Los diccionarios contemporáneos del español y la normatividad Luis Fernando Lara
Director del Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México. México D. F. (México)

¿Por qué cree la gente en los diccionarios? ¿Por qué acude al diccionario no sólo para buscar información acerca de algo que ignora, sino para encontrar en él información verídica y correcta? Estas dos preguntas son centrales si queremos situar en su justa dimensión el papel que tienen los diccionarios en una comunidad lingüística moderna, como la nuestra. No dudo que muchos lectores de diccionarios y aun muchos lexicógrafos reaccionen con perplejidad a ellas y opten por considerarlas insulsas. Pero no lo son. Este uso de los diccionarios es uno de sus fundamentos; aquél que los vuelve partes integrantes de la vida social y que hace de la lexicografía uno de los dominios de la lingüística en donde la relación entre la lengua y la sociedad se manifiesta siempre de manera crítica, pues la expectativa de veracidad y corrección es más exigente para un diccionario que, incluso, para una obra científica, con todo y que de ésta se dé por sentado su compromiso con la verdad.

¿De qué verdad tratan los diccionarios? No en primer lugar de la que surge de la correspondencia entre un hecho o un fenómeno y su descripción exacta o su explicación y su predicción, que es el caso del tratado científico y de las enciclopedias, que en ese sentido son summas del conocimiento científico adquirido en una época determinada ,1 sino ante todo de la que se funda en la inteligibilidad pública, es decir, de la que se precipita desde la manifestación verbal de las experiencias individuales de la vida hacia la socialización de esas experiencias, que entran en circulación para toda la comunidad lingüística; la verdad social, que se origina en la experiencia y el conocimiento pero se interpreta en la comunicación verbal, en la tradición y en la cultura. Pues lo que transmite el diccionario no es sólo la experiencia verificable de un hecho o de un acontecimiento, sino además esa experiencia manifiesta y valorada en una tradición verbal, en una lengua histórica, en una cultura. La veracidad de los diccionarios se funda entonces en su capacidad para analizar y formular con precisión, concisión y validez social el significado de los vocablos y el uso de esos vocablos en la comunidad lingüística. En esa medida es tan importante para el diccionario la verdad del significado como la valoración social del uso del vocablo.

En este artículo me ocuparé de la cuestión de la validez social de los diccionarios, que ya traté, en general, en mi libro referido antes, pero ahora lo haré en relación con la lexicografía hispánica contemporánea. La validez de los diccionarios contemporáneos de la lengua española está entrando en crisis, debido a una serie de cambios que se han venido produciendo en nuestras sociedades y en sus respectivos agentes normativos, como efecto lógico de acontecimientos históricos internos y externos a ellas.

La historia de los diccionarios de la lengua española ha estado determinada, hasta ahora, por la actividad de la Real Academia Española .2 Debido a la manera en que la Academia adquirió su papel de principal agente normativo en todo el mundo hispánico,3 todos los diccionarios que se han escrito hasta épocas recientes, tanto los integrales españoles como los diferenciales peninsulares y americanos, han derivado su validez de los diccionarios académicos. Se puede analizar esa validez en tres aspectos: el origen y el manejo de los documentos que permiten establecer las nomenclaturas de los diccionarios, proceder a las inserciones posteriores de vocablos en la nomenclatura y realizar el análisis lingüístico (ortográfico, gramatical y semántico); la manera en que hacen el análisis semántico de los vocablos, elaboran sus definiciones y ordenan sus acepciones; y el carácter normativo con que se componen las nomenclaturas, las marcas de uso y los comentarios de corrección.

Quizá se pueda sostener la idea de que el único acervo original de documentos en la lexicografía hispánica ha sido, hasta hace casi treinta años, el de la Academia Española;4 y este acervo descansa, sobre todo, en el que recogió para la elaboración de su primer diccionario, llamado de Autoridades.5 De entonces para acá la Real Academia ha venido acrecentando su acervo de vocablos, con la ayuda de las Academias hispanoamericanas. En cambio, los diccionarios que han venido publicando diferentes casas editoriales en España y en Francia desde el siglo xix no parecen haber acopiado información original por sí mismos, sino que han seguido los procedimientos acostumbrados de refundición6 de los datos que ofrecen los diccionarios académicos. Así, sobre la base de la nomenclatura y las definiciones académicas, estos otros diccionarios se limitan a reunir algunos cientos de voces nuevas, hacer correcciones, simplificar definiciones y combinar de diversas maneras y para diferentes fines los vocablos que les interesan, sin que se conozcan sus criterios y sus métodos, ni mucho menos se sepa de la existencia de algún corpus sistemático de datos.

Mientras que el diccionario de la Academia reinó soberano sobre la idea de la lengua de las sociedades hispanohablantes, sus defectos de acopio de vocablos (defectos que sufren todos los diccionarios, por naturaleza) se explicaban por la estrecha prescriptividad que se ha reconocido siempre a la Academia Española. Un vocablo faltante en su nomenclatura no se consideraba un defecto de documentación, sino una decisión de la Academia, para no aceptar voces que no contribuyeran a poner en práctica su lema de «limpiar, fijar y dar esplendor a la lengua». Como en la mayor parte de los casos se trataba de extranjerismos, de voces dialectales, de voces populares no castellanas o de términos técnicos, es muy probable que, en efecto, la Real Academia haya tomado muchas veces la decisión de no incluirlos en su diccionario, a pesar de contar con datos suficientes de su existencia, pues al fin y al cabo su orientación a la lengua literaria lo hizo, desde un principio, un diccionario selectivo. Eso facilitaba que los diccionarios de las editoriales comerciales se desmarcaran de él y reclamaran como virtud propia y suficiente motivo de venta el incluir en sus nomenclaturas voces no consideradas o todavía no aceptadas por la Academia. Los diccionarios de regionalismos, por su parte, de carácter diferencial, dependían siempre de la comprobación de que los vocablos incluidos en ellos no aparecieran en el diccionario académico.7

La filología decimonónica influyó sobre la lexicografía de manera importante precisamente en el acopio de datos. Se exigía fidelidad a los textos, búsqueda de datos preciosos para la reconstrucción histórica de los vocablos, documentación exhaustiva, independientemente de su calidad literaria y, en cambio, desestimación de todo criterio normativo. El New English Dictionary o Diccionario de Oxford, el mejor ejemplo de esa lexicografía filológica, hizo pasar a segundo plano en su comunidad lingüística el criterio normativo; éste tuvo que ser tomado por otros diccionarios y por otros agentes sociales.8 En la historia de la lexicografía española, esa influencia se manifiesta en el proyecto del nuevo diccionario histórico de la Academia Española, de Julio Casares.9

El «principio filológico», como llama Alain Rey al método preconizado por los diccionarios históricos, pone en evidencia la limitación de los criterios normativos y muchas veces puristas con que se han elaborado los diccionarios académicos. Se puede suponer que, desde el momento en que se dio comienzo a los trabajos del diccionario histórico en la Academia, la actividad lexicográfica de esta institución se repartió entre dos clases de diccionarios, elaborados para dos finalidades diferentes: la histórico-filológica y la inmediata social-normativa: el diccionario histórico, planeado de acuerdo con el «principio filológico», y el muchas veces llamado «vulgar», con su carácter normativo tradicional; el llamado Diccionario manual, caracterizado por su mayor flexibilidad en la inclusión de palabras todavía no aceptadas por la Academia y, en ese sentido una especie de diccionario provisional (aunque su composición distinta lo convirtió en un valioso instrumento de trabajo) forma parte de la misma finalidad social-normativa. El «principio filológico» no alteraba, de esa manera, la tradición normativa de la Academia, y, al mismo tiempo, la Academia reconocía cierto valor al puro registro lexicográfico.

Pero la influencia posterior de la lingüística moderna y sus objetivos descriptivistas y sincronicistas no tardó mucho en hacerse notar. De la lingüística surge la necesidad de formar grandes corpus de datos, que provean a la lexicografía con material actual, vasto y representativo de un estado de lengua determinado, ya no guiado por el interés histórico, sino por el de la pura descripción del estado de la lengua.10

La necesidad de trabajar con corpus se sentía más en América que en España, no sólo por la influencia de la lingüística, sino sobre todo debido al papel que ha tenido la lexicografía del regionalismo en nuestro continente y al carácter secundario que la Real Academia le ha dado históricamente a las variedades americanas del español. Los diccionarios de regionalismos, aun cuando se redactaban para censurar barbarismos, vulgarismos y solecismos desde mediados del siglo xix hasta el último cuarto del xx, respondían también al deseo inconfeso de encontrar en un diccionario palabras queridas de cada región española o hispanoamericana, sin alterar el predominio documental y normativo del diccionario académico. Pero a base de diccionarios de regionalismos no es posible pretender que se reconoce toda la lengua de una región (por ejemplo, de un Estado nacional como México). En primer lugar, porque las voces realmente usuales en cada región no son sus regionalismos, que son voces marginadas por su proveniencia (los amerindianismos, los africanismos, por ejemplo), por el ámbito natural que nombran (nombres de plantas y de animales) o por su uso (voces populares, coloquiales, groseras, etc.). Por el contrario, el español usado en cada región comparte con todas las demás un gran conjunto de voces de la lengua histórica, sólo que, debido precisamente al predominio normativo y selectivo de los diccionarios académicos, nunca se ha podido comprobar cuánto hay en común entre todas las regiones hispánicas, cuánto han variado a partir del núcleo común, y en qué ámbitos de la lengua se hace más intensa la variación. Por eso a base de una selección aleatoria y muchas veces caprichosa de vocablos, hecha por un conjunto de individuos amantes de la lengua de su tierra (por ejemplo, los miembros de las Academias correspondientes o los redactores lexicográficos de una editorial), generalmente refundiendo datos de pequeños diccionarios o de listas de palabras recogidas de cualquier manera, y mediante comparaciones mecánicas entre sus datos y los diccionarios académicos no es posible ofrecer un registro representativo suficiente de la variedad regional en cuestión. En segundo lugar, porque todavía no hay suficientes acopios documentales sistemáticos que permitan comparar los usos regionales entre sí, o un gran diccionario del español peninsular que atienda por completo a sus diferentes regiones y, en consecuencia, pueda servir de medio de comparación con los usos de otras regiones.11

Por eso la necesidad de trabajar con corpus extensos de datos se ha generalizado en los últimos treinta años, aunque desgraciada y paradójicamente todavía no en la mayor parte de Hispanoamérica.12 Gracias a esa necesidad hay ahora varios corpus del español como los citados antes en notas. Los integrantes del equipo lexicográfico del Diccionario del español de México fuimos los primeros en trabajar con un gran corpus de datos lingüísticos para elaborar un diccionario contemporáneo. Nuestro Corpus del español mexicano contemporáneo (1921-1974) se construyó en 1974 para poder reconocer, de manera integral, el español de México.

El corpus de datos es el único acervo capaz de nutrir a la lexicografía con suficientes vocablos que compongan una nomenclatura basada en la realidad social de la lengua; sirve también para hacer estudios cuantitativos de frecuencia de uso y de dispersión geográfica y social de los vocablos, que lleven a una determinación apegada a la realidad de las marcas de uso de las palabras; dota al análisis semántico de contextos suficientes para desentrañar los significados de las voces y provee al lexicógrafo de ejemplos reales para ilustrar el uso de los vocablos. En la situación en que se encuentra actualmente nuestro conocimiento de la variedad hispánica, sólo el trabajo con corpus bien construidos13 nos permite identificar las voces que son comunes a todas las variedades y las que se restringen a solamente algunas regiones. Precisamente la limitación regionalista de la lexicografía hispanoamericana, combinada con el predominio normativo del diccionario académico, han sido los causantes del desconocimiento de la verdadera riqueza y de las dimensiones de la variedad de la lengua española en el mundo hispánico. Sólo cuando conociéramos con suficiente precisión el vocabulario real de todas las regiones hispánicas podríamos pretender que conocemos el léxico de la lengua española en su totalidad. En cambio, las viejas costumbres lexicográficas de refundir materiales previos, acopiar palabras según las capacidades individuales de los equipos lexicográficos, y desdeñar la consideración seria, bien documentada y objetiva de las variedades del español contemporáneo, como sucede con muchos diccionarios comerciales, por ejemplo, con la segunda edición del Diccionario de uso del español de la Editorial Gredos —el nuevo Moliner— están poniendo en crisis la validez de esos diccionarios para el conjunto de los hispanohablantes no españoles en el mundo.

Pues las sociedades hispánicas contemporáneas tienen ahora mayor conciencia de sus propias características; sienten mayor justificación para exigir diccionarios ajustados a su realidad lingüística y conocen los productos lexicográficos con que cuentan otras grandes comunidades de lengua, en particular la inglesa y la francesa. Cuando la Editorial Aguilar vende en Hispanoamérica el Diccionario del español actual de Manuel Seco como si fuera un diccionario de toda la lengua española, en vez de reconocer, como lo hace su autor, que es un diccionario del español peninsular, no sólo engaña a sus compradores, sino los desorienta e induce conflictos normativos entre sus lectores menos educados. Este diccionario, sin embargo, tiene un sólido sustento documental, por lo que, considerado en lo que sí contiene, es sin duda una importante contribución al conocimiento del español contemporáneo peninsular; el nuevo Moliner, en cambio, sin un sustento reconocible, es cada día menos válido como diccionario de toda la lengua española.

Si era una costumbre de la lexicografía hispánica incluir en los diccionarios voces que la Academia de la lengua no aceptaba todavía, sus autores lo hacían señalándolo, lo que era un reconocimiento explícito a la autoridad normativa de la Academia; en los diccionarios más recientes, ese reconocimiento tiende a desaparecer. Por un lado, debido al hecho saludable, de que la sociedad española se está desembarazando de muchas actitudes autoritarias y tiende a aceptar muchas voces ella misma, sin la intervención de la Academia; por otro, debido al paso que han dado sus lexicógrafos en dirección a una posición descriptiva y no normativa en la elaboración de diccionarios. Pero una actitud descriptiva comienza por asegurarse de la calidad y la extensión de los datos de que se dispone; de otra manera, el diccionario se convierte en un conglomerado de informaciones de diversa calidad, de límites imprecisos y de confusión en el tratamiento de los vocablos. El paso de la lexicografía normativa a la descriptiva requiere garantizar la calidad de los datos descriptivos y una comprensión más cuidadosa de los fenómenos normativos en el mundo hispánico, que apenas se ha dado.

La normatividad es un elemento inherente a la vida de las lenguas. Una cosa es la reducción científica que opera la lingüística, para despejar la complejidad real de los elementos de la lengua y poder descubrir cómo es su sistema lingüístico sin que intervengan las normas (una reducción necesaria y legítima), y otra cosa es que la normatividad existe y es imprescindible para que la lengua cumpla su papel de comunicar a sus miembros, urdir sus redes sociales y ofrecer un horizonte de inteligibilidad al conocimiento.

Como he señalado en otros trabajos, interpreto la normatividad hispánica a partir, por lo menos, de dos valores compartidos por todas nuestras comunidades: el de la unidad de la lengua y el del reconocimiento de las tradiciones verbales populares14 El primer valor se ha manifestado desde Nebrija hasta ahora, tanto en España como en Hispanoamérica y es el que funda la capacidad normativa de la Academia Española (así como la validez panhispánica de los otros grandes diccionarios elaborados en España); el segundo se observa desde la narrativa de los Siglos de Oro y la manera en que el Diccionario de Autoridades recoge voces populares, e incluso de germanía, hasta la más reciente novelística hispánica. Si el valor de la unidad de la lengua no sobreviviera, no estaríamos ahora hablando de lexicografía hispánica, sino que ésta se habría fragmentado en muchas lexicografías, basadas en valores etnocéntricos o rígidamente nacionalistas. Si el valor de las tradiciones populares no se hubiera conservado, los lectores del Diccionario del español usual en México15 no se reunirían en grupos diversos para festejar la manera en que este diccionario recoge las tradiciones verbales populares mexicanas.

De esos dos valores se derivan dos clases de normas: las que buscan conservar la inteligibilidad mutua de todos los hispanohablantes y las que aprecian la lengua popular de cada región hispánica, cada día más contrarias al estrecho casticismo y a la selección orientada sólo a la lengua de la Península, que practicaba la lexicografía tradicional (que, hasta ahora, son las que han dado mayor validez al trabajo que realizamos en México).

La actividad lexicográfica de la Real Academia ha logrado, a lo largo de los siglos, instaurar un vocabulario culto, de origen sobre todo literario, cuyo uso forma parte de todas las variedades regionales del español. En cambio, ha sido errática y por ello azarosa en su registro de voces coloquiales y populares en todo el mundo hispánico; de allí proviene la validez de la lexicografía regionalista. A la lengua culta pertenecen también los vocablos científicos y técnicos, de acuerdo con las tesis del Círculo de Praga, que siguen ofreciendo los criterios más adecuados para comprender ese nivel de uso de las lenguas.16 Sin embargo, la idea de la lengua que predomina en nuestras comunidades lingüísticas es tan exclusivamente literaria que desdeña las voces científicas y técnicas, lo cual se ha venido convirtiendo en un problema cada día más grave de la lexicografía hispánica y de los hispanohablantes, que no encuentran las suficientes obras de consulta que les ayuden a seguir el paso de la civilización contemporánea.

Por debajo de esos dos valores hispánicos se agrupan valores secundarios, definidos por cada sociedad hispánica. Así por ejemplo, un valor mexicano es el aprecio de las voces amerindias que han entrado a formar parte de su español.17 De ellos se producen normas, hasta ahora sólo implícitas y tendenciales, como la del respeto de la ortografía de los amerindianismos en relación con sus rasgos fonológicos reconstruidos por la filología y la lingüística.

La Real Academia está cambiando y reconoce, aunque no lo haga explícito con claridad, que sus diccionarios deben ampliar sus criterios de selección del vocabulario, de acuerdo con las demandas de la comunidad hispánica, insertando en su diccionario cada día más voces técnicas y científicas, y más voces regionales, documentadas por las Academias correspondientes. Sin embargo, no se advierte todavía una consideración profunda del carácter actual de la normatividad hispánica, que le ayude a modernizarse sin caer en el registro aleatorio de voces, en deslizamientos sincronicistas que hagan desaparecer de su diccionario voces antiguas o desusadas, en la incorporación unilateral de voces científicas y técnicas de uso sólo peninsular y en la incorporación poco informada de voces regionales provenientes de las Academias correspondientes.18 El diccionario de la Academia ha sido siempre pancrónico y selectivo. A lo largo de dos y medio siglos ha venido sumando voces a las que aparecieron en su primera edición, la de Autoridades. En tanto no se publique el diccionario histórico, aquél es el único registro público de muchas voces que hoy están en desuso, pero que forman parte de la tradición y de la cultura léxica hispánica.19 A la vez, su selectividad ha sido la muestra más patente de su normatividad. A pesar de eso, a veces parece que algunos académicos preferirían hacer de este diccionario una obra dedicada únicamente al vocabulario en uso, es decir, convertirlo en un diccionario sincrónico y descriptivo. Modificarlo de esa manera conlleva un riesgo, que consiste en poner en crisis su tradición normativa, sin que se pueda prever cuál será el resultado en diferentes sociedades hispánicas acostumbradas a ella. Recuérdese la conmoción que causó en los Estados Unidos de América la conversión del diccionario Merriam-Webster, en 1961, en una obra descriptiva, que abandonó muchas de sus marcas normativas de uso. ¿No sería mejor hacer un diccionario totalmente nuevo, con características diferentes, más acordes con los métodos de la lexicografía contemporánea, en vez de desvirtuar la composición tradicional del diccionario académico y desorientar a muchos de sus lectores? La Academia bien podría sostener, junto a su diccionario normativo, uno descriptivo, semejante al que está preparando el Institut d'Estudis Catalans para el catalán.

Los diccionarios comerciales de las grandes casas editoriales españolas, que ya compiten con los diccionarios académicos, tampoco han querido darse cuenta de que necesitan mejorar mucho sus datos y tomar en cuenta las variedades hispánicas en su conjunto, si desean seguir publicando diccionarios de validez general. Hasta ahora, su inclusión de voces científicas y técnicas, coloquiales, populares y regionales de España e Hispanoamérica descuida tanto las normas que rigen la lengua culta, como la realidad lingüística general, con lo que están comenzando a ofrecer diccionarios de la lengua española sesgados, limitados y parciales. Algunos de ellos parecen creer que el español americano es una unidad, que se puede tratar fácil y simplemente mediante suplementos.

Hispanoamérica todavía no se decide a componer diccionarios integrales del español en cada región (por ejemplo, la centroamericana) o en cada país. No parece haber duda de que el método del diccionario integral por regiones o por países es más eficaz en cuanto a la capacidad de recoger datos con suficiente representatividad y exhaustividad, que hacerlo desde un solo lugar y abarcando todo el mundo hispánico. Es más fácil documentar la lengua española en veintiun diccionarios integrales, como el Diccionario del español de México, que en uno solo, para cuya elaboración se necesitarían decenas de encuestadores, documentalistas y lexicógrafos, reclutados en todo el mundo hispánico. El diccionario integral por regiones también tiene que cuidar su papel normativo, pues se le pondera en relación con la posición que toma respecto de la Real Academia y con las normas de corrección vigentes en cada región.

Los diccionarios de regionalismos, en cambio, tienen diferente papel social: nadie espera de ellos que propongan una normatividad sino, por el contrario, que su capacidad para recoger lo peculiar de cada región contradiga la selectividad académica. Por otro lado, los diccionarios de regionalismos no se miden en relación con el valor de la unidad de la lengua, sino con el del aprecio de la lengua popular.20 Cuando optan por el método contrastivo, como en los casos de los diccionarios de Augsburgo, su función es más de carácter científico, histórico y de apoyo a la traducción, que extensamente social.21

Hoy en día hay varios agentes normativos en el mundo hispánico, capaces de competir con la normatividad académica: la prensa, con sus manuales de estilo; la televisión internacional, dominada por criterios yanquis y el espontaneísmo de los hispanohablantes nacidos o avecindados en los Estados Unidos de América; los ministerios de educación de cada país; la radio, con la fuerza que da la lengua hablada, siempre más apegada a la realidad cotidiana que la lengua escrita; y los diccionarios. En todos los casos su acción sobre la lengua tiene efectos normativos. Por su valor simbólico, los diccionarios podrían seguir siendo los principales agentes normativos del mundo hispánico. Como señalé en otro artículo,22 a pesar de los defectos que le hemos censurado durante más de un siglo a la Real Academia, hoy es ya una institución de la sociedad y no una institución gubernamental, lo que le da legitimidad, precisamente en el momento en que, con diferentes pretextos, la ideología del neoliberalismo y la coartada de la globalización con que oculta el predominio del capitalismo salvaje y el darwinismo social está dispuesta a imponer no sólo sus reglas a las lenguas (el caso de la eñe, hace pocos años), sino las lenguas a los pueblos (el caso de la imposición del inglés como lengua exclusiva de la ciencia, la tecnología y el comercio)

Como la Real Academia, las grandes casas editoriales que publican diccionarios y las universidades e institutos de investigación que elaboran diccionarios, deberían hacerse cargo de la responsabilidad social que les corresponde, asegurando la calidad de su información y buscando, con una comprensión adecuada y profunda de la normatividad hispánica, la legitimidad social que pueden ganar frente a las sociedades hispánicas.

Quedan por tratar varios aspectos más de la normatividad en lexicografía, como el de la consideración de los dialectos en relación con la lealtad que sientan por ellos sus hablantes, el del reconocimiento posible de normas dialectales, el de las marcas de nivel de uso, que tienden a mezclar normas lingüísticas con normas morales, el de la posibilidad de elaborar nuevos diccionarios de autoridades, etc. Pero la extensión de este artículo ya no me permite hacerlo. La validez social de los diccionarios, como espero haber mostrado, es un tema que debe explorar bien la lexicografía hispánica contemporánea.

Notas

  • 1. Entre muchas otras, ésta es una más de las diferencias entre enciclopedias y diccionarios. Cf. mi libro Teoría del diccionario monolingüe, El Colegio de México, 1997.Volver
  • 2. Hace falta una historia crítica de los diccionarios españoles, en particular, además de los americanos, y una historia metódica de la lexicografía hispánica. Separo ambas historias porque corresponden a objetos de estudio diferentes: los diccionarios, como objetos verbales recibidos por las sociedades hispánicas en diferentes momentos de sus historias y de la cultura, y los métodos con que se han elaborado; la lexicografía hispánica, determinada por la práctica académica y la influencia tanto de la formación de los mercados para los diccionarios, como de las lexicografías de otras lenguas, en especial de la francesa.Volver
  • 3. Un tema que forma parte de esa deseada historia crítica de los diccionarios hispánicos, en este caso referida a la vida social española durante el siglo xviii y a partir de la aparición del Diccionario de Autoridades, y a la vida social hispanoamericana, a partir de la aparición de las primeras listas diferenciales de vocablos usados en América.Volver
  • 4. Nuestro Corpus del español mexicano contemporáneo (1921-1974), que es la base documental del Diccionario del español de México, se formó en los años 1973-74.Volver
  • 5. El Corpus diacrónico del español (CORDE) que ha puesto recientemente la Academia a disposición del público parte de ese acervo originario; el Corpus de referencia del español actual (CREA), en cambio, es un acervo moderno, elaborado con criterios muy diferentes de como se hizo en el pasado. Criterios, por cierto, muy cuestionables, que no trataré ahora.Volver
  • 6. Se podría hablar también de plagio; sin embargo, el plagio ha sido una costumbre en la lexicografía mundial y no se le censura como cuando se trata de obras de un autor determinado. Pues aunque todos los diccionarios tienen autor, su materia es el acervo social del léxico y el significado que explicitan es el que ha adquirido cuño social. Quizá por eso los autores de los diccionarios siempre pasan al segundo plano, incluso cuando inauguran una tradición lexicográfica o imponen un estilo lexicográfico, como en los casos de María Moliner, Pierre Larousse o Noah Webster. Se puede demostrar que cada uno de estos autores copió definiciones de diccionarios precedentes, y cada uno de ellos ha sido objeto de copia por los posteriores. Por eso se habla en lexicografía de «refundiciones», como cuando se trata de obras de la tradición literaria, rehechas o incorporadas a otras más modernas. Es que el diccionario es una obra de la sociedad, para la cual sus autores son solamente los instrumentos de su elaboración concreta.Volver
  • 7. Cf. Luis Fernando Lara, «La cuestión de la norma en el Diccionario del español de México», en Dimensiones de la lexicografía. A propósito del Diccionario del español de México, El Colegio de México, México, 1990, pp. 157-194.Volver
  • 8. Al respecto, véase el primer capítulo de mi libro antes mencionado.Volver
  • 9. Véase su Introducción a la lexicografía moderna, Madrid, Revista de Filología Española, anejo LII, 1950, especialmente la cuarta parte.Volver
  • 10. Aunque al hablar de corpus de datos tendemos a entender que se trata de grandes conjuntos de textos reunidos con la ayuda de una computadora y manejados mediante sistemas de bases de datos automatizadas, hay que considerar que también son buenos corpus los que se forman mediante resultados de encuestas bien planeadas, de acuerdo con los objetivos de representatividad y riqueza descriptiva.Volver
  • 11. El Diccionario del español actual, dirigido por Manuel Seco y publicado por Aguilar en 1999 toma como corpus la prensa española de la posguerra, pero no considera la lengua hablada, y aunque recoge muchas voces regionales, no identifica los lugares o las regiones en que se usan.Volver
  • 12. Considérese el Corpus del español de Chile, construido por Leopoldo Sáez Godoy y el proyecto de Carlos Coello para hacer lo mismo en Bolivia.Volver
  • 13. No me es posible extenderme en este artículo a tratar la manera de construir un corpus que sea útil a las necesidades de la lexicografía. Sólo quiero señalar que no se trata simplemente de reunir decenas de millones de unidades gráficas, acumuladas de cualquier manera, aprovechando la capacidad que tienen las computadoras electrónicas. Sobre el modo en que se estructuró el Corpus del español mexicano contemporáneo véase L. F. Lara, R. Ham e I. García Hidalgo, Investigaciones lingüísticas en lexicografía, El Colegio de México, México, 1980 y el ya citado Dimensiones de la lexicografía, pero se puede agregar mucho más, teniendo en cuenta los otros corpus que se han creado posteriormente para documentar la lengua española.Volver
  • 14. Véase «Normas lingüísticas: pluralidad y jerarquía», Español actual, 71 (1999), 13-20 y «Lengua histórica y normatividad», en prensa, así como «Por una redefinición de la lexicografía hispánica», NRFH, 44,2 (1996), 345-364, y «El Diccionario del español de México como vocabulario dialectal», en Ahumada, I. (ed.), Vocabularios dialectales. Revisión crítica y perspectivas, Universidad de Jaén, Jaén, 1996, pp. 15-29.Volver
  • 15. Este diccionario es una versión pequeña del Diccionario del español de México y está basado en el Corpus del español mexicano contemporáneo antes mencionado. Su nomenclatura se determinó a partir del estudio cuantitativo de los vocablos de uso más frecuente y mejor dispersos en la República Mexicana. Se publicó en 1996, en El Colegio de México.Volver
  • 16. Cf. Paul Garvin, «The standard language problem: concepts and methods», en D. H. Hymes (ed.), Language in Culture and Society, A reader in Linguistics and Anthropology, Harper and Row, New York, 1964, pp. 521-528 y J. Vachek (ed.), A Prague School Reader in Linguistics, Indiana University Press, Bloomington, 1967.Volver
  • 17. Entre los estudios que hacen falta está el de los valores que dan vida a las normas de cada región o de cada país hispánico.Volver
  • 18. A este respecto, un solo ejemplo: la inserción de la voz chilango como gentilicio de los nacidos en la ciudad de México, que causó conmoción y fuertes protestas en México cuando se la oficializó en la nueva Ortografía de la Real Academia, aunque ya estaba incluida así desde la edición del DRAE de 1992. El carácter de gentilicio a una voz, en realidad, peyorativa ¿le fue dado por la Academia Mexicana?Volver
  • 19. Naturalmente, se puede suponer que esas voces no desaparecerían realmente, mientras se conservaran en el acervo académico, o se pudieran consultar en el disco compacto que está ofreciendo la Academia con todas las ediciones de sus diccionarios. La composición tradicional del diccionario cambiaría radicalmente y no se puede prever cuál sería la reacción de muchos lectores, que prefieren no usar medios electrónicos.Volver
  • 20. Véase en especial el Diccionario ejemplificado de chilenismos, de Félix Morales Pettorino y Oscar Quiroz Rojas, Universidad de Chile, Santiago, 1983.Volver
  • 21. He ahí otro enojoso caso de engaño al público: La serie de obras del Nuevo diccionario de americanismos, dirigida por Günther Haensch y Reinhold Werner, había publicado sus diccionarios diferenciales y contrastivos de colombianismos, uruguayismos y argentinismos como tales, en colaboración con el Instituto Caro y Cuervo. Por alguna razón, el convenio se deshizo y la serie pasó a la editorial Gredos, sólo que ahora se llaman, falsamente, Diccionario del español de Cuba, de Argentina, etc. como si fueran diccionarios integrales equivalentes al Diccionario del español de México. Y aunque el nombre general del proyecto ha cambiado al de Diccionarios contrastivos del español de América, puede uno estar seguro de que sus lectores se sentirán confundidos.Volver
  • 22. «La nueva Ortografía de la Academia y su papel normativo», NRFH, 48,1 (2000), 1-23.Volver