Hace ya quince años, Noam Chomsky tildaba de absurda la idea de que una lengua pudiera «aprenderse en condiciones de diversidad y experiencia inconsistentes» (Chomsky 1986:32), especialmente si tales condiciones han de combinarse con la pobreza de estímulos que supuestamente acompaña a ese aprendizaje. La apreciación de Chomsky, que no parece haber cambiado sustancialmente en los últimos desarrollos del modelo teórico del maestro norteamericano de la lingüística,1 se incluía en una reflexión general sobre el innatismo y la necesidad de idealizar el objeto de estudio de la ciencia del lenguaje.
No creo que sea pertinente, en el contexto de esta presentación, entrar en discusión sobre la naturaleza y mecanismos específicos de los procesos de adquisición del lenguaje. No es presumible que afecte a la línea argumental de mi exposición aceptar como razonable hipótesis de trabajo el supuesto de que el desarrollo y ajuste del sistema cognitivo modular asociado a la adquisición es en gran parte independiente de la contextura variable e inconsistente de los datos que proporciona el entorno. En otras palabras, no me opongo a la idea de que el progreso lingüístico que se experimenta en los primeros años de vida es en lo esencial un proceso controlado genéticamente por medio de esquemas uniformes y paramétricos. Por el contrario, el modelo teórico asentado sobre esos principios no sólo resulta intelectualmente seductor; es, sobre todo, un modelo coherente y fundamentado.
Lo que sucede es que, en paralelo a los mecanismos de adquisición lingüística, actúan otros significativamente más vinculados a la transmisión cultural que al impulso genético. Esos mecanismos, en su globalidad, constituyen lo que conocemos como aprendizaje lingüístico.
No insistiré en esta diferencia entre adquisición y aprendizaje lingüísticos. En primer lugar, porque parece suficientemente bien asentada en la tradición de la lingüística aplicada (véanse, por ejemplo, Krashen 1982 y Krashen y Terrell 1983). En segundo lugar, porque, para los propósitos de esta contribución, estoy asociando interesadamente adquisición y desarrollo determinado genéticamente, por una parte, y aprendizaje y transmisión cultural, por otra, a sabiendas de que no siempre los contenidos culturales se incorporan siguiendo pautas estrictas de aprendizaje. No parece imprudente pensar, además, que la distinción entre lo adquirido y lo aprendido es compatible con la idea de que los límites que separan los dos polos pueden ser difusos o graduales, y que un sistema suficientemente complejo incluye unidades de doble procedencia: por ejemplo, ocurre que muchas de las estrategias de organización de la conversación se modelan de forma propia en cada comunidad y, por ello mismo, han de aprenderse; pero el hecho de que en la protoconversación infantil aparezcan invariablemente algunos de esos elementos (toma de turnos, secuenciación el torno al parámetro acto de habla, etc.) permite plantearse la posibilidad de que en la incorporación de esos elementos existan componentes motivados o gobernados por la genética.
Algo parecido puede afirmarse con respecto a otros fenómenos bien estudiados. Ya hace bastantes años logró demostrarse cómo desde los primeros años de su vida los niños adaptan su discurso al contexto social, cosa que se demuestra, por ejemplo, en el hecho evidente de que hablan de manera diversa a diferentes personas (Giles y Powesland 1975).2 Si esto es verdad, también podría conjeturarse que el ser humano posee alguna instrucción genética encargada de desarrollar el potencial de acomodación que se manifiesta sistemáticamente en el uso lingüístico. Aún más razonable parece, a la vista de los hechos, otra idea: que desde su edad más temprana los niños son capaces de manejar estrategias de interacción que implican, en primer lugar, una incipiente, pero incuestionable conciencia metalingüística (o metapragmática: Silverstein 1993). Esta capacidad supone otra: la de manejar reglas comunicativas variables, esto es, reglas que deben entenderse como parte del «conjunto de estrategias que empleamos para producir comunicación coherente» (Givón 1993:1). Ese conjunto de estrategias ha sido identificado con frecuencia con la gramática de la lengua en cuestión. Naturalmente, de la gramática de la lengua en su uso.
Entender la gramática como un conjunto de estrategias tiene consecuencias teóricas trascendentales. La obra de Langacker, Givón, Halliday y otros muchos se ha destinado en buena parte a describirlas y justificarlas: categorización difusa, no categorialidad de las reglas, iconicidad, etc.
No es esto, sin embargo, lo que, para los objetivos de esta presentación interesa de esa concepción que permite (al menos) incluir un sistema estratégico en la gramática. Sí me parece más relevante destacar que tal sistema
Ignacio Bosque distingue entre el tipo de conocimiento interiorizado que es, a su entender, la competencia gramatical y las habilidades que se asocian al uso y se desarrollan «con la práctica y la constancia», y que posiblemente respondan a «predisposiciones congénitas a desarrollar ciertas capacidades físicas anatómicas o mentales» (Bosque 1998:31).4 Son habilidades que, en lo que concierne al lenguaje, se corresponden con fenómenos pragmáticos, discursivos, sociolingüísticos, etc. Recuerda Bosque, además, que una de las características fundamentales del conocimiento interiorizado que poseemos sobre el objeto mental que es el lenguaje es que es tal conocimiento no es accesible. Pues bien, aunque no estoy seguro de que la distinción entre conocimientos interiorizados y habilidades o destrezas sea absolutamente precisa5, parece claro que lo que aquí estoy llamando sistema de estrategias es en lo esencial un repertorio organizado de habilidades que se aprenden en un proceso que puede entenderse como una «adaptación reorganizativa» dentro del sistema complejo que es «el entorno sociocultural del pensamiento» (Hutchins 1995:289).
Es evidente que, partiendo de ese modelo interpretativo, al menos parcialmente congruente con los presupuestos básicos del paradigma chomskiano,6 los intereses de una teoría del aprendizaje lingüístico —al contrario de lo que debe suceder en una teoría de la adquisición— se cifran mucho más en explicar cómo se incorporan (y cómo pueden incorporarse7) las mencionadas habilidades que en aclarar cómo se actualizan los patrones genéticos que llevan a ese conocimiento lingüístico interiorizado reflejado en la competencia gramatical de los hablantes de una lengua. Desde el punto de vista cognitivo, a una teoría del aprendizaje le preocupa relativamente poco la contextura y desarrollo del módulo o módulos mentales estrictamente lingüísticos; sí le conciernen, por el contrario, las interacciones de ese módulo con otros hipotéticamente externos (por ejemplo, los encargados del procesamiento perceptivo o los asociados a las capacidades generales de resolución de problemas).8 Intento explicar la lógica de este razonamiento en el resto de este apartado.
En los primeros años de su vida, un niño o niña tiene la capacidad de adquirir con suma rapidez y eficacia los componentes esenciales de su competencia gramatical (se presume que las extensiones que se logran más allá del período crítico de adquisición son secundarias o periféricas)9. Se supone, además, que la adquisición no se ve entorpecida por una deficiente entrada de datos (de hecho, es posible, incluso frecuente, que algunos aspectos fundamentales de la organización lingüística no estén presentes en esos datos). Es más: ni las posibles diferencias de progreso cognitivo general ni la diversidad de contextos de adquisición parecen tener ecos verdaderamente relevantes sobre los conocimientos lingüísticos adquiridos.
En resumen, si es cierto que la adquisición lingüística se produce de acuerdo con esos esquemas, también parece serlo que el proceso de ajuste correspondiente se escapa del control del que adquiere una lengua, y también, desde luego, de los que, desde su posición de transmisores culturales, asisten pasivamente al proceso, casi como simples espectadores.10 Parece razonable concluir, por ello mismo, que los profesionales que se preocupan por conocer o aplicar los mecanismos que sirven para incrementar la calidad discursiva de los hablantes se desentiendan de las capacidades lingüísticas humanas inaccesibles. Los conocimientos lingüísticos interiorizados están ahí, y con ellos se cuenta simplemente como punto de partida. El trabajo de los mencionados profesionales se sitúa seguramente en otro lugar.
En el último párrafo de apartado precedente han aparecido dos ideas que conviene revisar rápidamente.
En primer lugar, se ha aludido al concepto de «calidad discursiva», de claras resonancias retóricas. R. de Beaugrande y W. Dressler, en su ya clásico manual de lingüística textual (Beaugrande y Dressler 1981), observaban cómo el parámetro de eficacia puede servir de criterio para valorar la mencionada calidad discursiva: suponían, además, que si es posible, por ejemplo, controlar el acceso y la disposición de las ideas de un discurso, también han de ser factibles la instrucción o adiestramiento destinados a conseguir una óptima transición entre las ideas y la expresión lingüística.11 Este pensamiento es el fundamento para muchos de los que creen que la enseñanza de la lengua materna ha de concebirse esencialmente como un proceso de incorporación de unidades y estrategias retóricas.
En segundo lugar, la mención de diversos grados de calidad discursiva permite inferir, siquiera secundariamente, no solo que existen textos mejores que otros, sino que existen hablantes con mayores o menores capacidades que otros a la hora de conferir calidad a sus producciones lingüísticas.12 Es obvio, no obstante, que no es necesariamente cierto que en la comparación de las producciones discursivas de varias personas siempre hayan de corresponder los textos de mayor o menor calidad a los mismos individuos. Si la calidad se mide, como aquí se propone, en términos de eficacia comunicativa e interactiva, hay que inferir que las desigualdades entre hablantes no son constantes ni uniformes: no es verdad que cualquier persona sea capaz de desenvolverse con la misma pericia o impericia en todos los contextos de uso posibles. Ha de tenerse en cuenta, por ejemplo, que la capacidad de construir el discurso propio en función del interlocutor —y del correspondiente procesamiento— es uno de los principales factores del éxito comunicativo13: no cabe la menor duda de que las destrezas que permiten los niveles idóneos de acomodación al destinatario están determinadas por variables sociales y culturales autónomas que permiten a muchos hablantes desenvolverse con soltura en situaciones en que otros fracasan. En sentido contrario, los fallos de adaptación a las características de un interlocutor concreto pueden arruinar la actividad comunicativa propia de una hablante especialmente hábil en otros contextos.
Estas apreciaciones no conducen necesariamente a la presunción de que no existen diferencias objetivas en cuanto a la calidad instrumental de los diferentes subcódigos o variedades de una lengua. De hecho, tal idea es insostenible y atenta directamente contra los principios que justifican la enseñanza de la lengua materna. Como decía oportunamente Hymes, «la forma general de la proposición ‘Toda sociedad tiene recursos suficientemente ricos para la satisfacción de todas las necesidades importantes para ella’» (Hymes 1972:336)14 parece una forma descarnada de «optimismo funcionalista» que puede producir efectos devastadores en lo político y en lo social (Prieto 1999), y ello a pesar de los muy dignos propósitos de la mayoría de los que opinan en sentido contrario.15 Lo que me parece más razonable es respaldar un «realismo funcionalista» asentado en una reflexión que considero a la vez prudente y verosímil: «More complex cultural patterns impose more complex tasks, and these in turn require a more intrincate communicative code —which then loops back to facilitate a more elaborate culture» (Givón 1984:1).
Debe quedar claro, desde luego, que lo dicho en los últimos minutos en absoluto debe enfrentarse a algo que me parece innegable: es totalmente inapropiada la simple idea de intentar establecer diferencias valorativas sobre la complejidad, riqueza o pobreza de los rasgos y principios estructurales de distintos códigos lingüísticos (los esquemas que se incluyen en lo que antes hemos llamado ‘conocimientos’ lingüísticos). Pero no es inconveniente, creo, reconocer diferentes grados de complejidad cultural (es decir, niveles de complejidad en los componentes aprendidos)16 que, si se acepta la tesis de que nuestra actividad lingüística es un conjunto de mecanismos de resolución de tareas, pueden revertir en diferentes grados de elaboración de los códigos usados para mantenerla. Aquel que se mete esporádicamente en arreglos domésticos seguramente puede contentarse con un destornillador, una llave inglesa y pocas más cosas; el fontanero y el mecánico necesitan muchas más.
Vuelvo a asuntos que se derivan de lo apuntado en el apartado quinto. Alimentaba allí la hipótesis de que en el componente aprendido de las capacidades lingüísticas humanas había de descontarse todo aquello que responde directamente a la activación no controlada de la dotación genética. En consecuencia, argumentaba que tanto los estudiosos del aprendizaje lingüístico como aquellos que se dedican a la enseñanza de lenguas han de ocuparse centralmente de aquellos aspectos accesibles que sí pueden contribuir al desarrollo de habilidades. Si éstas progresan con la práctica y la constancia, mejor que mejor:17 definitivamente, la enseñanza de lenguas no carece de sentido.
Cabe preguntarse, llegados a este punto, cuáles son las habilidades que facilitan o estimulan la producción o recepción eficaz, y, en paralelo, la construcción de discursos de calidad.
A mi entender, es evidente que, asegurado el progreso de la competencia gramatical por vía biológica (maduración y ajuste de capacidades predeterminadas genéticamente), el éxito viene dado por el desarrollo de la que Hymes denominó en su momento «competencia comunicativa» (Hymes 1971, Hymes 1972). Podrá inferirse que, en congruencia con la idea de que las habilidades aprendidas son en lo esencial las que ponemos en acción en el uso lingüístico —ya sea como emisores o como destinatarios—, lo que interesa especialmente es lo que en ciertas concepciones cognitivas de lo cultural se denomina «conocimiento procedimental»18 (Duranti 1997:53).
En efecto, parece razonable suponer que el dominio y acceso generalizado a ciertos recursos estratégicos —esto es, a los procedimientos que se orientan teleológicamente al éxito comunicativo e interactivo19— se derivan de la construcción de ese sistema extraordinariamente complejo de habilidades y conocimientos aprendidos al que llamamos cultura. Una de sus partes integrantes —igualmente compleja— es el sistema de habilidades asociadas con subcomponentes que, en desarrollos sucesivos de la propuesta inicial de Hymes,20 han sido denominados «competencia sociolingüística», «competencia pragmática», «competencia textual o discursiva», «competencia estratégica» y «competencia cultural».21
Como es sabido, la idea general que se maneja al distinguir esas competencias es que las facultades cognitivas que permiten el uso eficaz de una lengua no se agotan en la capacidad de manejar reglas que permiten construir e interpretar (en cantidad teóricamente ilimitada) oraciones aisladas (competencia lingüística, en palabras de Chomsky, o «gramatical», en una interpretación probablemente más ajustada).22 Es evidente, sin duda, que tal capacidad es nuclear en los sistemas cognitivos ligados a lo lingüístico; pero debe asumirse que la posesión de la competencia gramatical no puede dar cuenta por sí sola de la compleja realidad de los usos lingüísticos concretos. Es probable que sea injusto asegurar que «en cuarenta años de intensa investigación y estudios de esa productiva corriente [la lingüística generativa] apenas se ha dicho algo nuevo sobre cómo relacionar el conocimiento abstracto de los miembros ‘ideales’ de las comunidades ‘puras’ con los actos concretos de los individuos que habitan las comunidades reales» (Duranti 1997:113); pero no puede ni debe esperarse del generativismo que se ocupe de lo que no es, por principio voluntariamente asumido, su objetivo científico.23
Lo que parece claro es que los hablantes-oyentes de una lengua son personas que, además de poseer la mencionada competencia, son capaces —en medida variable— de hacer otras cosas. Por ejemplo, de adecuar su discurso a los distintos factores que se integran en la situación de enunciación (competencia sociolingüística). Los hablantes-oyentes son también personas que saben asociar apropiadamente acciones y enunciados para alcanzar cada uno de los propósitos comunicativos o interactivos que se plantean (competencia pragmática). Personas que saben cómo organizar y encadenar los enunciados que construyen (y las acciones que implican) para formar discursos coherentes y parcial y globalmente relevantes (competencia textual).
Canale y Swain (Canale y Swain 1980:30) definieron la competencia estratégica como el sistema de recursos a los que se puede recurrir «para compensar los fallos en la comunicación debidos a una competencia insuficiente o a limitaciones en la realización» (Bachman 1990:120). En 1983, M. Canale amplió el concepto para recoger también los recursos destinados a incrementar o destacar los efectos retóricos. Me parece que esta extensión es acertada: los hablantes-oyentes de una lengua son capaces —en distintas medidas— de adecuar medios a fines comunicativos e interactivos: la posibilidad de elegir idóneamente los medios oportunos para mejorar los efectos finales de las interacciones lingüísticas —es decir, para lograr actos comunicativos felices o satisfactorios— se corresponde con la competencia estratégica.
El papel de los conocimientos de trasfondo —de lo que Givón ha denominado «el archivo permanente»— en la construcción discursiva (tanto en la fase de emisión como en la de recepción) es extraordinario, y su trascendencia con respecto a los mecanismos de incorporación de unidades léxicas resulta igualmente evidente. Por otra parte, conocer las claves operativas de una comunidad de habla también resulta imprescindible para participar de forma eficaz en todo tipo de interacciones lingüísticas, para componer «modelos mentales» relevantes (Sanford y Garrod 1981), para situarse en los adecuados papeles sociales, etc. En el uso del lenguaje pocas cosas son tan determinantes como los componentes cognitivos asociados a lo conocido, a lo aprendido y archivado (y activable).24 De esos componentes cognitivos forma parte la competencia cultural.25
En otro lugar (Prieto 1998) me arriesgué a vincular las competencias mencionadas a diversos parámetros: la competencia sociolingüística, al parámetro de adecuación; la pragmática, al de funcionalidad; la textual, al de coherencia constructiva; la estratégica, al de eficacia; la cultural, al de aceptabilidad operativa. Dado que es evidente que ninguna de esas competencias o subcompetencias es autónoma con respecto a las demás —incluida la competencia gramatical—, las asociaciones establecidas solo deben interpretarse como un intento didáctico (tecnológico) 26de sistematización.
El proceso de aprendizaje de una lengua debería consistir, si lo dicho arriba es acertado, en conseguir niveles razonables de dominio en las competencias citadas en el apartado anterior. La enseñanza lingüística, en ese sentido, debería consistir esencialmente en proporcionar los medios para que cualquier persona alcanzara cotas suficientemente altas de adecuación, funcionalidad, coherencia, eficacia y aceptabilidad operativa.
Sabemos que esto no sucede, o no sucede en la medida deseable. Y no sólo eso: ocurre que, en sentido contrario, el lenguaje puede servir para consolidar la idea de que no es posible «aceptar plenamente otros modos de existencia» (Duranti 1997:60), y convertirse, en consecuencia, en un instrumento poderoso para impedir o dificultar enormemente la integración y la justicia social (Gumperz 1982b, Gumperz 1982b). La dimensión ética y política del problema es evidente, porque —como ha señalado oportunamente H. López Morales— la idea de que la promoción social (que está evidentemente condicionada por la promoción lingüística) es sólo posible en lo individual es típicamente burguesa, si no reaccionaria.
Parece evidente que los mejores niveles de competencia comunicativa se asocian, de acuerdo con lo señalado anteriormente, a la oportuna actualización de los parámetros mencionados en el apartado 8 de este trabajo. Por ejemplo, está claro que el éxito discursivo se asocia naturalmente con la adecuación de registro, normalmente vinculada a la relación contextual con factores variados (asociados, por ejemplo, a lo que Halliday y sus seguidores denominaron «campo», «modo» y «tenor» del discurso).27 Es más: sabemos que la eficacia interactiva de un individuo tiene mucho que ver con su capacidad para moverse con soltura en un abanico suficientemente amplio de variedades lingüísticas contextuales.28
Debe destacarse que algunas de esas variedades cuentan con ventajas patentes (es decir, se asocian con naturalidad al éxito en muchas situaciones posibles).29 Son las que —integradas con ciertas variedades sociales y geográficas en lenguas pluricéntricas como el español— se llaman «estándares»,30 y se hermanan especialmente con los usos formales. De su relevancia social da cuenta el hecho de que, a menudo, la falta de dominio de sus recursos se interpreta frecuente y erróneamente como índice de incompetencia lingüística general (Milroy y Milroy 19912:121).
Tal y como se conciben en numerosos estudios sociológicos, antropológicos, sociolingüísticos, etc., los estándares se definen por su relación con los grupos sociales que los alientan y mantienen como parte del «ideological state apparatus» (Downes 19982:228)31. No es extraño, por ello mismo, que se asocien los usos de las formas lingüísticas con algunos aspectos relevantes de la estructura económica de las sociedades. Así, puede entenderse que los estándares forman parte del capital cultural de ciertas clases o grupos dominantes, y, por ello mismo, representan típicamente un «site of unconscious ideological conflict» (Downes 19982:228, Dittmar y otros 1998);32 o que «las formas y contenidos que usan los miembros de una comunidad tienen un valor, igual que lo tienen las mercaderías en el contexto de un mercado» (Duranti 1997:122).33 Es natural que, como sucede con el manejo simbólico de otros objetos con valor, el uso lingüístico sea lugar propicio para la alienación, para el choque entre la conducta real y la conducta modélica.34 Entre otras cosas, porque los estándares no se usan comúnmente (ni pueden usarse comúnmente), entre otras cosas porque es bien sabido que, por lo general, la aceptación de las normas lingüísticas se manifiesta más en términos de actitudes o creencias que de realización (Cooper 1989).35
El hecho de que los niveles más o menos fijados los estándares deriven, como ocurre con cualquier sistema de unidades ligado a valores sociales, en fuente de conflictos y desigualdades (o se origine en tales conflictos y desigualdades) no debería llevar a minusvalorar algunos hechos. Ni la lingüística ni ninguna otra ciencia de las que se ocupan del estudio del comportamiento humano puede operar en contra de la realidad.36 Y sucede en la realidad que los modelos de conducta, por arbitrarios que sean, suelen operar eficazmente en las redes sociales. Asegura R. L. Cooper que, aunque la planificación lingüística que conduce a la fijación de estándares sirve esencialmente a las elites y contraelites, también es productiva para el resto de la comunidad «porque fortalece en el individuo el sentido de la dignidad, de la autoestima, de la integración social […]», es «en determinadas circunstancias, una condición necesaria para el desarrollo económico», culmina en un «mejoramiento del acceso a la educación formal», y, sobre todo, «es en sí misma un cambio social» (Cooper 1989:217 y 218). Cabe añadir, por otra parte, que nada es más injusto para los grupos desfavorecidos que desconocer las claves de acceso al capital, sea este del tipo que sea; entre otras cosas, porque sólo los modelos explícitos son refutables, y los procesos crípticos son la mejor manera de salvaguardar los privilegios. Conocer las reglas de juego siempre es mejor que desconocerlas, de la misma forma que resulta preferible disfrutar de un estado de derecho —aunque sea severo— que vivir en una situación en la que es imposible determinar si algo es (o no) un delito. De ahí la oportunidad de las gramáticas normativas.
No obstante, tengo la impresión de que las gramáticas, tratados y diccionarios normativos que conocemos —posiblemente sucede algo semejante con las gramáticas oracionales cuando intentan explicar los usos lingüísticos reales— sirven sólo para dar los primeros37 pasos en la tarea que supuestamente deberían desempeñar. La información que pueden proporcionar es, desde luego, socialmente relevante y útil cuando verdaderamente ajustan sus prescripciones o proscripciones a la realidad del idioma estudiado38 y a las valoraciones que los hablantes o ciertos grupos de hablantes hacen de sus usos (ni una cosa ni la otra son fáciles de hacer). Puede observarse, en cualquier caso, cómo la fijación de modelos es más factible en algunos niveles lingüísticos que en otros. Fuera de ciertos problemas ligados a prejuicios insostenibles o a la esporádica confusión inmotivada de lo correcto con lo prestigioso, la precisión de tales modelos es alta en asuntos fónicos,39 morfológicos y léxicos. Debo confesar, sin embargo, que —por ahora— me decepcionan los esfuerzos normativos en el campo más estrictamente sintáctico: en apariencia, los delitos sintácticos40 que cometemos los hablantes del español no son demasiados en número, aunque resultan extremadamente pertinaces (cosa que debería servir para replantearse algunas cosas).
Podría atribuirse la penuria actual de la prescripción en sintaxis al hecho de que la equivocación es poco esperable en aquello que nos llega por vía de la maduración genética y la exposición a los datos. Si esta explicación es justificable, también sería lógico convenir en que las incorrecciones que conciernen a la gramática normativa probablemente se acumulen en los rincones de lo periférico e idiosincrásico, o, en sentido contrario, en los mecanismos que, en una lengua concreta, contradicen parcial o totalmente algún principio universal de organización.
No es esto, sin embargo, lo que me preocupa científicamente. Como apunté al principio del apartado precedente, tengo la impresión de que en el acercamiento o alejamiento de los modelos lingüísticos hay algo más que discordancias en lo fónico, morfológico, léxico o sintáctico. En concreto, opino que los buenos usos propios de los que frecuentan alguno de los estándares de una lengua son apreciados precisamente porque muestran sistemáticamente niveles altos de calidad discursiva. Si esto fuera cierto —y cuando menos hay indicios de que no es totalmente erróneo— también habría que buscar las huellas de los estándares en los parámetros que modelan las competencias sociolingüística, pragmática, textual, estratégica y cultural. Con ello, la noción de calidad discursiva se aproxima decididamente a las de corrección, prestigio y buen uso.
Es posible una conclusión general para esta comunicación: es razonable pensar bien que la gramática discursiva es un sistema que incluye a la gramática oracional, bien que, dadas las diferencias de naturaleza de una y otra, la gramática del discurso constituye una extensión necesaria de la gramática oracional. En cualquiera de esas interpretaciones se hace posible admitir que los modelos de lengua no se establecen sólo para el nivel oracional. Por el contrario, hablar (o escribir) bien o mal significa hacer un uso aceptable o no. Y el uso lingüístico concierne primordialmente al discurso. En mi opinión, por consiguiente, una gramática normativa adecuada debería ser (ante todo o también) una gramática discursiva.