Movimientos centrífugos y centrípetos en la(s) norma(s) del español Antonio Narbona Jiménez
Catedrático de Lengua Española de la Universidad de Sevilla (España)

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Dentro de la sección Unidad y diversidad del español, se nos propone reflexionar sobre la norma y las normas. Este título implica, entre otras cosas, que pueden emplearse apropiadamente tanto el singular como el plural, y que los problemas e interrogantes que suscitan uno y otro —indesligables de los que conciernen a la unidad del idioma y a los peligros de ruptura de la misma— deben discutirse simultáneamente y en coordinación, no por separado.

Como la noción de norma es convencional, dinámica, cambiante y esencialmente relativa, dependerá de cómo y para qué se plantee, el que prevalezca —en grado diverso, según los casos— una de las dos concepciones que, cruzadas, entremezcladas y hasta confundidas, están siempre presentes: la que la entiende como guía, modelo, regla o ejemplo que debe (o debería) seguirse y adoptarse, y la que hace hincapié en lo que es normal, común y práctica usual y acostumbrada.

No hay legitimidad normativa que no se base en los modos de usar la lengua. Pero los usos son muy variados, y las preferencias por alguno en particular no suelen responder a razones objetivas explícitas. Así, al lado de la creencia extendida de que donde mejor se habla español es en tal o cual ciudad o zona, por ser el más puro o más acorde con la tradición, se encuentra el parecer de que algún otro es bueno por ser más novedoso o actual, o más culto, etc.

No cabe hablar propiamente de criterios de elección, que, en todo caso, no podrían aplicarse por igual a todos los planos del idioma. Sólo las normas ortográficas pueden calificarse de obligado cumplimiento. En lo referente a las construcciones sintácticas y al empleo del léxico resulta extremadamente difícil, como se irá viendo, proponer o sugerir pautas, a la vista de la diversidad, flexibilidad, gradualidad y adaptación al medio de los usos correctos. Tampoco hay, ni mucho menos, una única forma de pronunciar correctamente.

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Los lingüistas aspiran a describir y explicar las normas, en la medida en que ello es posible, como posibilidades realizadas del sistema. Pero hasta ahora no han podido, o no han sabido, resolver satisfactoriamente la tensión constante entre la inclinación natural de los hablantes, en tanto que sujetos sociales, a la normalización y homogeneización, esto es, a la estabilidad y fijeza que garantizan y hacen eficaz la intercomunicación, y lo que es inherente y consustancial a toda actividad que, por ser humana, es creativa, renovadora y no estrictamente repetitiva, es decir, la tendencia a la variación, que se plasma en la existencia de las variedades idiomáticas. En la práctica, no son, por lo general, consecuentes con su convencimiento de que la dimensión de la variedad no es menos real ni menos importante que la de la homogeneidad.

Es verdad que no son pocos los que se han volcado en el análisis de la oralidad, y especialmente de algunas de sus manifestaciones, como las propias de la conversación coloquial, y que ello ha puesto de manifiesto de modo patente la insuficiencia de los postulados y categorías operativas, pero no puede decirse que la variación haya sido incorporada a los fundamentos básicos de la lingüística. La búsqueda de lo constante y regular en una lengua (que no se corresponde del todo con ninguna de las modalidades concretas de uso) sigue siendo tarea central. Sólo en los últimos años, se han reanudado y fortalecido los lazos con otras disciplinas, ante la necesidad de ensanchar el objeto de análisis que el descenso al uso auténtico ha obligado a llevar a cabo.

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Quienes, en cambio, desde fuera del ámbito estricto de la lingüística, tienen interés en intervenir en las actuaciones idiomáticas, prescribiendo determinados usos y proscribiendo otros, suelen ser, en principio, menos tolerantes y más conservadores.

Es verdad que casi nadie habla de imponer, verbo que no suele tener buena prensa. De hecho, ni los más puristas ni los defensores apasionados de los particularismos regionales o locales se atreven a emplearlo, pero sugieren o proponen generalizar lo que ellos juzgan preferible. Por supuesto, nada tienen que ver con lo que aquí interesa tormentas políticas y mediáticas como la suscitada no hace mucho por la frase Nunca fue la nuestra lengua de imposición, dicha por el Rey de España en la entrega del Premio Cervantes.

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En principio, la institución a la que mayor autoridad se reconoce para marcar directrices normativas es la Real Academia Española, que fue creada precisamente con el fin de limpiar y fijar el idioma, y que se respaldó para ello en los escritores cuya autoridad era ampliamente aceptada (no es casual que la elaboración del Diccionario de Autoridades fuera su primera gran empresa). Pero, si exceptuamos las normas ortográficas, que en lo fundamental no han sido casi nunca discutidas (excepto particulares discrepancias sobre cuestiones de detalle), y en cuya reciente revisión han intervenido todas las Academias de la lengua española, la RAE no se ha mostrado partidaria de instrucciones rígidas. Así, en la Advertencia preliminar del Esbozo de una nueva gramática de la lengua española, «anticipo provisional» (una provisionalidad que dura ya casi treinta años) destinado a convertirse en tratado gramatical oficial, se lee en caracteres destacados que carece de toda validez normativa. Tampoco los Diccionarios académicos son de uso, por más que a ellos se recurra a la hora de aclarar dudas y vacilaciones.

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No se pone en duda que ninguna lengua, y especialmente si ha alcanzado el rango lengua de cultura, puede permanecer al margen de toda codificación externa. Ni siquiera los lingüistas son ajenos a la regulación de los usos, y los pocos que se sitúan en la posición extrema de prescindir de la lengua y considerar únicamente las variedades no han hecho más que añadir confusión. La ausencia total de orientaciones normativas constituiría el mejor caldo de cultivo para que progresara la fragmentación de la unidad idiomática, factura demasiado alta que nadie parece dispuesto a pagar voluntariamente. Y ello es así porque todo lo relacionado con los comportamientos sociales se mide, en el fondo, por las ventajas que derivan del cumplimiento de unas reglas. Es verdad que las transgresiones en el terreno de lo idiomático no acarrean, en general, sanciones predeterminadas, pero la forma misma en que se constituyen y se obedecen —o incumplen— las normas, aun siendo específica, no escapa a esa ley general.

En suma, ni los lingüistas pueden limitarse a ser notarios de lo que se pone en práctica, ni los legisladores pueden desentenderse de lo que, en virtud de la mencionada tendencia natural de los hablantes a coincidir, es decir, a la normalización, acaba por imponerse, aunque a veces se quebrante alguna regla prevista por el sistema. De lo que se trata, pues, es de encontrar la máxima conformidad entre las normas que se proponen para preservar la homogeneidad y la representación que de las mismas se van forjando los sujetos, de manera que resulten siempre justificadas y aceptables. La asunción de una norma no implica, obviamente, su aplicación por parte de todos, pero sí que en general se sienten copartícipes de ella, esto es, la comparten. Como lo usual y común no puede ser contemplado más que en términos proporcionales y relativos, cualquier instrucción normativa ha de hacerse siempre en función de la adecuación al concreto acto de comunicación, y no necesariamente a costa o en detrimento de otra u otras realizaciones. Desde luego, ninguna propuesta debe descartar nada de lo que haya alcanzado un grado suficiente de prestigio y consideración sociocultural en todos o una parte representativa de los miembros de la comunidad lingüística; concretarlo en cada caso no es tarea sencilla.

Ni siquiera son siempre nítidas, ni se pueden trazar de una vez por todas, las fronteras que separan lo correcto de lo incorrecto, a pesar de que la noción de corrección, indesligable de cualquier propósito codificador, no parece admitir gradualidad. Así, por ejemplo, por más que sigan censurados, no está claro que deban ser tachados, sin más, de incorrectos ciertos empleos de que, tan antiguos como el idioma, con los que se resuelve el declive de cuyo (ese chico que su padre es médico) o que eliminan la preposición que sintácticamente le corresponde (en la ventanilla está una mujer que lo primero que destaca en ella es su aspecto limpio). Y carece de sentido discutir acerca de si el voseo es o no correcto en español, cuando se comprueba que, por ejemplo, los argentinos que lo practican saben discernir cuándo no deben o no les conviene utilizarlo. Más adelante hablaré de cómo una lengua ejemplar virtual cohesionada actúa como término de referencia para las variedades y se erige como representante modélico de la lengua histórica.

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Hay que insistir en que todas las decisiones normativas han de ser justificadas desde y para los usuarios, y cohonestarse con las realizaciones normales y habituales que el uso ha terminado por consagrar. Quiero decir que la jerarquización que toda actitud normativa implica ha de estar fuertemente asentada en lo que verdaderamente se da, y que las razones que se aduzcan para determinar el prestigio y la superioridad de ciertos usos no pueden entrar en contradicción con la realidad aceptada. Son los hablantes, en definitiva, los que deciden marginar, desestimar, hacer caer en desuso e incluso provocar la desaparición de aquello que van considerando impropio o inapropiado, o inadecuado; o que juzgan chabacano, vulgar, incorrecto, etc.

Esta visión jerarquizada de los hechos idiomáticos no coincide, pues, con la que es consecuencia de esa especie de deformación jerárquica que ha mediatizado el trabajo de los estudiosos de las lenguas. No es casualidad que en la medida en que los lingüistas se han visto obligados a descender al uso real, la contemplación de las variantes como subordinadas a una invariante ideal (la perteneciente, se dice, a la norma culta, formal, o a la lengua ejemplar, aunque también es frecuente que se prefieran términos neutros o menos cargados de connotaciones, como común, estándar, etc.) ha ido cediendo ante otra que considera todas las realizaciones en pie de igualdad, solamente diferenciables en el seno de una escala gradual y multiparamétrica, en función de la incidencia de una serie de coordenadas de diversa índole que caracterizan las distintas situaciones comunicativas.

Pero tampoco coincide con ninguna de las que presiden los dos frentes de mayor proyección e irradiación de actuaciones lingüísticas: la política educativa, por un lado, sometida no pocas veces a algún tipo de elitismo, y, por otro, los medios de comunicación denominados de masas, excesivamente estandarizados y encorsetados. La instrucción idiomática ha de saber trazar el camino (DUCTUS) por el que llevar de la mano al escolar entre los extremos del laxismo y de la enseñanza de una norma única. El papel que le corresponde de conductor y de guía no puede cumplirse adecuadamente sin la virtud de la liberalidad y el respeto, pero sin deslizarse nunca por la pendiente de una mal entendida tolerancia. Sobre los usos lingüísticos de los medios de comunicación volveré al final para hacer algunas matizaciones.

No pretendo decir que el centro prioritario del interés de los lingüistas ni, mucho menos, de los profesores y de los profesionales de los medios de información, deba dejar de ser lo que conocemos como lengua culta, pero sí que ello no se traduzca en encerrarse rígida y exclusivamente en una sola modalidad de uso. Dicho de otro modo, que el concepto de norma culta sea mucho menos restringido y cuente con la adecuación a las condiciones propias de cada tipo de acto comunicativo. No otra cosa es lo que se quiere decir con expresiones populares como no me hables como un libro, cuyo sentido no puede ser el literal, de igual modo que la afirmación de Valdés escribo como hablo o la de Juan Ramón Jiménez no hay que hablar como se escribe, sino escribir como se habla no pueden entenderse más que como la expresión de un ideal estilístico.

La delimitación de una única norma culta, tenida por superior, tropieza continuamente con la pluralidad y relatividad que la adecuación discursiva impone. Importa aclarar la idea de adecuación de los usos a las circunstancias en que tiene lugar cada tipo de acto comunicativo, porque, de lo contrario, el grado de aceptación social de cada uno de ellos no puede ser bien definido. La línea divisoria de las actuaciones idiomáticas no depende sólo de que el canal o medio sea oral o escrito, sino también de la complicidad o distanciamiento entre los participantes. Así, la posibilidad de explotar procedimientos contextualizadores como los prosódicos establece una separación entre discursos orales y escritos, pero puede variar radicalmente el tipo de control estructural que dentro de los primeros se ejerce. Muchas estructuras habituales en la conversación coloquial prototípica no pasan —salvo que deliberadamente se pretenda, como diré al final— a la escritura ni a la oralidad formal, y viceversa. En general, la sintaxis tenida por cuidada y estándar y la técnica constructiva dominada por la eficacia predicativa y pragmática se combinan en proporción inversa al grado de inmediatez o proximidad de la situación comunicativa. Básicamente, es lo que distingue un discurso no propiamente interlocutivo, sobre todo si es escrito, del que sí lo es, especialmente si es oral y si es muy amplio el campo de los supuestos compartidos por quienes dialogan.

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Las vacilaciones y fluctuaciones que se advierten en relación con la norma, que es, como he dicho, dinámica y relativa, explican que, en proporción variable, se produzcan movimientos de flujo y reflujo de carácter convergente y divergente. Podríamos calificarlos de centrípetos y centrífugos, respectivamente, siempre que no se pierda de vista que localizar el centro hacia el que se orientan o del que se separan es tan difícil como definir la norma, en singular. Tales términos, que no suponen ninguna novedad, se han empleado más bien para referirse al período histórico inicial, en el cual los hablantes, al tomar conciencia de la propia peculiaridad, tienden, por un lado, a ahondar las diferencias adoptando las formas más evolucionadas, y, por otro, a unificar los resultados finales de las varias tendencias variacionistas. Aquí me interesa más su aplicación a la situación actual del español en España, la cual no creo extrapolable al resto del dominio hispanohablante.

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Ciertos movimientos de orientación centrífuga parecen aflorar hoy con mayor o menor fuerza, pero no llegan a sobrepasar el ámbito de lo dialectal, ni representan, por el momento, un serio peligro de dispersión normativa. Así, en determinadas zonas españolas, en parte por una especie de mimetismo respecto a aquellas que, además del español, cuentan con otra lengua, en parte porque siguen pesando las connotaciones que se han venido asociando a términos como dialecto, habla o hablas, surgen algunos empeños de resaltar, reforzar —o incluso rescatar, en su caso— cuanto pueda ser considerado peculiar y diferente frente a la modalidad que no dudan en tildar de centralista, prepotente, avasalladora y tirana. Se trata de una actitud al tiempo defensiva (con frecuencia, victimista) y ofensiva (reivindicativa), que se suele enmascarar con el antifaz de la lucha en favor de señas de identidad, y que en la práctica esconde casi siempre otros propósitos.

Ilustraré lo que acabo de decir con lo que se advierte en Andalucía, no sólo por ser el área que mejor conozco, sino porque el andaluz constituye un buen ejemplo de cómo la pretensión de propagar una norma no alcanza proyección en la sociedad por no ser asumidos por sus hablantes como parte integrante de su propia competencia los rasgos que se proponen como configuradores de la misma. Es notable el grado de identificación de los andaluces con su(s) habla(s), muy superior al que tienen, por ejemplo, extremeños o murcianos. Al pertenecer la mayoría de tales rasgos a la pronunciación (la estructura gramatical y el caudal léxico básico poco se distancian del español general) y presentar muy notables divergencias internas, no sólo geográficas sino también, y sobre todo, de aceptación social y de prestigio, resulta estéril cualquier intento de intervención que tenga la finalidad de homogeneizar una realidad polimórfica y poliédrica. Me consta, sin embargo, que, por ejemplo, hay profesionales de la Radio Televisión Andaluza (RTVA) que han defendido que a los locutores andaluces se les tiene que notar y que no dudan en formular reproches (recogidos en la prensa local) a quienes, según su criterio, no hablan en los medios conforme a ese andaluz que propugnan. El andaluz se constituyó al consolidarse una serie de variantes en el proceso de la evolución general del español, casi ninguna de las cuales generalizada (bien geográfica bien verticalmente) en la región. Pretensiones como estas, de extender determinados usos y descartar otros (como la abertura vocálica peculiar de la zona oriental o el ceceo, sin prestigio dentro de la región, por poner algún ejemplo) de modo artificial es algo que no prospera porque, sobre el continuum dialectal no cesa de actuar, como diré en seguida, una ejemplaridad panhispánica. Tales actitudes encuentran a veces eco en los medios de comunicación, pero reman contra la corriente de la realidad idiomática.

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Mayor atención merece, en cambio, un movimiento que no se circunscribe a zonas geográficas concretas y parece propagarse verticalmente, colándose subrepticiamente en una horquilla estratificacional más o menos amplia.

Los síntomas son conocidos. En el uso cotidiano y en los medios de comunicación audiovisuales hay muestras abundantes de relajación y descuido en el hablar. La opinión de que todo vale, da igual todo o todos los usos son iguales parece presidir, por ejemplo, el comportamiento lingüístico (también el no lingüístico) en muchos espacios televisivos, de notable capacidad de irradiación en ciertos sectores de hablantes. No me refiero sólo, ni principalmente, a la impropiedad en el empleo del léxico, sino a algo que considero más relevante, como es el descontrol en la construcción del discurso, que da lugar a escasez de recursos, incoherencias, rupturas, e inadecuaciones o incorrecciones diversas.

Pero, si bien hay gran coincidencia en el diagnóstico (aunque a menudo se exagera), no la hay, por no haberse reflexionado suficientemente sobre ello, en lo que se refiere a las causas, el ritmo de su avance —si es que se produce— y a los riesgos de esta disposición que anima a marginar la(s) norma(s), cuando no es deliberadamente antinormativa.

No faltan indicios de que se ha tomado conciencia de la necesidad de evitar tal propensión a la dejadez. Así, en la reforma de la Educación Secundaria puesta en marcha en este momento, que fija unos contenidos mínimos comunes para toda España, se ha introducido de forma destacada un bloque denominado precisamente Norma culta del español. Probablemente responde a las voces de alarma ante lo que se considera un declive o desmoronamiento de la competencia idiomática de los escolares. Y llama la atención —porque supone rescatar una tarea que se estaba perdiendo— que, dentro del mismo bloque, se haga figurar en todos los cursos la lectura en voz alta. No sé hasta qué punto servirá para cumplir el propósito que parece perseguir. Aunque no cabe minimizar el papel fundamental que corresponde a la enseñanza, particularmente en esa etapa crucial de la formación de los alumnos, la instrucción idiomática dejó hace tiempo de ser monopolio de la escuela, entre otras razones, porque, como he dicho, el poder de la televisión y demás medios de comunicación desarrollados por las nuevas tecnologías puede llegar incluso a neutralizar el trabajo de los profesores. En todo caso, me parece más trascendente resaltar que es en la escuela donde se obtienen las armas necesarias para no sucumbir ante algo que puede hacer perder, si no conocimientos, sí ciertas formas fundamentales de acceder al saber.

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En efecto, la conquista de la escritura, especialmente la alfabética, y la irrupción y difusión de la imprenta han sido, como es bien sabido, hitos fundamentales de nuestra historia. La cultura escrita no consiste, ni mucho menos, simplemente en la posibilidad de leer y escribir, sino en insertarse, pertenecer y ser partícipe activo de una tradición cultural transmitida a través de la escritura de una lengua, la cual es, además, la que permite al hablante tomar conciencia de su idioma, al hablar o al escribir.

Se repite insistentemente hoy que cada vez se lee menos, afirmación que no puede ser cierta en términos puramente cuantitativos y que en todo caso requiere múltiples precisiones, como la afirmación simplista de que el mundo de la imagen está ganando la partida a la lectura.

Donde se está produciendo una modificación sustancial es en la propia forma de leer. El llamado texto digital no es propiamente un texto; al menos, no lo es en el mismo sentido que el texto escrito. Y no me refiero a ciertas manifestaciones desvertebradoras que, pese a ser muy llamativas, no me parecen especialmente inquietantes. Hace poco, la prensa se hizo eco de la aparición en español de un pqño lbro d msj txt (tal era el subtítulo) titulado qrs ablr?:-). Hasta en las papelerías de barrio puede comprarse esta publicación (en realidad, es una traducción adaptada de una publicación en inglés), cuyo tamaño no supera la tercera parte de un paquete de cigarrillos, que recoge los emoticonos básicos. En su brevísima introducción —lo único que se puede leer de manera convencional— se exponen las ventajas de insertarse en «esta revolución de la comunicación que nos ha traído el siglo xxi». Es un sistema, se nos dice, barato, discreto, rápido, internacional, divertido, nuevo (los mensajes tienen «su propia gramática y ciberetiqueta, heredada del correo electrónico y los chats de Internet») y suficiente («contiene toda la información que necesitas para hacerte adicto [sic] al mensajeo»). La verdad es que no hace falta mucho tiempo ni una inteligencia especial para dominar el SMS (mensajes de texto), y, de hecho, en muy pocas palabras se resumen sus normas básicas: no se han de utilizar mayúsculas ni acentos, tampoco la h, sobran las vocales de las palabras habituales, se debe aprovechar el sonido de las consonantes (t=te, k=ca, kb=cabe, etc.), y poco más. Todo puede condensarse en esta especie de regla de oro: todo lo que se entiende, sirve. Cualquiera que no cierre los ojos y los oídos se habrá dado cuenta de que muchísimos adolescentes y preadolescentes se entienden con admirable rapidez mediante estos mensajes, que para el no avezado parecen auténticos jeroglíficos. Pero también habrá advertido que es muy poco lo que tienen que descifrar y comprender, pues el contenido es mínimo y repetitivo, por lo que seguiría sirviendo igualmente un código todavía más simplificado.

No quiero decir que no deban preocupar en absoluto estas nuevas formas de comunicarse, que pueden incidir negativamente en el aprendizaje y dominio de la ortografía, y que se valen de un nuevo léxico cada vez más difundido; sobre lo que verdaderamente debe reflexionarse es acerca de lo que subyace a todo esto (reflejado casi a la perfección en la enumeración de las ventajas del mencionado librito), y es que una parte de la sociedad, especialmente los jóvenes, parece abocada a soslayar o a perder básicas formas de adquirir el saber. En opinión de Raffaele Simone (La Tercera Fase. Formas de saber que estamos perdiendo, trad. esp. Madrid, Taurus, 2001), estamos entrando en una especie de tercera fase, en la que la lectura global está suplantando a la secuencial y proposicional. La lectura permite la captación de una experiencia relevante, que únicamente puede ser expresada a través de palabras organizadas en proposiciones estructuradas y constitutivas de textos, en sentido estricto. Lo que hoy parece extenderse, en cambio, es una lectura no analítica ni jerarquizada de algo que no reúne las condiciones textuales propiamente dichas, sino que se presenta como una masa indiferenciada de datos que no precisan más que una mirada rápida de conjunto. Es la irrupción de esta nueva mentalidad colectiva y no proposicional (Simone) la que quizás puede afectar, de diversos modos, a la(s) norma(s) idiomática(s), incidiendo en las tendencias a su desmembración y dispersión.

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Frente a estos movimientos centrífugos, que, como es fácil suponer, no son específicos del español, hay otros de signo contrario, de orientación convergente, que están contribuyendo a reforzar las actitudes pronormativas y, en consecuencia, la unidad del idioma, dentro y fuera de España.

He preferido aludir a ellos en segundo lugar porque estoy convencido de que no cabe catastrofismo alguno en lo concerniente a la norma y las normas del español. El centripetismo no es de intensidad menor que el dinamismo divergente.

El reforzamiento del español en la llamada Sociedad de la Información y de su papel como activo económico, ejes nucleares de este Congreso, constituyen una verdadera asignatura pendiente de nuestra lengua. No hay duda de que un alto grado de cohesión idiomática resultará decisivo para tales objetivos. Para percatarse de la buena salud del español en tal sentido, ni siquiera es preciso revisar los índices que anualmente proporciona el Instituto Cervantes acerca de su cada vez mayor presencia en el mundo (empleo en los organismos internacionales, expansión de su enseñanza en el exterior, utilización en las redes telemáticas, etc.). A su privilegiada posición entre las lenguas de proyección internacional, ha contribuido de manera decisiva la superación gradual, bien que no del todo, de algunas de las trabas que le impedían ocupar un lugar destacado en una sociedad que cada vez más se califica de globalizada. La alfabetización creciente (generalizada hoy en algunos países hispanohablantes), llave para la incorporación a la cultura escrita, la intensificación de las relaciones entre hispanohablantes y entre éstos y los de otras lenguas de cultura, el acceso a los poderosos medios de comunicación, etc., han conseguido que el español haya salido del aislamiento.

Esta intercomunicación ha hecho que las distintas modalidades del español dejen de ser ajenas a los hispanohablantes en su conjunto, los cuales terminan por incorporarlas —aunque sólo sea pasivamente— como parte de su patrimonio idiomático, de tal modo que se ha ido fortaleciendo la configuración de una lengua ejemplar cada vez más panhispánica. Por lo que a la norma respecta, esa amplitud creciente se refleja en el progresivo desanclaje del monocentrismo peninsular, sin que se pueda afirmar, sin más, que ello haya desembocado, como algunos consideran, en un policentrismo (o multicentrismo) de dispersos y difusos focos o ejes de referencia e irradiación de usos. Los medios de comunicación se han encargado de poner ante los ojos y oídos de todos los miembros de la comunidad hispánica la realidad de los distintos acentos y pronunciaciones del español, a uno y otro lado del Atlántico. Ya se ha puesto de manifiesto que hasta el español hablado en las telenovelas o culebrones está contribuyendo a la cohesión lingüística. Aduciré un ejemplo ilustrativo, sin salir de la Península. En la mayoría de las respuestas de los encuestados por J. J. Gómez Asencio para un trabajo sobre «El andaluz, visto desde fuera» (publicado en las Actas de las Jornadas sobre el habla andaluza: historia, normas, usos, Ayuntamiento de Estepa [Sevilla]), no se advierte actitud valorativa alguna, es decir, el habla andaluza no es considerada peor ni mejor que cualquier otra variedad, sólo diferente y claramente identificable. A su vez, lo que algunos consideran complejo de inferioridad de los hablantes andaluces (de ciertos andaluces) ha empezado a desvanecerse, entre otras razones, porque el castellano central y norteño ha dejado de ser único término de referencia y comparación.

El hecho de que en la norma culta —entendida como aquí se ha propuesto, es decir, como conjunto de modalidades, escritas u orales, propias de situaciones de distanciamiento comunicativo— las variedades del español, peninsulares y americanas, ofrezcan una aproximación creciente que se ha desarrollado, además, conjuntamente, ha servido, tanto para nivelar los usos (por más que las diferencias en el estilo conversacional coloquial puedan llegar a ser, como es lógico, muy marcadas), como, sobre todo, para reforzar la conciencia de que la lengua a la que todas ellas han de remitirse no se ubica en ningún sitio en particular, esto es, que el epicentro del buen hablar no está en una zona o localidad concreta, sino en los hablantes de cualquier parte que demuestran estar, en todos los intercambios, a la altura de las circunstancias comunicativas. La plurifurcación de las normas ha dejado de suponer, eso sí, un peligro de multiplicación de los centros de influencia, sin negar factores generales como, por ejemplo, la superior influencia de las hablas urbanas frente a las rurales.

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La norma ha dejado de ser única en sentido vertical. El propio desplazamiento del interés de nuestros lingüistas desde lo geográfico a lo estratificacional revela que el horizonte panhispánico del español se vincula más a lo sociocultural que a lo espacial. La línea que separa lo culto de lo que no lo es, el hablar bien del hablar mal, no es nítida, pues las modalidades de uso correctas constituyen un continuum, de límites borrosos, de posibilidades diferentes permitidas por la lengua, en las que resulta decisiva la adecuación a la concreta actuación discursiva en cada caso.

Por lo demás, si se rechaza a quien habla por hablar, por muy correctamente que lo haga, es porque la idea que se tiene de norma no se sitúa jamás al margen de los contenidos expresados; es decir, concierne a la competencia comunicativa en su totalidad, a los comportamientos lingüísticos en la interacción social.

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En definitiva, en estas cuestiones idiomáticas salen ganando la tolerancia, la flexibilidad y el respeto recíproco. Escribía E. Coseriu hace poco más de una década que el seseo andaluz es «un rasgo regional, no admisible en la lengua ejemplar», a diferencia del americano, que es «prestigioso, digno eventualmente de integrar incluso una ejemplaridad panhispánica» («El español de América y la unidad del idioma», I Simposio de Filología Iberoamericana [Sevilla, 26-30 de marzo de 1990], Zaragoza, 1990). No sé si se puede seguir sosteniendo tal parecer. Como los usos se ganan el prestigio a pulso, a base de su extensión a las capas socioculturalmente altas, es preferible no incurrir en condenas precipitadas. Lo cierto es que, de la misma manera que tal fenómeno ya no se considera una mera particularidad o singularidad, pues no hay criterio objetivo para establecer una jerarquización entre los distintos tipos de seseo y las diversas clases de distinción entre ese y zeta, muchos otros han dejado, o están dejando, de verse como peculiaridades más o menos pintorescas o, menos aún, como vicios o anomalías, y han pasado a formar parte de alguna de las normas del español. En lo que atañe a lo idiomático, no es aplicable la frase respeto, pero no comparto, que tanto se emplea para otras normas que rigen la convivencia social. No basta con tolerar, admitir o aceptar los usos lingüísticos que no son propios, entre otras cosas, porque tampoco son ajenos —aunque no pertenezcan necesariamente al nivel de lo realizado—, desde el momento en que se sienten compartidos. De sobra se sabe que el respeto hacia algo que no se comparte tiene más de prevención y desconfianza que de neutro acatamiento. Ni siquiera está claro que en muchos casos se trate de un compartir meramente pasivo. Yo les estoy hablando ahora de un modo (incluidos ciertos rasgos de pronunciación) que poco se parece al que empleo con los familiares o amigos en una conversación informal.

Todos llevamos a cabo, en la medida de nuestras posibilidades y en grado diferente, una auténtica adaptación ecológica al contexto, sin otro freno que el de la artificiosidad. Ya he aludido antes al caso de los profesionales de los medios de comunicación audiovisuales en Andalucía que, por no hablar en andaluz, pueden ser tachados poco menos que de traidores. Pues bien, en algunos de los que son aplaudidos por hacerlo se advierte un baile casi anárquico de -s implosivas, pronunciadas como tales, aspiradas o perdidas, señal inequívoca de que una norma panhispánica de referencia está haciendo de freno a los excesos. La situación no es tan diferente en cualquiera de los hablantes andaluces, que, cuando lo consideran oportuno o conveniente, no dudan en despojarse total o parcialmente (en la medida de sus posibilidades) de alguna de sus peculiaridades fonéticas más marcadas y extremas (también de alguna gramatical, como el empleo único de ustedes, sobre todo en discordancia con el verbo, ustedes [se] vais), con el fin de conseguir cierto grado de confluencia. No se trata, entiéndase bien, de una mera imitación de los usos de otros interlocutores, sino de desprenderse sin coacción externa de ninguna clase, de aquello que consideran no debe sobrepasar el listón de sus comunicaciones prácticas e inmediatas en estilo familiar; de una aproximación, en definitiva, a la ejemplaridad cohesionadora, cuando la comunicación deja de ser estrictamente privada.

Las normas idiomáticas no se imponen casi nunca desde fuera, desde instancias legisladoras superiores, que no existen, sino que emanan de la armonización flexible del autocontrol y del heterocontrol de los individuos en cuanto sujetos sociales, como sucede, por lo demás, con el resto de los códigos que regulan el comportamiento en la sociedad, en función de la eficacia, de las ventajas o desventajas que supongan en el ámbito de las relaciones humanas.

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Aunque la lengua ejemplar no se halla en ningún lugar geográfico ni estrato en particular, está vinculada a la escritura, que continúa actuando como un factor de referencia de extraordinaria fuerza especular.

No estoy pensando —aunque no se debe subestimar— en el hecho de que su estabilidad y fijeza acaba por conformar en la conciencia de los alfabetizados una representación unitaria de un conjunto de realizaciones fonéticas diferentes. Ni es cuestión de plantear, por ejemplo, que el mayoritario seseo haría aconsejable prescindir de la distinción gráfica entre z (o c, ante e o i) y s, o que el yeísmo dominante debería hacer pensar en la posibilidad de eliminar la grafía ll, y no puede negarse que, por ejemplo, la imagen gráfica ha contribuido a frenar la caída de la -d- de los participios, al menos en ciertas áreas y estratos.

Me parecen más relevantes su papel de criba del polimorfismo fonético y su función bloqueadora de las variantes gramaticales no prestigiosas. El que, por ejemplo, un uso tan extendido en ciertas zonas como el citado empleo de ustedes sin concordancia con el verbo no tenga cabida en la escritura es reflejo de su escasa aceptación sociocultural.

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¿Quiere esto decir que las relaciones entre oralidad y escritura se establecen siempre del mismo modo y que la segunda se limita a ser ralentizadora de ciertas innovaciones de la primera? De ningún modo. Por un lado, no es difícil aducir ejemplos de hechos de carácter conservador y arcaizante que tampoco pertenecen a lo escrito, como el pluscuamperfecto de subjuntivo con el auxiliar ser (si yo fuera esta[d]o allí, no fuera pasa[d]o eso), no menos extendido que el anterior geográficamente (no así verticalmente) en la región andaluza. Por otro, y es lo que verdaderamente importa, la progresiva intensificación de las interrelaciones que, en una y otra dirección, afectan a ambas, lejos de debilitar la cohesión del idioma, contribuye a fortalecerla, y no sólo porque, como es bien sabido, la escritura haya servido siempre para proveer nuevas formas de hablar, sino también porque el creciente número de lectores altamente competentes ha posibilitado la entrada en la escritura de estilos que anteriormente le estaban vedados.

Un buen botón de muestra son los intentos cada vez más logrados de una literatura en la que los diálogos plasman lo que ha dado en llamarse mímesis de lo oral o escritura del habla (piénsese, por ejemplo, en algunas obras de Carmen Martín Gaite). Se trata de una especie de experimento que también se lleva a cabo cada vez con mayor éxito en ciertos subgéneros de la prensa escrita, aunque, como es lógico, con propósitos diferentes. No es que se calquen por escrito, pero sí que, integradas en la escritura literaria, se reflejan técnicas y estrategias constructivas básicas propias de las modalidades de uso oral que corresponden a situaciones comunicativas en que la connivencia entre los participantes es grande, incluida la conversación coloquial.

Pues bien, nada de esto rebaja la imagen ejemplar de la escritura. Al contrario, la refuerza, al liberarla del rígido corsé que la podía aprisionar y mantener distante de los usos orales.

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Suele decirse que la gran baza del español, lo que le da ventaja respecto a otras lenguas de peso internacional, es la homogeneidad básica de todas sus variedades (es de suponer, claro está, que se piensa en las geográficas, y en el nivel de la norma culta), y que el pequeño inconveniente es su imagen exterior. Aprovechar y rentabilizar lo primero puede ir desvaneciendo lo segundo al mismo tiempo.

Porque potenciar esa notable homogeneidad no es algo que se consiga por decreto. La vía más eficiente es la que lleva a acrecentar sin cesar el margen de maniobra idiomático de los usuarios. Cuanto mayor sea el número de estos que sepan responder, no sólo correctamente, sino también adecuadamente a las exigencias de las cada vez más variadas y complejas situaciones comunicativas, orales y escritas, mayor será el espacio coincidente de esa especie de termostato regulador que controla las actuaciones idiomáticas de los hispanohablantes. En otras palabras, en la medida en que sean cada vez menos los que permanecen anclados en el tipo de comunicación inmediata para fines prácticos, y más los que vayan accediendo a una variedad cada vez más amplia de recursos, se fortalecerá la imagen de una norma panhispánica homogénea compartida, y dejarán de chirriar unos usos particulares frente a otros.

La tensión entre diversidad y unidad, entre fuerzas centrípetas y centrífugas, entre lo que debería ser y lo que es, no se resolverá jamás. Pero sí merece la pena que todos nos empeñemos en acortar la distancia idiomática (las otras, también, por supuesto) que separa a los diferentes sectores de la sociedad, única forma de atenuar la discriminación que deriva de su distinta y desigual competencia lingüística. Entre otras razones, porque tal desigualdad suele ser aprovechada como poderosa arma para someter a los menos favorecidos, no sólo idiomáticamente. Como en el disfrute de los demás bienes, la fortuna no sonríe a todos ni todos gozan de las ventajas que proporciona el dominio de una amplia gama de posibilidades abiertas por el poder de la palabra, incluido el disfrute de los placeres de la creación literaria. Conseguir la igualdad es una utopía, pero en la mejora y progreso de todos los usuarios del español está prohibido no ser utópico.