La proyección de la literatura hispanoamericana en España resultó más relevante que nunca con el modernismo, tiempo que coincidió con un inusitado interés de los escritores de allá por la realidad española y por la tradición cultural compartida. De ese interés, que pervivió mientras la definición de la identidad propia fue una inquietud dominante, dan testimonio las dos novelas que se recuerdan aquí: El embrujo de Sevilla, del uruguayo Carlos Reyles, y Pasión y muerte del cura Deusto, del chileno Augusto D’Halmar. De ellas y de su visión de España se ocupan las páginas que siguen.
Hasta hace poco yo entendía por «tornaviaje» exclusivamente lo que solía asegurarse que consiguió Andrés de Urdaneta: encontrar, tras varios intentos fracasados, la ruta de regreso a América desde las islas Filipinas, la que hasta el fin del período virreinal habría de seguir la Nao de Acapulco o Galeón de Manila. Desde el puerto de La Navidad, en la Nueva España, el 21 de noviembre de 1564 salió una expedición al mando de Miguel López de Legazpi, de la que solo conseguiría volver la nave Sampedro, al mando del novohispano Felipe de Salcedo, que llegó a La Navidad el 1 de octubre de 1565 y a Acapulco el 8 de ese mismo mes. Tanto el protagonismo de Urdaneta como la primacía en el tornaviaje están hoy en cuestión: a la Sampedro se había adelantado el patache San Lucas, que, pilotado por Lope Martín, se había separado de la flota de López de Legazpi para arribar dos meses antes a La Navidad, el 9 de agosto de aquel año 1565.
La inclusión del tornaviaje entre las cuestiones abordadas en esta sesión demuestra que la acepción de la palabra se ha enriquecido en los últimos tiempos. Tornaviaje. Arte iberoamericano en España se denominó, no sin justificaciones, la exposición que pudo verse en el Museo del Prado entre el 5 de octubre de 2021 y el 13 de febrero de 2022, para la que se reunió un número considerable de obras de la época virreinal, en su mayoría dispersas en la geografía española. Poco o nada sé de ese término aplicado a la literatura1. Apenas encuentro en el aún reciente volumen Oro y plomo en las Indias: los tornaviajes de la escritura virreinal justificación para tal título, aunque la introducción hable del encuentro de dos civilizaciones y de las
mixturas y recíprocas contaminaciones que generaron un flujo de ida y vuelta —un tornaviaje, pues— de fijaciones culturales en migración continua de una orilla a otra del océano.
(Cano Ginés y Brito Díaz, 2007: 7)
Los ensayos reunidos solo lo confirman al ocuparse de la presencia del indio en el teatro del Siglo de Oro o al referirse a la presencia y valoración de los objetos de las Indias en Europa. El viaje de los europeos y sus consecuencias ocupan casi todos los espacios.
Llegado el momento de pensar en mi intervención en este IX Congreso Internacional de la Lengua Española, pensé que sería una buena ocasión para recordar lo que Max Henríquez Ureña denominó El retorno de los galeones, título cuyas expectativas defraudan los dos ensayos incluidos en el volumen: no aspiraba a satisfacerlas el segundo y más amplio, «Desarrollo histórico de la cultura española durante la época colonial», y apenas las atendió el primero, titulado «Estudio sobre el intercambio de influencias literarias entre España y América durante los últimos cincuenta años», donde su autor pareció en dificultades a la hora de precisar tal retorno, limitándose a constatarlo al producirse el cambio de siglo:
El momento culminante del modernismo fue el año de 1900. La revolución estaba hecha. Las nuevas tendencias, depuradas y definidas, culminaron en lo que Lugones denominó «la conquista de la independencia intelectual». El arte libre, sin dogmas: he ahí el nuevo horizonte. Y el movimiento llevó su fuerza renovadora de América a España.
(Henríquez Ureña, 1930: 40)
Menos de dos páginas dedicó luego a precisar las influencias de Rubén Darío, Amado Nervo y otros poetas hispanoamericanos en los españoles (1930: 53-56(, mientras se diluía la relevancia de los demás géneros, que, a pesar del papel atribuido a los ensayos de José Enrique Rodó, resultaban ajenos al retorno anunciado en el título del volumen. Probablemente acertó al plantear para «los demás órdenes del pensamiento literario» (los que se referían precisamente al ensayo preocupado por los problemas del momento) que
las influencias preponderantes hoy en España y América son recíprocas y aun tienden a una perfecta compenetración.
(1930: 72-73)
Esa opinión parecía justificada en 1930, quizá porque se creían vigentes las relaciones renovadas cuando el siglo XIX llegaba a su fin. Al ocuparse de las novedades aportadas por el modernismo hispanoamericano, Manuel Díaz Rodríguez había señalado a propósito de la evolución del «estilo» y su repercusión entre los escritores de la península:
En tal sentido es de observar, y bueno es decirlo porque muchos afectan desconocerlo, cómo se dio el caso de una especie de inversa conquista en que las nuevas carabelas, partiendo de las antiguas colonias, aproaron las costas de España.
(Díaz Rodríguez, 1909: 136)
Algunos años después Rodó habría de señalar también ese cambio de rumbo cuando a la muerte de Rubén Darío se refería al papel del nicaragüense en esas relaciones transatlánticas:
Ninguna otra influencia individual se había propagado en América con tal extensión, tal celeridad y tan avasallador imperio. Durante veinte años no ha habido, de uno a otro confín del Continente, poeta que no llevase, más o menos honda, en el alma, la estampa de aquella garra innovadora. Su dominio trascendió más allá, y por vez primera, en España, el ingenio americano fue acatado y seguido como iniciador. Por él la ruta de los Conquistadores se tornaría del ocaso al naciente.
(Rodó, 1967: 1.031)2
No volveré ahora sobre las consabidas aportaciones de los modernistas hispanoamericanos a la renovación de la poesía y de la prosa españolas, algo que en términos generales se conoce bien, pero conviene recordar que algunos no solo se desplazaron hasta España con las novedades, pues además dejaron sus impresiones de las tierras descubiertas en ese viaje. El ensayo y la crónica fueron las opciones preferidas para dar testimonio de un reencuentro en el que resultaron determinantes tanto la convicción de que la derrota de España ante los Estados Unidos en 1898 significaba la victoria del enemigo común, como la voluntad de fijar los perfiles de un destino compartido. Cuando me ocupé de estas cuestiones insistentemente ignoré las novelas ambientadas en España en las que los escritores hispanoamericanos plasmaron las mismas inquietudes, quizá porque ofrecían matices que daban a la orientación hispanófila dominante matices difíciles de precisar. Hoy recordaré dos de ellas, ambientadas en tierras de Andalucía: El embrujo de Sevilla (1922), de Carlos Reyles, y Pasión y muerte del cura Deusto (1924), de Augusto D’Halmar. Aunque en los últimos años ha habido reediciones de la segunda, favorecida por la atmósfera actual propicia a las manifestaciones heterodoxas de la sexualidad, no creo equivocarme si las considero olvidadas y sin embargo merecedoras de la atención que por escasos minutos les voy a prestar.
Como sus improbables lectores recordarán, la elección de Sevilla como escenario conllevaba en ambas novelas la presencia de gitanos, de bailaoras y cantaores de flamenco, de toreros y de toros. El embrujo de Sevilla satisface generosamente esa exigencia3: tras triunfar en Europa, la gitana Pura (convertida en la celebrada Trianera) se reencuentra con Paco Quiñones, aristócrata arruinado y ahora torero famoso, y ambos comparten a lo largo del relato un idilio tormentoso donde alguna vez apuntan atavismos ancestrales y siempre la fatalidad de un destino adverso. Esos avatares dan ocasiones sobradas para la descripción de calles, edificios y ambientes, y para las referencias históricas, artísticas y literarias, a cargo del narrador o de los personajes: todo cuanto Reyles podía suponer atractivo para un lector asimilado a un turista. Pero apenas iniciada la novela advertimos que no trataba de ofrecer una visión pintoresca de la ciudad: mientras se ocupaba en la descripción del café de cante y baile flamencos El Tronío y de sus habituales, su narrador comenta que el polvo que levantan los pies de las bailaoras
(...) se dora a fuego a la luz de los picos de gas, cuyas llamas, de un amarillo clorótico, se estremecen, al igual que los corazones, con los roncos bordoneos de las guitarras y las voces, ya libertinas, ya quejumbrosas, del cante hondo, válvula por donde escapa, en tierra andaluza, lo que la raza de Don Pedro el Cruel y Felipe II tiene aún de violenta, fanática, triste y lúbrica.
(Reyles, 1922: 7-8)
No me detendría en esa evidente intromisión del autor si ella no me remitiera a otros textos que parecen iluminar esa interpretación de lo andaluz y de lo español. Hace ya muchos años que Amado Alonso subrayó la condición modernista de La gloria de don Ramiro, que Enrique Larreta publicó en 1908, y señaló el origen de los planteamientos que regían aquella novela:
La expresión fisonómica de aquella doble España, tal como Larreta la pinta, tiene un acentuado aire de familia con la doble fisonomía que le habían pintado los románticos franceses: una España cristiana de exaltación sombría y una España musulmana de exaltación poética y sensual.
(Alonso, 1942: 158)
Por su parte, José Vasconcelos ofrecería años después, rememorando su lejano interés por el teatro de variedades y por la cantadora andaluza Amalia Molina, este testimonio sin desperdicio, referido a los años del Ateneo de la Juventud, cuando en México el régimen personalista de Porfirio Díaz estaba próximo a su fin:
En aquel tiempo el baile español era el filtro de una reconciliación dionisíaca con nuestro pasado hispánico. En medio de aquel oleaje de los usos yanquis invasores y después de casi un siglo de apartamiento enconado, bebíamos con afán en la linfa del común linaje. Lo que no lograba la diplomacia, lo que no intentaban los pensadores, lo consumaba en un instante el género flamenco.
(Vasconcelos, 1935: 358)
Extraigo de las consideraciones precedentes la necesidad de leer El embrujo de Sevilla sin perder de vista esas convicciones, determinantes para que el baile de la Trianera le pareciera al narrador «trasunto fiel de la voluptuosidad mora y del orgullo español» (Reyles 1922: 42). Por otra parte, avanzada la novela descubrimos que los hechos narrados discurren en los tiempos en los que un día el picador y anticuario Tabardillo pudo leer en El Liberal la noticia de lo sucedido en Cuba:
Toda la escuadra del almirante Cervera a pique, como ayer en Cavite la de Montojo. ¿Qué dirían los Reyes Católicos si levantasen la cabeza?
(Reyles, 1922: 182)
Esa interferencia de los hechos históricos de 1898 obliga a valorar a esa nueva luz un relato que parecía ser el de alguien meramente fascinado por el mundo pintoresco y aun exótico de los tablaos, de los toros o de la Semana Santa, propicio para alentar pasiones exaltadas hasta el paroxismo, mundo que Reyles trataba de describir con simpatía evidente, especialmente acusada al encargar a alguno de sus personajes la defensa del mundo de toros y la explicación de su significado en la realidad española:
¡Cuántos sambenitos se cuelgan al arte del valor y de la gracia!, porque el toreo no es sino eso. Muchos sociólogos de chicha y nabo le inculpan el atraso de España, sin echar de ver que hay regiones atrasadísimas de esta donde la afición no tiene influencia alguna.
(Reyles, 1922: 34-35)
La psicología del alma española era preocupación del narrador y de alguno de los personajes, relacionando el toreo con las virtudes de los héroes del pasado y con la esperanza en el porvenir: se trataría de un arte capaz de despertar las emociones de las que «puede que salga un día el trueno gordo, lo que va a despertarnos de un largo sueño» (Reyles, 1922: 145), como dice el joven Pepe Míguez, uno de los portavoces del autor. Lo confirman otros personajes, incluido el torero protagonista, cuyas opiniones Pura recuerda a punto de cerrarse la novela y a la vista de la plaza de toros, en el topacio de cuya arena veía
(...) un duro crisol donde se funden y aparecen, limpias de escorias, las broncas virtudes la raza; un misterioso espejo, un espejo brujo, en el cual los españoles nos vemos como quisiéramos ser, como fueron los Grandes Capitanes, los Conquistadores, los Misioneros (...)
(Reyles, 1922: 305)
El espíritu del 98 impregna la significación del toreo, al menos si se entiende que «no es el quijotismo, sino el sanchopancismo» (Reyles, 1922: 183) el determinante de la derrota, como estima el pintor Cuenca para proponer a los españoles hacer de las plazas los gimnasios y palestras donde prepararse para «hacer otra vez obra de varones, obra de machos cogotudos» (Reyles, 1922: 183). Se trataba de recuperar la esencia de la tradición olvidada, de sentir lo español, y eso era lo que proponía esa novela dedicada a profundizar en el alma de la raza, incluso o sobre todo en lo que tenía de ancestral, de triste y de lúbrica.
Cuando se publicó Pasión y muerte del cura Deusto —o La pasión y muerte del cura Deusto, según se leía en la portada de la primera edición— Augusto D’Halmar estaba suficientemente familiarizado con España, pues desde 1918 había fijado su residencia en Madrid, donde al parecer encontró la regeneración y la paz, incluso la patria común o ideal. Había leído y viajado lo suficiente para saber de la variedad de territorios y de tipos que daba complejidad al país, lo que resultaría enriquecedor para la trama de su novela, especialmente interesante para quienes consideran que la homosexualidad,
expresada a lo largo de la obra de D’Halmar, ya directamente, como en Pasión y muerte del cura Deusto, ya oblicuamente, como en muchos otros de sus textos, constituye su contribución más importante a la literatura.
(Molloy 1999: 269)
Como hoy no es la orientación sexual de Íñigo Deusto (ni la de D’Halmar) lo que me interesa, sino la invención de España o el reencuentro con ella, me limitaré a advertir que, como Larreta, el escritor chileno opuso una España cristiana y sombría, que él localizó en el norte, a otra sensual asociada al sur, de modo que abundan en la novela referencias a impresiones y sensaciones que respaldan ese planteamiento. Su conocimiento de las diferentes psicologías atribuidas a cada parte del país —o de los tópicos al respecto— le permitió imaginar a un vasco serio y austero cuyas inclinaciones eróticas, antes apenas insinuadas en su adolescencia de seminarista, afloran descontroladas tras su inmersión en una ciudad de algún modo híbrida, misteriosa y ambigua, donde la presencia de los gitanos incrementa su atractivo al aderezarla con sangre judía y creencias católicas en el caso del efebo Aceitunita, en quien se ha podido ver la «concretización de la esencia de Sevilla» (Acevedo, 1976: 105). Por lo demás, ese ámbito adquiere vida sobre todo gracias a presencias colectivas, como las exigidas por la corrida de toros, las funciones en el circo o en el teatro, o las actividades relacionadas con la religión, como las celebraciones de la Semana Santa, eficaces para mostrar el espíritu dominante en la ciudad.
Tal territorio resultaba propicio para desarrollar allí la pasión impura, tan irresistible como prohibida4, que determina la muerte del sacerdote, con la que se cierra otra historia en la que la atmósfera dionisíaca del escenario encuentra su adecuada y consecuente dimensión trágica. D’Halmar la había ido preparando con los caracteres y actuaciones de personajes como Sem Rubí, pintor judío en el que parecen encarnar los misterios de la ciudad; o el Palmero, torero marcado por el amor y la muerte; o Giraldo Alcázar, poeta ambiguo y hedonista; o la Neva, cantaora licenciosa que apura las oportunidades que se le ofrecen en años ya de decadencia. Ellos forman parte de «la ciudad pagana» (D’Halmar, 1924: 229] que, según constata Mónica —otra concreción de la identidad vasca, trasplantada a Sevilla en su condición de ama de llaves del protagonista—, los ha derrotado. Resulta significativo que en el contexto sacrificial del Viernes Santo una mujer, la que se había acercado al protagonista en los momentos de mayor angustia, presintiera que
tocaba a su fin aquella inverosímil novela de un corazón, que no era de padre ni de amante, y en el cual, sin embargo, parecían reunirse todos los afectos, como un fruto de selección y de expiación.
(D’Halmar, 1924: 274-275)
Se acercaba el único desenlace posible para el conflicto que atormentaba a Íñigo Deusto, alguna vez convencido de que
la continencia, aquella que él había puesto tan alto durante toda su vida, era la más insidiosa de las formas que podía tomar la lujuria.
(D’Halmar, 1924: 260)
Antes de llegar a ese clímax, en el que parece cifrarse la concepción de la fatalista España profunda que propone la novela, tanto el narrador como Íñigo Deusto —y como D’Halmar— se mantienen de algún modo extraños o extranjeros en Sevilla, condición quizá indispensable para percibir lo exótico que parece ganar al escritor al enfrentarse con Andalucía. Eso les permite descubrir y describir la ciudad como si fueran turistas exigentes, como queda de manifiesto desde que contemplan el panorama que se ofrece a sus ojos desde lo alto de la Giralda apenas iniciada la novela, visión general que luego se completará con referencias a la catedral, a la Torre del Oro, al barrio de Triana y a otros edificios o espacios de la ciudad. Interesados en la historia, la literatura y las artes plásticas, conviene subrayar que lo estaban especialmente en la música, como si previeran la opinión de Vasconcelos antes recordada: quizá resultaba inevitable que D’Halmar hiciera que el cura Deusto —familiarizado con los compositores españoles de los siglos XVI y XVII: Tomás Luis de Victoria, Francisco Guerrero, Cristóbal de Morales, Matías Durango— sintiese «profundamente» el exotismo árabe del cante hondo, con el que el gitano expresaría «el dolor errático de su raza y la alegría desgarradora» (D’Halmar, 1924: 130).
Sin duda hay mucho de tópico en los mundos de toros y de flamenco elaborados por Reyles y por D’Halmar, pero eso no resta interés a esas novelas ni a la tarea de averiguar las razones que animaron a sus autores a la hora de recrear esos ambientes y de imaginar a sus habitantes. Si entendemos esas obras como consecuencia de un viaje físico y espiritual a la vez, hemos de convenir que nadie viaja sin llevarse consigo, de modo que analizar El embrujo de Sevilla y Pasión y muerte del cura Deusto equivale a enfrentarse a los demonios de quienes las escribieron y también a los de su tiempo. Si para esta ocasión hubiera pensado en Ley social (1885), de Martín García Mérou, hoy estaría aquí tratando de explicarme y de explicar cómo Madrid pudo servir a un escritor argentino para poner a prueba las convicciones propias del naturalismo. Tanto en esa hipótesis como a propósito de las novelas aquí abordadas, no quedaría ni queda otro remedio que admitir la influencia cultural francesa dominante en Hispanoamérica. Es lo que se puede derivar de la acertada observación de Amado Alonso a propósito de La gloria de don Ramiro, y que podría respaldar esta otra, a propósito de D’Halmar:
Pasión y muerte remite inevitablemente a la Carmen de Mérimée, hasta en sus atribuciones étnicas: el deseante es vasco, el objeto de deseo, andaluz; el norte es económico y reprimido, el sur es derrochador, equívoco, e indigno de confianza.
(Molloy, 1999: 277)
Ni Reyles ni D’Halmar, ni antes Larreta, podían encontrar extraña esa intermediación. Al fin y al cabo, aunque el resultado de la guerra franco-prusiana pareciera lejano, en Francia afrontaban la evidencia de la superioridad de los anglosajones y del declive de los pueblos latinos: para comprobarlo basta con recordar el título de un ensayo de Edmond Demolins que a partir de 1897 tuvo varias reediciones, también en español: A quoi tient la supériorité des Anglo-Saxons. La solidaridad en una atmósfera de derrota compartida se dejaba sentir, por si no fueran suficientes las referencias literarias y culturales, fundamentalmente francesas o recibidas a través de Francia, de modo que la mayoría de los escritores hispanoamericanos podrían asumir, a la hora del reencuentro con España, la posición adoptada por Rubén Darío en «El triunfo de Calibán», artículo publicado en El Tiempo (Buenos Aires) el 20 de mayo de 1898, cuando el desastroso resultado de la guerra de Cuba aún no se había consumado:
la España que yo defiendo se llama Hidalguía, Ideal, Nobleza; se llama Cervantes, Quevedo, Góngora, Gracián, Velázquez; se llama el Cid, Loyola, Isabel; se llama la Hija de Roma, la Hermana de Francia, la Madre de América.
(Darío, 1938: 162)
Desde luego, esos materiales y esa actitud no resultaban suficientes para elaborar una novela interesante. Como Larreta lo hiciera en el pasado histórico de España, Reyles y D’Halmar sondearon el presente de una tradición cultural que sentían como propia para adentrarse en lo que creían (o deseaban) que fuera su dimensión más oscura, fatal, atávica, mítica, de algún modo atemporal: la que secretamente alentaba tras las manifestaciones de eso que parecía concretarse literariamente en una visión folclórica o superficial de Andalucía, como si el folclore no fuera precisamente la manifestación de la mentalidad y del espíritu de un pueblo. No se debe olvidar que estas novelas se escribieron cuando desde los planteamientos regeneracionistas ya se había derivado hacia otros de decidida orientación vitalista e incluso irracionalista, cuando de nuevo se preferían los sentimientos a la lógica, cuando se imponía la convicción de que la vida es irreductible a la razón. A esas preferencias o necesidades se ajustaba la España propuesta en El embrujo de Sevilla y en Pasión y muerte del cura Deusto.