La publicación como libro —El dardo en la palabra— de los artículos que F. Lázaro Carreter ha venido escribiendo en la prensa con ese mismo título, entre 1975 y 1996 (Lázaro Carreter, 1997), nos proporciona una fuente de extraordinaria importancia para conocer aspectos esenciales de las tendencias del español de España en el último cuarto del siglo xx. A través del examen —sabio, riguroso y, a menudo, irónico— de los usos desviados de cientos de palabras y construcciones de nuestra lengua, se nos desvela cómo es actualizada esta por una gran masa de ciudadanos. Lázaro censura sobre todo a los periodistas, y también a los políticos, a los escritores, a los profesores y a los estudiantes, porque, en cuanto profesionales de la palabra, están especialmente obligados a cuidar de ella.
El autor critica así, lo que él suele denominar el neoespañol, que deforma el uso canónico del idioma de diversas maneras. Por ejemplo, reduciendo el vocabulario: «ese achicamiento sobrevenido a sistemas como el que forman ‘hacer’, ‘efectuar’, ‘construir’, ‘verificar’ y cien verbos más que se esfuman ante el único ‘realizar’» (op. cit.: 609), o el que convierte en alocución «el discurso que un parlamentario pronuncia en las Cortes, la salutación que el Rey dirige al Cuerpo Diplomático, la homilía del oficiante en una misa, la arenga del coronel a los soldados, la disertación de un conferenciante o la soflama de un demagogo» (ibidem). El neoespañol refleja frecuentemente el empleo a mocosuena (es decir, ‘atendiendo más al sonido que a la significación de las voces’) de la lengua —«no hay demostración más paladina del estado de amasijo en que el idioma invade los sesos de muchos sujetos que viven de él. Han aprendido las palabras, conocen sus formas, pero los significados son, para ellos, gelatinosos, carentes de perfil; constituyen todos un engrudo» (op. cit.: 353)—, como se puede apreciar en los ejemplos que se ofrecen a continuación: «(… ) sólo con la coordinación internacional se podrán asentar duros golpes al terrorismo»; «las cantidades (de divisas) que se pueden sacar por el procedimiento del maletín son efímeras»; «el señor Gil-Robles ha manifestado que debe defender al pueblo de las inclemencias de la Administración»; «un fuerte frío afecta tácitamente a todo el Norte de España»; «A Butragueño no le gusta hablar de su vida intrínseca»; «en un pueblo vasco, a causa de la pertinaz sequía, el párroco ha decidido sacar en prerrogativa la imagen de su santo Patrono»; «un concejal ha hecho un pacto subterráneo con el PSOE» (op. cit.: 524).
El neoespañol gusta de la afectación —hincha las palabras o desplaza la palabra sencilla por otra más rara—: sustituye, por ejemplo, las preposiciones simples por otras expresiones más largas (a partir de, en lugar de a; por medio de, en vez de con; a través de, y no por) o prefiere cumbre a reunión, captar el pulso a tomarlo, praxis a práctica, homólogo a colega, obsoleto a anticuado, etc. (op. cit.: 202-204; 343-346; 720-726). Crea palabras que no parecen ajustarse a los procedimientos habituales de la formación léxica (por ejemplo, conveniar: 721). O simplemente abusa machaconamente, miméticamente, de ciertas formas (finalizar; la pregunta del millón; la prueba del nueve, etc.), convirtiendo en censurable —por lo reiterativo— el empleo, en principio, canónico de muchas voces o giros (op. cit.: 99-101).
A los practicantes del neoespañol Lázaro Carreter les recuerda las leyes —«pocas pero augustas»— que rigen en la utópica Ciudad de la Palabra:
«1. Habla y escribe de modo que todos te entiendan y reconozcan en ti un conciudadano civilizado.
2. Procura que tu idioma, construido por tus predecesores a lo largo de varios siglos, y en el que se expresa una noble y gigantesca comunidad cultural, continúe permitiendo que ésta exista.
3. Sé humilde: deja que sólo innoven los que saben. Si eres mentecato, no por decir relax, prioritario, tema, en base a, dejarás de serlo.
4. Sólo humanos habitamos en la Ciudad de la Palabra; no la conviertas en zahúrda» (op. cit.: 356).
Es evidente que con estas leyes el autor destaca el carácter humano de la facultad del lenguaje y la dimensión cultural —el hacerse históricamente— de las lenguas, así como el ser histórico de los hablantes. Lo subraya en las primeras páginas de su obra: «Una lengua natural es el archivo adonde han ido a parar las experiencias, saberes y creencias de una comunidad» (op. cit.: 19). De hecho, en muchas de las páginas del libro que comentamos los argumentos que se aducen para proscribir el empleo de una palabra o de una construcción sintáctica tienen su fundamento en que estos no se ajustan a los que resultan consagrados por la lengua (por la lengua, recordémoslo ahora, como técnica históricamente determinada —con palabras de E. Coseriu, 1981: 269—).
Este tipo de razones justifican, en efecto, la censura del empobrecimiento que revela el neoespañol así como el denuesto del tan frecuente trueque de palabras «a mocosuena» que lo caracteriza. Pero no sé si tal planteamiento resulta convincente para proscribir —no digo «no aconsejar»—, por ejemplo, el empleo de la médico por la médica, el de la maratón —frente a el maratón— o el de valorar positivamente / negativamente —frente a aceptar / rechazar—, etc., usos todos que podrían justificarse plausiblemente acudiendo a razones no desdeñables: tomando como base ya la historia de la lengua y de la sociedad que la produce (la médica podría sentirse como ‘la mujer del médico’, sobre todo en las zonas rurales, y no como ‘la profesional que ejerce la medicina’, de ahí que algunos opten por decir la médico), o la analogía con nombres afines (la maratón es un tipo de carrera —nombre éste femenino— que se ha convertido en habitual en muchas ciudades españolas, mientras que el maratón designa una carrera, sí, pero, sobre todo, nombra un hecho histórico), o bien las preferencias estilísticas que tratan de evitar palabras con connotaciones no deseadas por el hablante (valorar positivamente nos sitúa en el terreno de la opinión o del juicio, mientras que aceptar, nos lleva al de la voluntad; de suerte que para discutir las diferencias políticas, por ejemplo, puede convenir más mantenerse en aquél que entrar en éste).
La lengua cambia —está cambiando— permanentemente. Lo recuerda Lázaro Carreter también en las páginas liminares de su libro. Por ello mismo, el autor señala la tensión continua entre dos tendencias en el empleo del idioma: la centrípeta —los hablantes tratan de mantener la lengua intacta— y la centrífuga —actúan en sentido contrario: crean nuevas palabras, introducen matices nuevos en las que ya existen, adoptan extranjerismos, modifican expresiones porque, a menudo, las reinterpretan, etc. De modo que es una tarea compleja determinar lo que es correcto y proscribir lo que resulta desviado en la lengua que utilizamos a diario: «(… ) es cierto que una actividad de este tipo se funda en una base subjetiva incompatible en gran parte con el rigor científico; el idioma vive en cada hablante, en mí por tanto, de un modo que otro u otros pueden objetar razonadamente» (op. cit.: 27). En efecto, se trata de uno de los problemas más delicados con que se enfrenta el lingüista: la calificación de la llamada corrección idiomática, cuyos principios fundamentadores son diversos y, a menudo, contradictorios.
Es muy rica la bibliografía que se ocupa de las desviaciones, o de la caracterización, del español correcto; en los últimos veinte años (aparte los libros de estilo de las agencias de prensa y de los periódicos españoles —prescindimos también de las gramáticas y de los artículos sobre aspectos concretos—), recordamos especialmente las obras de Casado Velarde, 1992; García Yebra, 1988; Gómez Torrego, 1988 y 1992; Goméz Torrego et al., 2001; Marsá, 1986; Martínez de Sousa, 1996, Seco Reymundo 1986, etc. Pero no son tan frecuentes las contribuciones en las que se discute la propia esencia del concepto de corrección idiomática. Para el español, contamos con páginas muy inteligentes sobre el asunto en el importante trabajo de R. J. de Cuervo de finales del xix / principios del xx (Cuervo, 1954) y en las numerosas aportaciones de A. Rosenblat (cf., v. gr., Rosenblat, 1971). Son también luminosas las páginas liminares de la gramática de S. Fernández Ramírez (Fernández Ramírez, 1951) y las de Emilio Alarcos en el prólogo de la suya (Alarcos Llorach, 1994; vid. también Borrego Nieto, 1994). Desde una perspectiva más general, me parece especialmente valiosa la contribución de E. Coseriu (1992), en la que el autor se ocupa del problema de la corrección idiomática, subrayando precisamente la palabra problema, porque la determinación de lo correcto es un asunto que ha de abordarse desde perspectivas diversas y en el que a menudo se mezclan o se confunden conceptos.
Cabe hacerse, por ejemplo, entre muchas preguntas posibles, las que siguen. ¿Cómo conjugar la variación —o la variabilidad—, propia de toda lengua histórica, con la existencia de la norma —lengua— estándar? ¿Por qué ha de ser censurado el mantenimiento de los rasgos regionales en la actuación lingüística? O, si conviven varias palabras o varios tipos de construcción para designar un mismo referido, ¿cómo justificar la consagración de una o de uno de ellos frente a los demás? ¿Por qué habría de considerarse incorrecto, por ejemplo, el uso de un término extranjero para designar algo desconocido en nuestra lengua —que carece de nombre, por tanto, en ella—? ¿Puede asignarse igual grado de incorrección tanto al balbuceo, la tartamudez o la incoherencia —no saber hablar—, como al desvío de las reglas de formación de frases o de palabras —desconocer una lengua concreta—, o al giro inadecuado para una situación comunicativa determinada, que puede ser plausible, incluso ocurrente, en otra —inhabilidad pragmática—?
La lengua estándar no es, sin embargo, un fantasma: la enseñamos y la aprendemos, y podemos identificarla sobre todo en la unidad de la lengua escrita de las comunidades hispanas. Se presenta como una forma lingüística —una variedad— que se ha ido haciendo en el seno de nuestra tradición idiomática, y que, además, es necesaria, tanto para preservar la unidad del idioma, como para garantizar la enseñanza y el aprendizaje de éste. Por eso es tan importante no sólo la labor sino el acuerdo de las instituciones que se ocupan de la fijación y de la vigilancia de la norma consagrada de la lengua. Los principios fundamentadores de las decisiones que preceden a aquella no serán siempre, sin embargo, indiscutibles —no son, en gran parte, de índole científica— (recordemos las palabras de Lázaro Carreter recogidas más arriba). En la presente ponencia, he tratado de examinar, así, partiendo de algunos de los datos que nos ofrece El dardo en la palabra, ciertos fenómenos característicos del español hablado actualmente en España para plantear el problema de su corrección.
Como señala Coseriu (1981: 303 y ss.), en cuanto técnica históricamente determinada, toda lengua presenta siempre variedad interna, en forma de diferencias más o menos profundas, que corresponden a tres tipos fundamentales: diferencias diatópicas (en el espacio geográfico); diferencias diastráticas (entre los estratos socioculturales de la comunidad lingüística) y diferencias diafásicas (entre los diversos tipos de modalidad expresiva) o, dicho de otro modo, en toda lengua histórica —nunca un sistema unitario sino, a lo sumo, un diasistema— conviven dialectos, niveles y estilos diversos. Frente a la lengua histórica, la lengua funcional (op. cit.: 308) es «una técnica lingüística enteramente determinada (o sea unitaria y homogénea en los tres sentidos en los que se aprecian diferencias en el interior de una lengua histórica): representa un solo dialecto en un solo nivel y en un estilo único de la lengua —una lengua sintópica, sinstrática y sinfásica—». Y sólo una lengua de este tipo funciona efectivamente y de manera inmediata en los discursos (o textos) —nadie habla toda una lengua histórica—, si bien en ellos pueden presentarse diversas clases de lenguas funcionales (el subrayado es mío). «El español, el italiano, el inglés, el francés, etc., como generalmente se los entiende, no funcionan directamente en los discursos y no son, por tanto, lenguas funcionales: son ‘colecciones’ de lenguas funcionales, mientras que una lengua funcional es una forma en todo sentido determinada en español, italiano, inglés, francés, etc. Una lengua fuertemente unificada y rígidamente codificada (como, por ejemplo, el francés ‘oficial’) se aproxima a este concepto, pero no le corresponde exactamente, ya que en una lengua de este tipo se dan, por lo menos, diferencias estilísticas» (el subrayado es mío).
Como recuerda también Coseriu (op. cit.: 288), la lengua no se impone al individuo, sino que el individuo dispone de ella para desplegar su libertad expresiva, y «esta libertad es casi ilimitada en el plano del texto, donde los sentidos, aunque no los significados, pueden ser y son siempre nuevos» (ibidem).
Las lenguas son, pues, objetos muy complejos. Esta complejidad hace, a su vez, compleja la determinación de la norma estándar o consagrada de un idioma (en cuanto forma u objeto lingüísticos: una o varias lenguas funcionales específicas). Pero ¿qué se entiende propiamente por lengua estándar? Para responder a esa pregunta, conviene distinguir también, además de las nociones recordadas hasta aquí, las de «ejemplaridad» y «corrección» (Coseriu, 1992). Como precisa el autor, lo correcto se refiere al dominio del juicio; lo ejemplar, en cambio, al terreno de una forma de lengua. Cuando se trata de la corrección lingüística se suele pasar por alto, además, que el hablar se manifiesta en tres planos distintos: el del hablar en general (nivel universal); el del hablar lenguas concretas (nivel histórico), y el del hablar discursivo (nivel individual). Pues bien, la corrección idiomática sólo cabe, para Coseriu, respecto del segundo plano o nivel (el hablar lenguas o técnicas históricamente determinadas), ya que, en relación con el primer plano (el hablar universal) se trata de congruencia o de incongruencia (se puede decir, por ejemplo: «En el mundo hay cinco continentes, que son cuatro: Europa, Asia y África», lo que es correcto lingüísticamente, pero incongruente desde el punto de vista del hablar en general, porque cinco no pueden ser cuatro ni cuatro pueden ser tres), y, en relación con el tercer plano (el hablar individual) tampoco cabe hablar de corrección sino de propiedad o impropiedad (así, si, por ejemplo, a una persona le decimos: «Veo que su padre tiene cáncer y pronto va a estirar la pata», no se puede decir que hablemos incorrectamente sino inapropiadamente: inadecuadamente —en relación con el tema—, inconvenientemente —respecto de nuestro interlocutor—, e inoportunamente —en relación con la circunstancia del hablar—) (ejemplos tomados de Coseriu).
Ahora bien, si tratamos de definir la lengua consagrada o la norma estándar de acuerdo con las distinciones que hemos ido estableciendo (y descubriéndola a partir de los juicios de «proscripción» o de «aprobación» mencionados —o aludidos—, de modo análogo a como tratamos de describir un sistema lingüístico a partir de los datos que nos ofrece el discurso o la actuación lingüística), nos damos cuenta de que, en efecto, se trata de una forma de lengua que ha de ser correcta (ha de ajustarse a las reglas o principios de construcción de la técnica históricamente determinada que es la lengua), pero no es sólo eso: refleja una serie de operaciones selectivas que exigen, por supuesto, congruencia en el hablante, pero, además, también propiedad, y aún más: afectan a las diferencias diatópicas (la lengua estándar desvela la elección de un determinado dialecto o la pretensión de una cierta neutralización dialectal, por ejemplo) y a las de carácter diastrático (muestra la elección de un determinado nivel, habitualmente el que se caracteriza como culto) que identificamos en la llamada lengua histórica. (Recordemos simplemente el tipo de pronunciación española que D. Tomás Navarro Tomás describía —y presentaba, en realidad, como modélica— en su clásico y magistral manual). En definitiva, estamos ante una forma de lengua que se muestra como ejemplar. Y para cuya configuración se producen decisiones de índole y alcance muy distintos, que, como nos avisa Lázaro Carreter, tienen algo, o mucho, de subjetivo y que se ven condicionadas, en parte, y más o menos abiertamente, por factores extralingüísticos (definibles y valorables en términos no estrictamente de la ciencia lingüística, sino que iluminan disciplinas como la sociología o la filosofía).
Las cosas se complican todavía más, si se repara, insisto, en la heterogeneidad de la lengua histórica y en la propia creatividad de los hablantes. Por eso se pregunta, muy pertinentemente, V. Demonte (2001: 85): «¿Hay lugar para hablar de hechos erróneos, o, más estrictamente, impropios de la lengua, o sólo podemos hablar de variación a veces previsible?». En su contribución la autora analiza algunos tipos de construcciones sintácticas del español actual, tratando de mostrar que pueden explicarse, en buena parte, en el marco de una gramática de la variación sintáctica no distinguible de la gramática normativa (Demonte, 2001: 86). (Lo que, por cierto, constituye un planteamiento muy sugerente dentro del marco del modelo generativo de rección y ligamiento, y, en cierta medida, emparentable con el postulado para dar cuenta, por ejemplo, de las construcciones pronominales del español dentro del llamado funcionalismo realista de E. Coseriu o de modelos generativistas anteriores a 1981: cf. Cartagena, 1972; Martín Zorraquino, 1978).
Si puede admitirse que algunos usos aparentemente no canónicos son, pues, simplemente el resultado de la variación restringida de ciertos esquemas o formas previstas por las reglas de la gramática (no implican, así, la desarticulación de estas y no son, por tanto, incorrectos), no es menos cierto también que hay otras desviaciones que, atentando contra giros consagrados por el uso o la tradición (piénsese en el discurso repetido, por ejemplo), difícilmente pueden calificarse de correctos. En estos casos, está implicado el saber enciclopédico del hablante —el saber enciclopédico, subráyese, de su propia tradición lingüística—, y este saber es, ciertamente, distinto del que subyace a la puesta en práctica de las reglas de la sintaxis, por ejemplo.
Como puede verse, pues, la lengua consagrada se configura y se sostiene de acuerdo con criterios de índole muy diferente. Y, por ello, insisto, los argumentos para determinar las construcciones desviadas de aquella son también de naturaleza diversa (y pueden resultar controvertidos). Algunos ejemplos tomados del actual neoespañol, tan magistralmente analizado por Lázaro Carreter, nos permitirán ilustrar lo expuesto.
No es frecuente la censura de las faltas de ortografía en el libro que comentamos, pues, aunque abundantes —y preocupantes— no constituyen un problema comparable al que plantean, por ejemplo, el desconocimiento del léxico o la ignorancia de las reglas de formación léxica, que se manifiestan a menudo en el habla de forma solapada, y que requieren mayor esfuerzo de aprendizaje —o de reflexión previa al uso— y vigilancia. Pero el descuido en la ortografía ha sido señalado frecuentemente en los practicantes del neoespañol durante los últimos veinte años, sobre todo en los estudiantes y en los periodistas (Gómez Torrego: 1988, tomo I; Martín Zorraquino: 1991, etc.). Se ha producido una claudicación penosa en el uso de ciertos grafemas (h, b, v, x / s, y / ll, j, g, etc.), así como la confusión notoria entre ciertas agrupaciones consonánticas y las consonantes simples (v. gr., cc /c: contricción por contrición / contradición por contradicción), y ello, no sólo en los exámenes escolares y universitarios, sino en los propios periódicos, incluidos los de tirada nacional. Parece, por otra parte, que muchos neoespañoles prescinden casi siempre del acento gráfico. Yo he insistido particularmente en la frecuencia del mal uso —y del abuso— de los signos de puntuación, y en las consecuencias que tales defectos pueden entrañar, incluso en el plano moral (el uso incorrecto de las comillas puede desvirtuar, por ejemplo, la palabra ajena haciéndola pasar por la propia —o a la inversa—) (op. cit.).
Como se sabe, las reglas de la ortografía española son muy simples (sobre todo si se las compara con las del francés o con las del inglés, por hablar de dos tradiciones lingüísticas que nos son cercanas), y se ajustan a tres principios: la identidad fonémica (entre letra y sonido), el respeto a la etimología, y la consagración del uso tradicional, principios que a menudo entran en contradicción (mantenemos, por ejemplo, en la escritura la b y la v, aunque sólo contemos, salvo en algunas hablas dialectales, con un fonema /b/, por respeto a la etimología latina —bueno, vino—, lo que no impide que a veces triunfe el uso frente a ésta —voto / boda—).
Se han destacado las circunstancias que han contribuido a la degradación de la ortografía en los últimos veinte años: se han recortado las horas dedicadas a la enseñanza de la lengua; casi ha desaparecido el latín de los planes del bachillerato; se dedica muy escaso tiempo a la lectura —nuestros futuros bachilleres reciben muchas menos clases de literatura que antes y ven la materia casi suprimida de las pruebas de acceso a la universidad (hay que denunciar el estado de postración en el que se halla y exigir que vuelva a ser una disciplina fundamental para la formación de los jóvenes)—, y se ha adoptado, en general, una actitud excesivamente permisiva, considerada por algunos como progresista, en relación con la expresión lingüística (tanto oral como escrita) —¿qué más da?; todo vale—.
No sólo para paliar esta situación, sino, sobre todo, para racionalizar la escritura, se han propuesto reformas radicales de la ortografía española con ajuste estricto al principio fonémico (por ejemplo, la de J. Mosterín: vid. Martín Zorraquino, 1985).
Este asunto sí que ha sido tratado en El dardo… (pp. 625-628) y con palabras rotundas y convincentes: quienes piden una simplificación radical en la correspondencia entre fonemas y letras «descuidan el hecho de que la lengua española es una copropiedad, y que resultaría extremadamente difícil acordar las voluntades de todas las naciones que la poseen como propia. Porque los cambios tendrían que aceptarse unánimemente para no romper la unidad. No caen tampoco en la cuenta de que, en el instante mismo en que se impusiera la reforma, y en libros y periódicos empezásemos a leer, por ejemplo, bibo, umiyar (‘humillar’), uebo, seresa (‘cereza’, no olvidemos que son muchos más en el mundo los seseantes), querer, cerer o kerer (las tres soluciones se han propuesto), zepiyo, y cosas de ese jaez, se abriría un hiato entre lo escrito así y lo publicado la víspera, que habría quedado vetusto en sólo veinticuatro horas». Y sigue: «No resultaría prudente acometer reformas ortográficas de envergadura. Las normas españolas son de tal simplicidad, que cualquier persona bien escolarizada puede asimilarlas antes de la adolescencia. Y sería temerario que nuestra comunidad se lanzase ahora a una posible disgregación, que ya quedó conjurada cuando más posibilidades tenía de haber triunfado: al producirse la emancipación de las nuevas repúblicas americanas y propugnar muchos la ruptura con cuanto uniese con España» (op. cit.: 627). Lázaro destaca lo determinante de la actitud de Andrés Bello —el respeto que le merecía la obra de la Real Academia Española— para el triunfo, en América, de las normas ortográficas sancionadas por esta.
En 1999 la RAE publicó una nueva Ortografía de la lengua española, que, revisada y aceptada por las Academias de la Lengua Española, refleja el resultado de un trabajo colectivo y concorde, lo que es enormemente positivo. Además, se ha incrementado la presencia de normas flexibles (por ejemplo, no sólo la acentuación gráfica del adverbio sólo o de algunos demostrativos admite dos soluciones —en los casos en que no exista ambigüedad—, sino que esa posibilidad se amplía a palabras como guion, etc., según que se pronuncien como /guion/ o como /gui-ón/), lo que implica, dentro de ciertos límites, mayor amplitud para la libertad del hablante (del escribiente).
En relación con los principios sustentadores de la lengua estándar, las normas de ortografía reflejan un código de naturaleza específica: traducen la actuación oral y, además, tienen un poder coercitivo mucho más estricto que el de las reglas de la gramática; en bastantes aspectos, sin embargo, operan de modo parecido a como lo hacen éstas. El ortográfico es un sistema que, como hemos señalado, se apoya en buena medida en una tradición escrita que trasciende el ámbito del propio idioma histórico (por el respeto a la etimología), pero tiene en cuenta también el uso tradicional escrito de éste y, sobre todo, la acomodación a la realidad hablada, fónica. Es, por supuesto, discutible que se haya adoptado como criterio, para la regulación ortográfica, la representación etimológica (y es también objetable el peso real que dicho principio tiene respecto de los otros dos), pero si se analiza la labor meditada y la gradación de la reforma ortográfica llevada a cabo por la Real Academia Española (entre 1740 y 1815 primero, y, luego, hasta el presente) el resultado es (si lo comparamos, además, con la situación de otras lenguas) excelente, y está claro, de otro lado, que la comunidad hispanohablante no necesita medidas análogas a las que aplicó, por ejemplo, K. Ataturk en Turquía (allí sí que hacia 1928 cambió, de la noche a la mañana, la expresión escrita en los periódicos). Por supuesto, soy consciente de que la adhesión al trabajo de la RAE, una institución independiente del poder político —y que, además, ha conseguido conciliar sus puntos de vista con los de todas las demás Academias hispanas—, puede no ser general (piénsese, por ejemplo, en la ortografía dictada por la autoridad sefardí o ladina, que se aleja claramente de la académica, y no sólo para aquellos fonemas / sonidos específicos de la comunidad mencionada, los cuales manifiestan, por otro lado, una diferencia comparable a las que se dan entre otras comunidades hispanas en materia fónica, sino para representar otros comunes, como el caso de /k/). Añadiría, sin embargo, para quienes no compartan el respeto aquí declarado por la RAE, que no parece que hayan sido más provechosos para la educación, ni para el bienestar de los hablantes, los tiempos en que cada maestro enseñaba su propia ortografía a los escolares, precisamente en nombre de la propia libertad: la experiencia sirve, y vale la pena, en ese sentido, meditar sobre la suerte que han corrido los experimentos del pasado en materia ortográfica.
Aunque en menor número que los que se refieren a cuestiones léxicas, los dardos que Lázaro dirige a las desviaciones morfológicas y sintácticas —las propiamente gramaticales— ocupan bastantes páginas de su obra.
A través de su crítica, apreciamos algunas tendencias del neoespañol dentro del dominio de la formación léxica (morfología derivativa), o en lo que se refiere, en particular, al género nominal y a las categorías verbales (morfología flexiva).
Las vacilaciones en el género de los sustantivos —y en lo que respecta a sus formantes— abundan en todas las etapas del idioma. En la actualidad, destaca sobre todo la preocupación en torno al tratamiento de los nombres que designan las profesiones de la mujer. Algo se ha dicho ya más arriba. Conviven, en efecto, soluciones divergentes: la catedrático / la catedrática; la juez / la jueza; la fiscal / la fiscala, etc. El DRAE (1992) consagra la segunda solución para el primer caso (catedrática); presenta la segunda también para el segundo (jueza), y sólo —deducimos— aporta la primera para el tercero (fiscal). Ahora bien, si se aplican, por analogía, las reglas que operan en la lengua para la formación del género de los nombres, la segunda solución sería, en efecto, la correcta para el primer caso (cf. niño / niña, etc.), mientras que podrían aducirse ejemplos para apoyar las dos soluciones en los otros dos (rapaz / rapaza; chaval / chavala; fiel). Como ya se ha indicado, son muchos los hablantes que prefieren una solución constante (mantener la forma del sustantivo masculino) —la catedrático / la juez / la fiscal—, por las causas ya expuestas más arriba (distinguir a ‘la mujer del profesional’ de ‘la mujer que ejerce la profesión’). Y, de otro lado, hay quienes con espíritu planificador, para evitar el sexismo en el lenguaje, proponen la catedrática / la jueza / la fiscala (para este aspecto, vid., por ejemplo, García Meseguer, 1994 y Lázaro Carreter, op. cit.: 396-398). Personalmente, me inclino por la catedrática, la juez (es posible que diga alguna vez la jueza) y la fiscal (me resisto realmente a decir la fiscala —o la bedela—), probablemente porque las terminaciones de esas palabras se asocian, en mi mente, con otras que disminuirían la propiedad del referido designado (la capataza ‘la mujer del capataz') o su elegancia y dignidad (la gordaza —aumentativo— o la trapaza ‘fraude, engaño’, etc.), a través de connotaciones negativas. Como se ve, confluyen, en este caso, para determinar el uso estándar, argumentos mucho más complejos —y no hemos considerado todas las soluciones posibles para los nombres estudiados— que los que comentábamos a propósito de las normas de la ortografía; de hecho, parece razonable que la lengua consagrada ofrezca varias soluciones (no una sola) para los sustantivos de que tratamos.
Otro tipo de desviación frecuentemente comentada en relación con el género de los nombres concierne a los sustantivos femeninos que comienzan, fónicamente, por vocal a tónica (ya se escriban con a… / á… o con ha… / há… : el alma, el águila, el hacha, el hálara ‘telilla interior del huevo de las aves’, etc.). La lengua estándar sólo admite para estos nombres la combinación del artículo el y un y de los indefinidos ningún y algún, cuando preceden al nombre —es cierto que también pueden aparecer alguna y ninguna, esporádicamente, en dicha posición—, mientras que para otros adyacentes rige la presencia de las formas femeninas —nuestra, esta, esa, aquella, cuya, otra, cierta, etc.—. Como se sabe, muchos hablantes tienden a extender la construcción masculina —probablemente, se trata de hipercorrecciones— a los adjuntos que deben aparecer en femenino, llegando a convertir en masculinos (a través de la concordancia) a muchos de estos nombres: este agua, aquel aula inmenso, todo el área, mucho hambre, un hambre horroroso, etc. Se da también la circunstancia de que un mismo hablante dice normalmente, por ejemplo, mucho hambre —tengo mucho hambre— y, en cambio, profiere un hambre canina —tengo un hambre canina—. Lázaro Carreter trata de este asunto pormenorizadamente (op. cit. 304-306), ofreciendo incluso una regla o regulación de estas construcciones (ibidem). Analiza la historia de la fijación del sintagma (en el xix) y aporta los comentarios de Salvá y Bello. Los argumentos para censurar estas desviaciones se basan fundamentalmente en que determinarían un cambio de género para todos estos nombres (pasarían a ser masculinos bastantes sustantivos que no lo son), pero sobre todo, en que traicionan, de hecho, la tradición histórica que ha fijado las formas correctas, que, de otro lado, son el resultado de la aplicación de una regla que no es difícil de aprender («¿Tan difícil de aprender es la regla, que no hace sino formular el uso de los mejores hablantes y escritores modernos de nuestra lengua?»: op. cit.: 306).
Siendo razonable tal argumentación, no es menos cierto que de nuevo nos encontramos ante una situación que invita al debate: la lengua consagrada muestra en estos casos un conflicto entre «las reglas usuales de combinación del determinante y el nombre» —repárese, de otro lado, en que las desviaciones analizadas no desarticulan el sistema de la lengua (la oposición masculino / femenino)— y «el uso» o «la fijación tradicional» (como sucede, por lo demás, en muchos otros casos), de suerte que puede preverse que los sintagmas canónicos no se estabilizarán en el uso idiomático.
Objetable igualmente me parece la valoración que se hace en El dardo… de dos construcciones verbales que paso a comentar.
Ciertos usos de las formas en -ra (cantara) y en -ría (cantaría) son frecuentemente censurados en la obra, por indicar, fundamentalmente, para su autor, afectación.
El primero es muy frecuente en la prensa deportiva (el extremo recuperó el balón que perdiera) y le parece a Lázaro más afín «al preciosismo de las damas molierescas que al bronco rugir de las canchas» (op. cit.: 384), en la medida en que resucita el sintagma derivado del pluscuamperfecto de indicativo latino (amaveram), tan frecuente en el Romancero (yo me levantara, madre, / mañanita de San Juan).
El segundo aparece continuamente en el periodismo informativo y refleja un valor epistémico: transmitir la opinión ajena —«el condicional de la presunción o el rumor» (Israel dispondría de la bomba atómica) (op. cit.: 387)—, que resulta nuevo dentro del sistema verbal español (es, según el autor, un calco del francés). En los dos casos se advierten, además, tanto su adscripción a géneros discursivos determinados, como el deseo urgente, en sus emisores, de diferenciarse y jergalizar la lengua que emplean.
Los motivos que se aducen para rechazar los giros indicados son, pues, más bien de índole pragmática (impropiedad en un texto). Obsérvese, además, que en el primero de ellos se resucita una forma vigente —aun moribunda— en la lengua española, y en el otro, se dota de un nuevo significado a una forma verbal cuyo estatuto lingüístico no se desarticula (¿no podría preverse ese nuevo significado a partir del valor que tiene la propia forma verbal en el sistema español?). Cabría recordar, de otra parte, que en los textos confluyen diversas lenguas funcionales y que los sentidos que puede aportar el hablante en ellos son infinitos.
Una vez más, pues, podemos apreciar que los criterios que van configurando la lengua estándar son de naturaleza diversa y admiten objeciones (lo que —recordémoslo de nuevo— se anuncia ya desde las páginas preliminares de la obra que comentamos).
El dominio de la formación léxica es inestable: la morfología derivativa no presenta el mismo grado de regularidad que refleja el componente sintáctico. No es de extrañar, por ello, que en el neoespañol aparezcan innovaciones en este ámbito (sobre todo en el campo de la sufijación) (véanse, por ejemplo, alcaldable —op. cit.: 252-254— y permisivismo —op. cit.: 392-395—).
En El dardo… se avisa frecuentemente sobre el abuso actual del sufijo -izar. Es cierto, con todo, que resulta difícil frenar su operatividad, dada su aptitud para la creación de verbos (paralela a la de —(iza)ción para la formación de sustantivos abstractos de acción) que denotan acciones hasta ahora desconocidas, sobre todo en el lenguaje técnico (así, por ejemplo, optimizar, maximizar, etc. se instalan en la lengua de los economistas y desde ahí pasan a la del derecho laboral o a la de la sociología, etc.). Por ello, me parece difícil que pueda limitarse, en la lengua estándar, con argumentos convincentes, la productividad de esos formantes. Y, de hecho, Lázaro Carreter legitima —cosa poco frecuente—, en uno de sus dardos, el proceso formativo de los términos, así como la creación léxica que implican: fidelización y fidelizar ‘procurarse un negocio clientes fieles’ (op. cit.: 719).
Cuestión distinta es, en cambio, la que plantean las formaciones léxicas que revelan clara ignorancia, por parte de los hablantes, tanto en relación con la técnica de creación de las palabras, como del vocabulario de la lengua (y que acarrean, además, una deformación del significado de las voces). Me refiero a casos como el uso de vergonzante por vergonzoso, que detecta frecuentemente Lázaro en el neoespañol («es vergonzante que, a estas alturas, el Gobierno no haya elaborado aún esa ley», op. cit.: 237; vid. 237-240, y 353 y ss.) y con el que no puede transigirse —quizá pudiera defenderse, en cambio, alcaldable— ni siquiera por aquello de que «vergonzoso parece vocablo duro y más agresivo que vergonzante» (op. cit.: 238).
El análisis del uso que los hablantes hacen de los procedimientos de formación léxica nos sitúa, por otro lado, ante la dificultad de establecer límites entre la lengua estándar y las lenguas especiales o los lenguajes técnico-profesionales, cuyos elementos más representativos (las nomenclaturas) presentan características propias y, por ello mismo, están sometidos a reglas de formación cuyos principios no coinciden necesariamente con los que subyacen a los del lenguaje común (Cabré, 1993; Martín Zorraquino, 1997). ¿Es, pues, la lengua estándar una, o confluyen, más bien, en ella varias lenguas funcionales de carácter ejemplar?
Se ha extendido mucho en el español hablado en los últimos veinticinco años el empleo de un infinitivo sin tema-sujeto como el que aparece en el ejemplo siguiente: «Siguieron manifestándose los vecinos del barrio de Maravillas, como protesta por los ruidos que en él se producen todas las noches. Ayer desplegaron… Anunciaron… Señalar, por último, que, según declaran algunos, están dispuestos a pasar a la acción directa» (Lázaro Carreter, op. cit.: 357; vid.: 355-358). Se trata de una construcción sintáctica que, en efecto, si no ha nacido ante mis ojos, al menos ha crecido ante ellos.
Para Lázaro es un infinitivo «‘monstruito’ que algún degenerado engendró, y al que insuflan vida poderosa los medios de comunicación» (op. cit.: 357). Identifica con precisión su estatuto: expresa una acción —en efecto, no funciona con verbos estativos y sí con verbos activos (los ejemplos que siguen son míos): «*Por último, estar agradecido por su presencia» / «Por último, agradecer su presencia»; «*En primer lugar, estar apenado por la situación presente» / «En primer lugar, dar el pésame a la viuda de nuestro compañero fallecido»—; exige sujeto (el ejemplo con señalar equivale a señalaremos o señalo); se combina preferentemente con una modalidad deóntica, que incluye obligatoriamente al hablante y puede referirse también al oyente —el señalar que… indicado equivale, por ejemplo, a hay que señalar que… , quiero señalar que… , debo señalar que… o debe señalarse que… —; se manifiesta especialmente en piezas léxicas del tipo señalar, anunciar, recordar, puntualizar, advertir, etc., y, en fin, aparece preferentemente «como remate del texto informativo», pero también va ocupando lugares más altos de la noticia (ibidem). Siguiendo la disposición de muchos de sus dardos, el autor se pregunta por su origen, y no le parece un préstamo —«esta torpe criatura teratológica es nuestra y bien nuestra, suma memez nacida de un caletre hispano» (ibidem)— sino un sintagma «pura y simplemente, resultado de la pereza», representativo de los que llaman algunos gramáticos anglosajones block language: «construcciones distendidas, no sujetas a norma, y que, sin embargo, se consolidan en bloques para funcionar útilmente en mensajes rápidos y concisos» (ibidem). El efecto que tal giro puede provocar en el idioma es favorecer «el hablar en chino de chiste: ‘Presidente anunciar que pronto convocar referéndum sobre estar en la OTAN. Oposición manifestar que a ella no gustar’» (op. cit.: 358).
A pesar de lo preciso del análisis del autor, lo cierto es que no parece que la construcción que nos ocupa siga la evolución prevista. Si está claro que no se ajusta a las reglas de la sintaxis, digamos, tradicional, no es menos obvio que se ve constreñida por factores sintácticos, semánticos y, sobre todo, pragmáticos definidos (a los ya indicados, añádase que no sólo se manifiesta con verbos declarativos o mostrativos, sino con otros muchos, siempre de carácter activo-transitivo y en el marco implícito de una modalidad deóntica). Es todavía una construcción extraña a la técnica históricamente determinada que es el español (y, por ello mismo, repugna al sentimiento lingüístico de muchos hablantes), pero me parece que tiene muchas probabilidades de adquirir un estatuto estable en nuestra lengua; modificaría así las reglas de la sintaxis (como muestra de lo que se llama «la creatividad que las cambia»: Chomsky, 1965). Recuérdese, por ejemplo, que el valor de imperativo que presenta el infinitivo simple en nuestro idioma —¡callar!, ¡venir aquí!, etc.— está ligado a una persona definida —segunda dilatada— y, dado su sentido modal, se halla vinculado a tipos de actos de habla específicos.
La sintaxis del neoespañol ofrece, asimismo, una marcada tendencia a modificar el régimen de muchos verbos: convierte, por ejemplo, construcciones tradicionalmente pronominales (entrenarse, alinearse, clasificarse, calentarse, adherirse a, etc.) en intransitivas no pronominales (entrenar, alinear, clasificar, calentar, adherir a, etc.) (Lázaro Carreter, op. cit.: 219-221; 510-512); pasa a construcción transitiva, con complemento directo, giros que rigen un complemento preposicional —un suplemento en términos alarquianos— (incautar algo por incautarse de algo; enterarse que… por enterarse de que… —y muchos otros casos de queísmo—; se reflexionaron algunas soluciones posibles —por se reflexionó sobre algunas soluciones posibles—, etc.) (op. cit.: 510-512; 553; 603); introduce la preposición de (dequeísmo) en giros transitivos (pensar de que… , por pensar que… ; creer de que… , por creer que… , etc.) (op. cit.: 196-199); ofrece, en fin, muestras de cambios de régimen más esporádicos, pero, quizá, más sorprendentes (Franco perduró a Hitler —por, simplemente, perduró, o por sobrevivió a Hitler—, op. cit.: 601-603). A todo ello puede añadirse —aunque no entrañe cambio de régimen verbal, pero sí afecte a la construcción pronominal de los verbos—, la redundancia que supone el empleo del formante auto- con verbos reflejos o en construcción refleja (autosuicidarse por suicidarse; autoproclamarse por proclamarse).
Todos los casos que nos ocupan manifiestan una desviación respecto de la construcción canónica de los verbos implicados, pero pueden analizarse también como ejemplos representativos de la variación lingüística dentro de ciertos esquemas o formas previstas por las reglas de la gramática o, desde otra perspectiva teórica, por el sistema lingüístico —la tendencia a recalcar el contenido de lo comunicado o la propia expresividad del hablante podría aducirse, de otra parte, para justificar los fenómenos de redundancia—. No debe olvidarse, en fin, que los cambios en la combinatoria de los sintagmas pronominales son constantes en la historia de la lengua (jactar / jactarse; desayunarse / desayunar, etc.) (cf. lo indicado más arriba, vid. Demonte, 2001; Coseriu, 1967; Martín Zorraquino, 1978 y 1979, etc.).
El marco de la norma consagrada para censurar los ejemplos expuestos se sustenta, pues, para la mayoría de ellos, no tanto en criterios de corrección idiomática (ajuste / desajuste respecto de la sintaxis de la lengua), sino de respeto al uso vigente (que puede contrastarse con muestras, documentadas en etapas anteriores del idioma, de modificaciones análogas a las que se detectan actualmente).
Ya se ha señalado que los neohispanohablantes tienden a empobrecer el léxico (vid. supra, § 1) y acostumbran a emplearlo, como reitera Lázaro, mocosuena (ibidem). Se atenta, así, directamente contra la técnica históricamente determinada que es la lengua, deformando el vocabulario y produciendo mensajes que a menudo no se entienden.
Desde luego, es en el ámbito del léxico en el que dispara Lázaro el mayor número de sus dardos —destacan especialmente las páginas en las que se censuran las desviaciones señaladas—.
Pero se ocupa también ampliamente del neologismo, particularmente en los textos aparecidos en los años 1991 y 1992, orientando y puntualizando sobre diversos problemas relacionados con aquel: «Pro y contra los neologismos», op. cit.: 575-577; «Casticismo y purismo», op. cit.: 577-580; «Cauces del neologismo», op. cit.: 580-582; «La adopción de tecnicismos extranjeros», op. cit.: 585-587; «Extranjerismos solapados», op. cit.: 587-590, etc. Por aquellas fechas Lázaro dirigió unas Jornadas en Logroño sobre El neologismo necesario, cuyos textos se publicaron después en libro por la Agencia EFE (cabe señalar también que, más recientemente, en 1996, E. Lorenzo ha publicado un extenso volumen sobre los anglicismos en español).
En relación con el neologismo, Lázaro distingue oportunamente entre el que es necesario, cuya entrada está plenamente justificada y enriquece la lengua, y el superfluo, obviamente rechazable. Escribe, en esa línea, páginas memorables sobre el problema de la adaptación de los neologismos en español (op. cit.: 421-424), y aporta y recoge datos muy interesantes sobre la historia de muchos de ellos (especialmente, los anglicismos ingresados en los últimos 50 años, bastantes de los cuales han pasado a través del francés).
Otro aspecto interesante de la transformación del léxico que refleja el neoespañol afecta a las innovaciones que introducen los hablantes en el significado de muchas palabras que ya existen en la lengua (la creación de sentidos nuevos). En este terreno, Lázaro censura más que aprueba. Entre las creaciones que considera dignas de aplauso figura una nueva acepción de romance (admitida ya, como ac. 7.ª de la voz, en el DRAE, 1992) ‘relación amorosa pasajera’, «una de las palabras más encantadoras de la moderna jerga» (p. 301), que Lázaro examina y valora con suma agudeza y gracia (op. cit.: 301-303). Toma la palabra de una revista: «Cuando se hizo público el romance entre el argentino [el tenista Guillermo Vilas] y la princesa Carolina de Mónaco… » (ibidem), y reconoce que no hay palabra para designar lo que refiere; descarta, por desajustadas, amores, amoríos, relaciones amorosas, concubinato, arreglo y arreglito, arrimo, abarraganamiento, amasiato, enredo, amontonamiento, etc. Le descubre rasgos semánticos de los que carece incluso flirteo: «el romance es algo más profundo, aunque pueda ser fugaz. El romance es el ejercicio, con plenos derechos fácticos, a vivir una pasión amorosa, sin que la estorben enojosos deberes conyugales, ni obsoletas leyes de moral judeocristianas (… ) En un romance, se entra libre como el pájaro, y se sale inmaculado como el armiño» (ibidem).
Me he extendido en la presentación del ejemplo porque es representativo de la voluntad de matización que tiene el hablante, y, sobre todo, porque es sintomático de la relación que existe entre el cambio lingüístico y el cambio en el entramado social de la comunidad que utiliza la lengua: el romance designa un tipo de actividad que coincide con la denotada por la mayoría de las otras palabras que señala Lázaro, pero difiere claramente en cuanto al contexto social que la acompaña y respecto de la valoración que aquella merece a la sociedad en la que se produce.
Estas diferencias son las que justifican la aparición de nuevas acepciones para muchas palabras, bien por la vía del rescate de viejas voces (cohabitar, por ejemplo, para denotar ‘compartir las tareas de gobierno —convivir políticamente— dos órganos unipersonales que proceden de partidos distintos y difieren en la ideología’) (op. cit.: 387-389), bien por la de la práctica del eufemismo, evitar palabras, en principio, ajustadas a la designación de lo referido, pero impropias o inadecuadas para el contexto social en el que se emiten (el llamado lenguaje políticamente correcto se sustenta esencialmente en eufemismos). Nos encontramos, en definitiva, ante casos de reajuste del significado de las palabras en virtud de factores pragmáticos.
Algunos ejemplos tomados de El dardo… ilustran lo indicado. Ya hemos señalado más arriba el empleo de valorar positivamente / negativamente por aceptar / rechazar (vid. supra § 1); añadamos ahora distintas sensibilidades por simple disconformidad o pura hostilidad (en relación, por ejemplo, con puntos de vista o cuestiones y asuntos sometidos a debate) (op. cit.: 554-556); lucha armada por terrorismo (ibidem); invidencia por ceguera (ibidem); desencuentro por desacuerdo (op. cit.: 493-496); enseñantes por maestros, auxiliares, adjuntos, titulares, catedráticos, etc. (op. cit.: 463-465); o referente por modelo, aportado —y analizado perspicazmente— por A. de Miguel (2001: 17-18), etc.
Es comprensible que el neoespañol, inserto en una sociedad que ha sufrido cambios importantes en los últimos veinticinco años, acuda a estos procedimientos de innovación léxica, sobre todo en el lenguaje político (se ha pasado de una dictadura —también proclive a novedades sustentadas en principios generales como los señalados, aunque en un contexto sociopolítico radicalmente diferente— a una monarquía constitucional, un régimen democrático).
Cuestión compleja es cómo valorar tales innovaciones con referencia a la lengua estándar. No parece que quepa acudir a criterios de corrección idiomática, sino, más bien de propiedad contextual, y el juicio, entonces, me temo, entrañará una dosis, más o menos fuerte, de subjetividad por parte de quien critique, subjetividad relacionada con valores enmarcados fuera de la propia lingüística. La postura de Lázaro Carreter es, sin duda, razonable: «Sólo un tipo de eufemismo es tolerable: el que encubre lo chocarrero, lo que hiere a eso tan indefinible que se llama el ‘buen gusto’». Podríamos recordar su repulsa —que, desde luego, comparto— ante anuncios como «¿Sin preservativos? ¡No jodas!» o ante la sustitución de viejo verde por guarrón, tío guarro o guarrindongo en el lenguaje de los jóvenes (véase su brillante análisis de «Verde», op. cit.: 526-528). Son razonables, sí, las palabras de Lázaro, pero ¿resultan convincentes para todos? ¿Las aceptarían los hablantes directamente afectados por los giros lingüísticos indicados más arriba: los políticos, por ejemplo, —para sensibilidades— o los ciegos —para invidencia—? Y, sobre todo, ¿con qué base científica puede convertirse en criterio sustentador de un juicio de valor algo que, de entrada, se reconoce como indefinible —el buen gusto—?
Podemos, sí, comprobar que el neoespañol tiende, por ejemplo, al eufemismo en el terreno del discurso político; cabe matizar (y matizar mucho) sobre la naturaleza y sobre la operatividad de tal principio en la construcción textual, pero me temo que, si tratamos de descartar o de aprobar las aplicaciones concretas de aquel, necesitaremos pertrecharnos a menudo para actuar con razones distintas de las que emanan de la ciencia lingüística; razones que son, sin duda, legítimas, pero que han de conducir al lingüista a situarse en el terreno de la filosofía —en particular, en el de la moral—, en el de la sociología, etc. Porque caben posturas varias respecto de la determinación de la lengua estándar: desde postular exclusivamente la vigilancia de su hacerse y corregir, para la pertenencia a ella, sólo lo que se muestre estrictamente apartado de la técnica históricamente constituida que es la lengua, hasta tratar de conseguir una lengua ejemplar dentro de límites más amplios, y más o menos flexibles (y no se olvide que se puede llegar a planificar de modo estricto la lengua consagrada). Conviene tener en cuenta, en ese sentido, que, en los últimos veinticinco años, hemos asistido a múltiples ejemplos de planificación lingüística en España. Ciñéndonos al ámbito del Estado —prescindiendo de las Comunidades Autónomas—, destaca la labor planificadora de la Administración para flexibilizar las relaciones con los ciudadanos, proponiendo medidas diversas para conseguir un lenguaje fácilmente comprensible y respetuoso de la norma estándar —vid., v. gr., MAP, 1990; MAP, 1995; R. D. 17-9-1999, n.º 1465/1999, BOE 25-9-1999; O. M. 27-9-1999, BOE 28-9-1999—. Por otra parte, en relación con el tratamiento dado a la mujer en el lenguaje, se han mostrado muy activos en materia de planificación —por medio de recomendaciones diversas— los Institutos de la Mujer; ha de reconocerse igualmente, en fin, un esfuerzo importante para la adaptación y la renovación lingüísticas respecto del lenguaje jurídico en la actuación del Tribunal Constitucional, etc. (vid. Prieto de Pedro, 1991).
La determinación de la norma estándar es especialmente compleja, pues, en lo que se refiere al léxico. En ese sentido, quiero insistir, finalmente, en que la independencia de la RAE, ya destacada, así como la cualidad de los objetivos que guían su labor y el resultado de su trabajo en casi trescientos años, me parece que permiten asegurar que ella hace —y hará— una determinación ponderada de los fenómenos aludidos a la hora de orientar, vigilar y fijar la lengua consagrada.
La tarea que Lázaro Carreter se impone no se limita a la identificación, examen y valoración de los fenómenos lingüísticamente no correctos, como ya hemos podido apreciar, sino que se refiere a menudo a cuestiones más relacionadas con la propiedad o no propiedad de los usos lingüísticos. No es de extrañar, por ello, que aparezcan en las páginas de su obra comentarios sobre aspectos claramente pragmáticos del neoespañol.
Uno de ellos es el que afecta a los tratamientos entre los interlocutores —vid. «El tuteo», op. cit.: 549-551—. El autor considera, en concreto, el tuteo «pavorosamente extendido» (ibidem). Le sorprende especialmente su presencia en el trato entre alumnos y profesores en la universidad («¿Has publicado algo sobre esto que nos has dicho?» —le pregunta a él una estudiante tras la clase—); en los hospitales («Pero, ¿qué te pasa, hombre?»; «No te apures, mujer, que aquí te pondremos buena»; «Hala, que te voy a dejar como un niño» —a un paciente ya maduro al que hay que depilarle antes de una intervención quirúrgica—); en el ámbito de la prensa (los periodistas tienden a tutear a sus entrevistados), etc. Lo que empezó siendo un uso —recuerda— para allanar el trato entre comunistas y fascistas —marcar la distinción entre personas, por medio de los tratamientos, se consideraba injusto, liberal y elitista (p. 551)—, se ha extendido sin significado político, pero sí psicosocial. Lázaro considera que el tuteo indiscriminado anula diferencias naturales, trivializa las relaciones humanas, desmantela la propia intimidad, destruye señales imprescindibles para un funcionamiento social civilizado y, en definitiva, constituye una de las manifestaciones más visibles de la crisis que hoy existe (ibidem).
Está claro que los aspectos pragmáticos se incluyen hoy dentro de la descripción de una lengua (cf., por ejemplo, el tomo 3 de la gramática que han dirigido I. Bosque y V. Demonte —Bosque / Demonte, 1999—, o la edición póstuma de la de S. C. Dik —Dik, 1997). ¿Cómo, sin embargo, han de abordarse —tratarse— en el seno de la lengua estándar? Lázaro no proscribe todo tuteo, por supuesto, sino sólo el indiscriminado (el subrayado es mío). ¿Cuál sería la discriminación que debería establecerse en relación con los tratamientos dentro de la lengua estándar? La cuestión no es fácil: la propia realidad lingüística parece ofrecer una situación que no merece aplauso; y, por otra parte, es obvio que las reglas de tipo pragmático han de conocerse para conseguir una comunicación feliz, satisfactoria. Para Lázaro (recordemos las leyes que rigen en la Ciudad de la Palabra), no cabe duda de que la norma consagrada de la lengua ha de obligar o comprometer a una conducta lingüística civilizada, y ello, por cierto, implica una clara decisión sobre la esencia y características de dicha forma lingüística.
Otro fenómeno pragmático que suscita reflexiones o comentarios de naturaleza parecida a los que venimos haciendo es el de los tacos, analizados también en El dardo… (528-530). La novedad en este terreno que ofrece el neoespañol es la extensión de tales expresiones al lenguaje femenino y al infantil, y lo que más le preocupa a Lázaro —disgustándole también, por supuesto, la ampliación cualitativa y cuantitativa de sus emisores— es que los tacos se estén generalizando como hábito, como forma natural de expresión, vaciados muchas veces de emotividad (a modo de eructo oral).
Especialmente interesantes son otros dos aspectos pragmáticos comentados en El dardo… (288-291): el relativo a las expresiones de cortesía o las preferencias en los nombres de pila. Lázaro percibe que el neoespañol, en este terreno, refleja cambios sutiles: no es que adopte nuevas expresiones de saludo, o de agradecimiento, o de despedida, o invente nuevas fórmulas para interesarse por la salud del interlocutor, lo que está sucediendo es que se está «americanizando». A través de las películas, sobre todo, (y a causa, quizá de traducciones o adaptaciones defectuosas), se nos transmite un sistema nuevo de dirigirse al prójimo y ello influye, sin duda, en nuestros hábitos sociales y lingüísticos. Algo parecido sucede con los nombres de pila de los niños y, sobre todo, de las niñas: Vanessa, Samantha, Jenifer aumentan frente a Carmen, o Pilar o Isabel, por ejemplo (cf. A. de Miguel, 2001). Claro que tales preferencias deben respetarse y que resulta difícilmente sostenible que también de ello haya de ocuparse la norma estándar, pero estos fenómenos son una prueba más de la fuerte y extensa presión que el inglés americano ejerce en la cultura española, lo que tiene un interés central para el historiador de la lengua.
El dardo en la palabra dedica al menos un artículo («Señas de identidad», op. cit.: 172-174) a analizar la presencia de los rasgos regionales en el neoespañol. Comenta Lázaro que cuando llegó a Madrid a los 20 años trató de combatir el tonillo maño. Y lo consiguió sin mermar por ello su aragonesismo. A la altura de 1980 observa, en cambio, una actitud muy diferente: se mantienen en el lenguaje oral los rasgos regionales; «muchos que tienen el idioma oral como instrumento principal de su oficio —parlamentarios, locutores, abogados, profesores…— alardean de su origen: sueltan la tarabilla con los sones y tonos más acendrados y, a veces, toscamente provinciales, como airón de boina terruñera» (p. 172). (Cf. para una opinión en parte divergente, A. de Miguel, 2001: 39). Lázaro, por tanto, se manifiesta partidario de mantener en el estándar un modelo de pronunciación que atempere las marcas regionales. De hecho, recomienda: «No renuncie, por favor, a nada: ni siquiera a una lengua que tiene perfectamente definidos sus módulos de corrección. Que no están en Madrid, ni en Valladolid, ni en Burgos (donde hay gentes que hablan pésimamente), sino en cualquier español de allí, o de Las Palmas, Alcoy, Lugo o Tafalla que conoce y practica la norma lingüística española» (p. 174). La lengua consagrada habría de constituirse, pues, de forma sintópica (cf. supra, § 2). Sin embargo, la propia realidad del neoespañol nos muestra que la actitud de los hablantes respecto de las marcas lingüísticas regionales cambia; ello no invalida, por supuesto, las palabras de Lázaro, pero permite suponer también que dichos cambios influyan en el propio hacerse de la norma, y que, al menos desde el punto de vista teórico, esta admite variaciones en la consideración del factor dialectal.
La obra de Lázaro incluye, asimismo, observaciones muy interesantes sobre algunos géneros discursivos (el lenguaje deportivo, sobre todo). Estos comentarios proporcionan datos muy valiosos para la descripción de la lengua viva y para la historia de la lengua. Nos llevan a plantear también las relaciones entre la lengua consagrada y los géneros discursivos o los estilos: en qué medida participan éstos de la sanción ejemplar de aquella y en qué circunstancias —y por qué— pueden ser considerados inapropiados o no ejemplares.
Para terminar el análisis de las tendencias del neoespañol que muestra El dardo…, y antes de concluir la presente ponencia, quisiera llamar la atención sobre un conjunto de fenómenos que examina Lázaro Carreter, de manera especialmente brillante, y que forman parte de lo que se denomina el discurso repetido: diversos tipos de expresiones fijas, cuyo uso no viene regulado por reglas comparables a las que subyacen a la formación de las palabras o de las oraciones y cuyo dominio depende de un saber idiomático que implica, a menudo, el conocimiento del contexto histórico.
El neoespañol da pruebas abundantes de errores flagrantes en este dominio. El desvío en estos casos implica frecuentemente un reanálisis de la expresión implicada: el hablante desconoce el origen de la formación de ésta, su contenido y las relaciones que vinculan a sus componentes, e interpreta uno y otras a su manera, dotando así a veces al signo complejo de un valor nuevo. Frases como «¡Que lo haga el sursuncorda!» o «¡No voy allí aunque lo mande el sursuncorda!» reflejan no sólo el desconocimiento de la expresión latina sursum corda, sino que quien las utiliza sólo recuerda aproximadamente el significante de esta y le da, además, al signo que medio inventa —sursuncorda— un nuevo significado, aproximado también, por los demás (op. cit.: 367-370). Uno de los casos más graciosos que comenta Lázaro Carreter en esta dirección se refiere al alma pater de, por ejemplo: «el alma pater de la expedición», expresión que muestra el cruce de alma mater (‘la madre nutricia’, aplicado frecuentemente a la universidad) —con cambio de sustantivo, por tratarse de un varón (pater)— y «el alma de algo» (una empresa, un hogar, etc.: ‘la persona que es el motor de algo, que da vida a algo’); en el giro «es el alma pater de X» es palpable, de otro lado, el énfasis que pone el hablante.
Otro ejemplo muy interesante —analizado con especial maestría— es el que se recoge en «¡Santiago, y cierra, España!» (op. cit.: 520-522). Lo comenta a propósito de un artículo en el que se puede leer: «El viejo grito de las batallas de la Reconquista, en que los guerreros cristianos pedían la ayuda del apóstol para cerrar España, no era, en definitiva, sino la manifestación ritual, mágica incluso, de llevar adelante ese proyecto». «¿Qué proyecto?» —se pregunta Lázaro. En efecto, en la expresión no se habla de cerrar España, sino que se grita, invocándolo, ¡Santiago! y, a continuación, se exclama y cierra (ataca) —en imperativo—, España (vocativo) (con estructura parecida a la de ¡Un trago, y a correr, chicos!).
Los usos no canónicos del discurso repetido ponen siempre de relieve que el hablante ignora algo de la tradición idiomática que le es propia. Pero, por otra parte, suelen constituir también ejemplos interesantes de su creatividad, manifiesta en el reanálisis ya señalado.
La fraseología ocupa, sin duda, un lugar importante en toda lengua. La lengua estándar ha de recoger ese acervo idiomático con su valor canónico. El dominio de la fraseología le viene exigido al hablante en su condición de ser histórico, perteneciente a una comunidad idiomática que se ha creado a través del tiempo.
El llamado por F. Lázaro Carreter neoespañol (el español del último cuarto del siglo xx tal como es practicado, sobre todo, por los periodistas, los políticos, los estudiantes, y también por muchos profesores y escritores) se manifiesta como una lengua en ebullición (cf. Lorenzo, 19712), en la que llaman la atención especialmente los siguientes rasgos (tal como han sido rigurosa y certeramente analizados en El dardo en la palabra): la reducción del vocabulario (el empobrecimiento expresivo), el gusto por la afectación (manifiesto, por ejemplo, en el empleo de los elementos relacionantes complejos, en el abuso de giros perifrásticos o en la preferencia de ciertas palabras raras en lugar de otras más comunes y frecuentes), la desatención —o despreocupación— por la ejemplaridad normativa (descuido en la ortografía, mantenimiento de los hábitos de pronunciación local, dialectal, empleo impreciso —a mocosuena— del léxico, tendencia a la indistinción de registros, abuso de los tacos, etc.), la presión del neologismo, sobre todo la fuerte influencia del anglicismo, en especial en el vocabulario técnico, pero, aunque de forma más solapada, también en el común (y en muchos otros ámbitos de la actividad lingüística —en algunos actos de habla corteses y en la elección de los nombres propios, por ejemplo—), la innovación semántica por medio de eufemismos, particularmente en el terreno político, fenómeno este vinculado con la tendencia a las aserciones matizadas mediante partículas atenuadoras («es como muy simpático») o con el empleo de formas verbales elusivas del control de la verdad del mensaje (el condicional del rumor —«la salida sería a las 6»—), la tendencia a la des-jerarquización o a la igualación de las relaciones sociales por medio de la simplificación de los tratamientos (extensión del tuteo), la adopción automática, mimética, de expresiones que se difunden por los medios de comunicación, etc.
El análisis del neoespañol nos ha llevado a plantear la relación que presentan algunos de sus usos característicos con la lengua estándar o consagrada —o la norma lingüística—. Hemos tratado de distinguir los casos que atentan contra las reglas de construcción que rigen en la lengua, como técnica históricamente constituida, (incorrectos y no ejemplares), de los que implican una alteración del uso que parece preferido (no se les podría considerar incorrectos, sino no ejemplares por el momento), o de los que se juzgan inapropiados (no ejemplares en el ámbito pragmático de la norma estándar), etc. Hemos tratado de subrayar, por otra parte, la heterogeneidad de los principios que dan fundamento a dicha norma estándar, postulando que se trata de una forma lingüística ejemplar que ha de ser correcta, en el sentido de que ha de ajustarse a las reglas o principios de construcción de la técnica históricamente determinada que es la lengua, al tiempo que refleja una serie de operaciones selectivas que exigen, por supuesto, congruencia en el hablante, pero, además, también propiedad (lo que implica la necesidad de reglas de carácter pragmático); por otra parte, la configuración de la norma consagrada requiere igualmente acciones selectivas respecto de las diferencias diatópicas y diastráticas que se dan en la lengua histórica, y sobre los géneros discursivos o los estilos que se identifican en ella.
Somos conscientes de que el español, como lengua histórica, representa una tradición lingüística muy rica y compleja. Por eso se ha valorado muy positivamente en la presente ponencia la acción de la Real Academia Española y, sobre todo, la actividad concorde con las restantes Academias de la Lengua.
Finalmente, en el presente trabajo se ha subrayado el ser histórico del hablante, y la naturaleza cultural de las lenguas: es indiscutible que el hablante, en cuanto tal, está dotado de la facultad creadora del lenguaje, pero no debe pasarse por alto que actúa en el seno de una tradición idiomática, la cual se ha constituido históricamente. Por ello, en la educación de los jóvenes, la enseñanza de la gramática, sin duda, esencial, ha de ir en armonía con la de la literatura y con la de la historia de la lengua.