Hemos dicho en esta mesa que las lenguas son cosmovisiones y que a partir de ellas y de los diversos lenguajes humanos tomamos conocimiento de la cultura de los pueblos. Esto pone de relieve un hecho insoslayable –la diversidad– y un principal efecto de su accionar –la interculturalidad–, ya que se trata de procesos dinámicos, alimentados por el tiempo y por los desplazamientos geográficos de las personas, obras y costumbres. Todo esto permite revalidar un hecho que es en sí mismo una sumatoria y, al mismo tiempo, un reconocido crisol: el «mestizaje». Acontecimiento de una larga connotación semántica, que va, desde lo que representa el simple fundido de diversidades, a la mezquina noción de quiebra del orden natural frente a la génesis de lo puro y lo noble como estaturas ejemplares. Esto ya no es así, y las exposiciones de esta mesa lo ponen de relieve. Se trata de un sincretismo que es una riqueza: la creación de múltiples realidades culturales que conforman, a su vez, variadas identidades nacionales y regionales de rasgos propios y que, en suma, traducen otra noción de valiosa existencia: la de «abundancia». El idioma español y sus muchas hablas anidan en la clave de todo esto.
A los testimonios de las lenguas y culturas expuestas por los panelistas con referencia a lugares tan distantes del continente latinoamericano como los de México, Perú, Honduras, Puerto Rico y Argentina, quiero sumar el caso de claro mestizaje cultural y, por su especificidad, literario, del poeta peruano José Watanabe (Laredo, 1946 - Lima, 2007). Como ocurriera con Vallejo, Neruda y Gonzalo Rojas, la poesía vuelve con él a convertirse en la voz comprometida de un hombre con su entorno natural y cultural. Clara, directa, expositiva, se advierte en ella el eco de una tradición simbolista bien asimilada y, en lo testimonial, la perplejidad ante el hecho de vivir sin amarras. Tiene la modalidad de un hablar a solas con la naturaleza, con la conciencia y con el pasado, sobre los que desliza una mirada solidaria. De esta manera, viene a señalar que el hombre se mueve en un ámbito natural que no ha llegado a hacer suyo, pero que puede ser alumbrado por la potencia mediadora de la palabra. Es la obra de alguien que no reniega de la tradición literaria que lo alimenta –constituida con algo de crítica social, un cierto prosaísmo, asomos del lado mágico de un continente de contrastes, la endecha anónima que vaga entre ríos, llanuras y laderas–, pero que tampoco hace de ella la fuente exclusiva de su inspiración. Es diferente: tan lejos está del pintoresquismo como de la elucubración intelectual.
Así formado, el poeta se enfrenta a la simple cosa que está allí: árbol, pez, piedra, ciénaga, abismo. Tal es la raíz solitaria de su hablar: como juntando presencias, a fin de configurar un rostro, una aldea, un pueblo, que permitan abrazar el horizonte humano tantas veces alcanzado como perdido. Próximo a la forma morosa de narrar de un Rulfo, muestra en la síntesis más ceñida del verso su capacidad para resaltar situaciones humanas episódicas, llamadas a perdurar por eficacia del lenguaje. La austeridad prosódica lo convierte en un artesano de la palabra justa, sólo desbordada por la brillantez de imágenes que abren un espacio testimonial en donde lo invisible, lo tácito y lo callado tienen su protagonismo. Con esta escritura exploratoria, define el desencanto de quien sabe que el devenir es más ancho que el apetito humano y que, por más que se batalle, los sitios del hombre estarán siempre amenazados por la fatalidad que planea sobre las cabezas.
Como si se valiera de la voz de sus antepasados, Watanabe escribe la crónica de un mundo natural que comienza a tejer alianzas con el hombre, todavía huésped imprevisto del planeta. Con esa garganta atravesada por lejanías, da lugar a un conjunto poético elaborado a partir de sucesivos cuadros que conforman la fábula rústica en la que el poeta es autor e intérprete. Tal es su modo de conocimiento: lineal, progresivo, mediante acotaciones costumbristas de las que afloran destellos de una realidad revelada a cuentagotas y escribe:
Algún día, Dios mío, alcanzaremos a decirte de qué materia estamos hechos.
Esta contención interior, con el recato como telón de fondo, sella el marco del que parten y al que regresan las palabras. Nada parece turbar su oración nacida del «refrenamiento», práctica Zen con la que transparenta su ética personal hecha tanto de pudor como del control de las emociones.
Porque el suyo es un caso de mestizaje, pero de mixtura rara: madre criolla y padre japonés, campesinos ambos de una hacienda donde el poeta fue criado en contacto con el paisaje y las costumbres del Perú pobre. Su cultura familiar, de ritos domésticos y presencia cristiana, se vio atravesada por la lectura del oriental haiku, esa gema que tiene tanto de poesía como de juego de ajedrez. De allí toma su parquedad en el decir y su velado y no tan velado apetito de trascendencia. Un viaje por el título de sus libros –Álbum de familia, El uso de la palabra, Historia natural, Cosas del cuerpo, Habitó entre nosotros, La piedra alada, Banderas detrás de la niebla– deja entrever un recorrido que lo lleva a unir la proyección de la palabra familiar –nutrida de secretos y entredichos– con la naturaleza y el cuerpo, lo sobrenatural y lo divino, que son los hilos conductores de su terrenal extrañamiento.
El cuerpo representa en Watanabe todo el espectro de la ecuación humana. Con el cuerpo expresa tanto lo que le pasa al alma como la intensidad de su pensar mediante imágenes. El cuerpo es el ápice de toda posible trascendencia, diferenciándolo de la óptica menos creyente de una generación que, como la de su tiempo, hizo del vivir sin Dios una militancia. La suya, por el contrario, es una fe no exenta de interrogantes, pero viva, real. Una fe de campesino. Una religiosidad de pesebre con olor a paja y a humo de brasero, a bosta y a orín de animales, sin otra liturgia que la nacida del esfuerzo diario por sobrevivir. Son derivas de su estirpe, que –según cuenta en una página autobiográfica– tenía en su padre a un budista apegado a las imágenes católicas, a las que gustaba restaurar sin huellas de dramatismo –nada de sangre, nada de heridas–, ya que, conforme a su continencia, cuando mayor es el control del drama, más conmovedor será el efecto alcanzado. De su madre confiesa haber aprendido otros valores de secular inteligencia, que luego pasaron a ser parte de sus poemas. No era indio, pues, pero lo parecía; no era oriental, pero mostraba comportamientos de probada espiritualidad. Una de sus conquistas literarias es, sin duda, el protagonismo dado al silencio –lo mismo que al agua y a la piedra–, entidades dotadas para él de una significación arquetípica.
La lectura de su poesía deja la impresión de un hablar confidente, con mucho de soliloquio, llevado a un grado de excelencia por la asimilación del contar mediante parábolas y alegorías. Su dominio de la imagen le permite llevar el verso desde el espejo de las figuras hasta la profundidad del hueso. Le oí contar sobre sus procedimientos a la hora de escribir: primero, dejarse captar por un hecho preferentemente visual, prestarle atención, estudiarlo en sus detalles (con ayuda de enciclopedias), y recién luego comenzar a escribir, hasta dar forma a la composición del poema definitivo. Versos libres, sueltos, líneas abiertas que durante el trabajo –y en la lectura– se emparentarán, formando un hecho plástico con aura de verdad.