José Manuel Blecua

Unidad, variedad y enseñanzaJosé Manuel Blecua
Catedrático de Literatura Española de la Universidad Autónoma de Barcelona (España)

Un jugador de fútbol argentino, Javier Saviola, acababa de llegar al equipo del Barcelona, era muy joven, tan sólo tenía diecisiete años, se había muerto su padre y llegaba muy afectado a su primer partido; cuando metió su primer gol con su nuevo equipo, se levantó la camiseta y debajo llevaba un mensaje que decía: «Para vos, papi».

Sorpresa en el campo de fútbol del Barcelona. Tal vez ninguno de los asistentes había leído la abundante bibliografía sobre el voseo (desde E. Tiscornia a N. Carricaburo) ni tampoco la referencia a la palabra papi en el trabajo de Á. Rosenblat sobre El habla de Caracas en los últimos treinta años, (1935-65) (1969, IV, 144) ni tampoco su artículo sobre papá y mamá), pero es muy posible que hubieran abierto la página del lugar en la red denominado Yupi, donde se podía leer en estos días: «Seguí las noticias de los argentinos más famosos aquí», y es posible, además, que todos conocieran la letra de algunos tangos, las tiras de Mafalda, de Susanita y de Manolito, incluso que alguno fuera del grupo de los lectores apasionados de Borges o de Cortázar, que hubiera visto una película de origen porteño o que acostumbrara a leer un diario argentino en Internet. Lo que es indudable es que muchos de ellos identificaron esas palabras escritas en la camiseta como pertenecientes a los rasgos característicos de una zona de la lengua española, la zona porteña. Existe, pues, en los países de habla española no sólo un conocimiento de la modalidad de lengua que se habla en las zonas principales, sino también una unión de esta modalidad lingüística con una serie de factores culturales que crean unos patrones de naturaleza muy compleja y de fronteras no siempre claras, pero con un elemento de juicio fundamental: se trata de una variedad de la lengua española, como son variedades que conocen los españoles la lengua que utilizan en sus obras Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis, Augusto Monterroso, Carlos Fuentes o Mario Vargas. La nueva estructura cultural, el influjo de la lectura, de los medios de comunicación, de los culebrones televisivos, de las redes electrónicas, de los movimientos migratorios (un pueblo español de 40 000 habitantes tiene una cuarta parte de ecuatorianos en sus calles) son factores que han contribuido al mejor conocimiento de las variedades de la lengua española. Se conocen más variedades de la lengua española, aunque los hablantes no sean capaces de saber con precisión si los rasgos lingüísticos concretos pertenecen a la lengua culta o a niveles inferiores, aunque sí que asocian, por ejemplo, la lengua de los escritores citados con el nivel máximo de los modelos imitables. En los últimos años se vive un fenómeno muy interesante de aproximación entre variedades hispánicas, cada vez más intenso, que de manera inconsciente hace que los hablantes de la lengua española nos sintamos más cerca de variedades lejanas en el espacio y, a la vez, sigamos manteniendo nuestros rasgos característicos.

Es indudable, también, como está perfectamente estudiado, recuérdese la tesis de L. F. Lara (Lara, 1976), que el término norma ha ido adquiriendo unos valores de significado que a veces lo hacen algo confuso por culpa de su polisemia y que nunca termina de quedar clara cuál es su relación con los valores de lengua estándar. Es indudable también que es necesario e imprescindible en cada uno de sus valores fundamentales o lo es para sus usuarios; desde sus valores prescriptivos hasta los conceptos de norma social, pasando por el valor de la presencia del concepto de prestigio para acabar en los valores de ideal abstracto al que suelen aspirar un grupo muy elevado de hablantes. En la formación de estos conceptos, además de las funciones básicas del influjo del sistema educativo desde la Antigüedad y hoy de los medios de comunicación, ha influido decisivamente las consecuencias del cambio de la oralidad a los sistemas de escritura, cambio que todavía no ha sido suficientemente valorado para fijar algunas características básicas de la lengua estándar (Ong, 1996; Havelock, 1996).

Precisamente los problemas teóricos de la investigación de corpus necesitan plantearse estas cuestiones teóricas desde sus inicios, y en ellos se observa la extraordinaria fuerza de la lengua escrita. Los trabajos de L. F. Lara y de R. Ham Chande se iniciaban hace más de tres décadas con la necesidad de establecer con precisión los conceptos de estándar (siguiendo la tradición de Praga), aunque todavía, por razones obvias, las variantes orales estuvieran pobremente representadas y el resultado haya sido su magnífica obra lexicográfica sobre el español de México.

Escribían los investigadores mexicanos: «El punto de referencia en la formación interna del corpus necesitaba, en consecuencia, quedar determinado por un análisis de los tipos de texto que se producen en México. Para ello acudimos al concepto de lengua culta, de larga tradición lexicográfica, pero también objeto de estudio por parte de algunas corrientes de la lingüística contemporánea. Entendemos por lengua culta el uso de un idioma en la comunicación intelectual de sus hablantes, uso lo suficientemente fijo como para permitir un amplio entendimiento entre los usuarios, pero también lo suficientemente flexible como para aceptar todas las innovaciones que impone la vida cultural de la comunidad». (Lara y Ham Chande, 1974, 20-21). Tomando este concepto de lengua culta se estableció que correspondía al «registro más alto de los usos del idioma y que forma el marco de referencia necesario para el sentido de la corrección lingüística del hablante. Se trata aquí del nivel a partir del cual los diccionarios establecen las calificaciones de uso del léxico y generalmente, en cuanto registro, no aparece marcado de ninguna manera». (Lara y Ham Chande, op. cit., 22). Tomando los conceptos teóricos de Garvin (Garvin, 1964), los investigadores distinguieron entre lengua estándar y lengua culta haciendo más amplia a la primera y más restringida a la segunda; «creemos que en México hay un español uniforme en todo el país, resultado de la poderosa influencia no sólo de la educación, sino también de los medios masivos de la información. Este español estándar […] es general en todas las regiones de México, es producto de lo que los antropólogos llaman «cultura urbana»y se propaga continuamente a partir de los principales centros de irradiación del país (especialmente la ciudad de México). El nivel elevado del español estándar es la lengua culta, nivel de la literatura, de los textos científicos, de las conferencias, del periodismo, etc. Hay también un nivel del español mexicano estándar que se desvía de la lengua culta y es más familiar, más del dominio popular: lo llamamos la lengua sub-culta». (op. cit., 23).

Hay que recordar aquí también que gran parte de la lingüística de corpus ha estado ligada a la lengua escrita, incluso en la enseñanza del español a alumnos extranjeros (De Kock, 1983 y 2001), aunque la aparición de materiales valiosísimos como el Macrocorpus de la norma lingüística culta de la principales ciudades de España y de América (Samper, 1998), de Caracas o de la Universidad de Valencia ha permitido que se puedan realizar tipos de investigaciones diferentes, como ha demostrado el volumen Lingüística con corpus. Catorce aplicaciones sobre el español (2001), el trabajo de Marcial Terrádez, Frecuencias léxicas del español coloquial: análisis cuantitativo y cualitativo (2001) o los abundantes trabajos que reseña H. López Morales (López Morales, 2001). Soy consciente en estos momentos de que uso y estadística, o mejor frecuencias de aparición, son conceptos que, como sabemos, no deben confundirse, porque se deben a cuestiones teóricas distintas, pero también que a veces el estudio de estos factores nos puede aclarar cómo funcionan las lenguas naturales a la hora de crear una lengua de prestigio y para analizar con detalle problemas de gran dificultad, como son, por ejemplo, las relaciones entre inmovilidad y cambio, problema fundamental en estos análisis que hoy nos preocupan. Si, por ejemplo, tomamos la historia de los superlativos en -ísimo o de los superlativos orgánicos en el paso de la Edad Media al Renacimiento, historia magníficamente realizada por M. Morreale, vemos cómo el modelo de prestigio va cambiando lentamente en favor de las formas en -ísimo, tan lentamente que lo podemos seguir a través de los cuatro libros que componen la traducción de Boscán de El Cortesano o podemos ver la simpatía o repugnancia de los escritores españoles de la época frente a la forma pésimo (Morreale, 1959); incluso la investigación podría continuar con modelos como el del trabajo de Maribel Madero sobre México (Madero, 1977). El macrocorpus actual nos daría la visión de otros dominios hispánicos, datos que serían fundamentales, por ejemplo, para organizar el capítulo de la enseñanza del superlativo a estudiantes extranjeros. (Moreno, 2000, 52). Otras veces, el análisis de los fríos datos de los corpus nos lleva a resolver cuestiones que aparentemente no tienen solución, ya que se trata de procesos de cambio, como sucede en la contienda entre informar de que e informar que o en la polémica girar-girarse. La primera contienda, a propósito de los problemas que acarrean las construcciones del verbo informar, es muy reciente en la historia de la lengua española. Según el CORDE académico, la construcción informa que se documenta por primera vez en el Manual de electricidad popular de Casas Barbosa (1881), al que siguen las citas de Antonio Maura y Muntaner, Marco Fidel Suárez, Ramón Menéndez Pidal, Alfonso Reyes y Amado Alonso. La nómina de usuarios me ahorra todo comentario y representa cortar de raíz muchas de las discusiones que profesionales y aficionados tenemos a propósito de estas cuestiones. En el caso de la construcción segunda (girarse), se acostumbra a señalar como indebido el uso de la forma pronominal; en su origen se trata exclusivamente del verbo girar: «la veleta gira», frente a la construcción muy moderna que aparece ya documentada en el CREA de la Real Academia Española en escritores como Ana Rossetti. El Diccionario de construcción y régimen de R. J. Cuervo nos proporciona un ejemplo que podría considerarse el puente ambas construcciones; se trata de una cita procedente de Los cuentos de amor de Quiroga: «Mister Jones se detuvo, giró sobre sí mismo y se desplomó».

A veces, sin embargo, la historia de la lengua nos lo muestra constantemente, las cosas no son tan evidentes y la convivencia de soluciones diferentes, sólidamente consolidadas, parece, sólo parece, atentar contra la deseada unidad idiomática. El caso tan revelador de las realizaciones fonéticas del grupo -TL-, sus orígenes y su situación actual. El grupo gráfico tl (inicial e interior) tiene doble procedencia histórica (helenismos e indigenismos americanos); es grupo tautosilábico en griego (Esbozo, 1.4.5. b. nota 14) y en la métrica latina el grupo de consonante ‘oclusiva + líquida’ admite las dos soluciones, pues cuenta como larga o como breve: sa-crum / sac-rum. Como estudió J. M. Lope Blanch en su libro sobre Diego de Orgaz, los misioneros del xvi escogieron la combinación de grafemas t+l para representar el sonido de un único fonema africado palatal sordo (la t representa el carácter africado y sordo), combinación gráfica que vino a coincidir con las escasas palabras de origen clásico (atlántico, Atlántida, atlas…). Como explica Á. Rosenblat (Rosenblat, 1974), existe un problema complejo de carácter gráfico en la separación de estas palabras con el guión por fin de línea y la pronunciación: «Es comprensible que [la RAE] mantenga el silabeo tradicional en palabras como alharaca, deshidratar, superhombre, etc., con h muda interior: al-haraca, des-hidratar… Sin duda ha querido evitar a principio de renglón combinaciones como lha, shi, rho, extrañísimas en un texto castellano. (Este silabeo no debe repercutir en la pronunciación). Pero nos parece que es inconsecuente cuando después de admitir el silabeo tlas-cal-teca, tla-zol, -huatl (claro que no cabe otro) y aceptar liberalmente achio-tlin o achiot-lin, y aun trasa-tlántico o trasat-lántico, mantiene inflexiblemente at-las, at-leta (como quiera que se pronuncien), “a fin de que no infringir la regla de no escribir una vocal sola al final del reglón” (Ortografía, 53, nota). La razón no parece convincente. Esa regla es tipográfica, pero no puede ser ortográfica. Nosotros no vemos ningún inconveniente en infringirla (a-sesino, a-jedrez…)…». «El problema —continúa Rosenblat— no es tipográfico sino ortográfico o prosódico. El español pronuncia at-las (o ad-las); el hispanoamericano casi siempre a-tlas. Parece justo que cada uno lo silabee de acuerdo con sus propios hábitos. Aunque fuera quizá más legítimo, en vista de los numerosos mejicanismos con tl inicial, que se diera en todos los casos al grupo tl el mismo tratamiento que el grupo tr (a-tlas como o-tras). Una uniformidad sin excepciones es sin duda el mejor criterio ortográfico, sobre todo porque el hablante no tiene por qué decidir su silabeo según la palabra sea de origen griego o mejicano. Y en este caso, aboga elocuentemente a favor de la uniformidad, la unidad con el uso hispanoamericano». (op. cit., 61-63).

Vuelvo otra vez a Rosenblat, modelo en tantas cosas, cuando proponía en virtud de la unidad la solución que podríamos llamar americana. Es evidente, pues, y ahora entro en otra cuestión que quería plantear aquí, cuestión en mi posición, y en la suya en lo que me alcanza, básica para el futuro de la lengua: la enseñanza de estos problemas a los alumnos en los distintos niveles. Adelanto ya una de mis propuestas que consiste básicamente en reconocer en la enseñanza, por lo tanto en la formación del profesorado, una verdad normal en la lingüística: la lengua como una unidad llena de tensiones, unas muy establecidas (-TL-), enfrentar-enfrentar(se) a/con, otras ya dilucidadas o en trance de dilucidarse en pocos años: detentar, usada mal por prestigiosos juristas. ¿Cuáles serán las soluciones en el futuro? Es difícil, sumamente difícil, profetizar; Tomás Navarro Tomás luchaba por encontrar grupos cultos consonánticos en los manuscritos de Lope de Vega y no aparecían palabras del tipo de inspirar o constante (Navarro Tomás, 1954, 49); sin embargo, poco después se restituían los grupos consonánticos, porque el modelo de Lope de Vega ya no era aceptable, admisible o la palabra que se prefiera escribir aquí.

Estamos en un momento crucial para crear las condiciones que faciliten los procesos de unidad de la lengua española, pero nos falta la decisión política de enfrentarnos con, a o enfrentar un problema que presenta múltiples aristas. Poseemos unos materiales magníficos para la investigación, existe un clima muy favorable en todas las naciones, la lengua española posee unos científicos como nunca los ha habido y, por lo tanto, es necesario tomar conciencia de la necesidad que la sociedad presenta de que sus ciudadanos se eduquen en un clima intelectual en el que el dominio de la lengua española no sea únicamente el conocimiento de su empleo adecuado de acuerdo con los manuales de instrucciones, sino una formación sólida capaz lograr que los hispanohablantes comprendan el dinamismo de la lengua, los compromisos entre estabilidad y cambio, la flexibilidad más allá del manual de instrucciones y sobre todo que este conocimiento aumente su interés por su uso cada vez más apropiado y rico y que este interés como quería Quintiliano acompañe al ciudadano durante toda su vida. Violeta Demonte ha escrito a propósito de la norma:

Alarcos, igual que Fernández Ramírez, no parece querer renunciar a la norma, pero, a la vez, no considera fácil separarla de la gramática descriptiva, al menos como objeto de conocimiento así como en lo que respecta al “vocabulario” que usamos para formularla. A mi entender, esa separación tampoco es ya posible. Añado a ello que en el momento actual no parece haber siquiera razones que justifiquen la propia noción de norma. Toda reflexión detenida sobre tal objeto de conocimiento conduce a la conclusión de que la normativización es ajena a los cometidos de la gramática; lo que concierne a esta, en todo caso, es presentar, caracterizar y razonar la “variación” lingüística, de modo que los usuarios del lenguaje puedan disponer de información sobre los dialectos de su propia lengua, sobre los usos “estandarizados”, sobre los problemas de diglosia e interferencia (en el caso de la gramática de zonas biblingües o de los textos para extranjeros) y sobre las connotaciones que acompañan a algunos modos de pronunciar o a ciertas expresiones léxicas.

(Demonte, 2001, 85).

Estas precipitadas reflexiones: conocimientos intuitivos de los hablantes sobre problemas de «variación», de unión de formas lingüísticas con aspectos culturales fuertemente arraigados, se entremezclan en nuestra historia reciente con la necesidad de definir precisamente conceptos como lengua culta o lengua estándar, por ejemplo, a la hora de planear los grandes corpus lingüísticos. Estos grandes repertorios nos permiten estudiar las tensiones que hoy existen en la lengua contemporánea, casos como los de informa de que-informa que, que se encuentran en un mundo lingüístico en el que ya están asentadas dos soluciones, caso de las realizaciones fonéticas del grupo -tl-, por ejemplo. Todos los magníficos materiales que hoy poseemos, los excelentes científicos, el clima intelectual de solidaridad y deseo de conocimiento mutuo entre los hispanohablantes, nos llevan a la necesidad de que la enseñanza intente una formación sólida para que los hablantes comprendan el dinamismo de la lengua. Como ha escrito José Antonio Pascual:

Este tipo de ejemplos permite además que los estudiantes adquieran la conciencia de que la lengua que utilizan está sometida a un proceso imparable de creación y cambio. La adquisición de esta conciencia es la que ha de permitirles emplear su lengua crítica y reflexivamente. […] Lo que importa es que [el estudiante] sepa que en cualquiera de estas opciones será tanto mejor hablante cuanto más libre sea, cuanto más conscientemente actúe en sus elecciones.

(Pascual, 1985, 14).

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