Isaac Goldemberg

Lección 5: «Los pronombres reflexivos»Isaac Goldemberg
Instituto Eugenio María de Hostos Community College de CUNY. Nueva York (Estados Unidos)

A escasos 15 minutos de la isla de Manhattan, en un guetto conocido como Little Jerusalem —‘la pequeña Jerusalén’—, un escritor peruano-judío escribe una novela. El escenario principal de la trama es Nueva York (ciudad en la cual el escritor lleva más de veinte años), pero la acción abarca también otros espacios: Perú, México, República Dominicana, Israel, Argentina, Colombia, Puerto Rico y algunas ciudades de Estados Unidos, como Miami y Los Ángeles. La novela narra dos historias paralelas: la del propio escritor —Daniel Katz— y la de su medio hermano —Ángel de la Cruz—, que ha viajado de Lima a Nueva York para convertirse al judaísmo. Novelista de día domingo, Daniel Katz es —a sus cuarenta años— un Junior Executive de Publicity Plus, una de las agencias publicitarias más importantes de Madison Avenue.

Al comenzar la novela, a Daniel le han encomendado la dirección de la campaña publicitaria más importante de su carrera: limpiar la imagen del líder palestino Yasser Arafat con la finalidad de ganar adeptos, especialmente entre los judíos, para la creación de un estado palestino. Ángel, por su parte, es historiador. Ha viajado a Nueva York con dos objetivos: pedirle a su medio hermano que le consiga un rabino dispuesto a convertirlo al judaísmo, y probar que tanto Cristóbal Colón como César Vallejo fueron judíos. Investigador incansable y poseedor de un talento analítico comparable al de un Sherlock Holmes o al de un Sigmund Freud, Ángel está convencido de que en la Jewish Division de la Biblioteca Pública de la Quinta Avenida y Calle 42, yacen pruebas irrefutables de que Colón era judío. Su tesis es sencilla: el Gran Almirante descendía de sefarditas conversos —y quizá criptojudíos— que huyeron de España durante las persecuciones de 1391. Ésta, pues, sería la pieza que otorgaría pleno sentido al rompecabezas de su misteriosa vida y que explicaría muchas interrogantes sin respuesta. Por ejemplo: por qué no llevó un sacerdote católico en su primer viaje, por qué su primera carta de relación después del Descubrimiento no fue para los Reyes Católicos —como era de esperarse— sino para Santangel, banquero judío converso cercano a la Corte y con cuyo apoyo financiero se costeó la expedición.

Si su obsesión por probar la judeidad de Cristóbal Colón está alentada por el hecho de llevar el mismo apellido que el Gran Almirante, ya que por vía materna Ángel y Daniel apellidan Colón, su obsesión por desenterrar las raíces judías de Vallejo está insuflada por fuelles distintos. En primer lugar, por el de la fuerza telúrica: al igual que Vallejo, Ángel es mestizo —de rasgos marcadamente andinos— y oriundo de Santiago de Chuco. Además, subraya Ángel, no es nada casual que el segundo nombre de Vallejo sea Abraham y que sus dos abuelos hayan sido sacerdotes católicos. Crónicas, testimonios y diversos documentos históricos presentan pruebas fehacientes de que a lo largo de su historia, la iglesia católica latinoamericana ha albergado en su seno a un gran número de curas descendientes de judíos conversos. Por otra parte, la irrefutable evidencia del ancestro judío de Vallejo se encuentra, según Ángel, en su misma vida y obra: siempre lo acompañó una sed religiosa a modo de los profetas bíblicos, en intimidad con un Dios vivo, y no con un Dios dogma; siempre anidó un pensamiento político que privilegia el amor al prójimo, la justicia social, el sufrimiento redentor del inocente, la esperanza apocalíptica encarnada en el Mesías. ¿Y cuáles son las «cualidades típicas» judías que revela su obra? Según Ángel: el amor al pueblo; el deseo de asumir toda la cultura universal; el gusto por las alusiones bíblicas, la importancia asumida al simbolismo numérico, con ecos de la Cábala; and last, but not least, la concepción de Jesús como heredero fidedigno de los profetas bíblicos. Ahora bien, la prueba decisiva que Ángel necesita —la carta genealógica materna de uno de sus abuelos curas—, yace en una de las salas cavernosas de la Jewish Division de la Bilioteca Pública de New York, en Manhattan.

Por su parte, el escritor no ha decidido todavía que título darle a su novela. En su mente batallan dos: A Dios al Perú y La gran telenovela de América latina. Como ya tiene contrato para que la novela se publique en inglés, le preocupa cómo se traducirá el título. Podrían confundir A Dios al Perú con una despedida, siendo una salutación, y traducirlo como Goodby Peru. Por otro lado, To God To Peru, no conserva el doble sentido del español. ¿Qué hacer entonces? ¿Sacrificar la traducción al inglés? ¿Ser fiel a la versión en castellano? El otro título, La gran telenovela de América latina, sí puede vertirse sin mayores obstáculos al inglés: The Great Soap Opera of Latino America, es decir de una América latinizada; por eso la palabra latina después de América, está en letra minúscula. Sabe, sin embargo, que una telenovela no es lo mismo que «un soap opera». ¿Por qué no llamarla entonces The Great Telenovela of Latino America? ¿Y por qué no La Gran Soap Opera of Latino America? En ese momento, el escritor se percata de que su novela es también una novela acerca del idioma, mejor dicho de los idiomas en que la está escribiendo: inglés, un poco de judezmo, de idish, algo de quechua, de hebreo y algunas variantes del castellano americano. Escribe, además, en un español neoyorquino, plagado de anglicismos y de espanglish. Sabe que la pureza de la lengua se perdió hace rato, como se ha ido perdiendo también la pureza de sangre.

El escritor escribe, pues, en las lenguas del exilio. Desde el día que comenzó a vivir en medio de una realidad que se nombraba de otro modo, las lenguas del exilio fueron imponiéndole otra manera de nombrar las cosas y a él mismo. Tuvo que aceptar otra historia nominal, y dejar también que esos nuevos lenguajes, sobre todo el inglés, lo ocuparan y lo colonizaran («siempre la lengua fue compañera del imperio», diría Antonio de Nebrija). Recuerda que comenzó por el «¿cómo se dice aquí?» y al tiempo se encontró pensando «¿cómo se decía allá?». El escritor vio que el lenguaje de aquí no servía para seguir nombrando la realidad de allá y que el lenguaje de allá tampoco servía para nombrar la realidad de aquí. Por eso escribe en las lenguas del exilio, desde esa nueva patria colectiva del habla que están fundando los latinos en Estados Unidos. Pero sabe que fundar una patria colectiva del habla implica poner distancia entre lo viejo y lo nuevo, entre las tierras de expulsión y la nueva tierra prometida. Land, en inglés, no es tierra en el idioma que traen consigo. Esa tierra, la nueva, se irá haciendo más cercana. Pero para ello hay que fundar un idioma. Un idioma —puede ser el castellano, el inglés o esa criatura híbrida llamada espanglish— que exprese la experiencia colectiva de los latinos en USA; que sirva para afirmar un origen y consentir las lecturas de viejos / nuevos enfrentamientos relacionados con los problemas de identidad, adaptación, integración y asimilación a una cultura diferente; que sirva para expresar las aspiraciones y la reconstruccion del pasado. Un idioma que se extienda como un puente desde el pasado hacia las proyecciones de los futuros, que les sirva de espejo para verse ellos mismos y para ver al otro.

Porque si algo quiere el escritor es que La gran telenovela de América latina sea un reflejo del esfuerzo de autointerpretación en que se halla empeñada la comunidad latina de los Estados Unidos. Lo asiste en su misión el convencimiento de que este empeño puede constituir un referente útil del aporte que los escritores logran realizar cuando lo que está en juego es el esclarecimiento de las modalidades y tendencias que asume una cultura en su decisión de constituirse, desplegarse y palpar sus diferentes grados de consistencia, coherencia y contradicción. El escritor sabe que el tema de la identidad étnica, en vez de convertirse en un tema pasado de moda, continúa siendo de actualidad para los Estados Unidos. Y sabe también que no se halla solo en esta empresa, que un gran número de escritores latinos se encuentran escribiendo —ya sea en castellano, inglés y/o espanglish— acerca de cuestiones relacionadas con sus orígenes, su cultura y su idioma. Hecho que se convierte en decisivo y señala, entre otros, hasta dónde llega el afán autoexploratorio y expresivo de los latinos en los Estados Unidos.

Ahora bien, se pregunta el escritor, ¿de qué se habla al referirse a la experiencia latina en los Estados Unidos? Se habla del destino corrido por los latinos en dos lenguas: la castellana y la inglesa. Más aún: se habla del cuño propio que una y otra le han infundido a la «latinidad» al entrar en contacto con la cultura norteamericana. Sobre este telón de fondo, de idas y vueltas con el propio idioma y con la propia historia, y con la historia de las dos Américas, se va escribiendo La gran telenovela de América latina. Y se escribe sobre el fondo de un mestizaje lingüístico y cultural que aparece reflejado en temáticas, texturas, estilos y recursos del lenguaje; que buscan un punto de encuentro, una síntesis que permita cimentar la identidad latina. Así, la reivindicación alegre y positiva de la latinidad transforma lo que era muda y torpe mutilación en descubrimiento y exploración de las raíces: ni repliegue ciego sobre sí misma ni dilución en un «crisol de razas» que incinere las diferencias. La consigna es ser iguales a los demás y ser, a la vez, distintos.

Entonces, valiéndose de la historia del peruano Ángel de la Cruz, de todo lo que le ocurre antes, durante y después de su conversión al judaísmo, el escritor se lanza a explorar qué significa ser peruano, judío, latinoamericano y latino. Desea explorar, al mismo tiempo, su nueva American identity, identidad-fruto del mestizaje de dos Américas y de dos idiomas, el castellano y el inglés, un inglés que, al cabo de veinte años de residencia en los Estados Unidos, se atreve ya a considerarlo suyo. Es decir, el escritor está buscando establecer un diálogo entre el centro y las márgenes. Quiere hacer una novela donde pueda ver reflejada su propia latinidad y donde los «americanos» no latinos puedan ver reflejada su «americanidad», pero en un espejo que les ofrezca la imagen de una «americanidad» no unidimensional, sino multifacética. Cierto, el contexto en que se desarrolla la novela es American, pero no todo queda restringido a ese contexto, lo cual compromete su lectura sobre otras líneas de interpretación con la cultura latina y con la cultura norteamericana. Si bien la cultura latina se expresa desde una postura de reto a la cultura e identidad norteamericana hegemónica, la novela no pretende ser ni testamento político ni testimonio sociológico. Busca, más bien, expresar la cultura latina desde un discurso que sea a la vez latino y American, dirigido a las dos Américas y a través del cual se intente fundir lo «latino-American» en una sola entidad. Para ello se vale del español y del espanglish, e incluso del inglés estándard, un inglés hecho impuro no sólo por la infusión de palabras y frases castellanas, sino por los cambios sintácticos que recibe una lengua cuando quienes la hablan tienen otra manera de pensar y ver el mundo.

El escritor sabe que su escritura, al igual que la de otros escritores latinos, dotada como está por el sistema mismo de un estatus marginal de discurso minoritario, cumple una función importante como contravoz del discurso oficial y ofrece un desafío al canon establecido como la «voz auténtica» de los Estados Unidos. Es decir, se trata de una escritura que se propone cuestionar el proceso por el cual las verdades aceptadas se han establecido de esa manera. En este sentido, el punto de vista latino proporciona la posibilidad de un discurso dialógico de la alteridad. Se trata de un punto de vista que refleja una realidad sociopolítica «americana» sellada por el racismo, la xenofobia, la explotación económica, y muchas cosas más. Y si bien se manifiesta de forma muy individual, es decir, según la visión particular de cada escritor y cada escritora, esta perspectiva conforma también la expresión artística de una experiencia colectiva.

Parte fundamental de esa experiencia colectiva es la memoria. El escritor sabe que a través de la memoria, el latino en los Estados Unidos se inscribe en el flujo histórico: es esencia en tanto recuerda de dónde viene y adónde va. La memoria es ese reducto donde el inmigrante latino reorganiza y da un nuevo significado a lo perdido, donde intenta conservar su identidad. Recordar es re-crear. No es un mero regreso al pasado sino la adaptación de un evento pretérito a las circunstancias del presente. De ese modo la novela se iba escribiendo. Los padecimientos del exilio, el peso de la tradición, las cuestiones relativas a la identidad étnica y nacional, la memoria colectiva, la asimilación, el mestizaje, la religión, la mitología cultural conformaban el repertorio de temas que nos brindaba La gran telenovela de América latina. Y se iba formando en el modo de abordar todas esas cuestiones un acento inconfundible que ya era también latino y norteamericano.

Entonces, el escritor se vio haciendo una obra que enlazaba mundos, que rescataba visiones filtradas de tradiciones latinoamericanas y judías, y que las incorporaba a este hemisferio y sus lenguas. La identidad personal residía en la memoria, pero también en la vida cotidiana. La identidad latina en ésta y en las próximas generaciones se nutriría de la savia de una historia milenaria y se desarrollaría sobre un tronco que comprendiera las modificaciones que muchas décadas de vida en los Estados Unidos habían producido sobre los códigos sociales y políticos, y también sobre el lenguaje, ese nuevo idioma latino-americano que aludía a una nueva forma de mestizaje, un mestizaje que no era sino el entramado de dos tradiciones originalmente diferenciadas como son la latina y la norteamericana pero que, por obra del entrecruzamiento prodigioso de las circunstancias, conformaban ahora una nueva entidad, una entidad latino-americana donde el guión de lo latino y lo «americano», contribuyera a unificar en vez de dividir. Y era precisamente la búsqueda de esa unidad que proponía un diseño de los Estados Unidos desde la perspectiva de una historia plurilingüística y pluricultural, lo que constituiría una de sus mayores contribuciones a La gran telenovela de América sajona.