La división dialectal del español de América: reflexiones y propuesta de trabajoPilar García Mouton
Directora del Instituto de Filología del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Madrid (España)

Marco

Éste es uno de los temas clásicos de los estudios de dialectología que, en esta ocasión, hay que considerar en sus puntos de contacto con los dos grandes temas del congreso: el español como recurso económico y el español en la sociedad de la información.

Todos sabemos que, igual que no existe un español de España, con mayor razón, por su extensión y su diversidad cultural, no hay un español de América unitario. Y tampoco existe una prolongación evidente de los dialectos del español europeo en tierras americanas, si bien unos rasgos meridionales pueden servir de referencia. Lo cierto es que un estudio demolingüístico serio del español americano permitiría disponer de unos datos útiles para enmarcar este tema: qué número real de hablantes de español hay en América; cuántos lo tienen como primera lengua; cuántos son bilingües y con qué otra lengua; cuántos sólo alcanzan a utilizarlo para una comunicación superficial en una diglosia que les dificulta el acceso a la cultura; cuántos no saben hablarlo; cuántos son analfabetos totales o funcionales, etc.

Cabe preguntarse por el interés general de un tema como el que tratamos, al margen del nuestro propio de lingüistas y dialectólogos. La respuesta es evidente: desde hace mucho tiempo la idea de la posible fragmentación del español en América, considerada paralela a la que sufrió el latín en la Romania, inquietó al mundo hispanohablante. Hoy sabemos que ese riesgo está neutralizado gracias a los medios de comunicación, a la Red, a la literatura, a la labor cultural conjunta de las instituciones y, sobre todo, al contacto y a la confluencia de intereses entre hablantes de distintos países, unidos por la conciencia de pertenecer a una misma lengua. Pero es cierto que, antes de hablar del español de América, hay que conocerlo. No es una simple extensión del español de España, sino una lengua con características propias que hay que describir, clasificar y respetar. Ese conocimiento de las variedades americanas resultará fundamental a los dos lados del Océano, cuando se trate de mantener, implementar y difundir una lengua común que aspire a una cultura mejor que la actual.

Antecedentes

Los antecedentes, realmente importantes, se deben a estudiosos tan destacados como Pedro Henríquez Ureña, Bertil Malmberg, Ángel Rosenblat, José Pedro Rona, Delos L. Canfield, Melvyn Resnick, Juan C. Zamora Munné, Philippe Cahuzac, etc. Las propuestas difieren mucho unas de otras en función de los criterios de partida. Todas son enriquecedoras, pero ninguna de ellas es concluyente y otras nuevas podrían siempre matizar o mejorar las anteriores.

En una de las últimas revisiones del tema, Orlando Alba escribía, en 1992, que «el establecimiento de fronteras que definan con aceptable precisión las “zonas dialectales” de Hispanoamérica parece, sobre todo en la actualidad, una tarea vana e imposible», porque del examen de los intentos anteriores se podía concluir que, por distintas razones, eran «a todas luces insatisfactorios». Y no le faltaba razón.

¿Nuevas propuestas?

Hacer nuevas propuestas aquí y ahora podría resultar pretencioso. El tema de la división dialectal del español de América es, como ya se ha dicho, un tema clásico por resolver, y, sin embargo, está claro que los acercamientos a él han ido variando. Para empezar convendría aclarar qué entendemos hoy por dialecto, porque, desde que se hicieron las primeras propuestas, el concepto de dialecto ha evolucionado considerablemente. Sin que haya perdido su sentido tradicional, más bien geográfico, hoy se incluye en su significado también el sentido social. Preferimos hablar de variedad y de variación, porque dialecto es un concepto escurridizo.

En Europa, cuando hablamos de dialecto, surgen las connotaciones peyorativas, porque la referencia inmediata es a una variedad popular, de bajo nivel cultural y lingüísticamente marginal, frente a una norma culta poderosa. Cuando hablamos de zonas dialectales en América, hablamos de otra cosa: de un territorio enorme, donde el español se desarrolló en circunstancias muy diferentes de una zona a otra, con distintas fechas de introducción, distintas lenguas con las que entró en contacto, distintas geografías y una historia diferente en muchas naciones con variedades cultas a veces bien diferenciadas. Y no conviene olvidar que los rasgos dialectales son un factor de identificación cultural y de cohesión social; tampoco, que hay variedades con más o menos prestigio y variedades con más o menos poder económico.

Como en tantas otras cosas, el peligro de hablar del español de América, e incluso de estudiarlo, desde la mentalidad española está en la distorsión que haya podido producir el aplicar en tierras americanas criterios válidos para realidades lingüísticas europeas. Y esto que en ocasiones se ha interpretado como prepotencia, casi siempre ha sido, en el mejor sentido de la palabra, un conjunto de prejuicios. Por otra parte, teniendo en cuenta que hasta hace poco en España —de todos modos, nunca tanto como en Francia, por ejemplo— se educaba para encubrir los rasgos propios de las hablas diferentes de la considerada normativa, se puede explicar, que no justificar, la deformación de partida de quienes no creían que las variedades del español americano tuvieran derecho al uso culto. En cualquier caso, estos prejuicios no debieran darse entre lingüistas, y menos entre dialectólogos, a quienes hay que suponer apasionados precisamente por la variación.

En América esta existencia de diversos centros de irradiación cultural ha propiciado que la variación se dé en todos los niveles, como señaló José Pedro Rona, en su profunda reflexión Aspectos metodológicos de la dialectología hispanoamericana (Montevideo, 1958). Por tanto, el estudio de las normas cultas debe hacerse también en su vertiente dialectal, sin olvidar los niveles más populares tradicionalmente estudiados por la dialectología en Europa. El concepto de variedad o dialecto debe, pues, tomarse aquí en todas sus facetas, geográfica, cultural, política, areal. Y, junto a él, no se debe olvidar la importancia del polimorfismo, tantas veces señalado por Juan M. Lope Blanch, que, sin duda, marca una diferencia grande entre la ebullición de los dialectos americanos y la fijeza de los antiguos dialectos históricos europeos, poco relacionados con una norma externa o bien diferenciados respecto a ella en una situación casi diglósica. Porque las variedades del español americano —cultas y populares— están tan vivas y tan en evolución como las variedades meridionales del español peninsular. Y ése es su interés principal como motor de la lengua común, sin olvidar que la nivelación que se pueda llegar a dar en el futuro tendrá mucho que ver con el número de hablantes, desde luego, pero también con el poder de cohesión de la variedad que consiga ser reconocida por esos hablantes como norma de referencia cultural.

Criterios

Visto lo anterior, para definir áreas dialectales hay que partir de unos criterios que sistematicen la clasificación. Pero ¿cuáles fijar? ¿Por qué unos y no otros? Hasta ahora el fonético ha sido el preferido, pero tiene sus pegas; sólo el voseo, de entre los demás posibles, ha alcanzado su mismo rango. Sin embargo, el voseo, como resto de un sistema de tratamientos en reajuste, no tiene el mismo nivel social en toda América: mientras en unos países está prestigiado o tiene usos muy definidos, en otros es un rasgo marginado, casi oculto, y poco estructurado, difícil de detectar y mal conocido. Rona hizo ver que su importancia radica en que es un elemento de perturbación en el sistema verbal con muchas consecuencias morfosintácticas.

El léxico no se ha planteado globalmente como criterio clasificatorio, aunque tiene una importancia capital. Ahora bien, hay que ser cautos en este sentido, porque no cabe duda de que no es lo mismo un léxico patrimonial que un léxico de préstamo, ya sea de lenguas amerindias con las que el castellano convivió desde el principio o del inglés que presiona en ciertas zonas y en ciertos niveles culturales, o que un léxico reciente y nivelado por una norma más o menos común.

Queda por apuntar la importancia de un criterio que considere la morfosintaxis y la estudie en profundidad, lo mismo que la necesidad de un atlas de la entonación del español en América, a la manera del que Michel Contini ha diseñado para el área románica.

En todo caso, parece razonable presuponer que los criterios tendrían que pertenecer a todos los ámbitos de la lengua y poseer la misma jerarquía lingüística y geográfica.

Situación actual

Las cosas han cambiado desde que se hicieron las principales propuestas de clasificación del español de América. Sin olvidar, para la diacronía, los proyectos que editan rigurosamente los textos históricos, se cuenta con muchos más estudios descriptivos y con importantes trabajos de corte metodológico actual, como los de la Norma culta, los que revisan las situaciones del español en contacto con otras lenguas, los que han trabajado sobre el léxico disponible de las ciudades o sobre la variación léxica en su conjunto, sobre la lengua de los medios de comunicación o sobre la variación sociolingüística. La lexicografía, con el impulso de la RAE y la coordinación de Humberto López Morales en la elaboración del Diccionario Académico de Americanismos, está acortando a marchas forzadas las distancias a las que se había quedado en sus contenidos americanos el diccionario académico. Desde hace años, Günter Haensch y Reinhold Werner van completando poco a poco el plan previsto de sus diccionarios contrastivos. El Diccionario del español usual en México de L. F. Lara también ha abierto un camino que se debería seguir. A esto hay que sumar la serie de bibliografías actualizadas para cada país.

Por otra parte, han avanzado considerablemente los estudios de Geografía Lingüística, fundamentales para cualquier afinamiento de la zonificación del español americano: el Atlas lingüístico del español de México, dirigido por Juan M. Lope Blanch y el Atlas Diatópico y Diastrático del español del Uruguay dirigido por Adolfo Elizaincín y Harald Thun son esperanzadores ejemplos de adaptación metodológica. También avanza el trabajo del equipo dirigido por Claudio Wagner para el español de Chile. Junto a ellos y otros atlas previos como el Atlas Lingüístico de Colombia, van apareciendo poco a poco los materiales procedentes del gran proyecto de Manuel Alvar y Antonio Quilis, el Atlas Lingüístico de Hispanoamérica, en el que han colaborado tantos colegas —María Vaquero, Rocío Caravedo, Claudio Wagner, Juan M. Lope Blanch, Pedro Martín Butragueño, entre otros—, materiales que serán definitivos a la hora de dar coherencia a una descripción de todo el español americano de un nivel básicamente popular.

En su trabajo citado, Rona planteaba que «la determinación definitiva de las áreas dialectales debe hacerse siguiendo con todo rigor el método geográfico-lingüístico. En el momento actual, la América Hispana debe considerarse como un territorio lingüístico único, como si fuera una sola área dialectal. Mientras no se determinen exactamente los límites dialectales, toda subdivisión que se haga será artificial, insuficiente y carecerá de valor científico». Desde entonces se ha escrito mucho sobre la oportunidad de los trabajos de Geografía Lingüística en las circunstancias actuales. Personalmente pienso que la necesidad de abordar con metodología nueva y desde otros niveles distintos al popular el conocimiento del español de América no es incompatible con tareas como las del Atlas Lingüístico de Hispanoamérica, que proporciona los resultados de una malla igualadora para un nivel, lo mismo que hacen otros trabajos (los de la Norma culta, por ejemplo), pero en un territorio inabarcable desde otros enfoques. También se han recogido en los núcleos urbanos materiales de distintos niveles. Por otra parte, los materiales que, a lo largo de las encuestas, se han ido reuniendo al margen del trabajo con cuestionario constituyen un complemento muy valioso que habría que aprovechar para descripciones, como la morfosintáctica y la fonética en contexto, imposibles de obtener en la encuesta con cuestionario.

De cualquier forma, conviene recordar que algunos de quienes niegan validez a la metodología geolingüística se apoyan, en cambio, para sus descripciones del español de América, en datos recogidos en magníficas monografías —pero algunas de hace muchos años y hechas desde una concepción igualmente tradicional del dialecto—, en otros atlas anteriores e incluso en materiales de cuya fiabilidad a veces no se puede responder. Que los datos de los atlas tradicionales se refieren casi exclusivamente a un nivel —el popular, por llamarlo de alguna manera— es cierto; pero son fiables, confiables, y comparables, cosa que no se puede decir en general. La limitación que siempre se les achaca de que en los atlas sólo se encuestan núcleos rurales, lo más apartados posible, y a los informantes de mayor edad, ya no se da en los trabajos actuales. En cambio, el problema de los estudios que se centran en la descripción pormenorizada de las ciudades con metodología sociolingüística es que dejan sin describir el campo, que según en qué zonas puede ser o poco significativo o importante. El hecho de que en América haya grandes zonas sin poblar, o de que el efecto de llamada de las grandes ciudades esté despoblando otras, no invalida la recogida de datos en todos los ámbitos, campo y ciudad; es más, la exige, para tener las claves de la evolución histórica de la lengua, de la difusión de las normas y de lo permeable de la lengua de la ciudad al aluvión rural. En cualquier caso, muchos de los estudios en los que se basa nuestro conocimiento son compatibles con esta metodología, que, además de abarcadora geográficamente, puede y debe adaptarse a las necesidades más actuales. Es evidente que no se podrá describir todo el español de América sólo con atlas lingüísticos, pero tampoco sin ellos. Sobre todo para un propósito como el de la definición de las zonas dialectales, los materiales geolingüísticos serán imprescindibles como base, porque proporcionan unos primeros resultados sintéticos en el espacio que abarcan. Ése es el modesto objetivo de la metodología geolingüística. La profundidad y el estudio en detalle vienen después. Cuando se la ataca desde otros enfoques con los que no choca en absoluto, es porque no se la conoce bien y se confunde su fin descriptivo y básico con la pretensión de un trabajo definitivo y global.

En resumen, tenemos y tendremos en los próximos años muchos datos de los que no se disponía, de distintos niveles y obtenidos con metodología variada y complementaria. Hay que trabajarlos para avanzar el punto de partida.

Propuesta

Mi propuesta no es pretenciosa. No propongo modelos nuevos de clasificación dialectal, sino un aprovechamiento realista de lo que tenemos, que permita actuar en el futuro. Se trataría de organizar una descripción de conjunto hecha por especialistas, a partir de la síntesis y de la posterior elaboración de los trabajos de los que ya se dispone. En Europa, investigadores de todos los ámbitos de la Romania, reunidos alrededor del Atlas Lingüístico Románico, estamos llevando a cabo estudios de elaboración que parten de los trabajos anteriores y de toda la bibliografía previa. De manera similar, en América, los investigadores responsables de cada país o cada zona lingüística que hable español podrían reunirse con el fin de establecer unos criterios comunes, y, a partir de ellos, plantear un estudio conjunto de descripción de los distintos niveles del español americano. Esa descripción, basada en unos estudios rigurosos —tal como se está intentando hacer en el nivel lexicográfico—, debería atender a la fonética y al léxico, claro está, pero también a la morfosintaxis. Las fuentes tendrían que ser diversas y complementarias. Los estudios geolingüísticos podrían complementarse con todos los demás: hay atlas, pero, aunque no se diga demasiado, sería necesario trabajar sobre ellos, porque hay pocos estudios que sinteticen sus datos: la razón es que son difíciles de abordar y trabajosos de resumir. Tenemos también horas y horas de grabaciones de hablantes del nivel popular rural y de hablantes cultos, pero no tantas transcritas y muchas menos estudiadas en sus rasgos fundamentales, de forma que permitieran establecer los esquemas de las estructuras lingüísticas que están actualizando.

A partir de ese trabajo se podría intentar una clasificación realista del español americano, en la que no hubiera grandes lagunas ni datos jamás comprobados. Un estudio así sería fundamental para el conocimiento de la lengua por parte de los especialistas, pero tendría otras muchas aplicaciones relacionadas con los grandes temas de este congreso, porque, para la difusión de normas, para la enseñanza, para los medios de comunicación, sería básico conocer a fondo cuáles son, y cómo son, las áreas dialectales del español de América. Los grandes centros de investigación americanos podrían responsabilizarse de la coordinación del plan de trabajo, y las grandes asociaciones, como la ALFAL, de su difusión. Porque este equivalente a una gran Enciclopedia lingüística del español de América nunca se podría concebir como una labor individual o liderada desde una sola institución; tendría que ser una tarea colectiva, con bases estrictas y sólidas.

El establecimiento científico de las zonas dialectales, al margen de su gran interés filológico, tendría una repercusión evidente de tipo práctico —económico y cultural— en la posibilidad de planificar el cultivo de las normas zonales y, junto a ellas, el de una supranorma compatible con las del español de América y las del español de España.