[…] es tan codiciosa la española de abraçar las estrañas, o nosotros de valernos dellas,
que tenemos ya por inseparables algunos vocablos destas barbaras,
y los vsamos como si en la nuestra faltasen mejores terminos para aquello mesmo.Dávalos y Figueroa (1602: fol. 125)
Que los fenómenos de contacto entre el castellano y las lenguas indígenas fueran percibidos como algo más que incipientes balbuceos era de esperarse entre los gramáticos y lexicógrafos muy tempranos, quienes, en efecto, ejercitados en la reflexión metalingüística, llaman la atención, aunque comprensiblemente de manera muy prejuiciada, sobre el habla de los ladinos. Las observaciones formuladas al respecto abarcan los niveles de la pronunciación, del léxico y de la sintaxis. Ahora bien, que la misma percepción la tuvieran personas ajenas al ejercicio lingüístico ya era mucho pedir, y sin embargo, un caso excepcional en este punto parece ser el de don Diego Dávalos y Figueroa, poeta petrarquista, miembro de la famosa Academia Antártica. En la presente intervención nos ocuparemos precisamente de los fenómenos de contacto lingüístico castellano-quechua y aimara vistos por dicho autor hacia fines del siglo xvi.
Como se adelantó, los primeros gramáticos y lexicógrafos indianos ya nos informan sobre los fenómenos de contacto lingüístico surgidos en el proceso de conquista y colonización del antiguo territorio de los incas. De esta manera, por ejemplo, tenemos las observaciones fonéticas de Ludovico Bertonio en relación con el habla de los bilingües de aimara y castellano; de igual modo, contamos con los comentarios de Domingo de Santo Tomás respecto de los procesos de nativización del léxico cultural castellano por parte de los quechuahablantes; se registran, asimismo, las advertencias que formulara Diego Gonçález Holguín en relación con el orden cambiante de los elementos de la oración entre los bilingües quechua-castellanos.
En efecto, Bertonio ([1612] 1984), tras ofrecernos lo que podríamos llamar un escueto contraste entre los sistemas fónicos del aimara y del castellano, formula aquí y allá, comentarios acerca de la pronunciación ladina de sus informantes aimaras. Dice, por ejemplo, que «nos reymos de los indios nosotros quando les oymos que dizen […] Caruasara, en lugar de Caruajal, […] Peraço, por Pedaço, Salo por jarro, Cometa, por Comida, y otros disparates como estos» (cf. op. cit., Algvnas anotaciones). Y, más concretamente, al referirse a la /f/ nos dice que «si [los indios] no son muy ladinos convierten la F. En P, y assi por dezir Fabian, dizen Pauian, y por dezir Confites, dizen Compitesa» (ibidem, II, 101). Incluso proporciona la entrada <hicusa> ‘higos’, con el comentario de que se trata de un «vocablo corrupto y tomado de la lengua española» (ibidem, II, 129). Es más, el mismo lexicógrafo incorpora, al lado de la entrada para <cédula> la forma nativizada cetula, con la siguiente aclaración: «Y es de sauer, que si dezimos cedula con d, no lo entienden; y assi es bie[n] acomodarnos algunas vezes a pronunciar, aun nuestros vocablos, como ellos pronuncian, como este de que usan los indios de cedula que llaman» (op. cit., I, 155). Por su parte, el primer gramático quechua interpretará, con ejemplos que ilustran su empleo, los primeros préstamos del castellano en la lengua como un «barbarismo laudable», puesto que hacen dicho «hurto de nuestra lengua, sin averles nadie impuesto en ello, y hazen estos prouechosos barbarismos, dignos de muy justa excusa y alabança» (cf. Santo Tomás [1560] 1995: fol. 74b).1 Finalmente, el jesuita cacereño aconseja a sus lectores que, para hablar un quechua sintácticamente correcto sería necesario huir del habla de los ladinos, pues éstos «por mostrar que lo son dexan el estilo galano de su lengua, y españolizan lo que hablan, y precianse de atraer su lenguaje al castellano, y yerranlo tanto que ni bien hablan su lengua, ni bien ymitan la nuestra, y assi haze[n] a su lengua mezclada y barbara, siendo ella galanissima» (cf. Gonçález Holguín [1607] 1975: IV, fol. 119). Sobra decir que los fenómenos advertidos por tales gramáticos han seguido su curso a lo largo de los siglos, y algunos de ellos han pasado a configurar la fisonomía estructural de las lenguas respectivas. Los casos vistos, sin embargo, ilustran la apreciación del fenómeno a partir del castellano. Quien, sin embargo, nos proporcionará el fenómeno inverso, es decir a partir del quechua y del aimara, es nada menos que Dávalos y Figueroa.
Que el autor de la Miscelánea Austral poseía un don especial para observar y escudriñar los fenómenos de lengua que se presentaban en el mundo andino de su tiempo nos lo prueban sus ingeniosos comentarios, no exentos de atinadas reflexiones lingüísticas, puestos en labios de sus personajes. Varias de tales observaciones se encuentran dispersas en los 44 diálogos que versan, como el título de la obra anuncia, sobre una miscelánea temática. Donde, sin embargo, los personajes Delio y Cilene se enfrascan en una serie de disquisiciones lingüísticas, sobre todo de tipo lexicográfico y etimológico, es en el Coloquio XXVIII. Como la misma sumilla lo anuncia, en este diálogo, «en que continuando las etimologías de reynos, ciudades y otros nombres, se dan las denominaciones de los elementos y planetas, con algunas que de los indios se hallan de alguna consideración», Dávalos ofrece lo que podríamos llamar una pieza radiográfica de la situación de contacto entre el castellano y las lenguas indígenas, en especial el quechua y el aimara, hacia fines del siglo xvi y comienzos del xvii. Como se hará evidente, es precisamente sobre este aspecto que versan las notas que venimos anunciando. El texto del pasaje en el que basamos nuestros comentarios es el ofrecido por Luis Jaime Cisneros (1952), cotejado con la versión que del mismo ofrece, transcrita y anotada, Paul Firbas, quien gentilmente nos la alcanzó hace algún tiempo.2
Los aspectos lingüísticos tocados en el diálogo entre Delio y Cilene tienen que ver, como ya lo anuncian las notas recordatorias al margen del texto, con tres tópicos, que agrupamos bajo los rótulos de: (a) etimologías, (b) lexicalización, y (c) préstamos. Seguidamente nos ocuparemos de cada uno de ellos procurando reinterpretarlos a la luz de los conocimientos actuales que poseemos de los mismos. Como se echará de ver, las observaciones de Dávalos y Figueroa tienen la virtud de provenir de alguien que no sólo conocía el mundo andino sino que también poseía por lo menos los rudimentos de las dos lenguas mayores del antiguo Perú: el quechua y el aimara.
Preguntado por Cilene si los términos nativos tienen «etimología o razón», Delio responde afirmativamente, y en prueba de ello ofrece una lista, parcialmente explicativa, de doce nombres de aves y mamíferos, todos ellos, según el mismo personaje, de origen onomatopéyico. Tales nombres son: <pisco>, «paxaros pequeños [llamados así] por su delicado canto»; <yuto>, «perdiz»; <cucuri>, «tórtola», «en unas provincias», y <corocuto>, «en otras»; <guacana>, «martinete»; <caquingora>, «bandurria (ave grande)», así llamada en España; <guallata>, «ansar»; <ñuñuma>, «pato»; <urpi>, «paloma»; y <lequeleque>, que «parescen aves frías (al menos en el canto)». Entre los nombres de mamíferos se mencionan tres: <guanaco>, «silvestre carnero» (le «dieron este nombre por un cierto relincho que tienen, que paresce que dize su nombre»); <vicuña>, «ligerísimo animal» (por «lo mesmo»); y <vizcacha>, «donde esto [es decir lo onomatopéyico] mas se prueba» («por el chillido que tiene, que paresce que se nombra a si mesma»). Tras dicha enumeración, generaliza Delio, sosteniendo que «así van [los nombres de todos] los demas animales». Y arguye, adelantándose contra todo prejuicio, que ello no es muestra de «barbaridad», pues también «vemos tales derivaciones en la lengua latina»: por ejemplo, «del retintín de la campana [se vino] en llamarla [ti]ntinabulum».
Pues bien, la pregunta que podemos formularnos es si tales etimologías (que insisten en la ex causa de los nombres) son justificadas o no. Al respecto, conviene señalar que, fuera de algunos casos obvios, como los de <yutu>, <cucuri>, <corocuto>, <lequeleque>, que indudablemente son remedos que calcan las emisiones de tales aves,3 las motivaciones no parecen ser transparentes. En algunos de tales casos, sin embargo, es posible desentrañar la motivación correspondiente. Para ello se requiere indagar no ya solamente por la motivación de los mismos sino por su origen (la explicación ex origine), que a su vez reclama el análisis gramatical. De esta manera, habrá que darle la razón a Dávalos cuando señala que <pisco>, <guanaco> y <vizcacha>, que aparentemente no imitan el canto o los ruidos que emiten estos animales, también tienen motivación onomatopéyica. En efecto, creemos entrever en tales nombres la raíz originaria seguida de elementos morfológicos hoy día completamente congelados: es decir, tales vocablos son formas léxicas ya gramaticalizadas. Así ocurre en <pisco>, analizable como *piš ‘pipiar de los pájaros’ seguido del sufijo benefactivo -ku, significando literalmente ‘el que dice piš’; lo propio ocurre con <guanaco>, donde la raíz sería *wana (imitación del relincho) seguida del sufijo ya mencionado, para significar ‘el que dice wana’. En el caso de <vizcacha> podemos identificar la raíz originaria *wiš, pero esta vez seguida del sufijo -(y)kaca ‘frecuentativo’, con lo que la palabra significaría literalmente ‘el que suele decir wiš’. Asimismo, es posible relacionar <urpi> con el verbo warpi-, que en los vocabularios antiguos se define como el dulce trinar de las aves. Como se ve, el análisis léxico-gramatical nos ha permitido, en estos casos, descender a los fondos más prístinos de las palabras mencionadas, para arrancarles su motivación. Quedan, sin embargo, oscuras las etimologías de los nombres de las aves <guacana>,4 <caquingora>,5 <guallata>6 y <ñuñuma>,7 así como el de la <vicuña>. Para encontrar la motivación de estos nombres no contamos ni siquiera con la ayuda de la experiencia de haber escuchado el cantar de tales aves o el gemido de la vicuña, emisiones con las que seguramente estuvo familiarizado Dávalos tanto en los breñales de Charcas como en la altiplanicie de La Paz, donde le tocó vivir.
Fuera de tales etimologías, cuya explicación, además de ser interna a la lengua, es de naturaleza analogista (para emplear un término acariciado por Cratilo), hay otras que podemos denominar falsas, pues son producto del puro azar, en las que están ausentes tanto la motivación como el origen de las voces involucradas, pero que llaman la atención de los dialogantes. Así, Celio menciona los casos de la voz aimara <marca> «sitio, provincia, o pueblo» y de la chachapuya <protho> «caudillo o curaca». Lo que llama la atención del personaje es el hecho de que la primera palabra es también «nombre que en lengua Francesa y en otras significa lo mismo», a la par que la segunda, no menos asombrosamente, «en lengua Griega quiere decir el primero». A su turno, Celine, estimulada por las observaciones de su interlocutor, agrega que lo propio ocurre con ciertas voces quechuas, aunque esta vez el parecido se dé con palabras del castellano: tal los casos de <mama>, con la que «los niños (y aun los grandes) llaman a su madre […], siendo […] pronunciación nuestra en la infancia»; <caro> «lo que esta lexos», que bien «mirado no hay cosa mas cara que lo lexos ni mas apartada que lo que en caro precio se estima»; y, de modo más irreverente, <missa>, para designar «la ganancia». Digresiones de este tipo, por lo demás, forman parte de un tópico bastante frecuentado entre nuestros historiadores y cronistas de la colonia, a propósito del debate en torno al origen del indio americano, en su afán, ingenuo diríamos hoy, por querer ver en el mundo nuevo manifestaciones lingüísticas familiares a las lenguas del viejo continente.8 Al margen de tales curiosidades, sin embargo, hay que agradecer a Dávalos y Figueroa el que nos haya transmitido la palabra <protho>, voz chachapuya, única en su género, registrada hasta la fecha. Ignoramos cómo es que Dávalos pudo haber tenido conocimiento de dicha palabra. ¿Tal vez gracias a su trato con el colega antártico Cabello Balboa?
Al mismo Delio le debemos también la aguda observación respecto de las motivaciones más socorridas en la formación de los topónimos andinos. Dice, en efecto, el personaje: «A los pueblos dan los nombres conformes a la calidad o señales del sitio que tienen, como sitio de fortaleza, tierra de sal, provincia de piedras, de agua, de oro, de plata, de corales, tierra cenegosa o anegadiza, sitio de quebradas, lugar riscoso, lugar nuevo, lugar viejo, sitio ahumado, y así por este modo van todos los mas sin ethimología que denote mas ingenio». Quienquiera que esté familiarizado con la toponimia andina no puede ver en tales glosas sino las traducciones directas de otros tantos nombres de lugar andinos que Dávalos tenía en mente para formular su observación. Lo curioso es que, a pesar de las motivaciones de carácter descriptivo señaladas (y empíricamente demostrables las más de las veces), prevalecerá no sólo ya entre los coetáneos del autor sino incluso entre nosotros, a la hora de intentar explicar los topónimos, la vieja práctica de la etimología popular. Basta recordar, en dicho contexto, las etimologías de corte anecdótico de los nombres de las ciudades principales del Perú proporcionadas por Murúa (cf. Cerrón-Palomino 2002). En descargo habrá que señalar, sin embargo, que al ofrecer su hipótesis, Dávalos estaba opinando seguramente sobre los nombres fácilmente interpretables tanto formal como semánticamente, lo que no quita la validez de la tesis originaria de la motivación de todo topónimo.
Hay, en el mismo coloquio, esta vez en labios de Cilene, otro tópico interesante, esta vez de naturaleza ideolingüística: el viejo prejuicio glotocéntrico de la supuesta pobreza léxica y gramatical de los idiomas amerindios, «que son faltos de lenguaje [es decir de gramática] y de términos», lo que a su vez estaría reflejando los «obscuros y limitados ingenios» de sus hablantes. Esta apreciación (o mejor, depreciación) generalizada de los idiomas indígenas tendría, sin embargo, dos excepciones: el quechua y el aimara, ya que estas lenguas «tiene[n] sobra de terminos», por ejemplo, con respecto al universo de las relaciones de parentesco. Y así, en el quechua, <guauqui> llama «el hermano a otro varón»; <pana>, dice «el varón a la hermana»; <tora>, invoca «la hermana al hermano»; y <ñana>, llama «una hermana a otra». Tocamos de esta manera un aspecto de lengua y cultura, que en términos del relativismo lingüístico se explica por medio de diversos y variados procesos de lexicalización y gramaticalización específicos a una lengua y sancionados por una tradición idiomática determinada, y que en modo alguno obedecen a las leyes del pensamiento. Por lo demás, las observaciones de Dávalos y Figueroa, tan caras también al Inca Garcilaso, contrastan la relativa «riqueza» del léxico quechua frente a la «pobreza» terminológica del castellano, igualmente relativa, en una dimensión sociocultural específica: la del parentesco (cf. Cerrón-Palomino 1993).
El tercer tema tratado en el coloquio examinado es el que trata sobre los préstamos del quechua al castellano y viceversa. Esta vez es Delio quien formula sus observaciones sobre lo que podríamos llamar, por un lado, la andinización léxica del castellano que el autor, de refinado gusto europeo, ve con algún disgusto, pues reconoce que «tenemos ya por inseparables algunos vocablos de estas bárbaras [lenguas], y los usamos como si en la nuestra faltasen mejores términos para aquello mesmo», resignándose a achacar la causa de ello a la propia lengua española, «tan codiciosa […] de abrazar las [voces] extrañas» o a la inercia de sus propios hablantes, al «valernos dellas». Enumera entonces ocho quechuismos de uso generalizado por entonces: <cocha>, «en lugar de charco, laguna, estanque y alberca», advirtiéndonos que el término «sirve a todos estos nombres referidos, y en algunos es impropio»; <guasca>, «en lo qual se incluyen soga, cordel o qualquiera otra cuerda»; <ysanga>, «en lugar de un cestillo o cesto mal formado»; <mayto>, «qualquiera envuelto de ropa o de otra cosa»; <hámbi>, «qualquiera medicamento»; <chácara> «qualquiera heredad, agora sea guerta, agora tierra de pan, viñas o otra qualquiera»; <guayco>, «qualquiera quebrada de sierra, cerro o otra alguna»; y <pampa> «campo llano».9 Y, para frustración nuestra, por la omisión que el autor hace de ellos, agrega que hay «otros muchos verbos y nombres de que siempre usamos, como si fueran naturales nuestros».
Pues bien, no es nuestro intento en estas breves apuntaciones, ofrecer un examen minucioso de tales términos. Basta con observar que, por la época en que el autor escribe (a caballo entre los siglos xvi y xvii), y según su propio testimonio, tales quechuismos se encontraban completamente enraizados en el castellano manejado por criollos y peruleros. Sin temor a exagerar podemos decir que, en el contexto colonial de entonces, tales términos se introducían en el habla de origen peninsular como se imponían a los ojos y al corazón de sus hablantes el paisaje y la naturaleza andinas. De este modo, el quechua le servía al castellano para describir con mejor precisión la naturaleza y las cosas del mundo andino, como que estaba mejor preparado para responder a su realidad física y cultural. Se ve entonces, claramente, que es el mundo el que fuerza su entrada en la lengua, y en estas circunstancias los hablantes (criollos y españoles, recordémoslo), paradójicamente, se dejan hablar, como parece aceptarlo resignado nuestro personaje.
Ahora bien, de todos esos préstamos, quedan hoy, en el castellano peruano general, sólo tres: chacra, huayco10 y pampa. Y fuera del registro más bien local de cocha e isanga, los demás parecen haber sucumbido o, en un caso por lo menos, sobrevivido con otro significado: nos referimos al de huasca.11 La razón de tal obsolescencia puede estar en los procesos de modernización de las sociedades andinas, particularmente en las esferas de la minería y de la agricultura, iniciados a fines del siglo xix, hecho que llevó aparejados los fenómenos de urbanización del campo, las migraciones a la costa y el centralismo cada vez más creciente en favor de las metrópolis costeñas, particularmente la de la capital, centro regulador de la norma lingüística peruana.
Ahora bien, los fenómenos de contacto lingüístico entrevistos tenían que darse en ambas direcciones: del quechua al castellano y del castellano al quechua, y en mayor medida en esta última, dada la situación de lengua dominante del castellano. Así, pues, ante la pregunta de Cilene sobre «los [términos] que ellos han tomado de nosotros», Delio señala algunos. Los que menciona corresponden a dos tipos de incorporaciones: los que podríamos llamar (a) préstamos léxicos propiamente dichos, y (b) los calcos o adaptaciones semánticas. Entre los primeros menciona perdón y perdonar, pedir paga, menester, casar y amancebar, la mayoría de los cuales, obviamente, respondían, esta vez desde la perspectiva del poblador andino, a una nueva realidad (religiosa, económica y social) generada por el ordenamiento colonial, frente a la cual los recursos propios de la lengua dominada, que respondían a ejes culturales ajenos al mundo occidental, resultaban inapropiados. De allí entonces que, aun cuando como dice Dávalos, el quechua tuviera términos semánticamente cercanos a los mencionados, los desajustes provocados por la imposición de nuevos patrones de conducta religiosa y social hacían inevitables su incorporación, como a su turno había ocurrido en el caso de los quechuismos vistos.12 Así, por ejemplo, el nuevo régimen económico impuesto, de carácter mercantil, tornaba arcaica la palabra quechua <randi> (en su versión «chinchaisuya», con sonorización a partir de *ranti-), «que quiere decir trocar, cambiar y feriar», pero que no podía servir para expresar «comprar ni vender», como en efecto acontece en ciertos dialectos quechuas, incluido el cuzqueño, donde el término bindiy es, a despecho de los puristas, irremplazable. De esta manera, como reflejando la situación de dominación impuesta por la sociedad occidental, los hispanismos mencionados por Dávalos, a diferencia de lo que ocurre con sus quechuismos, siguen teniendo vigencia en los dialectos quechuas, incluso en los considerados como puros o conservados. De otro lado, están también presentes los llamados calcos, que constituyen un buen procedimiento (socorrido en los trabajos de codificación léxica) para tomar no la forma sino el significado o el concepto novedoso, pero vertido en materia nativa. Delio, quien llama «metáfora» a dicho procedimiento, señala dos ejemplos concretos: los de <quilca> (proveniente de *qillqa), «que quiere decir pintura o cosa rayada o señalada», y <quispi> (es decir /qispi/), «que quiere decir cosa transparente o resplandeciente», y que pasan a significar «carta» y «vidrio», respectivamente.
El examen efectuado sobre el pasaje de Dávalos y Figueroa revela que los fenómenos de contacto idiomático entre el castellano y el quechua y/o aimara fueron percibidos desde muy temprano. En tal sentido, la andinización del castellano es un proceso que tiene larga data y que dista de haber concluido. Por cierto que no todos los niveles gramaticales son afectados por igual dentro de este proceso: dependiendo del grado de percepción del fenómeno, los procesos correctivos inducidos, ya sea en forma deliberada, por medio del sector educativo, o en forma indirecta a través de los medios de comunicación y de otros mecanismos de urbanización, se encargan de nivelar el castellano andino tornándolo cada vez más cercano a la norma regional. Persisten, sin embargo, poderosas fuerzas de orden cognitivo que, burlando el control correctivo, consiguen filtrarse en el habla de los monolingües hispanos: tal el caso, por ejemplo, de elementos morfológicos y semánticos que indudablemente le van dando un sabor andino al castellano de la región, y de cuya naturaleza advenediza ya no se tiene conciencia.