Puerto Rico es, por constitución cultural, una nación caribeña e iberoamericana que nunca ha alcanzado la plena soberanía política. Su particular circunstancia geográfica lo ha destinado a ser pieza clave del ajedrez de los imperios. Llave de las Américas, centro del hemisferio occidental, en sus costas convergen el Mar Caribe y el Océano Atlántico, las grandes Antillas y las menores. El que fuera el puerto vital del imperio español por más de cuatro siglos, alberga aún algunos de los enclaves militares más importantes de los Estados Unidos. Sin asiento en las Naciones Unidas, sin representación en la UNESCO, sin embajadas, sin consulados, sin poderes para negociar tratados políticos o comerciales, diríase que Puerto Rico no existe en el concierto de las naciones.
Sin embargo, a los puertorriqueños los une, al margen del tribalismo político, un profundo sentido de identidad colectiva que se manifiesta en un arraigado nacionalismo cultural. Al cabo de tres centurias bajo el dominio español, los puertorriqueños perfilaron una cultura de basamento hispánico mucho más coherente que la de otras naciones latinoamericanas; cultura que ha resistido los más alevosos y crudos programas de norteamericanización. País contradictorio, Puerto Rico padece un grave déficit de soberanía política, pero es, tal vez, la más moderna y eficaz democracia electoral de Iberoamérica. País privado de las herramientas clásicas para el desarrollo económico, goza, sin embargo, del nivel de vida más alto de América Latina.
Apenas posadura sobre las aguas, como dijera de ella Gabriela Mistral, la isla de Puerto Rico, de 178 kilómetros de largo por 58 de ancho, cuenta con casi cuatro millones de habitantes insulares y más de tres dispersos en los Estados Unidos. Entre ambas orillas trasatlánticas se ha establecido un autobús volante, una guagua aérea como llamara el escritor Luis Rafael Sánchez al tránsito humano circular entre ambos países. Mientras cientos de hispanoamericanos pobres arriesgan sus vidas cada mes por entrar a los Estados Unidos, los puertorriqueños de todas las clases sociales entran y salen, van y vuelven de las grandes ciudades norteamericanas por motivos de fiesta, estudio o trabajo, por razones agónicas o lúdicas, al amparo del pasaporte compartido.
«Puerto Rico —ha escrito el intelectual peruano Julio Ortega— es una de las experiencias más intrigantes de la vida latinoamericana. Pensar a Puerto Rico es formar parte de su interrogación: al preguntar somos preguntados. Definir la situación puertorriqueña no sólo es difícil por su complejidad, es también un ejercicio sobre el propio discurso, sobre nuestra manera de nombrar a América Latina. Porque hablando de Puerto Rico el habla misma se hace un acto político».
Tal vez sea el caso del idioma español en Puerto Rico lo que ilustre mejor la secular puesta a prueba de la cultura puertorriqueña. En 1898, después de la guerra entre España y Estados Unidos, Puerto Rico, invadido por la marina castrense de los Estados Unidos, quedó como botín de guerra bajo la soberanía del gobierno norteamericano. Desde entonces la lengua patrimonial de los puertorriqueños, el español, ha vivido en una peculiar relación de tensión con el idioma inglés que se manifiesta de diversas maneras en la subjetividad y en la experiencia cotidiana del puertorriqueño.
El contacto, ya centenario, del español de Puerto Rico con el idioma inglés ha dado pie a la difusión de imágenes estereotipadas de la realidad cultural y lingüística de la Isla.
El poeta cubano Nicolás Guillén popularizó, en versos irónicos, una imagen babélica de Puerto Rico.
¿Cómo estás, Puerto Rico,
tú de socio asociado en sociedad?
Al pie de cocoteros y guitarras,
Bajo la luna y junto al mar,
¡qué suave honor andar del brazo,
brazo con brazo, del Tío Sam!
¿En qué lengua por fin te podré hablar,
si en yes,
si en sí,
si en bien,
si en well,
si en mal,
si en bad, si en very bad?
Recientemente, en Oviedo, un periodista sudamericano del periódico español El País, encabezó la serie de preguntas que me formuló sobre Puerto Rico, afirmando galanamente que la situación lingüística y cultural de mi país era una mescolanza.
¿Responde bien a la realidad de Puerto Rico tal imagen de menesteroso de la lengua y la cultura que a veces se difunde sin mayor reflexión? ¿Hemos sido la zaga del idioma o, casi sin saberlo, su punta de lanza, el lugar de ensayo de nuevas energías? Manuel Álvarez Nazario, el distinguido lingüista e historiador de la lengua española en Puerto Rico, resume el estado actual del idioma en el país con palabras con las que tendría que concurrir cualquier mediano conocedor de la realidad isleña:
Desde el estricto punto de vista de la lengua en sus proyecciones esenciales de manifestación cotidiana, Puerto Rico sigue siendo… un pueblo de fundamental signo hispánico, perfectamente encuadrable todavía —concediendo las naturales diferencias regionales de índole dialectal propia— dentro del marco general del español que se habla en la zona lingüística americana del mar Caribe. Y ello es así (sic) no empece la política oficial de norteamericanización cultural de la Isla que se pusiera en marcha desde 1898 en adelante, al amparo del sistema educativo público, y asimismo, a pesar del progresivo influjo entre nuestra gente de mil y un factores que en el desenvolvimiento de la vida diaria insular han venido operando sobre las actitudes y modos de pensar, sentir y ser, y sobre las costumbres y acciones de los puertorriqueños… en dirección de los patrones o formas características del american way of life. Lejos, muy lejos, se está en el país de la triste condición de «zona hispánica periférica»que se ha apresurado a diagnosticarnos algún estudioso de visión ofuscada. La enorme vitalidad que ha podido mantener hasta hoy día el español corre parejas con su empleo predominante… en función de medio de comunicación coloquial, a la par que de su utilización culta como instrumento primario y preferente de la enseñanza oficial… y también como lenguaje de expresión mayoritaria de la prensa escrita diaria y de la radio y la televisión […]. El español continúa siendo el recurso insustituible para la elaboración artística en el campo de las letras…
Que un país tenga que andar por el mundo mostrando sus señas de identidad, declarando y aclarando, a cada paso, en qué idioma habla y cómo lo habla es una curiosa condición comprensible sólo al trasluz de su particularidad histórica en el conjunto de los pueblos hispanoamericanos. Repárese en que durante los primeros cincuenta años del siglo xx Puerto Rico fue objeto de un programa sistemático (e infructuoso) de genocidio lingüístico y cultural. En un informe de 1899, el educador norteamericano Victor Clark expresó adecuadamente los objetivos del referido programa de transculturación:
Si el sistema escolar público se deja en manos negligentes e ineficientes el despertar del pueblo quedará aplazado indefinidamente. Si se permite que dicho sistema continúe europeo, y que Francia y España continúen siendo dueñas intelectuales de la Isla, es posible que el desarrollo del sistema escolar pueda inducir al pueblo a la disminución de las simpatías fundamentales hacia el gobierno del cual forma parte. Si se americanizan las escuelas y se inspira el espíritu americano en los profesores y los alumnos…, las simpatías, puntos de vista y actitudes hacia la vida y hacia el gobierno, se harán esencialmente americanos… la gran masa de puertorriqueños es todavía pasiva y maleable… Sus ideales están en nuestras manos para crearlos y moldearlos…
Desde 1898 hasta 1948 la instrucción en las escuelas puertorriqueñas se impartió forzosamente en el idioma inglés, a pesar de la protesta enérgica de la clase magisterial e intelectual del país. La respuesta del sector letrado a la política oficial de norteamericanización fue la gestación de un nacionalismo conservador que determinó el modo y el tono de la afirmación de la identidad nacional puertorriqueña a lo largo de todo el siglo xx. Las siguientes palabras del profesor puertorriqueño José Ferrer Canales bien revelan el fervor de esta visión:
Testimonio al canto fue el de Victor Clark, presidente de la Junta Escolar para Puerto Rico, un texto revelador de ignorancia total de nuestra historia y cultura. Afirmaba Clark… «la mayoría de la gente de esta isla no habla un español puro. Su lenguaje es un patois casi ininteligible a los nativos de Barcelona o Madrid. No poseen mínima literatura y es de poco valor como medio intelectual. Existe la posibilidad de que sea casi más fácil educar a esta gente, fuera de su patois en inglés, que lo que sería educarlos en la elegante lengua de Castilla…». Revelaba Clark su total desconocimiento de los valores de nuestra cultura. Nada sabía de nuestra poesía, de la novelística, del ensayismo, del periodismo, la oratoria. Desconocía nombres tan significativos para nosotros como los de Manuel Alonso y José Gautier Benítez. No supo que un puertorriqueño, Ramón Power, por su sabiduría y elocuencia, fue Vicepresidente de las Cortes de Cádiz. Desconocía la existencia del Ateneo Puertorriqueño, fundado en 1876… No había oído el nombre del novelista D. Manuel Zeno Gandía, del patriota Baldorioty de Castro, ni el del D. Eugenio María de Hostos, pensador, Apóstol y Maestro de América, con prestigio universal… Ese patois que menospreciaba Victor Clark crecerá en nuestra patria hasta alcanzar un elogio como éste de Gabriela Mistral: “En ninguna parte oí más tierna la santa lengua mía, habiendo vivido entre tantas gentes, ninguna me bañó como ésta el corazón de las mieles morales de la casta”. Otro elogio será del de D. Fernando de los Ríos: “Puerto Rico —dijo— pueblo de poetas, ensayistas y pensadores”. El poeta Pedro Salinas, emocionado, vibra al reencontrarse en el aire lingüístico español de San Juan, Puerto Rico…
Esta emocionada refutación revela algunas de las contraseñas tradicionales de la resistencia cultural puertorriqueña. En el telón de fondo del drama se dibuja, como en el Ariel de Rodó, un magno enfrentamiento. Tal vez no resulte del todo hiperbólico afirmar que durante el siglo xx Puerto Rico actuó como frontera simbólica de la hispanidad frente al embate colosal de la lengua y los productos culturales estadounidenses. Al menos, así lo ha interpretado buena parte de los intelectuales puertorriqueños y no pocos españoles e hispanoamericanos. Recién inaugurado el siglo pasado, en el «Prefacio» a Cantos de vida y esperanza, Rubén Darío sentenció: «Mañana podremos ser yanquis (y es lo más probable); de todas maneras, mi protesta queda inscrita sobre las alas de los inmaculados cisnes, tan ilustres como Júpiter?» Escribir esa protesta ha sido buena parte de la herencia literaria puertorriquueña. La pregunta potente del nicaragüense: «¿y tantos millones de hombres hablaremos inglés?», alcanzó entre nosotros pertinencia ejemplar. Cabe preguntarse, después de cien años de resistencias y sobrevivencias, qué papel deberá interpretar Puerto Rico en el escenario cultural caribeño e hispánico en este otro siglo, que recién comienza? ¿Insistir en la simbólica colisión de fuerzas que cada vez representa menos el flujo plural de las mentalidades? O completar el pase de verónica que burla la embestida y pone en tierra el hocico amenazante?
Ya en 1944, Pedro Salinas advirtió el esguince necesario y la gracia potencial del pueblo puertorriqueño para ejecutarlo. Aquel año el poeta español pronunció en la Universidad de Puerto Rico el famoso discurso titulado «Defensa del lenguaje». Su reencuentro con la lengua española en Puerto Rico fue uno de los motivos generadores del ensayo. El español de Puerto Rico había resistido casi cinco décadas de menosprecio oficial, y estaba en pie, sonora oferta lozana para el poeta. «Sí, —dice Salinas— he vuelto a respirar español en las calles de San Juan, en los pueblos de la isla. Y he sentido una gratitud, no sé a quién, al pasado, al presente, a todos y a ninguno en particular, gratitud a los que me dieron mi idioma, al nacer yo, a los que siguen hablándolo a mi lado». Respiraba Salinas el mismo aire lingüístico de Puerto Rico que también aliviaría los últimos años dolidos de Juan Ramón Jiménez.
Tal vez algún espíritu monológico, confundido entre quienes escuchaban al poeta disertar aquel día en el Teatro de la Universidad, reaccionó sorprendido ante su valoración de la lengua inglesa en relación con Puerto Rico.
El conocimiento de la lengua inglesa por la generalidad de los ciudadanos de Puerto Rico —apuntó Salinas— es un beneficio incalculable hecho a la vida espiritual del país. Se viene diciendo, hasta haber dado en el lugar común, que ningún país puede vivir una vida intelectual desahogada, ágil y amplia, si no posee, para los fines de la cultura, otra lengua además de la suya. El inglés en Puerto Rico puede llenar ese papel. Lengua de cultura profunda, cultivada por el dramaturgo más grande de los siglos modernos, por poetas sin par en la historia de la lírica, por pensadores de profundo sentido humano… Ha sido una verdadera fortuna para Puerto Rico el encontrarse, con relativa facilidad, en posesión de una vía de acceso, como lo es el idioma inglés, a algunas de las grandes cimas de la cultura humana. ¡Ojalá sus ciudadanos aprovechen esa ventaja de la convivencia de las dos lenguas, no tan sólo en sus tratos diarios de comercio y sociedad, sino en los más fecundos y productivos: comercio de ideas!
Conviene añadir a los conceptos del poeta español, que el inglés es, además, la lengua de varias de las vecinas naciones caribeñas y la que habitan o cohabitan tres millones de puertorriqueños que forman parten de los treinta que integran la diáspora hispana en los Estados Unidos.
Justo es señalar que, al margen de la disyuntiva agónica expresada por un sector de su intelectualidad y de los estériles debates de los políticos convertidos, a veces, en improvisados lingüistas, el pueblo puertorriqueño a lo largo del siglo veinte ha realizado de forma natural un conjunto de transacciones que le han permitido afirmar y desarrollar los perfiles hispánicos de su identidad caribeña, reafirmarse en el amor al español como su lengua vernácula y, al mismo tiempo, incorporar por influjo de la experiencia conciudadana prácticas y valores propios de la modernidad. El destacado lugar de la mujer en la sociedad puertorriqueña, los arraigados hábitos de participación democrática, el desarrollo del sindicalismo en las primeras décadas del siglo xx y hasta la idea misma de la universidad pública y privada, por ejemplo, son aspectos fundamentales de la vida social puertorriqueña que proceden, en alguna medida, de su estrecha relación con la cultura de los Estados Unidos.
En lo que toca al idioma, si aplicáramos nuestra atención al corazón del pueblo puertorriqueño, advertiríamos que la batalla secular a favor del español en Puerto Rico está ganada. Los puertorriqueños atesoran y viven su lengua vernácula, tanto en el sentido práctico como en el simbólico. Al mismo tiempo reconocen, con naturalidad, la conveniencia cultural y económica de aprender, como segunda lengua, el inglés. Las facciones políticas del país, sin embargo, aún recalientan sus pasiones al rescoldo de la polémica del idioma. Cuando en 1991 la Asamblea Legislativa decretó al español único idioma oficial de Puerto Rico, derogando una disposición de 1902 que disponía la cooficialidad del vernáculo y el inglés, un sector importante de opinión apretó el botón de la demagogia. La medida favorecedora del español —que le valió al pueblo puertorriqueño el Premio Príncipe de Asturias— le costó, sin embargo, las elecciones al gobierno de turno. En enero de 1993, el primer decreto legislativo del gobierno electo retrotrajo al país a la situación de 1902. Recientemente la polémica de los idiomas ha vuelto a resonar en las bóvedas parlamentarias cuando, animados por el resultado de las elecciones de noviembre de 2000, algunos legisladores iniciaron acciones dirigidas a restituir el español como único idioma oficial de Puerto Rico. Al margen de este juego de pelota china, el pueblo continúa hablando la lengua nuestra de cada día, el español de Puerto Rico.
Una lengua viva no requiere de estrecho proteccionismo, pero tampoco conviene abandonarla a su suerte de sobreviviente de tantas batallas. Al margen de las buenas o malas intenciones legislativas, la lengua precisa de acción educativa, de planificado aprendizaje escolar. Que la lengua se defiende sola, amparada por el genio del pueblo, ha sido una opinión bastante extendida entre educadores, intelectuales y escritores puertorriqueños en los pasados treinta años. Panglossismo llamó Pedro Salinas al incurable optimismo que abandona todo intento de influir en los destinos de la lengua por considerarla regida por leyes naturales. Esta idea se apoya en otra, más generalizada: que el idioma vernáculo se adquiere naturalmente, que oyéndolo desde el seno materno y usándolo a partir de los primeros meses de vida se llega, sin esfuerzos mayores, a dominarlo cada vez mejor. Hay, en efecto, un fondo innato, o al menos adquirido de forma natural, que le permite al niño procesar y asimilar datos lingüísticos desde edad muy temprana y, de este modo, configurar los parámetros básicos de la gramática de la lengua. Una lengua, sin embargo, es un mar vasto y hondo; podríamos pasarnos la vida entera chapoteando en su orilla, pensando que nadamos. Las investigaciones actuales sobre la adquisición del lenguaje señalan que se requiere de práctica formal y sistemática para ir más allá de las destrezas comunicativas básicas. Ante la ausencia de modelos sociales eficaces, la escuela está llamada a diseñar las experiencias de rigor y los ejercicios necesarios para que el estudiante pueda zambullirse, con relativa confianza, en el fondo idiosincrásico del idioma, en sus particularidades de estructura y funcionamiento, en sus matices semánticos, en las minas de su vocabulario, y sortear las corrientes de sus irregularidades.
Más que el contacto con la lengua inglesa o las disposiciones legislativas sobre el asunto es el prolongado desenfoque de su pedagogía, lo que podría afectar el dominio y la galanura del vernáculo en Puerto Rico. Los resultados de los exámenes de ingreso a la universidad de los pasados quince años muestran un descenso, leve pero constante, del dominio de las destrezas lingüísticas de los estudiantes. Revertir esta tendencia debería ser uno de los propósitos fundamentales del proyecto educativo puertorriqueño. No es ocasión de señalar culpas ni de procurar ganancias en el río revuelto de nuestras pasiones políticas. Aunque sí conviene recordar, para no repetirla, que la enseñanza del vernáculo en nuestro país es una historia de equívocos y desaciertos marcada por los intentos de arrinconar al español en la enseñanza escolar o de pretender favorecerlo mediante el estudio preferente de la literatura en detrimento de la enseñanza eficaz de la lengua misma. La universidad, más atenta a los formalismos de la pedagogía, por un lado, y al estudio de los textos literarios, por otro, ha descuidado la formación gramatical y lingüística de los futuros maestros de español. El círculo es vicioso.
El desvalimiento lingüístico que pudiera aquejar a las nuevas generaciones de hispanohablantes puertorriqueños en lo que toca a su idioma materno es un asunto de justicia social que merece urgente remedio. No hacerlo, empobrece a nuestras juventudes, les entorpece el aprendizaje escolar de todas las materias —incluido el inglés—; limita sus horizontes académicos, sociales y profesionales; acentúa la brecha de la desigualdad. Hoy no hay excusa que valga. La experiencia histórica y el estado de las investigaciones lingüísticas aplicadas a la enseñanza de las lenguas no lo permiten. Recalentar a estas alturas los enfoques de inmersión escolar en el inglés ensayados a principios de siglo; continuar embutiendo a los alumnos con definiciones memorizadas de las categorías gramaticales o perpetuar el impresionismo literario so pretexto de animar la aburrida clase de lengua constituyen hoy faltas de lesa humanidad pedagógica.
A pesar de la peculiar situación geopolítica de Puerto Rico, sospecho que esta agenda de fortalecer el aprendizaje escolar del vernáculo es tarea que atañe a muchos países hispánicos, y debe ser el norte de acciones concertadas. Sin embargo, la amplia curiosidad que suscita el caso del español en Puerto Rico, los estereotipos circulantes, por un lado, y, por otro, la abundancia de estudios, datos y opiniones que sobre el particular se dispone tienden a proyectarnos como una zona lingüística intensamente lacerada. Convendría, no obstante, reiterar algunas preguntas: ¿Responde bien a la realidad de Puerto Rico tal imagen de menesteroso de la lengua y la cultura que a veces se difunde sin mayor reflexión? ¿Hemos sido la zaga del idioma o, casi sin saberlo, su punta de lanza, el lugar de ensayo de nuevas energías? Después de un siglo de resistencias y sobrevivencias, qué papel deberá interpretar Puerto Rico en el escenario cultural caribeño e hispánico?
Yo no albergo dudas. Si a algo nos llama el futuro, al menos a los puertorriqueños, es a superar la batalla de las oposiciones y a formular, en síntesis de modernidad, una nueva política cultural y lingüística que sea reflejo legítimo de la compleja experiencia histórica del país y de las aspiraciones de sus ciudadanos, de aquellos que viven en la isla, y de la otra mitad, que yendo y viniendo, forman parte de los treinta millones de hispanohablantes en los Estados Unidos.