a la práctica nuestro amor por la lengua española.