Existe una estrecha correlación entre los estadios históricos y las variantes en los diccionarios1. El elemento en común, el que actúa como embrague entre ambas entidades es la concepción del objeto lexicográfico: la lengua en función de la formación económica y social representada, en la actualidad, por los estados nacionales.
Hasta hace muy poco tiempo el universo de esa lengua era ante todo el de lengua escrita. De allí que la concepción de palabra fuese dominantemente gráfica y que la lengua reflejada en los diccionarios fuese la de la literatura primero. Hoy este universo no sólo se ha ampliado con la inclusión del periodismo, sino que también se ve forzado hacia la oralidad, impuesta por las medios de comunicación y la particular textualidad de Internet. En todos estos casos no se trata tan sólo de un de por sí complicado cambio de soporte respecto de la literatura. Es también un salto cuantitativo en el que la información se pierde en una avalancha mediática.
Por otra parte, y éste es un hecho bien conocido, la conciencia sobre la naturaleza de los objetos sociales se halla más fuertemente ligada al momento pasado que al instante actual. Nuestra propia experiencia histórica nos fuerza a seguir interpretando los hechos en función de nuestro pasado, incluso cuando se trata de anticipar el curso de acción de los acontecimientos.
Creo que estas consideraciones previas pueden servir para situar mi apreciación sobre el estado actual del léxico común y distintivo de los países hispanohablantes; España incluida, claro está, pues cada día se acepta más que su habla, prestigiada por cierto, es una más entre las otras y no el modelo único.
Para la lexicografía moderna, el Estado nacional ha sido la unidad de medida, de producción y de sentido de los diccionarios. No es que se ignorase que las fronteras de la lengua no coinciden con las políticas. Nada de eso. Lo que sucedió es que, ya sea por una suerte de reivindicación nacional, por la fuente de financiamiento, el modo en que se desarrollan los convenios, la naturaleza oficial, y por lo tanto nacional de los intervinientes, o simplemente una costumbre heredada, el país es el punto obligado de referencia. Ciertamente existen unidades mayores, como los diversos diccionarios de americanismos (el caso extremo es el DRAE) pero, aun en ellos, no puede dejar de estar presente la puntualización: Argent(ina), Par(aguay), Urug(uay).
En este momento la organización mundial se desplaza desde los estados nacionales a los bloques regionales estrechamente unidos, incluso en la moneda. Me refiero naturalmente a los europeos, ya que en los países americanos se asiste a un similar proceso, aunque en el marco de una profunda desigualdad de oportunidades (tanto internas como externas) para la integración, y a un debilitamiento del Estado en lo que se ha venido considerando sus responsabilidades propias. Y es precisamente en este tiempo cuando el Diccionario oficial introduce —digamos tímidamente— la marca de España, para que el léxico allí contenido no refleje desviaciones ni particularidades, sino simples variaciones respecto de un patrimonio común. También es cuando aparecen los primeros diccionarios plenamente nacionales. Los diccionarios que no incorporan el exotismo, ni confrontan su léxico con el de otro país. Son los que se ciñen al español que en ellos se habla. Me refiero naturalmente al Diccionario del Español Usual en México, de L. F. Lara y al Diccionario del Español Actual, de M. Seco, O. Andrés y G. Ramos.
Razones de profundo respeto por la diversidad cultural y de coherencia lexicográfica han determinado su aparición. Sin embargo, al mencionarlos, no puedo menos que pensar en sí habrá otros que sigan su ejemplo. Me inclino a creer que no. Conozco el esfuerzo y el tiempo que demandó su realización, y no veo en el mundo hispánico quien pueda tomar la posta. Si tienen herencia, en su patria o en otros países, imagino que será por la inercia histórica.
El presupuesto de la diferenciación lingüística, esto es, el temor tantas veces expresado ante la ruptura de la unidad de nuestra lengua ha generado en buena medida —estoy tentado a pensar— estudios que buscaban confirmar ese temor. Como si el miedo a la diferencia buscase encontrarla en los exotismos. Nuestra propia visión del léxico americano ha tenido esa impronta. Han sido pocos los que tempranamente, como Segovia en su Diccionario Argentino o unos años más tarde L. Schallman con mayor claridad abogan por el conocimiento de los argentinismos de buen cuño y contra la creencia dócilmente aceptada: «y es de oír en los exámenes ¡qué erradamente hablan de los argentinismos la mayoría de los estudiantes! Como si se tratara de voces extrañas al contorno de su vida ciudadana como si fueran cosas del pretérito pluscuamperfecto; algo así como la leyenda del yaguarón o la historia de Aniceto el Gallo»2. Tan sólo cuando ese temor comienza a declinar los estudios dialectológicos se acercan a la dimensión del léxico que más naturalmente podríamos tener en común: el léxico culto de las grandes ciudades. Así, al presentar, en 1964, el proyecto de estudio del habla culta, Lope Blanch reconvenía a aquéllos que pensaban «que el fin último de la dialectología es el descubrimiento de rarezas lingüísticas»3.
En contrapartida, asistimos desde unos años atrás —tomaría como momento emblemático el Quinto Centenario, con la presencia en sociedad de las industrias de la lengua en el ámbito hispánico— al lanzamiento del pensamiento que toma como bandera la expresión «unidad en la diversidad». Éste pareciera tender, en los hechos, a una democrática y realista imposición de la unidad en detrimento de la diversidad (desde ya no me refiero a las necesidades terminológicas). Es el polifacético campo que une la tradicional práctica del hacer diccionarios, con la informática, lo que se ha dado en llamar la lingüística del corpus, la traducción asistida y el marketing, o mercadotecnia, si se prefiere. En este modelo se insertan las nuevas tecnologías, también una nueva manera de conocer el léxico y, por último, un muy nuevo modo, al menos en lo que a su explicitación hace, de valorar nuestro idioma, como luego veremos.
El concepto de –ismo geográfico (americanismo, argentinismo, bolivianismo, etc.), implica una doble determinación: por un lado el aspecto espacial, es decir su empleo en un país determinado, por otro su pertenencia cultural. No basta que en una determinada región se documente el uso de una palabra, es preciso además que exista una valoración cultural. Por lo común, en la historia de nuestra lengua, tal valoración ha sido principalmente interna. El medio social donde se la emplea la siente propia y diferente. Este tipo de palabras, generalmente no plantea grandes conflictos. Han sido reconocidas internacionalmente desde hace tiempo, muchas de ellas son regionalismos dentro del país, designan objetos de la cultura tradicional exhibida (como erque, charango y bombo), no entran en competencia con otras y, para bien o para mal, su supervivencia está ligada a la sociedad que la sustenta (más allá de la banalización nacional de los folclores). Ninguna de ellas plantea a la comunicación dificultades que un diccionario no pueda resolver.
Cercanas a éstas, se hallan otras que, bien conocidas nacionalmente, entran en competencia con sus geosinónimos por pertenecer al registro del estándar nacional. Con sus más y con sus menos, pibe, botija, chavo y chaval; elote, mazorca y choclo; judía, chaucha y ejote; acera, vereda y banqueta cumplen estas condiciones. Aunque voces de este tipo figuren con marca en los diccionarios, su aparición fuera de las fronteras nacionales a menudo causa inconvenientes en la comunicación, no tanto por no ser entendidas si no por sentirlas ajenas. Fuera de la literatura, donde suele haber más respeto (suele, no siempre lo hay) la diferencia, por lo general se zanja ya sea evitándolas o recurriendo a la variante peninsular y no a las americana. El peso editorial de España, unido a la tradición normativa, ciertamente tiene que ver con esto.
Existen otras palabras que son reconocidas, ante todo, externamente. Difícilmente un argentino supondrá que el caño de escape es llamado en otras partes tubo de escape, que la bolsa de dormir sea el saco de dormir; la municipalidad, el ayuntamiento, o que edilicio no tiene equivalente propio en España. Y menos que allí pueda resultar curioso que para limpiar los zapatos se use pomada, y no crema, que se caiga al piso, y no al suelo. En estos casos, creo que a la dificultad de comunicación se suma la sorpresa, en ocasiones matizada por la proximidad (bolsa /saco de dormir) o por la disparidad de contextos (pomada / crema para zapatos).
No se me escapa que al introducir la conciencia del hablante estoy añadiendo una nueva complicación al concepto de –ismo regional4. Y para colmo de muy difícil valoración. Creo, sí, como muchos lo hacen, que nos acercamos a un español panhispánico que nos resulta cada vez más familiar; que el llamado «español neutro» no es de ninguno; que las soluciones del tipo de hablar del equipo, para evitar la opción entre ordenador y computadora, no son precisamente enriquecedoras. Creo que limitarse a reconocer que las fronteras lingüísticas no coinciden con las nacionales ha servido de poco. En cambio aproximarse al sentimiento de los hablantes acaso pueda resultar más útil para planificar una política lingüística, orientada en común, que se base en la tolerancia y en el reconocimiento del habla del otro.
Por otra parte, la mera determinación geográfica no basta, en estos momentos cuando las comunicaciones se interpenetran en modo antes no visto, es decir, no es suficiente limitarse a comprobar que una palabra se documenta efectivamente en un país. Hoy pueblos y palabras se hallan en movimiento, y las fronteras tradicionales no bastan para contenerlos o definirlas. Es el doble movimiento de la globalización. Algo de ello se había entrevisto con el crecimiento de los medios de comunicación anteriores a Internet.
En palabras de Lope Blanch5: «Antes de que esos medios de difusión idiomática estuvieran en posibilidad de llegar a todos los rincones del territorio nacional (recordemos que hace menos de media centuria no llegaba la corriente eléctrica, los transistores no se habían popularizado) los hablantes de las diversas zonas dialectales desconocían casi por completo las normas y usos lingüísticos urbanos o al menos no estaban muy familiarizados con ellos. Su experiencia lingüística diaria era casi exclusivamente la dialectal, la local».
Que un escritor ponga en boca de sus personajes una palabra o un giro ajeno a la lengua que habla, no es novedad, ni sorprende. Manigua no es vocablo argentino, o más bien de uso en la Argentina por más que Roberto Arlt lo haya empleado en una de sus obras6. Un lector argentino normalmente no se confundiría. Pero, hallada esa realización en un corpus, un lingüista poco conocedor de las hablas americanas puede hacerlo.
Tampoco botija es de propia de la Argentina, aunque por lo común un porteño sabe que es típicamente uruguaya. Si lee en un diario de Buenos Aires: «Hasta el presidente Julio María Sanguinetti (que ya prometió un recibimiento emotivo a los botijas, pasado mañana, en esta ciudad) se sumó al entusiasmo general»7 sabe que el periodista ha querido asociarse al ánimo uruguayo. Si lee, «U.C. [Alejandro Urízar Cabrera (guatemalteco, 20)]— El alumno cubano no trabaja y, pese a que la exigencia es altísima, lleva una vida tranquila. Por eso, se queja de que el refresco tiene poca azúcar o de que ya no aguanta el chícharo»8, seguramente deberá recurrir al diccionario, suponiendo que chícharo es una voz cubana o guatemalteca. En un corpus dependerá del corte del párrafo para que nuestro lingüista no se equivoque.
La cuestión se complica cuando en la prensa argentina se lee el maratón (por la maratón), fallo ‘desperfecto’ (por falla), tipiar (por tipear). En el primer caso nos enfrentamos a un conflicto entre normas académicas: para la Real Academia, maratón es sustantivo masculino; en cambio, la Academia argentina lo ha aceptado como femenino, acorde con el uso tradicional. Aparentemente un purista, desconocedor de la norma local, ha lanzado esta innovación que ha tenido bastante aceptación y que crea reales dudas sobre el uso actual. Fallo, con doble etimología figura, en el DRAE tanto en su valor de ‘defecto’ como en el de ‘pronunciamiento del juez’ como masculino. En la Argentina el primer sentido usualmente ha sido femenino. La norma española o general ha avanzado sobre la nacional y, hasta donde sé, sin mayores reparos. Tipear ‘mecanografiar’ es un anglicismo corriente en casi toda América que carece de registro en la última edición del DRAE9. Este hecho motivó la aparición en la Argentina de tipiar, frecuentativo anómalo formado por analogía con tipiadora ‘máquina de escribir / mecanógrafa’ (El DEA, registra tipiar ‘escribir en linotipia’) por sentirlo más acorde con la norma hispánica.
En un corpus ciertamente se hallará que estos usos son frecuentes y, si cabe, que su frecuencia actual es mayor que la de unos años atrás. Razonablemente se puede decir que está cambiando la norma. ¿Pero qué sucedería con el parecer de la Academia argentina y de los muchos que pensamos que el criterio tradicional es el correcto? No creo que valga seguir insistiendo en sostener la diferencia. A eso me refería cuando hablaba de tolerancia. No se trata de variantes culturalmente relevantes. No reflejan una idiosincrasia argentina. En favor de la mejor comprensión, si se comprueba su generalidad, acaso sea conveniente emplear el maratón. En cambio, es interesante notar que el adjetivo relacional, en la Argentina y al parecer en casi toda América10, es maratónico y no maratoniano, por lo que considerar general a este último —ya que se halla documentado en España y en al menos un país americano— es de algún modo falsear la realidad. Como dije: no basta la mera comprobación de un uso. Éste debe ser regular y propio11. Si de lo que se trata es de buscar las fronteras comunes, no es mera cuestión de barajar cifras, el número debe apoyar el sentido.
Maratónico corresponde al uso general panhispánico. En cambio debería marcarse maratoniano. Un criterio similar debiera aplicarse en los otros casos. En la Argentina domina mouse. Ratón, casi no se emplea. Sin embargo, hubo un tiempo en el cual no había una preferencia marcada. Ése era el momento para evitar el anglicismo crudo y, lo más importante, contribuir conscientemente a formar el léxico común.
Las palabras que acabo de mencionar pertenecen todas a un registro de habla estándar y como tales viajan libremente por la prensa, los libros e Internet. Podemos fácilmente rastrear su empleo y con un poco más de dificultad ponderarlo. Ése es en fin de cuentas nuestro cometido como lexicógrafos modernos. ¿Pero qué pasa con las voces de otro registro?
Cuando en el Diccionario Coba12 de C. Coello me encontré con bacán ‘persona adinerada’, batir ‘denunciar, hablar’, biaba ‘paliza’, botón ‘agente de policía’ o gamba ‘billete de cien’, pensé en que ello no contribuye a mejorar la reputación del habla argentina. También me imaginé la sorpresa de mis abuelos, inmigrantes italianos, al ver estas palabras llevadas desde Plaza Italia, de mi barrio de Palermo, a casi 4000 m sobre el nivel del mar para ser habladas por un pueblo que jamás imaginaron. Tampoco imaginaron los habitués del elegante Petit Café, para nada lunfardo, que se asociarían con ellos en el ya inusual petitero ‘hombre que pretende vestir con elegancia’. Con más atención reconocí el derivado bacanearse, desconocido entre nosotros; noté cambios de género: el masculino biyuyo ‘dinero’, por biyuya, o el femenino bufosa ‘arma corta’, por bufoso; desplazamientos semánticos: bulín, no es el departamento de soltero sino el prostíbulo o la casa donde se vende alcohol de baja calidad; grafías extrañas: vagallero ‘contrabandista’ por bagayero.
Estas palabras han corrido de boca en boca. Llegaron a Bolivia, al regresar, acaso de visita, difícilmente se las encuentre en la prensa o en Internet y, sin embargo su tránsito es el que corresponde, como contracara poco grata de ver, al mismo proceso socioeconómico que impulsa la comunicación a distancia, los encuentros virtuales.
El Fondo de Población de las Naciones Unidas (FNUAP) al dar a conocer los resultados de su estudio sobre el Estado de la Población Mundial 1993 resaltó el papel de las migraciones internacionales. En su informe expresó que: «Las desigualdades y el crecimiento demográfico se combinan para impulsar desplazamientos humanos sin precedentes […]. En todo el mundo hay personas que cortan sus raíces y emigran en busca de una vida mejor»13. «El año pasado —publica el diario Clarín— 1 719 768 argentinos salieron del país a través de Ezeiza; en ese período arribaron a ese aeropuerto internacional 1 632 700 argentinos. —Y se pregunta— ¿Cuántas de las 87 068 personas faltantes se radicaron en otros países?»14. La situación en Ecuador superó lo previsto en materia inmigratoria: casi 10 % de su población ha salido de su país, en su gran mayoría con destino a España.
De éstos la tercera parte, más de 330 000 no ha regresado. «En el conjunto de la emigración intrarregional alrededor de 1990, los colombianos registraron la mayor magnitud absoluta: algo más de 600 mil fueron empadronados en los censos de otros países de latinoamericanos (90 % en Venezuela). Por ese entonces, los emigrantes chilenos y paraguayos, con un total cercano a los 280 mil (más de tres cuartas partes de ellos censados en Argentina), compartían el segundo lugar entre los emigrantes intralatinoamericanos»15. No puedo creer que procesos tan vastos y sostenidos no dejen huella en la geografía del español en América. La importancia cultural y económica del fenómeno, y nuestro orgullo de hispanohablantes, han dado origen a numerosos estudios sobre el español hablado en los Estados Unidos. No sé hasta qué punto nuestras migraciones internas son significativas en el campo de la lengua, pero a priori no puedo negarme a considerar que cada día más las fronteras, lingüísticas y políticas, de nuestro países son permeables.
La lingüística, como no podía ser de otra manera, tampoco escapa a las modas académicas. En lo que nos concierne, el léxico, vemos por un lado el desplazamiento de una teoría del significado hacia una semántica léxica y a condiciones generales de enunciación (teoría del discurso). Paralelamente el desinterés por los estudios dialectológicos ha quitado buena parte del material que tradicionalmente habían recogido los estudios de campo. Dejando de lado los comienzos de la lingüística, con su vocación comparatista, etimológica y filológica, el conocimiento académico del léxico se halló vinculado al interés dialectológico, pero éste también ha conocido, como otras tendencias o modas universitarias, un auge y una declinación que, en lo que respecta al léxico del español, es marcado ya a mediados de los años sesenta. Muchos de los proyectos que siguen en curso han sido iniciados en esos años y no parece haberlos nuevos.
La lexicología misma ha tenido una corta vida, diría que entre los sesenta y los ochenta. Ambas han cedido su espacio a una semántica léxica en el marco de una lingüística que desde el ocaso de las teorías generativo-transformacionales no parece poder dar una explicación sistemática de sí misma.
Pese al creciente interés que recibe, la técnica lexicográfica por sí sola no puede recuperar el terreno perdido. Los diccionarios obedecen a prisas y pocas veces a estudios naturalmente lentos. Pareciera pues que es necesario retomar la investigación de base. Digo retomar porque no se trata tan sólo de recoger neologismos, extranjerismos, verificar o adecuar su grafía al español, sino también cumplir al menos dos instancias necesarias más:
1) El estudio de la pervivencia de los léxicos regionales con su necesaria actualización, pues existen nichos, tomando un neologismo del campo de la economía, que corresponden a lo que desconocemos de los léxicos regionales tradicionales que difícilmente pueden documentarse en escritos literarios o periodísticos o en Internet. Por ejemplo, en el habla del sur argentino, tan mal conocida, son usuales en el campo formas como: cangalla, hablar en paisano, ñanco, comparsa, leña de piedra. etc. Un trabajo conjunto con Chile sobre este tema sería en verdad fructífero y seguramente cambiaría proporcionalmente tantas indicaciones geográficas como las que median entre la pasada y la nueva edición del DRAE.
2) Recoger el vocabulario cotidiano, el de la vida actual en los centros urbanos y saber el modo en que se difunden y contrastan sus léxicos. En realidad se trata de dos campos, o mejor de dos tratamientos, diferentes de un mismo léxico. Uno de términos uniformemente valorados según el modelo lexicográfico habitual. Otro jerarquizado que, un poco a la manera de las palabras clave y las palabras testigo de Matoré16, ilustra la ideología de un momento (globalización ha adquirido dimensión en nuestro días y su frecuencia da otro valor a riesgo país, mercados emergentes, sustentabilidad, corrupción, otras como precarización, piquetero, retención de trabajo, empalme, megacanje, blindaje financiero, déficit cero son testigos de la actualidad argentina). Un análisis del vocabulario cotidiano de momentos puntuales de la historia, acaso nos permita ver una mayor afinidad entre los países americanos.
Si bien estas últimas tareas no entran en el campo de interés hoy en día mayoritario, en especial la primera. Dejarla de lado sería dejar de lado no solamente a esa mayoría que vive actualmente, y que ocasionalmente vemos en las ciudades como habitantes de villas de emergencia o como inmigrantes, sino a también una buena porción de la historia de América. Es muy probable que, para una empresa, estos estudios no resulten lo suficientemente atractivos como para invertir en ellos, pero es posible vincular este tipo de proyectos con los primeros o con iniciativas de educación o con el interés por las culturas minoritarias en toda su expresión.
La técnica actual nos permite el tratamiento de volúmenes antes no imaginados de información textual. Para la práctica lexicográfica esto se traduce en la constitución de corpus: gigantescos modelos de la lengua. Entusiasmados por tan amplias posibilidades solemos olvidar que, con la única excepción de las grandes obras culturales, cuya producción suele realizarse con apoyo de fundaciones, estamos en presencia sólo de la historia inmediata o directamente ante la pérdida de la historia. Este hecho se verifica también en gran parte de la producción cultural de nuestros días.
Atraídos por la ingente masa de información que rápidamente puede incorporarse a un corpus merced a la producción digitalizada de las industrias gráficas, pareciera existir una tendencia a considerar el presente como un punto histórico de inflexión. Como un «de ahora en adelante…». Sin embargo, siquiera soñando esa quimera, ciertos requisitos metodológicos se imponen. No tiene sentido ahondar en lo que expertos aquí presentes conocen: un corpus requiere, indudablemente, de cuidado en su planificación y desarrollo. Debe asegurar representatividad, es decir, fidelidad con el objeto que pretende describir. Sus estadísticas, lo más depuradas posible. Es conveniente que puedan leerse las frecuencias totales y las relativas. También que se la corrija con índices de ponderación acordes con la búsqueda: dispersión geográfica, temática, temporal, etc.
No obstante quisiera destacar un requisito que a veces no se tiene en cuenta. El corpus debe ser leído sin prejuicios, o al menos sin demasiados. Un buen ejemplo de distorsión (que sirve de paso para pretender unificar la norma panhispánica sobre el modelo peninsular) se encuentra en el análisis de la construcción informar que, hecha por F. Marcos Marín17 con supuesta base objetiva. Omito toda valoración no atinente a la información cuantificada o a la concepción gramatical para no hacer gala de «una sensibilidad rioplatense típica». Para el autor 1) la construcción es agramatical por ultracorrección; 2) los diccionarios y los manuales de estilo unánimemente consideran correcta la construcción informar de que; 3) en un corpus del español hablado en la Argentina, se documentan casos de esta forma censurada.
Comencemos por esto último y veamos la documentación que posee el CREA. En una búsqueda por las formas informa que, informar* que, informa de que e informar* de que (estas variantes obedecen al deseo de ampliar los casos a las diversas formas de la conjugación, aunque por razones de procedimiento no pudiese abarcar la flexión entera por el arrastre indeseado de formas no pertinentes: informantes, informadores, informática, etc.), obtuve, simplificando, este resultado:
informa que + informar* que (n.º de casos).
España: 199 (88 + 111); México: 193 (80 + 113); Argentina: 177 (91 + 86); Colombia: 61 (15+ 46); Perú: 59 (22 + 37); Chile: 53 (21+ 32); Venezuela 53 (16+ 37)
informa de que + informar* de que (n.º de casos).
España: 105 (33 + 72); EE. UU.: 6; C. Rica 5; Argentina 4 (2+ 2); Bolivia 3, Chile 1; Colombia 1
Sin detenerse en pormenorizadas estadísticas, basta ver que informa de que, dominante en España, prácticamente desaparece en América (y no es curioso que, a gran distancia, aparezcan en segundo lugar los EE. UU.). Informa que, por su parte, es bastante corriente en España y ampliamente mayoritaria en América, no sólo en la Argentina. La afirmación de que los diccionarios y libros de estilo la consideren unánimemente correcta es una verdad a medias. Se omite decir que para M. Seco18, tanto en el DEA como en el Diccionario de Dudas, la construcción sin preposición es igualmente regular. Que otros libros de estilo no reflejen esta realidad acaso no sea más que un apego a lo ya conocido y, para colmo, mal. Por último, llamar agramatical a un empleo tan generalizado es no poder pensar sino en una única y universal gramática. Hoy, este tipo de valoración resulta, al menos, desactualizada.
Volviendo al corpus. Parece razonable que por su volumen y extensión supranacional la interpretación de las búsquedas requiera un lector calificado, es decir, competente en el conocimiento de tal o cual variedad del español, cuando no de un equipo de hablantes de distinto origen, si la naturaleza de la investigación lo justifica.
Este canon del español que pretende imponerse con la irrupción de las nuevas comunicaciones ciertamente no deja de tener influencia sobre los estudios tradicionales, incluidos los lexicográficos. En algunos aspectos se trata de variaciones de ritmo, de la aceleración o, incluso, del cambio de rumbo de un proceso que nos resultaba conocido. Así vemos que en el plano lingüístico el léxico culto o estándar general tiende a perder la individualidad nacional. Las isoglosas o las marcas diatópicas tienden a desvanecerse. La globalización o mundialización (ya aparece un problema léxico) nos obliga a enfocar este tema de manera conjunta y sostenida y no, como pareciera que ha sido la práctica hasta ahora, reducirnos a sumar vocabularios parciales.
En cambio sobre este nuevo escenario la lengua parece interesar más como soporte de la información, y de allí como valor económico, que como expresión cultural. En ese espacio el hablante pierde relevancia ante la potencia económica y técnica (el número de páginas en Internet se halla en relación con empresas y condicionantes económicos y no con su cantidad de hablantes).
Afirmaciones como: «Hoy la defensa del idioma pasa por su industrialización y su capacidad de hacer frente al desafío de las nuevas tecnologías y no puede estar circunscrita sólo a una Academia que por medio de un diccionario “limpie, fije y dé esplendor”»19 o «Es un asunto de extrema importancia y no sólo desde el punto de vista cultural: también, tal vez incluso más, desde el punto de vista económico»20 nos colocan frente a un problema nuevo. La lengua ya no es sólo de interés para los lingüistas. No se la concibe sólo por su valor social y cultural. La legitimación de la norma no será la pureza sino la capacidad de comunicación. No importa siquiera el número o cultura de los hablantes sino la posesión de la tecnología adecuada.
En la economía mundializada la lengua tiene valor en tanto es soporte de información. Consecuentemente, la uniformidad que pretende imponerse por sobre las formas regionales (de la de España incluida) es, por el momento, ante todo cuestión de empresa. Éste es un cambio ideológico significativo que debiera tener como correlato económico la distribución regional de esa valía.
Desde ya no se echarán por la borda las instituciones de prestigio —después de todo la imagen que de ellas tiene el público general también es un activo. Bastará simplemente con avanzar en el sentido conocido, como si la unidad del español continuase amenazada y hacerse eco de palabras dichas en otro contexto: «la determinación, la elección de las formas aconsejables en casos de divergencia dialectal deberá estar a cargo de lingüistas y de filólogos de reconocida solvencia, pero su implantación y difusión habrá de ser obra de instituciones filológicas bien acreditadas, en particular de la Asociación de Academias de la Lengua Española»21.
Paralelamente la legitimación de la norma no será la pureza, ni el uso nacional, será el «consenso democrático» de los organismos internacionalmente representativos. No se me escapa cuánto de positivo tiene la unidad, ni tampoco el daño que puede hacerse cuando en su nombre se vulneran culturas de por sí económicamente débiles. En casi todos los campos del quehacer social, en el terreno nacional y en el internacional vemos la pérdida de representatividad de las instituciones tradicionales, con el consiguiente influjo de grupos no siempre claramente identificados y mucho menos fiscalizados en su accionar. Esto nos tendría que alertar. No puede existir democracia en el seno de ninguna asociación si no existe verdadera igualdad entre sus miembros.
Creo que la unidad del español de un lado y otro del Atlántico está lo suficientemente asegurada. Pero esta afirmación no debe hacernos perder de vista las razones de la unidad, el sentido en que se encamina y, no menos importante, quiénes serán sus conductores. Lo que sería de desear es que los gobiernos americanos tengan la claridad de ver, como ya lo ha hecho el estado español, el valor que la lengua tiene en la sociedad de la información. Es en primer lugar de su responsabilidad que puedan, quieran y sepan disponer de los recursos materiales con que cuentan para que el valor económico de la lengua que nos es común nos sea también común y que —aunque utópico— no regresemos a una norma rectora impuesta esta vez por el «mercado» y no por el buen decir.