En el temprano siglo XIX existían en las ciudades sur peruanas géneros musicales producto de influencias interculturales que tuvieron una gran vigencia en diversos estamentos sociales. Como ejemplo se estudian algunos géneros ya desaparecidos de la memoria colectiva y procedente de diversas tradiciones que se cultivaron asiduamente hasta su progresiva desaparición en esa misma centuria cuando cedieron espacio y ocasión a nuevas manifestaciones musicales en los albores del siglo xx. Para ello se revisan algunas fuentes provenientes o conectadas con ciudades peruanas que muestran cómo danzas sesquiálteras y del tipo bolero estuvieron en permanente construcción y transformación y cómo la memoria colectiva selecciona lo que se recuerda y se olvida, según los contenidos, discursos o simbología que estas formas musicales asumen o representan.
«Donde hay música no puede haber cosa mala», le hace decir Cervantes a Sancho en el capítulo XXXIV de la segunda parte del Quijote, cuando se dirige a la duquesa, noble señora que encuentra divertido embromar al caballero y al escudero con una escena espectral. Ella replica que tampoco hay mal donde hay luz y claridad a lo que Sancho retruca:
Luz da el fuego, y claridad las hogueras, como lo vemos en las que nos cercan y bien podría ser que nos abrasasen; pero la música siempre es indicio de regocijos y de fiestas.
Este carácter benigno del sonido, asociado a la alegría es el que intento abordar en este trabajo al hablar de danzas propias de los salones peruanos en el siglo XIX, producto de encuentros culturales de larga data, adaptaciones a medios locales y específicas consideraciones sociales que tuvieron su auge en esta centuria y que luego desaparecieron de la historia sustituidos por géneros derivados de estos o provenientes de otras tradiciones culturales.
Antes de que el sonido fuera fijado en un formato espacial, como el disco, la cinta magnetofónica, el disco digital y más recientemente en formatos digitales que pueden ser repetidos múltiples veces y, mientras se cuenten con los soportes adecuados, pueden proyectarse en el tiempo, la escritura musical era el único medio de conservar en la memoria un lenguaje, estilo o género musical. Lo que se cantaba y bailaba no siempre tenía la suerte de escribirse porque ¿quién tendría necesidad de tomar nota de aquello que le es tan familiar, con lo que convive todos los días? Los modernos formatos de conservación sonora son fácilmente almacenables en teléfonos, ipads, nubes y discos externos, pero hace más de cien años, la canción favorita se aprendía de oído o se leía, si es que se tenía la suerte de que alguien la escribiera o la editara. Para ello había que contar con una industria editorial boyante o por lo menos poseer los conocimientos teóricos mínimos para poder copiar música manualmente. Si no, una persona especialmente habilidosa podía confiar en su memoria para almacenar las mejores canciones, letrillas y sones que ponían a zapatear y aplaudir a amigos y vecinos.
Pero cuando sobreviene la muerte, esa memoria desaparece. Algunas canciones pueden transmitirse, pero con el transcurrir de las generaciones, se pierde la copia literal. Cada cantor introduce ligeros cambios, adaptaciones o crea sus propias versiones, o simplemente sustituye repertorios considerados antiguos por otros más modernos, novedosos o que calan mejor en el gusto local y empieza un largo camino de desdibujo, de alteraciones y finalmente de olvido, que es tan connatural a las especies musicales como la muerte lo es para los seres vivos.
Pero ese sonido inasible tuvo una historia, un porqué y para qué y a veces algún resabio, alguna pista queda para reconstruir con proximidad —nunca con exactitud— el cómo y en qué circunstancias se dieron esos episodios de alegría sonora que Sancho, sin dudar, calificó como positivos.
Como dije antes, esta música cotidiana, que todo el mundo conocía, se escribió poco, bien porque no se consideraba importante o porque se estaba seguro de recordarle permanentemente. Mientras más antigua es la danza o canción, más difícil es encontrar fuentes musicales escritas que puedan servirnos para entender algunos rasgos de estos ejemplos que hoy aparecen como simples menciones en diarios y testimonios. Quienes la apuntaron primero fueron viajeros curiosos, generalmente extranjeros, ansiosos por recoger testimonios de un mundo exótico antes de que aparecieran mercados locales para la edición musical, primero importada y luego regional, que tendrían auge especialmente en la segunda mitad del siglo XIX. Por tal motivo, a veces es necesario buscar información en los testimonios de esos viajeros en primero lugar o en fuentes conservadas en archivos locales y regionales, aunque las colecciones profusamente estudiadas como el Códice Truxillo del Perú, finalizado en 1785 por el obispo Baltazar Martínez Compañón, siguen siendo una notable fuente de información para establecer referencias de un período anterior al que nos ocupa.
En anteriores trabajos (Vega, 2019a y Vega, 2019b) me he referido a la Noticia de Arequipa, manuscrito escrito por el sacerdote canario Antonio Pereira Pacheco y Ruiz que consigna una media docena de ejemplos musicales recogidos por el autor durante su estancia en el virreinato peruano entre 1809 y 1815. Para este trabajo en concreto me baso en la colección Kestner que se conserva en la Biblioteca de la ciudad de Hamburgo2.
Por otro lado, existen algunas colecciones editadas como la de Claudio Rebagliati, director de orquesta y ópera, que pueden ayudar a establecer semejanzas estilísticas con ejemplos tardíos de algunos géneros.
Así mismo, en fuentes muy posteriores provenientes de provincia a finales del siglo XIX y mediados del siglo XX, en álbumes de música de uso pedagógico y religioso se encuentran ejemplos de danzas extintas u olvidadas en esa misma centuria cuya pervivencia es interesante en ciudades provinciales, lejos de los centros de poder político y económico, que habla de apegos locales a estilos olvidados en otras ciudades mejor vinculadas con los circuitos de intercambio. En este caso emplearé un álbum de una profesora de música arequipeña, Hilda Vargas Midolo (1914-2001), que recoge este tipo de repertorio en la ciudad peruana de Arequipa.
Las fuentes escritas son profusas el testimoniar la existencia de géneros musicales llamados hoy «de la tierra», que contaban con especial popularidad durante los años de la guerra de independencia en varios países de Sudamérica. La preferencia por estos bailes y canciones se da en un periodo aproximado que va desde la Guerra de la Independencia española (1808) hasta aproximadamente 1840, en que otras sensibilidades sustituyen el gusto por estas expresiones. Este reemplazo, no obstante, no se da de manera uniforme en el gusto colectivo de las ciudades sudamericanas. Mientras ciudades como Santiago, Buenos Aires y Lima percibían con mayor ahínco las corrientes de transformación en el gusto sonoro, ciudades del interior recibían las nuevas influencias con cautela y sin dejar tan prontamente los llamados aires locales.
En anteriores trabajos me he referido a la forma en que canciones «de la tierra» como el yaraví permanecieron en el ideario colectivo como símbolos de lo foráneo y también de lo identitario. En esta oportunidad me referiré más específicamente a los géneros bailables, en especial a aquellos influenciados por la herencia hispánica que encontraron acomodo y adaptaciones singulares en el Perú, algunos de los cuales muchos autores han identificado como antecesores de la zamacueca y la moderna marinera, pero que por falta de fuentes no han sido abordados en estudios precedentes.
De acuerdo con Carlos Vega, los «bailes de la tierra» son un género de bailes picarescos, no un único producto, que agrupa varias canciones bailables de comienzos del siglo XIX (Vega, 1953: 93). Tales bailes anteceden a la zamacueca o son contemporáneos a los primeros tiempos de esta danza tan bien documentada en Sudamérica. Han sido mencionados frecuentemente en fuentes peruanas, chilenas y argentinas, pero también por viajeros alemanes, franceses e ingleses en las primeras décadas del siglo XIX. Sin embargo, no se conocían fuentes musicales que pudieran ofrecer un correlato musical a lo descrito por testigos de la primera mitad del siglo XIX. Para esta sección tomaré como ejemplos algunas de las danzas sesquiálteras que la colección Kestner de Hamburgo designa simplemente como «baile peruano»: El Cuándo, La perdiz y El amor en cuarto.
Los bailes sesquiálteros aparecen con bastante frecuencia en la música española, especialmente en música de salón y escena de la segunda mitad del siglo XVIII. Las tonadillas escénicas de este periodo popularizaron estos géneros bailables entre el público, pues gozaron de enorme favor en prácticamente todas las clases sociales y todos los espacios de esparcimiento antes de que danzas consideradas «cortesanas» o «decentes» las sustituyeran de los espacios de las élites en el transcurso del siglo XIX. La influencia de estos sesquiálteros, que alternan compases de 6/8 y 3/4 de marcación rápida, se encuentran en toda la música latinoamericana desde México hasta Argentina y dan lugar a extraños parentescos y similitudes. Estas incluyen incorporaciones locales y de influencias procedentes de los elementos indígena y africano en diversas regiones. Como no es posible rastrear ascendencias sin caer en la especulación, es mejor aferrarse a las fuentes que se pueden analizar y comparar con otros ejemplos y descripciones para intentar comprender por qué gozaron de tanta popularidad en determinados momentos de la historia sudamericana.
En América hispana, estas danzas se vinculan con construcciones identitarias propias de las sociedades criollas que en el primer tercio del siglo XIX libraron las guerras de independencia y debieron construir símbolos sonoros alternativos a los españoles, aunque estuvieran fuertemente vinculados con ellos e influenciados por estos mismos símbolos de los que intentaban diferenciarse. Existe abundante bibliografía que vincula estos «bailes de la tierra» con danzas consideradas hoy símbolos nacionales de sus países, pero que poseen una historia común, como la marinera peruana, la cueca chilena, el gato argentino, la cueca cuyana o la cueca boliviana, entre varias. Pero mi propósito no es repetir lo que ya se sabe, sino incidir en estos bailes, muy populares en su momento, mencionados asiduamente en cartas, diarios personales y testimonios de viaje que cayeron en un precoz olvido al ser sustituidos por géneros considerados más modernos.
Los bailes sesquiálteros en el Perú aparecen en fuentes como el Códice de Truxillo (1785), en las Lanchas para bailar, la pieza más extensa y compleja de la colección donde es obvia la alternancia entre acentuaciones binarias y ternarias lo que le da un carácter especial.
Es de destacar el motivo de corchea y negra que aparece continuamente en las distintas secciones de la obra además del compás hemiolado. Este motivo resulta interesante porque aparece frecuentemente en las danzas decimonónicas cuyas fuentes se han consultado para este trabajo, mientras que géneros más modernos como la marinera o la cueca emplean el patrón opuesto, es decir, la negra y la corchea3.
Sin embargo, existe una conexión evidente entre aquellas danzas desaparecidas y las más modernas que todavía se cultivan en los países sudamericanos. Christian Spencer ha estudiado el desarrollo de la zamacueca en Chile y menciona tres etapas en su afianzamiento y adopción en territorio chileno: un periodo de arribo e inserción (1823-1856), una segunda época en que la palabra zamacueca describe un género mucho más complejo (1856-1879) y una tercera donde se define el género cueca, como se le conoce en la actualidad (1879-1910) (Spencer, 2007: 144-146). La que más me interesa resaltar aquí es la primera, cuando bailes conocidos grupalmente como «bailes de la tierra» o «danzas del país» prepararon el terreno para la inserción de la zamacueca, danza proveniente del Perú que se difundió ampliamente en Chile y Argentina desde el primer tercio del siglo XIX hasta aproximadamente 1860. Llama la atención lo poco que se sabe de estos bailes, una vez tan populares, cuya abundancia de nombres se asoma en las fuentes testimoniales y a los que el mismo Spencer adjudica corta vida, pese a la gran popularidad de la cual gozaron y a su amplia expansión en el continente.
Carlos Vega ha sido el musicólogo que más ha estudiado estas danzas, desde sus trabajos más tempranos publicados en la década de 1930, hasta el clásico libro de 1952. Vega menciona a estos «bailes de tierra» como bailes picarescos o de chicoteo, de texto atrevido y coreografía osada y sugestiva (Vega, 1953: 93) y unos años más tarde era más enfático al afirmar que estas danzas tenían su epicentro en la Lima del 1800 (Vega, 1956: 103). Si bien Vega reconocía que su origen podía ser muy anterior, es recién en el siglo XIX que las fuentes empiezan a mencionarlos con mayor asiduidad. Desde entonces, pasaron a Chile y, vía Mendoza, a territorio argentino donde permanecieron más tiempo mientras se les olvidaba en sus parajes de origen.
Es necesario añadir, antes de pasar a los ejemplos que ilustran este trabajo, que algunas danzas europeas como el minué, la gavota y la contradanza gozaban de gran difusión, y sobre todo sólido prestigio, en las tertulias de élites capitalinas y provinciales y convivían con los bailes de tierra a veces en ejemplos híbridos. El minué es una de las más difundidas en el mundo hispano de cambio de siglo y aunque prácticamente había desaparecido de los salones europeos en los tiempos posteriores a la Revolución Francesa, en España y sus territorios ultramarinos aún se le consideraba un baile serio y apropiado para el entretenimiento de «gente bien». Está documentada su permanencia hasta fechas tan tardías como 1880, en Argentina (Veniard, 1992, 200). Por eso no es de extrañar que el minué fuera «mezclado» con danzas más atrevidas o que se imitase su movimiento coreográfico en bailes mixtos que combinaban lo serio con lo festivo.
El Cuándo es uno de estos bailes combinados. Esta parece ser una danza que se ubica en un punto intermedio entre los bailes de chicoteo y los de salón. Se iniciaba con un movimiento lento y pausado y unos pasos solemnes y majestuosos, semejantes a los empleados en el minué, para luego dar lugar a un cambio rítmico que propiciaba un feroz movimiento de pies y zarandeo de pañuelos. Zapiola menciona que El Cuándo era una especie de minué con una parte final en tiempo alegre (Zapiola, 1974: 44) y en las múltiples referencias bibliográficas halladas por Carlos Vega y en algunas de las versiones del siglo XX recogidas por él se cumple esta característica. De hecho, la historia más completa del baile la hace este autor, especialmente en lo referente a fuentes chilenas y argentinas (Vega, 1952: 293-322). En su estudio de las diferentes versiones, es notable la semejanza en los textos Precisamente en la colección Kestner figura una canción con este título y es la única que posee una introducción solemne. El texto es casi idéntico al citado por Vega.
El Cuándo
Nos enamorados tengo
Ambos me vienen a ver
El uno me ofrece plata
El otro quererme bienA la plata me remito
Porque es mucha bobería
Tener amores a secas
Y en ayunas todo el díaCuándo, cuándo cuándo
Mamita
Cuándo, cuándo, cuándo
SeñoraCuándo llegará ese día
O será por la mañana
Que nos traigan a los dos
El chocolate a la cama.Cuándo...
La extraordinaria difusión de El Cuándo en Chile y Argentina demuestra que su carácter entre grave y alegre sedujo las simpatías de varias audiencias urbanas desde Lima hasta Buenos Aires y que con el tiempo se ruralizaron. Lentamente, este baile fue desapareciendo de las zonas urbanas y pervivió en regiones como Cuyo, Mendoza y Tucumán, pero para el primer tercio del siglo XX habían prácticamente desaparecido y solo sobrevivían en la memoria de cultores ancianos que la habían escuchado de sus abuelos. En Perú, su probable lugar de origen había desaparecido hacía tiempo en favor de la zamacueca, primero, y la marinera, después.
Además de la hibridación con danzas cortesanas, el texto literario podía definir la forma dancística. Algunos de estos bailes de tierra presentaban versificaciones de seguidilla. Esta es una estrofa de origen popular que alterna versos de distinta duración. Una de las versificaciones más comunes es la alternancia de versos de siete y de cinco sílabas. A su vez, la forma poética se asoció con una forma musical, de origen español con especial incidencia en la zona de Andalucía aunque también existe en la zona de Castilla-La Mancha. Su popularidad en el siglo XVIII le permitió insertarse en los géneros escénicos como la tonadilla y la ópera española como remate, fin de fiesta o gran cierre de función y, de allí, pasó a estrados y calles como parte de la fiesta popular. Christian Spencer ha observado que el texto de las zamacuecas del siglo XIX se compone de una cuarteta octosílaba, de una estrofa de seguidilla de ocho versos alternados de siete y cinco sílabas y un remate hoy rima pareada también de siete y cinco sílabas (Spencer, 2007: 144). Esto quiere decir que la versificación en seguidilla se prolongó en géneros ulteriores y por supuesto se halla en bailes considerados precursores de la zamacueca. En la colección Kestner al menos dos canciones presentan este tipo de versificación. Curiosamente se trata de dos danzas mencionadas en las fuentes tempranas del siglo XIX, La Perdiz y La Mariquita. La primera de ellas, de la que me ocupo a continuación, tiene una larga trayectoria en las fuentes.
La Perdiz
¿Es posible bien mío
Que los pastores
Criados en los campos
Sepan de amores?(Estribillo)
Ay de la perdiz madre
Que se la lleva el gato
El gato mis mis,
Mis mis ven acá
Ven acá mis mis (bis)
Gabriel Lafond, un marino mercante francés que viajó por todo el mundo y siguió de cerca y en persona los acontecimientos de las guerras de independencia en Sudamérica, publicó en 1844 sus memorias, y en el tomo II menciona que la danza Mis-mis se bailaba en Arequipa en 1825, entre otras como el guachambe y el ondú (Lafond,1844: 369). Poco a poco el Mis-mis se fue desplazando hacia el sur, especialmente Argentina, hasta desaparecer por completo del territorio peruano. En este último país, en cambio, ha tenido una amplia difusión e incluso ha merecido literatura musicológica de estudio. En un artículo publicado en 1934, Carlos Vega mencionaba la estrofa del estribillo como parte de una danza antigua que tenía varios nombres — El gato, la perdiz y el Mis-mis— que se bailaba con mucha frecuencia en la zona bonaerense. Este último nombre pudo derivarse del estribillo que, en realidad, es una expresión coloquial para llamar al felino doméstico que ha caído en desuso4.
Hay! de la perdiz, madre,
Hay! de la perdiz,
Que se la lleva, el gato,
Y el gato — mis, mis —
Ven acá, ven acá, mis, mis
Algunos bailes tuvieron más suerte y lograron permanecer un poco más en los salones y saraos como El amor en cuarto5. Las fuentes documentales no lo mencionan, pero por suerte se cuenta con dos versiones musicales separadas en el tiempo por treinta años, que parecen corresponderse entre sí. En la colección Kestner, el texto de la canción es el siguiente:
El amor en cuarto
Que me aconsejas amor
Que haga pues desdichado
Si se ve desengañado
Olvidar será mejorAyer tarde me dijeron
que ya usted no me quería
Y se me quedó el pescuezo
Donde mismo lo tenía(Estribillo)
Estas mujeres
son muy infieles
Porque aparentan
el que te quierenTe hacen creer
vives ufano
Y el que te quiere
es un engañoOigan mujeres,
tened constancia
Porque mi amor
Te ama con ansiaAnda chinita,
dale con gracia
Que me robas el alma
La versión de Kestner es bastante sencilla y no parece diferenciarse de los otros bailes
En 1870, cuando Claudio Rebagliati publica su Álbum Sudamericano Op.16 lo hizo con la intención de recoger aires, danzas y canciones peruanas que, a su parecer, estaban desapareciendo o corrían ese peligro. Son en total veintidós piezas entre zamacuecas, yaravíes y tonadas, pero la última, titulada El amor en cuarto, baile arequipeño posee una melodía muy parecida a la que consignó Kestner.
Resulta interesante que un baile como este, que posee hasta dos referencias en fuentes musicales haya caído completamente en el olvido. No ha llegado, fuera de estas dos versiones, ninguna noticia de cuándo se bailaba o cantaba. La versión de Rebagliati parece mucho más alterada, mientras que la de Kestner mantiene sus características sesquiálteras. Resulta interesante observar que Rebagliati adscribe la danza a la ciudad de Arequipa en concreto y no consigna ningún tipo de texto. Por desgracia, El amor en cuarto no tuvo la misma suerte de El Cuándo y La Perdiz, y desapareció por completo de la memoria colectiva peruana en el último tercio del siglo XIX.
El bolero
El bolero como danza y como canción tuvo una gran popularidad en España en la segunda mitad del siglo XVIII, como heredero de las construcciones dancísticas y textuales de la seguidilla, pero pronto ganó una enorme popularidad desplazando a formas bailables más conservadoras y asumiendo una simbología de lo español hasta convertirse en un baile nacional que aparejaba, no solo una coreografía y una lírica específicas, sino incluso un atuendo y una coreografía distintivos que lo inscribieron como la danza española por excelencia y lo vincularon con el majo, figura representativa del casticismo hispano.
Elvira Carrión Martín, en su tesis La danza en España en la segunda mitad del siglo XVIII: el bolero, ha explicado que a finales del siglo XVIII esta danza fue considerada como un producto ilustrado de la hispanidad y que su cultivo y difusión mereció la conformación de sociedades especializadas, culturas exigentes e incluso la redacción de tratados de bolerología y crotología, ya que para bailarlo se empleaba el acompañamiento de castañuelas o crótalos. Su popularidad hizo que se divulgara ampliamente en todos los estamentos de la sociedad madrileña, donde era muy bien vista, y que rápidamente su coreografía recibiera la influencia de las técnicas francesa e italiana que por entonces tenían un enorme prestigio en el continente. La profusión de estilos hizo distinguir entre el bolero cortesano, el bolero liso, de corte popular, y el bolero teatral, el cual, a mediados de siglo, se volvió una atracción cada vez más estilizada tanto en las funciones dramáticas como líricas (Carrión Martín 2017).
La amplia difusión del género a finales de ese siglo y comienzos del siguiente lo situaron en espacios poco convencionales, donde ganó aún más fama, como el escenario y el salón. En el primero se hizo frecuente emplearlo como número final de tonadillas y sainetes líricos y en el segundo se volvió indispensable como parte de las tertulias y fiestas de las ciudades hispanas, tanto de la metrópoli como de los territorios ultramarinos.
En Arequipa, el bolero ya estaba presente en 1809. Antonio Pereira escribe:
La disposición para la música y el baile buena pero no progresan en esto por falta de maestros. Sin embargo, el Minué, el Wals, el Bolero, el Zapateo, el Rin, la Contradanza y otros bayles de Europa los baylan bien, pero nunca dan a su cuerpo la elegancia que en los bayles propios del país.
(Pereira, 2009: 96)
Veinte años después, dos visitantes franceses en Arequipa, el vizconde Eugène de Sartiges y Flora Tristán dieron sendos testimonios sobre la presencia del género en la ciudad alrededor de 1834. Sartiges menciona un tipo de bolero llamado lundú que se bailaba con castañuelas (Sartiges, 1996: 272).
En la capital, Lima, el bolero estuvo muy presente en la vida social limeña desde finales de la época colonial. En los primeros años de vida independiente, se bailaba en los saraos y tertulias, aunque era considerado excesivamente atrevido para que lo bailasen las damiselas.
Ahora bien, por más que lo sientan las aficionadas al bolero, al fandango, a la cachucha y a la gavota, nos atrevemos a decir que esta clase de bailes no corresponde a mujeres modestas y virtuosas.
(El Mercurio Peruano, 29 de abril de 1829, p. 3)
Sin embargo, en el teatro era muy aplaudido. Se bailaban boleros, bailes vistosos y coreografiados a menudo por las compañías dramáticas hispanas que visitaban la capital o por compañías de baile especializadas e incluso por cantantes líricas de moda.
¿A qué se debió que esta danza tuviera tanto impacto en el público limeño mucho después de consumada la independencia? Esa consideración se conservaba en ciertos sectores de la sociedad peruana que seguían clasificando la danza bolerística entre las buenas y necesarias costumbres de sociedad. En un texto de consejos a su hijo Enrique escrito en el año 1882, el escritor Paulino Fuentes Castro le recomienda que cuando funde un hogar y forme una familia, haga que su hija ofrezca presentes a sus invitados y los deleite con «un bolero español, una romanza italiana y un yaraví peruano» (Fuentes Castro, 1882: 138). Es interesante cómo esta colección de canciones que el autor considera de obligatorio conocimiento para una señorita de sociedad refleja las aspiraciones de las clases medias y altas de la capital: el bolero representa la herencia hispana; el yaraví, la nacional; y la romanza italiana significa la conexión con la modernidad y la cultura europea cuyos derroteros era necesario seguir para conseguir el anhelado progreso.
Pero, pese a la popularidad del género y a que seguramente fue muy difundido e incluso publicado para su uso doméstico, casi no se conservan fuentes escritas peruanas de la segunda mitad del siglo XIX. Una excepción lo constituye una pequeña pieza para piano aparecida en el sur: un bolero de José María Arrisueño titulado Los Delirios, que se ha convertido hasta el momento en el único ejemplo de la pervivencia de la danza en el sur peruano hasta donde sabemos.
José María Arrisueño Santistevan perteneció a una dinastía musical arequipeña asociada sobre todo a la producción musical religiosa. Nació́ en Arequipa el 21 de noviembre de 1848 y murió́ el 12 de octubre de 1909 (Zegarra, 2002: s/p). Fue fundador en 1899 de la Sociedad Musical de Caballeros de la Virgen del Perpetuo Socorro, que constituyó uno de los conjuntos musicales más importantes de la ciudad, y que aún continúa vigente, y compuso música religiosa para esa asociación. Los Delirios es la única obra profana que se conoce de él.
Una particularidad de esta canción es que la melodía está escrita en un tipo de escala que empleaba el yaraví, una canción triste muy asociada al Ande peruano como canción indígena, pero que contaba con características específicas como la melodía por terceras paralelas, el modo menor, la alteración efímera y ascendente de los grados III, VI y VII de la escala y el descenso de la melodía principal no hacia la tónica sino hacia el tercer grado. En el ejemplo 7 pueden observarse todas esas peculiaridades.
Jorge Juan y Antonio de Ulloa (1735) ya mencionaban que, en Colombia,
(...) entre los varios estilos que allí se experimentan en los naturales es muy entablado el de los bailes o fandangos a la moda del país cuando estas diversiones se hacen en las casas de distinción son honestas y sosegadas y bailando en los principios de algunas danzas que imitan a las de España continúan después con las del país que son de bastante artificio y ligereza hay que acompañan con correspondientes canciones.
(citado por Vega, 1952: 31)
Pero también denostan lo siguiente:
Lo más digno de notarse en los fandangos de que empezamos a tratar es, que (son) unos actos tales, donde no hay culpa abominable que no se cometa, ni indecencia que no se practique.
(Juan y Ulloa, 1826: 501)
Se propone ya la división entre cultores populares y élites de los mismos géneros y el desprecio a ciertas formas consideradas pecaminosas e inapropiadas. Esta división propiciará su conservación o desaparición en función de los lugares y ocasiones.
Si bien los bailes de la tierra fueron géneros que se cultivaron por igual entre élites y masas urbanas en torno a los discursos de la independencia, se les diferenciaba según la ocasión, el lugar y el nivel social de quien lo cultivase. Letras más atrevidas, movimientos más picarescos y actitudes más libres se observaban en lugares públicos, fiestas populares y ocasiones de regocijo general, mientras versiones más depuradas y estilizadas se cultivaban en salones y tertulias. Pero conforme la independencia quedó atrás y las jóvenes repúblicas tuvieron que enfrentar sus dilemas locales identitarios frente a la influencia de otras formas culturales, los bailes de la tierra fueron progresivamente desplazados por otras danzas que los relegaron a espacios marginales y ocasiones de fiesta exclusivamente popular.
La cuadrilla, la mazurca, la polca sustituyeron las danzas consideradas «pícaras» e incluso «indecentes». En Arequipa en 1834, Flora Tristán ya mencionaba que los bailes locales «reprobados por la decencia» estaban siendo sustituidos por danzas francesas como la cuadrilla (Tristán, 2010:180). El proceso continuó en las siguientes décadas y para 1860, Manuel Atanasio Fuentes ya señalaba que los antiguos bailes no sobrevivían más que entre obreros y «gente de buen humor», refiriéndose a sectores populares o aun marginales, como ebrios y prostitutas (Fuentes, 1860,265). La época de la independencia favoreció estos bailes de la tierra y luego los olvidó mientras en territorios interiores prosperaron antes de ser sustituidos por una segunda ola de bailes favorecidos por el creciente nacionalismo gestado a raíz de la Guerra del Pacífico (1879-1884) como la marinera y el vals criollo, y mucho después, el fox andino y el huayno cuando los indigenismos musicales otorgaron mayor espacio a los bailes de las tierras del interior del Perú.
La consideración de la decencia como factor de desaparición de las danzas de los espacios de la élite y su asexualización para su consumo en escenarios y salones es otra característica de este fenómeno. Espacios como la fiesta popular, la chichería y la calle parecían adecuados para sus letras atrevidas y coreografías incitantes, encontraron allí lugar y refugio, mientras que se les desterraba de otros lugares, como el salón y el teatro donde una fuerte censura orientaba las expresiones de canto y baile hacia formas más controladas de expresión. Las nociones de moralidad, control sexual y decencia del siglo XIX eran mucho más rígidas que las del libertino siglo XVIII y eso determinó que un fuerte sentido restrictivo en la danza y en el canto se asociara con la idea de progreso, educación y modernidad. Algo semejante ocurrió con la ópera, producción más refinada y estilizada ocuparía el lugar que antes había llenado la tonadilla, en el gusto de las élites por consumir productos considerados portavoces de la civilización y la cultura que eran necesarios para el progreso de la nación.