En una relectura de La Florida del Inca (1605) y la Relación de los mártires de La Florida (Oré, c. 1619), la presentación se detiene en cómo se conocieron ambos luminares y por qué se desarrolló su interés en la «frontera norte» del imperio español. Se destacará la importancia de la región, sus lazos con el virreinato peruano y su centralidad en la compartida historia de España, la América del Sur y la del Norte.
Mi presentación se centra en dos integrantes de la primera generación de intelectuales hispano criollos nacidos en el virreinato del Perú: el franciscano Luis Jerónimo de Oré (1554-1630) y el cronista Garcilaso de la Vega (1539-1616). El primero viajó presencialmente a La Florida mientras el segundo lo hizo virtualmente. Son producto de estos periplos la Relación de los mártires de La Florida y La Florida del Inca, libros donde ambos autores expresaron su compromiso con el avance de la catequización entre los nativos floridanos. El primero, oriundo de Guamanga (hoy Ayacucho) en el altiplano andino, viajó a Europa representando a su orden, misionó en La Florida y Cuba, y llegó a ser obispo de Concepción en el actual territorio de Chile. En su Relación (¿Madrid c.1619?) cuenta sus experiencias en la América del Norte y el Caribe. Mi encuentro con este misionero políglota se lo debo al segundo ingenio mencionado, Garcilaso de la Vega, quien también viajó a España, se estableció en Córdoba y allí escribió sus historias. Me explico. En 1612 el franciscano guamanguino, en camino a encontrarse con misioneros a su cargo destinados a La Florida, visitó al cronista cuzqueño en la villa bética. El Inca describe la reunión en la segunda parte de Comentarios reales o Historia general del Perú (1944 [1617], vol. 3, libro 7, cap. 30, 182). Antes de pasar al encuentro suscitado por un libro y un compartido interés, vale recordar someramente la creciente importancia de La Florida.
El mapa de Juan Vespucci (1526) confirmó el contorno de América del Norte y corroboró que La Florida no era una isla2. En el amplio contexto de la política europea, era urgente proteger las embarcaciones y ciudades españolas en América de los ataques de piratas y corsarios franceses, ingleses y holandeses para asegurar el paso del tesoro de Indias. La reorganización del sistema de flotas (1564)3 respondió a esas inquietudes y dio lugar a un renovado interés en la zona ya que el convoy se detenía en La Habana y desde allí iniciaba el cruce del Atlántico. La exitosa explotación de las minas de plata en Zacatecas (virreinato de la Nueva España) motivó a los exploradores a buscar una nueva ruta terrestre hacia México a través de La Florida y alentó la exploración del centro continental de América del Norte. Según el plan, si tal derrotero se estableciera, aceleraría la transferencia de plata novohispana a un convoy de barcos que esperaría en la costa Sureste de América del Norte, evitando navegar por el peligroso Caribe.
La llegada a La Florida (1562) de protestantes franceses (hugonotes) reavivó el fervor religioso de los católicos españoles y enfureció a Felipe II, quien los desalojó prontamente del área. Como sabemos, Pedro Menéndez de Avilés expulsó a los intrusos franceses y retomó la colonización de la zona4. El flamante Adelantado de La Florida fundó San Agustín (1565)5 y Santa Elena (1566) y les confió a los jesuitas la tarea misionera en esas tierras6. En 1572 un grupo de ignacianos fue martirizado por indígenas en la Bahía de Santa María del Jacán o Ajacán (Chesapeake Bay) y la orden decidió abandonar La Florida. Al siguiente año los franciscanos ingresaron en la región con el encargo de continuar la labor catequética7. Noticias de ricos reinos en el centro del continente renovaron el interés por el territorio y sustentaron las ambiciones de quienes esperaban encontrar otra Tenochtitlan, otro Cuzco. Mucho se especuló sobre una posible ruta a la China atravesando la masa continental hacia el Norte o a través de una vía marítima.
En efecto, Oré, en camino a Cádiz y Sevilla para reunirse con los misioneros a su cargo, se entrevistó en Córdoba con su paisano y le pidió copias de La Florida del Inca, su crónica primeriza. Viajero virtual, Garcilaso narró, en base a los datos proporcionados por Gonzalo Silvestre y las relaciones de Coles y Carmona, los sucesos de la expedición (1539) de Hernando de Soto a tierras floridanas. Esta, como recordamos, fue costeada con el oro del rescate del Inca Atahualpa que De Soto había recibido en recompensa a sus servicios en el virreinato peruano. Oré estaba convencido de que la lectura de esa crónica les sería provechosa a los franciscanos bajo su tutela, destinados a evangelizar en esa región. El Inca califica a Oré de «gran teólogo» en su Historia general y da cuenta de su misión (1944 [1617], vol. 3, libro 7, cap.30: 182)8. Garcilaso le regaló siete libros a su compatriota: tres copias de La Florida del Inca y cuatro de Comentarios reales. Le deseó mucho éxito en su labor misionera:
[que] La Divina Majestad se sirva de ayudarles en esta demanda, para que aquellos idólatras salgan del abismo de sus tinieblas
(Historia general, Vol. 3, Libro 7, Cap. 30: 182)
La conversación, según la detalla el Inca, se centró después en la rebelión de Gonzalo Pizarro contra la imposición de las Nuevas leyes (1542) en el virreinato peruano. Así, mi «entrada» en La Florida es vía Perú: por medio de un viajero virtual (el Inca), llegué a otro real (Oré).
La lectura de la segunda parte de Comentarios reales del Inca me condujo a Oré quien, en contraste con el cronista cuzqueño, sí viajó presencialmente a Cuba y La Florida (1614) y plasmó sus experiencias de este periplo misionero en la Relación9. Mis pesquisas me llevaron a la University of Notre Dame y al Departamento de Colecciones Especiales de las Hesburgh Libraries, donde se aloja la biblioteca del lamentado garcilasista peruano José Durand, adquirida por esa institución. Allí llegué a un ejemplar de esa primera edición comprado por Durand. No obstante, la obra apareció sin pie de imprenta, la investigación me llevó a proponer 161910 como año aproximado de su publicación. La búsqueda me instó a repensar la importancia del breve tratado más allá de los motivos tradicionales por los cuales ha llamado la atención de los estudiosos —la representación de la rebelión de Guale (1597)11 y el martirio de misioneros jesuitas y franciscanos— y a reflexionar sobre el momento histórico compartido por España, Perú y los Estados Unidos de Norteamérica. Veamos por qué.
Por la variedad de temas tratados, la Relación es un verdadero cajón de sastre. A diferencia de la crónica del escritor cuzqueño centrada en la expedición de Hernando de Soto, la Relación de Oré repasa más de un siglo de historia de La Florida. Para componerla el autor incluyó información de testigos, bitácoras náuticas, fuentes históricas, informes a la Corona de religiosos y seglares, todo matizado por su propia experiencia en geografías diferentes. El relato se abre precisamente con la llegada en 1513 de Juan Ponce de León a esa zona de Norteamérica. La Relación introduce peculiares incidentes que muestran las rivalidades de las potencias europeas y sus ambiciones imperiales en América del Norte y cómo España las combatió. Por ejemplo, detalla un incidente curioso: por orden de la Corona, el gobernador de Cuba ordenó el retiro de una «columna» que portaba el escudo de armas francés. Explica que el explorador Jean Ribault había tomado posesión del área para el rey de Francia y como prueba «señalaron por padrón [...] un árbol altísimo, y en el pusieron un escudo de las armas y flores de lises de Francia (2014 [c.1619]: 96-97)». Los españoles destruyeron Charlesfort —el primer asentamiento francés en La Florida—, hallaron la columna, la derribaron y la enviaron a España12. La Relación se cierra con la reunión (1616) del cabildo franciscano en San Buenaventura de Guadalquini y no en San Agustín13.
Mientras que la crónica de Garcilaso se concentra en las hazañas de Hernando de Soto y sus expedicionarios, la narrativa de Oré se ocupa de temas muy variados, desde detalles náuticos hasta casos milagrosos y episodios de secuestro. Si La Florida del Inca se distingue por las elogiosas descripciones de los nativos, la Relación se destaca por sus múltiples fuentes y el amplio lapso cronológico que abarca (de 1513 a 1616). Entre los informes de navegación y exploración sobresale por su precisión en los detalles de la bahía de Santa María del Jacán, el incluido en el capítulo sexto. Tal informe confirma la fluidez de la frontera norte de La Florida, la impunidad con que se realizaba el contrabando en el Caribe y la constancia de los intercambios entre las islas y el continente. Oré caracteriza de «ladronera[s]» a los establecimientos ingleses de la zona y pide su destrucción. De su comentario se desprende una crítica aguda a las autoridades coloniales y un llamado a la acción por parte del soberano. En otras palabras, la impunidad del contrabando debe ser castigada y los transgresores eliminados.
En los viajes de exploración americanos el secuestro de indios era una práctica frecuente. Por medio de ellos, los conquistadores esperaban aprender rudimentos de las lenguas nativas, así como detalles de la geografía, economía, población y preparación militar de la zona. Muchos de estos cautivos morían de nostalgia, rabia, enfermedades, o se suicidaban para evitar la humillación de la prisión y la esclavitud. Un pequeño número viajó a España y, si eran jóvenes y de alto rango, además de la instrucción religiosa, a menudo se les enseñaba a leer y escribir con el objetivo de emplearlos como intermediarios entre las autoridades españolas y la población nativa. Por otro lado, habitualmente los misioneros viajaban con adolescentes europeos que fungían como asistentes en los servicios religiosos y también aprendían con facilidad las lenguas nativas, iniciándose así un proceso inverso de aculturación. La Relación ofrece ejemplos de ambas formas de adoptar nuevas costumbres y lenguas.
En su capítulo tres encontramos un notable caso de adaptación y posterior retorno a los usos autóctonas. Me refiero a don Luis de Velasco también conocido como Paquiquineo. Este joven cacique, probablemente de la etnia powatan, fue capturado alrededor de 1560, poco después de la fallida expedición de Tristán de Luna y Arellano (1557-59)14. Lo bautizaron en también México y su padrino fue Luis de Velasco y Ruiz de Alarcón, virrey de la Nueva España (1550-64), de ahí su nombre de pila. Después pasó a España donde disfrutó de la protección del rey. Mientras permaneció allí estuvo bajo la tutela de los jesuitas quienes lo catequizaron y le enseñaron las costumbres españolas. La piadosa conducta del joven inspiró confianza entre sus mentores, quienes creyeron genuino su deseo de propagar el evangelio entre los suyos. Por eso acompañó a los ignacianos en su misión a la bahía de Santa María de Ajacán. Después de regresar a sus lares con los frailes, don Luis volvió a sus costumbres nativas, abandonó el catolicismo y apoyó la idea de eliminar a los jesuitas. Protegido por otro grupo indígena, el único sobreviviente de la matanza fue el joven Alonso de Lara, quien había acompañado a los frailes martirizados para ayudarlos en la misión y también aprender las costumbres nativas.
Por otro lado, el narrador igualmente nos informa de cómo los neófitos nativos, en su celo religioso, perseguían a los suyos que habían rechazado el cristianismo. En estas circunstancias los misioneros se convierten en protectores de los hanopira u hombres rojos —es decir, de los floridanos reacios a aceptar el Evangelio quienes, como muestra de fidelidad a sus creencias y cultura, se pintaban el cuerpo de rojo y negro—. Oré se vale de este pasaje para indicar cómo los misioneros reconocen la humanidad de los indígenas y los protegen, independientemente de su aceptación o no del catolicismo. También subraya, siguiendo a Garcilaso y tomando en cuenta su propia experiencia, la valentía de los floridanos a quienes exime del vicio del alcoholismo con que otros autores han asociado a las colectividades indígenas. Más adelante destaca cuán fielmente los cristianos nativos de La Florida seguían las enseñanzas de la Iglesia; igualmente señala su habilidad para aprender rápidamente a leer y escribir por medio del alfabeto latino y enseñar a otros. El misionero guamanguino aprovecha estas afirmaciones para alentar a los frailes franciscanos y a los administradores coloniales a continuar apoyando espiritual y económicamente los procesos de catequización en la región —el propósito común que irriga la obra de ambos ingenios andinos—. Este y otros escritos suyos nos permiten concluir que vivió y misionó convencido de la capacidad de los indios —andinos y floridanos— para asimilar el Evangelio y recibir los sacramentos.
En cuanto al caso del adolescente Luis de Velasco (Paquiquineo), no deja de sorprender la falta de comentario sobre su captura. ¿Acaso Oré acepta el método del rapto en apoyo de la expansión imperial y la labor misionera? ¿Acaso el desgraciado final de los ignacianos se presenta como advertencia al exceso de confianza y también a los peligros de una aculturación forzada, acompañada de la falsa aceptación del dogma católico? Ciertamente, el énfasis en el progreso logrado por los misioneros franciscanos sirve de propaganda para quienes proponen no claudicar en la evangelización de La Florida. Así, mantener la región dentro del imperio por su posición estratégica, alejar a los herejes de ese territorio, reconocer la capacidad de sus habitantes y avanzar la evangelización por métodos suasorios, son temas reiterados tanto por Oré como por Garcilaso. Desde una perspectiva global y personal, ambos autores tejen los hilos de experiencias sorprendentes y terribles. Cuando las plasman en sus libros y reflexionamos hoy día sobre procesos de contacto, transculturación y mestizaje, podemos vislumbrar la pertinencia de estos acontecimientos en la fragua de la historia compartida por España, la América del Sur y la del Norte, una historia contradictoria y dolorosa, ignorada o reconocida, pero cuya marca —como la lengua impuesta y apropiada— nos distingue y convoca.