Julio Borrego Nieto

El concepto de norma regional y su aplicación a las hablas castellano-leonesasJulio Borrego Nieto
Profesor titular de Lengua Española de la Universidad de Salamanca (España)

0. Preliminares: sentidos de norma aquí pertinentes y ámbito al que se aplican

En un trabajo ya no muy reciente pero de notable vigencia (Milroy y Milroy 1991:22-23), se habla de que la lengua estándar, entendida como un conjunto de normas abstractas a las que, en mayor o menor medida, pretende someterse al uso, es una ideología, en el sentido de que se trata más de un constructo mental que de una realidad. Pero, sea una realidad objetiva o no, la idea de un modelo lingüístico correcto tiene un arraigo notable en la mente de los hablantes, de modo que, para una abrumadora mayoría de ellos, negar que hay formas buenas y malas de hablar es negar la evidencia. Por otra parte, la ideología de la estandarización es indispensable para la moderna difusión masiva de la información, a la vez que se apoya en ella para consolidarse.

Coherentemente con ello, una de las características más reiteradamente atribuidas a la lengua estándar es su vocación de exclusividad: la norma correcta así establecida aspira a eliminar la variación, de modo que una y sólo una de las formas posibles resulte aceptable (Milroy y Milroy 1991:8). Ahora bien, en una época en que la globalización, a la que el estándar así concebido parece servir perfectamente, convive con un fortalecimiento de la conciencia regional y de los particularismos, ¿cabe abrir la puerta a normas regionales de alcance más restringido? ¿Cómo se compadece esta puerta abierta a la variación con la invariabilidad que define al estándar? ¿O ha de producirse necesariamente una distorsión?

En el presente trabajo intento contestar a estas preguntas, pero ciñéndome a la entidad regional que más conozco y que viene definida en términos políticos como «Comunidad autónoma de Castilla y León». Así que la pregunta viene a ser si existe una norma lingüística castellano-leonesa y, en caso afirmativo, cuáles son sus relaciones con el español estándar.

Antes de seguir adelante conviene hacer alguna precisión sobre el sintagma «norma lingüística castellano-leonesa». De los muchos sentidos que ha adquirido el tecnicismo norma (Zamora Salamanca, 1985), aquí solo nos interesan dos: «comportamiento lingüístico habitual o característico» y «pauta de corrección».

1. El primer sentido de norma: rasgos propios o caracterizadores

1.1.

Por lo que respecta al primer sentido, nuestra tarea nos llevaría a plantearnos qué rasgos lingüísticos pueden considerarse propios o caracterizadores de la comunidad que nos interesa, de modo que, dándose en toda ella, no rebasen en exceso sus límites, al menos por lo que a España se refiere. Pues bien, planteadas las cosas en este nivel de exigencia, parece que la respuesta sería ninguno o prácticamente ninguno: los que salpican, aunque sea de forma discontinua, todo el territorio (leísmo de persona, yeísmo, tendencia antihiática…) se documentan con mucha facilidad fuera de él; los que sí parecen característicos (aunque no excluyan del todo la documentación exterior), difícilmente abarcan todo su territorio. Quizá podamos pensar como única excepción en la pronunciación de la -d final de sílaba o de palabra o en la de la primera consonante de los grupos escritos -ct-, -cc-, -pt-, -bt- y algún otro similar (actual, acción, concepto, obtener…: Martínez Martín 1983, Williams 1987), cuya transformación en interdental sorda suele tenerse por rasgo típico de la comunidad, extendido además por toda ella (Lapesa 1980:478; Hernández Alonso 1996:200-201; Llorente 1986:20-21)1. Pero, aun suponiendo que no la rebase (el rasgo ha sido descrito, por ejemplo, en el habla de Madrid, y parece alcanzar La Rioja: Llorente 1986:20), un solo fenómeno no parece suficiente para constituir una «norma regional»2.

1.2.

Podría alegarse, con razón, que lo que las circunstancias políticas han convertido en una sola entidad administrativa es un conglomerado heterogéneo de territorios que lo son también desde el punto de vista lingüístico (Borrego 1999a). En efecto, incluso sin tener en cuenta las zonas en que se hablan variedades que por su coherencia podrían caracterizarse como lenguas o dialectos (Borrego 1999a:15-17), la diversificación es notable. Un estudio no muy detenido del léxico recogido en el Atlas Lingüístico de Castilla y León3 lleva a establecer inequívocamente la personalidad del área vertical formada por las provincias de León, Zamora y Salamanca —o al menos, el cuadrante noroccidental de esta provincia—, delimitación reforzada por las isoglosas de algún otro fenómeno no estrictamente léxico, como los restos de f- inicial conservada y los sistemas no etimológicos de pronombres (Borrego 1999b:306-11). En esa franja se conservan aún una cantidad notable de fenómenos peculiares, muchos de ellos emparentados con las antiguas hablas leonesas, que son ajenos a muchos hablantes y, desde luego, a los propiamente castellanos.

1.2.1.

Puesto que los datos anteriores vienen a confirmar por vía lingüística el carácter artificial de la unión de Castilla y León, cabría considerar por separado ambos territorios. Pero tampoco encontraríamos uniformidad. Aun dentro de la Castilla Vieja, hay fenómenos más bien occidentales (restos del neutro de materia en los pronombres: La leña hay que quitaLO, barreLO bien, Fernández Ordóñez 1994:91; perfectos fuertes tipo dijon, trajon; usos transitivos de caer, quedar…), otros más bien orientales, que enlazan la comunidad con Aragón (asibilaciones de tr-, dislocaciones acentuales, mucho por muy, falsos plurales del tipo váyansen, quédensen…), e incluso, aunque no es lo habitual, delimitaciones horizontales que distinguen el norte del sur (vine invadiendo claramente contextos de he venido en León, Palencia y Burgos; condicional por imperfecto de subjuntivo, fenómeno fundamentalmente palentino y burgalés; aspiraciones de -s y otras transformaciones consonánticas propias de las hablas meridionales peninsulares en la franja más al sur de la provincia de Ávila, con su prolongación por la de Salamanca).

1.2.2.

Como era de esperar, el archicitado «complejo de dialectos» de D. Vicente García de Diego (véase, por ejemplo, García de Diego 1950,1959), avalado, entre otros testimonios, por los que acabamos de citar, encuentra su confirmación definitiva en el vocabulario. Y la fragmentación es, desde luego, mucho más compleja que la determinada por la pareja léxica aguijón / guizque que apunta Navarro Tomás 1975, y que dejaría el dominio castellano dividido en dos mitades muy desiguales. Es cierto que esas dos mitades existen, y que una de ellas, la oriental, comprende básicamente la provincia de Soria, a veces no completa y a veces con prolongaciones por el sur de Burgos y el este de Segovia. Por citar sólo algunos ejemplos que lo atestigüen, véase en el Atlas Lingüístico de Castilla y León la distribución de yuncir ‘uncir’ (Soria y este de Segovia, mientras que el resto del dominio se lo reparten básicamente uñir al oeste y uncir en el centro: mapa 295), ballarte ‘angarillas’ (puntos de Soria y Burgos: mapa 328), embás ‘embudo’ (este de Soria: mapa 346), oliva ‘aceituna’ (Soria, Burgos, este de Segovia: mapa 348), vallico ‘llantén’ (parecida distribución: mapa 368), ababol ‘amapola’ (Soria: mapa 370), noguera ‘nogal’ (Soria: mapa 399), carrasca ‘encina’ (Soria, algún punto de Burgos: mapa 406), pecu ‘cuclillo’ (Soria, Burgos, Segovia4: mapa 433), taina ‘tinada del corral’ (Soria: mapa 466), caloyo ‘cordero recental’ (Soria: mapa 497), pastura ‘cebadura del cerdo’ (Soria y S. de Burgos: mapa 522), gamellón ‘dornajo’ (Soria, sur de Burgos, este de Segovia5: mapa 523), bueña, güeña ‘chorizo de bofes’ (Soria y algún punto aislado de Burgos: mapa 536), etc., etc. Algunas veces la personalidad de esta zona oriental se manifiesta por omisión: no existen en ella variantes léxicas más o menos comunes al resto del dominio6: así ocurre, por ejemplo, con bruja ‘remolino’ (mapa 194), galga ‘freno de la rueda del carro’ (mapa 315), maza ‘cubo de la rueda del carro’ (mapa 310), rebojo ‘mendrugo de pan’ (mapa 364), cincho ‘encella, molde para el queso’ (mapa 517), etc.

Pero la constatación de las dos zonas mencionadas no debe hacer olvidar que la situación es mucho más compleja: los términos atribuidos al oriente raramente se extienden por un área homogénea y mucho más raramente aún se presentan en exclusividad. Lo cual es cierto con mucha mayor rotundidad, claro está, para la zona occidental, dada su amplitud. Ya hemos hablado de cómo las tres provincias leonesas (León, Zamora, Salamanca) muestran una acusada personalidad léxica y suelen apartarse del resto, aunque es difícil encontrar mapas en que la distribución aparezca tan nítida como la de pega ‘urraca’ (mapa 440) o, en menor medida, la de teso ‘cerro’ (mapa 218). Las provincias intermedias (Palencia, Valladolid, Ávila, parte de Segovia y Burgos) no suelen comportarse como un área homogénea. Cierto que no falta algún ejemplo (véase la distribución de rampojo ‘escobajo del racimo’ y variantes en el mapa 339), pero lo normal es que se den subáreas reducidas e inestables y, sobre todo que, según los términos de que se trate, se unan a las provincias orientales o a las occidentales. Razones históricas bastante bien conocidas (Borrego 1999b, Llorente 1991, 1995, Barrios 1985) explican la proclividad de los abulenses a mirar hacia el oeste, así como la frecuencia con que Valladolid y Palencia reconstruyen, junto con León, Zamora y Salamanca, la llamada «región de León» en la España preautonómica —a este respecto son particularmente claros los mapas 415 (distribución de negrillo y olmo), 429 (área de pardal ‘gorrión’), 501 (área de cancín ‘borrego’ y variantes) o 549 (área de roznar ‘rebuznar’ y variantes)—. Pero no debe sorprender en absoluto que a veces caminen más o menos unidas con Soria (véase qué sucede con mancera y esteva en el mapa 303, o con orco ‘ristra de ajos’ en el mapa 383, o con ligaterna ‘lagartija’ en el 428), se dividan en las dos direcciones (véase limpiar / aveldar y variantes en el mapa 267 dedicado a ‘aventar’, o escoba / retama en el 374) o se unan a unas sí y a otras no de las provincias del área leonesa.

Junto a las oposiciones léxicas este-oeste, las más habituales, como queda puesto de manifiesto en los datos anteriores, no faltan las que enfrentan norte y sur: distribución meridional parecen mostrar escuerzo ‘sapo’ (S. de Salamanca, Ávila, Segovia, Soria y S. de Burgos: mapa 447), cija ‘tinada’ (Ávila, Segovia, algún punto de Salamanca y Valladolid: mapa 466), jeta ‘hocico del cerdo’ (Salamanca, Ávila, Segovia7: mapa 524); se dan, en cambio, en la franja norte chipitel ‘carámbano’ (León, Palencia, norte de Valladolid, norte de Burgos: mapa 211), camba ‘cama del arado’ (ausente de la franja más meridional: mapa 302) o jato ‘becerro’ (León, norte de Zamora, Palencia, puntos del norte de Burgos: mapa 474). Es raro, sin embargo, que solo una pareja de términos se distribuyan con nitidez el territorio como ocurre con los que designan el convite con que se cierra o consolida un trato: robla (y variantes) en León, Palencia, Burgos, prácticamente todo el territorio de Zamora y Valladolid y puntos de Segovia y Soria; alboroque (un arabismo) en el sur: bordes meridionales de Zamora y Valladolid, junto con Salamanca, Ávila, casi toda Segovia y el sur de Soria (mapa 789).

1.2.3.

Ante tanta diversidad, el único rasgo percibido como caracterizador de la Castilla Vieja es el sistema no etimológico de pronombres clíticos personales, es decir, los fenómenos llamados leísmo, laísmo y loísmo. Por su extensión el rasgo no se ajusta del todo a lo pedido, pues, aunque por un lado afecta, en alguna de sus variantes, a todo el territorio, incluyendo en él las zonas tempranamente castellanizadas del reino de León, por otro, rebasa sus límites y toca Madrid, Toledo, Guadalajara, Cuenca, Extremadura y, aunque con manifestaciones diferentes, País Vasco, Navarra, y Aragón. Pero es cierto que suena a castellano viejo y que uno tiende intuitivamente a atribuírselo a tal región.

1.3.

En conclusión, una hipotética norma castellana en el primero de los sentidos arriba considerados incluiría, como mucho, este rasgo. Una norma castellano-leonesa, sólo la interdentalización de implosivas ya mencionada, y ello también con reservas. Los demás rasgos no pueden ser tildados de propios, bien porque son de más, bien porque no son de todos.

2. La norma como conjunto de rasgos modélicos

Usemos ahora el concepto de norma en el segundo de los sentidos: pongamos que hacemos una lista de los fenómenos más representativos de la comunidad, aunque no se extiendan por todo su territorio. ¿Hasta qué punto podría formar parte alguno de ellos de las pautas correctas del español y podría integrarse, por tanto, en su norma prescriptiva? ¿Qué matizaciones cabría hacer?

2.1. El carácter escalar de los rasgos modélicos

En primer lugar, son de rigor las matizaciones que tienen que ver con el propio concepto de norma como ‘modelo’. Las grandes lenguas de cultura cuentan con un estándar (en el sentido, ya usado arriba, que se le da en la tradición anglosajona: véase Milroy y Milroy 1991, así como las advertencias y precisiones de Pascual y Prieto 1998), llamado por otros lengua ejemplar (Coseriu 1981:14), o norma asintótica (Rona 1973:311), o superestándar (Wolfram y Fasold 1974:19-21), que, en su versión ideal, tiende a ser único, inmutable y omnipresente, que se basa en los registros formales de la lengua escrita, que cuenta con guardianes personales e institucionales que lo regulan y lo defienden y que trata de borrar con su presencia cualquier marca que delate la procedencia del hablante, identificándolo, simplemente, como «hablante culto de español» (por ejemplo). Mucho se ha escrito sobre si en el caso del español este estándar es policéntrico o, al menos, dual, de modo que integre en igualdad de condiciones una norma castellana (en un sentido diferente al que aquí venimos dando al adjetivo; se la llama también norteña o madrileña) y otra meridional o atlántica. Y, aunque hoy es propuesta que apenas nadie discute, lo cierto es que cabe establecer una gradación de los rasgos por lo que se refiere a su capacidad para constituirse en modelos lingüísticos:

  1. Rasgos elegidos para formar parte de «la norma ideal de referencia» (el estándar en su estado más puro). Sea por influencia del factor «histórico» (Lope Blanch 1972:43) o por otras razones, este nivel sigue concibiéndose, principalmente, sin rasgos meridionales. Aparte del reconocimiento expreso de este hecho por lingüistas de ambos lados del Atlántico, sirva como testimonio, entre otros que podrían aducirse, el que la marca España en el DRAE afecta a 12 términos8, todos ellos introducidos o marcados en la edición de 1992. En realidad, la idea de opción y, por tanto, de pluralidad, es incompatible con el concepto mismo de estándar en su versión más pura. En consecuencia, salvo en el léxico, lo que suene a particularismo tendrá difícil entrada en este nivel o se aceptará de forma subalterna.
  2. Esto no significa que todos los particularismos tengan que ser vistos como desviaciones en sentido peyorativo. Para muchos de ellos no es así, de modo que el hablante culto que no los practica puede considerarlos ajenos a la «norma ideal de corrección», pero perfectamente tolerables. Marcarán la procedencia de sus usuarios, pero no su impericia lingüística o su incultura. Hoy día, ante un hablante que practica el yeísmo rehilado o muestra una sintaxis voseante, en España suele pensarse simplemente «es argentino» (por ejemplo), pero no «habla mal».
  3. En un tercer nivel, hay rasgos que no pertenecen a la «norma ideal de corrección», que los hablantes ajenos a ellos consideran «desviaciones incorrectas», pero que son tolerados, en mayor o menor medida, dentro de la comunidad en que se dan. Así podría suceder, por ejemplo, con las pronunciaciones pior, lion, cuete, almuada, tenidas por vulgarismos en muchas partes pero con «relativa aceptación por parte de la norma culta mexicana» (Lope Blanch 1999:151). Los niveles 2 y 3 constituyen las normas sociolingüísticas de Rona (Rona 1973) o las normas prestigiosas de Moreno Fernández (1991, 1992, 1998:336-340): el 2 constituye una perspectiva externa a la propia comunidad, y el 3 una perspectiva interna.
  4. Otros particularismos, por último, son vistos como desviaciones desprestigiadas entre los hablantes cultos, tanto dentro como fuera de la comunidad en que se practican.

2.2. Los rasgos castellano-leoneses y su lugar en la escala

La mayoría de los particularismos castellano-leoneses o castellanos y leoneses no suben del cuarto nivel descrito, pero algunos sí son susceptibles de alcanzar mayor altura en la escala. Más que determinar cuáles, tarea prolija y para la cual se necesitan más datos de campo de los ahora disponibles, procede indagar de qué depende tal ascenso.

2.2.1.

Quede al margen de momento el vocabulario, cuyas propiedades exigen tratamiento aparte y al que volveremos después. Con respecto al resto de las parcelas de la lengua, la comunidad tratada ofrece, como es bien sabido, la particularidad de haber servido de base para la constitución del estándar. Si bien en un primer momento ello determinó la conversión de buen número de rasgos particulares en rasgos generales, ha tenido con el tiempo la contrapartida de que las peculiaridades que van surgiendo sean vistas difícilmente como una variedad diferente y sí como puras y simples desviaciones incorrectas. Aun así, el estatuto de todas ellas no es el mismo, de modo que éste parece depender de los siguientes factores:

  1. La extensión geográfica del rasgo.
  2. El sentido de su evolución: ¿rasgo en expansión o en regresión?
  3. El carácter rural o urbano de su ámbito de uso.
  4. La existencia de potenciadores sociales (económicos, culturales, administrativos…) en su área de uso.
  5. El grado de instrucción de sus usuarios.
  6. Los niveles de formalidad a los que accede el rasgo.

De modo que si un fenómeno está extendido, en progreso, se oye en núcleos urbanos prósperos y prestigiosos desde el punto de vista cultural y lo usan hablantes universitarios que ni siquiera lo desdeñan en escritos o intervenciones públicas se convertirá en candidato prototípico para ascender grados en la escala de modelos y para incorporarse a la norma (regional) en el sentido que ahora interesa.

2.2.2.

Por diversas circunstancias, principalmente por el peso del estándar y las características de su constitución, ya mencionadas, apenas existen en la comunidad rasgos lingüísticos de esta naturaleza. Quizá el leísmo de persona, si no fuera porque su notable y rápida extensión lo ha privado ya de connotaciones regionales. Se aproximan también determinadas preferencias en la moción genérica (la aceite, la azúcar, la aguardiente, la alfiler…), en los diminutivos (el -ín de León, Zamora, Salamanca, Palencia, Valladolid, Ávila, e incluso el -ino, mucho más occidental y restringido), en los tiempos de pasado (perfecto simple por compuesto: «En mi vida fui a Madrid», aunque el hablante externo lo atribuye más bien a Asturias o Galicia), en el modo (aparición de subjuntivo y no de infinitivo en las interrogativas indirectas deliberativas: «No sé qué haga / hiciera», arcaísmo que repunta aquí y allá en áreas no castellano-leonesas, sobre todo americanas). Incluso podría aproximarse la pronunciación interdental sorda de -d implosiva, introducida en los hablantes universitarios, en expansión creciente entre jóvenes y mujeres y no desterrada de situaciones de autocontrol9. Quizá también alguna peculiaridad sintáctica, como el uso de determinadas perífrasis o la forma que adoptan (recuérdese el no siendo que por no sea que o el cansarse, inflarse, estar harto DE correr en lugar de cansarse, inflarse, estar harto A correr, modalidades que Llorente 1986:64 atribuye a zonas del dominio que ahora nos interesa, y de las que, tras reconocer su incorrección desde la norma académica, añade significativamente; «aunque los que las utilizamos no tengamos conciencia de ello por ser para nosotros el pan nuestro de cada día»). Y muy poca cosa más.

2.2.3.

Y es que a la gran mayoría de los particularismos castellano-leoneses no les son favorables los factores a)-f) de arriba, cuyo peso para el acceso a la norma, presumiblemente muy desigual, conviene brevemente sondear. Una extensión geográfica amplia —factor a)— nunca garantiza por sí misma ese acceso: rasgos como el cierre de vocales átonas, el célebre Se sienten, la repugnancia a los hiatos (que da lugar a cáido, bául, berriár, tráime, almuháda [los acentos son fonéticos]) aparecen en áreas amplias y son tenidos como vicios flagrantes. Lo contrario, fenómenos muy poco extendidos que llegan a la norma porque cumplen el resto de las condiciones, es teóricamente imaginable, aunque no puedo documentarlo en la comunidad con los datos de que dispongo.

Ni el proceso expansivo de un fenómeno garantiza su incorporación a la norma ni su regresión la impide —factor b)—: el uso de condicional por imperfecto de subjuntivo («Le pidió que abriría la maleta»; «Si tendría tiempo lo haría») es creciente en determinados lugares (Silva-Corvalán 1989), pero incluso en ellos sigue percibiéndose como incorrecto; el fonema lateral palatal está en regresión frente al central, sin que ello le haya acarreado descrédito alguno. Es más: resulta bien conocido el carácter arcaizante de las normas.

Por lo que respecta al factor c), lo exclusivamente rural tiende a ser rechazado, y así ocurre en la comunidad con multitud de rasgos de carácter dialectal, aunque estén extendidos: cierre marcado de -o final, vos por os, perfectos fuertes tipo dijon, vinon, trajon, acentuación de posesivos… El ámbito urbano, por su parte, no abre automáticamente a un rasgo su aceptación por la norma pero, en primer lugar, genera imitación en un sector de hablantes (los emigrantes zamoranos de las pequeñas aldeas importan el «si tendría…» de los núcleos industriales vascos o el leísmo de las ciudades), y en segundo lugar suaviza el carácter desviante de los rasgos (las jergas marginales de las ciudades son mejor aceptadas que los dialectalismos rurales) y les permite llegar más fácilmente a los registros formales de los cultos: así ocurre con el laísmo, en auge especialmente en las ciudades (Llorente 1986:39), pero no con el loísmo, rasgo rural, ni con el masculino despectivo (el patato, el vaco, el bicicleto), propio de ciertas áreas, también rurales, de León y de Zamora (Borrego 1999a:19) y que, pese a gozar de gran vitalidad entre los hablantes ilustrados, produce en estos conciencia de transgresión fuera de contextos coloquiales. Los potenciadores sociales, por su parte —factor d)— realzan los efectos de lo urbano, ámbito al cual se asocian de modo muy preferente.

En cuanto al factor e), el uso por hablantes cultos de un fenómeno para que se incorpore a la norma, es una condición necesaria por definición, puesto que es de la norma culta de lo que estamos hablando, pero no es una condición suficiente: de hecho no pertenecen a ella, pese a que se oyen en boca de los universitarios de algunas zonas, el masculino despectivo de que antes se habló, determinados masculinos de materia (el miel, el sal), los nombres de frutales terminados en -al y de género femenino (la manzanal, la moral, la guindal, la peral)10 o los empleos intransitivos de determinados verbos, como caer y quedar: «Ten cuidado, no caigas el vaso»; «Lo quedó tonto»; «La cartera la quedó en casa». Para que pertenezcan deben caber sin extrañeza en registros formales, tanto orales como escritos, de esos mismos usuarios —factor f)—. Pero para tales registros el estándar general tiene previstas soluciones diferentes y ninguno de los focos irradiadores de la comunidad goza de fuerza para hacer que las propias sean cuando menos tolerables. Las apelaciones por parte de los hablantes a la mayor eficacia de algunas de las variantes locales («Caer el vaso no es lo mismo que tirar el vaso»; «Se me cayó el vaso es innecesariamente complicado», etc.) son inútiles por no pertinentes para dilucidar cuestiones normativas (Milroy y Milroy 1991:11 y ss.)11.

2.2.4.

No es casualidad, por tanto, que los rasgos citados arriba (2.2.2.) como más aceptables para constituir norma regional (ciertas inclinaciones en los géneros, en los diminutivos, en los tiempos del pasado…) sean en realidad preferencias posibles dentro de áreas de la lengua en que el estándar prescribe de manera laxa y da pie a más de una opción. Por eso mismo el integrante más discutible de la lista es la pronunciación como interdental sorda de la -d implosiva: su acceso a los registros escritos es por el momento imposible y en los orales formales choca frontalmente con el principio de la correspondencia sonido-grafía que tiene una fuerte vigencia en nuestro estándar (Saralegui 1998:382) y que causa, por tanto, el rechazo de tal pronunciación en muchos hablantes de dentro y fuera de la comunidad, pero especialmente en los de determinados países de América, donde la tendencia a llevar al límite el principio citado es muy marcada: véanse, como prueba, los lamentos de Lope Blanch (1999:152-154) ante lo que él denomina «realización descuidada» de ciertas secuencias consonánticas y ante la «condescendencia» con que en España se reciben tales «desviaciones lingüísticas» [las comillas indican aquí cita literal]. Pero desde la estricta lógica (claro que tampoco es la lógica la que decide estas cuestiones: Milroy y Milroy 1991:11 y ss.) la misma condescendencia merecen las zetas finales por des del leonés Rodríguez Zapatero que las aspiraciones de eses o el seseo del sevillano Felipe González.

2.2.5.

La «laxitud del estándar» para ciertas parcelas, a que antes se aludió, es obligada en el léxico: «the suppresion of opcional variability in language» (Milroy y Milroy 1991:8), connatural a todo proceso de estandarización, resulta difícil de aplicar cuando se manejan elementos muy numerosos, muy variables en extensión y muy ricos en variantes opcionales. De ahí que el vocabulario merezca un apartado autónomo.

Por lo que al léxico se refiere, la norma estándar la crean los diccionarios, sean los institucionales (el de la RAE para el español), sean los privados, que actúan, según los casos, de forma exclusiva o subsidiaria. Y en este caso la crean tiene particular sentido, porque muchas de las palabras que recogen tienen una extensión restringida y es precisamente cuando el diccionario las sanciona, cuando adquieren generalidad o al menos amplían notablemente su área de expansión. Es significativo a este respecto observar en los atlas lingüísticos cómo áreas léxicas compactas y uniformes aparecen moteadas por los términos consagrados como estándar por los diccionarios.

Pero los lexicógrafos tienen conciencia de que muchas de las voces desechadas por ellos siguen usándose, claro está, en sus áreas naturales de implantación. Qué hacer con ellas se ha convertido en un problema general de la Lexicografía, sobre todo cuando, como sucede en el caso del español, la lengua abarca extensiones enormes y un buen número de países. En los diccionarios españoles12 modernos las soluciones van desde marcar sólo los americanismos, con diversos grados de generalidad (Clave,13en que sólo se señala «en zonas del español meridional», Larousse-Planeta),14 hasta dar localizaciones más o menos variadas y detalladas (DRAE,15 DGILE),16 pasando por una mera indicación de que no son términos generales, pero sin precisar (Seco y otros,17 Salamanca).18

Sirva lo anterior como breve preludio para la cuestión que aquí importa: ¿Existe una «norma léxica regional castellano-leonesa», en el segundo de los sentido dado a norma, es decir, en el sentido de modelo lingüístico? O, formulando la pregunta de forma más concreta y menos ambiciosa, ¿hay vocablos que, sin exceder los límites de la comunidad —aunque no se extiendan por toda ella— puedan ser usados por hablantes cultos, en estilos formales, sin que se consideren desviaciones?

La última edición del DRAE —el repertorio oficial— atribuye a algún lugar de Castilla y León un total de 1 291 vocablos o acepciones. Sin entrar ahora en lo atinado de la distribución,19 no cabe duda de que se ha hecho de forma poco orgánica, aprovechando noticias dispersas y despreocupándose de la continuidad de las áreas. Lo revelan no sólo las marcas utilizadas, prácticamente todas alusivas a la provincia,20 sino también las extrañas agrupaciones a la hora de compartir un vocablo: no sorprenden rótulos como Zamora y León, Zamora y Valladolid o incluso Zamora y Extremadura, León, Salamanca y Valladolid, pero sí Zamora y Costa Rica, Zamora y Chile, o Zamora y Andalucía, Cuenca, Salamanca y Segovia. Pero lo que más llama la atención a un observador externo o al usuario corriente es la desigualdad de las cuotas atribuidas a cada provincia: la realidad objetiva no puede dar pie a que haya 636 salmantinismos frente a 22 términos de Ávila o frente a 68 de Zamora, cuya personalidad léxica está fuera de duda. Lo cual lleva a plantear lo que aquí realmente interesa, que son los criterios de aceptación.

Bien conocida es tanto la receptividad de la Academia a los regionalismos, ya desde Autoridades (Salvador Rosa 1985, Gili Gaya 1963, Lázaro 1972), como lo aleatorio de sus criterios, dependientes de manera decisiva de la disponibilidad de corresponsales, de valedores de alguna zona dentro de la institución o de la publicación de determinados trabajos en épocas de especial apertura a los particularismos.21 A la vez se ha disculpado esa forma de proceder por la ausencia de datos, que obligaba a explotar de forma intensa los disponibles, y se ha invitado a los académicos a aprovechar los muchos que ahora ofrecen los atlas lingüísticos (Salvador 1980, Alvar 1991, Alvar Ezquerra 1986). Pero rara vez se les indica cómo deben seleccionarlos, ante la imposibilidad y la inconveniencia, en un repertorio de este tipo, de recogerlos todos. Y desde luego casi siempre se olvida algo fundamental: que el diccionario académico trata de reflejar la norma lingüística culta e incluso muy culta (buena prueba de ello es que se marca buraco como vulgar, pero inconsútil —y otros muchos términos menos rebuscados, pero no generales— carece de marca) y en consecuencia nunca se comprueba ni se pide que se compruebe si los particularismos aceptados realmente están «en el uso de las gentes instruidas de la zona y en qué registros».22 Dicho de otro modo, las marcas geográficas no se combinan con las diastráticas y diafásicas. Este comportamiento no se enuncia de manera explícita en ningún caso, pero se practica.

Es más, tengo la impresión de que en aquellos casos en que consta el uso culto formal de un término regional —y me sigo refiriendo, como en todo lo anterior, a las regiones de España y no de América— el diccionario ha acabado recogiéndolo sin marca geográfica pese a que los atlas23 indican, a veces de forma extraordinariamente nítida, su extensión restringida: pardal, pega, negrillo, cornales, teso… son buenos ejemplos dentro del ámbito castellano-leonés que ahora nos ocupa. Por lo demás, estos términos, y los muchos otros que podrían aducirse, llegan muy alto en la escala de aceptación normativa que establecimos páginas más atrás. Si hay una norma regional para Castilla y León, es de tipo léxico, en el sentido de que muchos de los vocablos usados en alguna de las áreas del dominio sin excederlo (aunque raramente alcancen a todo él) son perfectamente tolerados en hablantes cultos y en registros formales tanto dentro como fuera de la comunidad.24 Ahora bien, esos vocablos no tienen por qué coincidir, aunque a veces sí lo hagan, con lo que el DRAE, y en general los diccionarios modernos, sitúan en alguna de las provincias de Castilla y León.

3. Conclusiones

Hoy día la fluida y rápida difusión de la información y la importancia creciente de los medios que la transmiten han reforzado el papel de los las normas estándar en las grandes lenguas de cultura, entre las que se cuenta el español. En este contexto, y considerando la firme tendencia a la eliminación de las opciones que por definición caracteriza a un estándar, nos hemos preguntado a lo largo del trabajo hasta qué punto éste admite la convivencia con otras normas de carácter menos universal, y en concreto con una posible norma regional constituida por las hablas castellano-leonesas. En términos prácticos, la pregunta puede desdoblarse así, según el concepto de norma que se adopte:

  1. ¿Puede un castellano-leonés ser reconocido por la forma de expresarse? Preguntar así es indagar por los rasgos lingüísticos caracterizadores de la comunidad. La respuesta a la que hemos llegado es que apenas existen, al menos si interesan únicamente los que abarcan todo el territorio sin rebasarlo. Más fácil es adscribir a tal hablante a un área más restringida dentro de la comunidad, ya sea de la parte leonesa, ya de la más propiamente castellana vieja.
  2. ¿Puede un castellano-leonés acceder a los medios de comunicación sin renunciar a los rasgos lingüísticos peculiares de su zona? Preguntar así es investigar el nivel de aceptación de tales rasgos dentro de los modelos lingüísticos del español. La aceptación depende de una serie de factores de peso desigual, pero en general el hablante corre serio riesgo de ser descalificado lingüística y culturalmente, salvo en aquellos casos en que el estándar permite que afloren preferencias. Difícil es que ello ocurra en la pronunciación, dado el apego a la letra del estándar español, aunque algún fenómeno, como la conversión en interdental sorda de la -d implosiva parece que gana —no sin censuras— altura y extensión. En el otro extremo está el vocabulario: ciertos términos de difusión probadamente regional son utilizados en registros formales de la lengua escrita sin provocar rechazo. Algunos incluso se han incorporado, sin marca diatópica alguna, al repertorio académico.

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Notas

  • 1. Suele añadirse también la transformación en un sonido similar a [x] del archifonema velar del grupo escrito –gn– (digno): Lapesa 1980: 478, Hernández Alonso 1996:201.Volver
  • 2. Otros fenómenos bastante extendidos por la comunidad, como el carácter tónico de los posesivos antepuestos, la desaparición de la -r de infinitivo ante clíticos (comelo, compralo), o el cierre de vocales átonas, aun suponiendo que no rebasen sus límites, tienen un marcado acento rural y no son, por tanto, patrimonio común.Volver
  • 3. Coordinado por M. Alvar. Salamanca: Junta de Castilla y León, 1999.Volver
  • 4. Aunque también en un punto al norte de Palencia.Volver
  • 5. Aunque también en un punto aislado del sur abulense.Volver
  • 6. Siempre según los datos del Atlas. Cabe la posibilidad de que la voz exista y no fuera recogida, sobre todo cuando se trata de antiguos arcaísmos castellanos, como maza.Volver
  • 7. Área esta, por cierto, que, con ramificaciones más o menos extendidas, se repite con cierta asiduidad, aunque afecta sobre todo a la franja más meridional de las tres provincias.Volver
  • 8. En realidad a once, puesto que chachi, chanchi son variantes del mismo.Volver
  • 9. Ésas son al menos las conclusiones de Martínez Martín 1983 con respecto al habla de la ciudad de Burgos.Volver
  • 10. Los hablantes –y ello resulta curioso, dada la facilidad con que perciben las piezas léxicas estigmatizadas– rechazan más el femenino que el sufijo, de modo que en contextos de mayor formalidad quienes usan la guindal, la manzanal pueden pasar a el guindal, el manzanal.Volver
  • 11. De todos modos, rasgos como los citados, que carecen del factor f) pero exhiben todos los demás, incluido el decisivo e) (uso culto), no ocupan los lugares inferiores de la escala de modelos.Volver
  • 12. Digo «españoles» y no «del español» porque no entro ahora en los elaborados en Hispanoamérica, en algunos de los cuales se han intentado nuevas soluciones (Aliaga 1997-1998, Lara 1986, 1990).Volver
  • 13. Clave. Diccionario de uso del español actual. Madrid: SM, 1996. Dirigido por Concepción Maldonado y supervisado por Humberto Hernández.Volver
  • 14. Gran Diccionario de la Lengua Española. Barcelona: Larousse Planeta, 1996. Coordinado por M.ª Antonia Martí.Volver
  • 15. Real Academia Española, Diccionario de la Lengua Española (DRAE). Madrid: Espasa-Calpe (21.ª edición), 1992.Volver
  • 16. Diccionario General Ilustrado de la Lengua Española. Barcelona: Bibliograf, 1997.Volver
  • 17. M. Seco, O. Andrés y G. Ramos, Diccionario del español actual. Madrid: Aguilar, 1999.Volver
  • 18. Diccionario Salamanca. Madrid: Santillana / Universidad de Salamanca, 1996. Concebido por Juan Gutiérrez Cuadrado y José Antonio Pascual, y dirigido por el primero de ellos.Volver
  • 19. Es la siguiente: 47 atribuciones a «Castilla», 5 a «Castilla la Vieja», 3 a «algunas partes de Castilla». El resto de las atribuciones se distribuye entre las provincias concretas. Las cifras son, en orden decreciente: Salamanca, 636; León, 236; Burgos, 88 (más 1 a «norte de Burgos»); Zamora, 68; Palencia, 62; Soria, 46; Valladolid, 46; Segovia, 31; Ávila, 22.Volver
  • 20. Las referencias a «Castilla», además de escasas, son un mero recurso de atribución imprecisa, y hacen alusión sobre todo a aspectos etnográficos.Volver
  • 21. Ya ha sido señalada (por ejemplo en Muriano Rodríguez 1997-98, Borrego 1999b) la influencia de Lamano en esos seiscientos y pico salmantinismos, introducidos, en su mayor parte, en la edición de 1925, precisamente aquella en que los académicos deciden llamar al Diccionario «de la lengua española» (y no «castellana») por la atención que prestan en ella a los regionalismos (Le Men 1998).Volver
  • 22. Y no lo está, por citar el primer ejemplo que tengo a mano, emburriar ‘empujar’, atribuido a Asturias, Burgos, Cantabria, León, Palencia y Zamora.Volver
  • 23. Por cierto, pese a la invocación de los atlas como fuentes de regionalismos para el diccionario, no estoy seguro de que el repertorio oficial de la norma deba basarse en datos para cuya obtención se buscan expresamente sujetos analfabetos, ancianos y poco viajados.Volver
  • 24. A veces juego a descubrir la procedencia geográfica de un novelista español, de apariencia perfectamente estándar en sus usos, por el léxico que emplea. Casi siempre las pesquisas dan resultados correctos, sin que haya que recurrir en absoluto a pasajes de color local.Volver