Quienes han viajado por los países hispánicos han llenado sus oídos de anécdotas acerca de las diferencias, sobre todo de léxico y de pronunciación, que han encontrado como turistas e incluso como especialistas en sus recorridos.1 El privilegio de viajar, cada vez más extendido, ha permitido constatar estos hechos a un número creciente de personas. Los estudios sobre la variación geográfica del español son ahora también más abundantes y más detallados: es suficiente ver el índice de las ponencias de los diversos congresos sobre el español para constatarlo (p. ej., ALFAL 1999).
Hay algo novedoso en la actualidad: el papel de los medios de comunicación masiva en la difusión de las lenguas. Ahora se puede estar en contacto con los dialectos del español todos los días, y en la propia casa, gracias a las transmisiones de televisión que llegan a través de los satélites a todos los países y regiones hispanohablantes —y no hispanohablantes— del planeta. Además, mediante Internet —el medio de comunicación masiva más democrático inventado hasta la actualidad— es posible escuchar, desde cualquier lugar del mundo, las transmisiones de una estación de radio que, en su lugar de origen, puede estar restringida a una cobertura regional o nacional.
El contacto con el español escrito a través de un medio de difusión masiva ha existido desde el siglo xv, cuando se inventó la imprenta de tipos móviles. Tan trascendental fue este invento que algunos investigadores lo consideran un factor muy importante para la formación de las naciones, en la medida en que permitió la estandarización de las lenguas —un elemento básico de identidad que sustentó a los nuevos estados.2 Tuvieron que pasar casi cinco siglos para que surgiera un nuevo invento, que es el equivalente para la lengua hablada de lo que la imprenta fue para la escrita: la radio, que aparece en la década de los años treinta del siglo xx, época en la que se inicia también el cine sonoro. Muy pronto, unos 20 años después, llega la televisión a los hogares (Ferrer 1997). En la actualidad se cuenta, dentro de Internet, con la llamada red de redes, la WWW (o Malla Mundial Mayor, como proponen en el Instituto Cervantes), espacio que une lo gráfico y lo auditivo, la foto y el vídeo. En otras palabras, la MMM, de base digital, representa la unión de la imprenta con la radio y con el cine. En ese ámbito, como sabemos, hay cada vez más textos en español, idioma que ha ido recuperando espacios frente al inglés.
Los medios masivos, por sus propios intereses, buscan cubrir territorios cada vez más extensos. Van desde la cobertura mundial y multilingüe de la MMM, hasta la internacional de la televisión y la nacional o regional de la radio, que también puede escucharse en diferentes países a través de la onda corta. Los intereses asociados a los medios —sobre todo los económicos y los políticos—, requieren, además de una cobertura amplia, una lengua estable que sea comprendida por la mayor parte de las audiencias. Éste es el caso de lenguas como el inglés, el chino y el árabe, para sólo mencionar algunas de las más importantes.
En cuanto al español, Cebrián Herreros constata lo que he expuesto previamente. Como él dice, «La dimensión internacional de la televisión es la vía para la consolidación de la lengua española como lengua de mercado internacional».3 En su opinión, «antes de provocar la disgregación que en su momento sufrió el latín, la televisión trasnacional refuerza la unidad del español y la combina con el enriquecimiento de las diversidades nacional, regional y local […] Hoy la lengua acompaña al imperio televisivo» (Cebrián Herreros, 1998:1 062-1 063). Algo semejante dice Zabludowsky (1998:34): la red de satélites «permite la comunicación de todos los hispanoparlantes por encima de las fronteras ficticias y reales, uniendo lo separado por los océanos, acercando las distancias y poniendo en la misma posibilidad de recibir el mensaje al analfabeto y al sabio». Todos estos planteamientos y las razones que he dado antes, permiten sustentar la hipótesis de que la comunicación masiva promueve la convergencia lingüística y limita, consecuentemente, los usos divergentes.
Se suele calificar 1898, sobre todo desde España, como «el año del desastre», año en el cual, tras la guerra contra Estados Unidos, se terminó el imperio español con la pérdida de Cuba, Puerto Rico y las Filipinas. Esta actitud se reiteró en 1998, en ocasión del primer centenario de aquella guerra. Baste señalar el título de un libro que se publicó en ese año: España en 1898. Las claves del desastre (Laín Entralgo y Seco Serrano 1998). La organización del libro —véase el índice general— no hace sino corroborar esa visión pesimista: «Antecedentes de una crisis», «El problema de Ultramar. La pérdida de las colonias», o «Consecuencias del desastre. España, sola».4 Sin embargo, desde Ultramar es posible considerar ese año como el de la reconciliación, el del inicio de la nueva comunidad hispánica que desea mantenerse unida tras sacudirse el yugo de la época colonial.
La guerra de España contra los Estados Unidos tuvo esa consecuencia positiva: unió a los hispanohablantes, que escucharon, entre otras voces, la de José Enrique Rodó y, sobre todo, por su difusión, la de Rubén Darío, quien propone vigorosamente la unidad en Cantos de vida y esperanza:
Un continente y otro renovando las viejas prosapias,
en espíritu unidos, en espíritu y ansias y lengua,
ven llegar el momento en que habrán de cantar nuevos himnos.
Las palabras de Darío, por cierto, tienen antecedentes en relación con la política lingüística de Hispanoamérica. Tras la independencia de las naciones hispanohablantes se discutió la posibilidad de promover nuevas lenguas nacionales a partir del español, o de aceptar, como dice Esteban Echeverría en 1846, el legado de la lengua, bajo la condición de hacerla prosperar entre todos (apud Guitarte, 1991:78). Lo mismo opina Rufino José Cuervo unos pocos años después. Tras plantear la legitimidad del español de América, el filólogo colombiano propone la unidad lingüística como compromiso de todos los países hispánicos, frente a la idea colonial de un solo modelo lingüístico. La unidad —señala— beneficia a todos (Cuervo 1867:45).
La vocación de mantener una lengua unitaria, convergente, que se haga y desarrolle entre todos los hispanohablantes, se mantiene hasta la actualidad. Se advierte claramente en la prensa escrita y en la producción editorial, que siempre ha evitado los usos nacionales en los libros de estudio. Incluso los autores de obras literarias parecen haber renunciado a los localismos para favorecer al gran público hispano. El llamado boom literario de la novela hispanoamericana de la década de los años sesenta del siglo xx es una constatación contundente de esto. Esta nueva generación rompió con los límites parroquiales y nacionales en su búsqueda de un público más amplio, de nivel internacional. Por eso los escritores utilizaron un español de ese nivel, pues así podían atraer a una mayor cantidad de lectores (Donoso 1972:30 ss.). Esta actitud se advierte con toda claridad en el congreso de intelectuales que tuvo lugar en la Universidad de Concepción, Chile, en 1962. En esa reunión, en la que participaron, entre otros, Pablo Neruda, Alejo Carpentier y Carlos Fuentes, se planteó —como destaca Donoso (1972:48)— la necesidad de romper las fronteras políticas e «inventar un idioma más amplio y más internacional».
Actualmente hay, además, otras circunstancias, no siempre reconocidas, que conducen a una nivelación interdialectal en algunos lugares. Las anécdotas sobre el uso del español en diferentes países resultan un aprendizaje cotidiano entre los hispanohablantes de un país que no se considera hispánico y que —como dije antes— contribuyó a darle cohesión a nuestra comunidad cuando enfrentó a España: los Estados Unidos. En ese país, como sabemos, se habla español en Miami, Los Ángeles, Nueva York y Chicago, por sólo mencionar unas pocas ciudades. Los hispanohablantes, en sus hogares, en las calles o en las tiendas y restaurantes, tienen que decidir constantemente qué palabra usar —de las que ofrece el español en su extensa geografía— para comunicarse adecuadamente. En ese país, además, se producen muchos programas de televisión y radio en español, y hay muchos periódicos en nuestra lengua. Por eso también los redactores tienen que decidir cada día cuál de los sinónimos geográficos deben usar para que sea comprendido por una mayor audiencia. Allí, en los Estados Unidos, los hispanos son todos paisanos a pesar de sus diferencias dialectales. Y si a veces no están de acuerdo, manifiestan sus desacuerdos en español, su lengua común.
La necesidad, antigua en la lengua escrita, de rebasar las fronteras políticas para comunicarse con una comunidad lingüística cada vez más extensa, se renueva en los nuevos medios masivos, como la radio y la televisión. Dentro de estos dos medios, la televisión parece ser la que recibe la mayor atención y las mayores críticas. Tal vez esto se deba, por una parte, a que es más reciente que la radio; y por otra, a su alcance y a su capacidad de seducción y penetración. Baste saber, en este sentido, que en América Latina más del 90 por ciento de los hogares tiene por lo menos un televisor, que permanece encendido el tiempo equivalente a «una jornada de trabajo diaria», y que es visto, en promedio, casi tres horas del día por cada persona (Jara, 1998:1 006).
En el Congreso de la ciudad de Zacatecas, México (La lengua española y los medios de comunicación, 1998) —antecedente del que ahora se realiza en Valladolid— hubo un buen número de ponencias referidas a este medio. La mayor parte de esos textos, como podría suponerse dados los antecedentes con los que cuento (Ávila 1998b:912 ss.), destaca el empleo inadecuado del lenguaje en la televisión. La posición que puede servir de ejemplo, aunque extremo, es la de De Pablos, quien hace referencia al «mal uso de la lengua castellana que se contempla [sic, subrayado mío] en los medios de comunicación españoles de fin de milenio». Además, exige a los miembros de la Real Academia Española que no sean tan complacientes, puesto «que con tanta frecuencia aceptan y dan legitimidad a estas actividades idiomáticas» (De Pablos, 1998, pp. 434-435); y considera que el Diccionario académico «es un recital de despropósitos» (p. 437). Según él, «La Academia […] ayuda al empobrecimiento y al error» (p. 438), por lo que le propone un nuevo lema: «Acepta, vulgariza y lamina» (p. 441). Añade a todo esto que «a las empresas no les importa la pureza del lenguaje sino la cuenta de resultados» (p. 441), y que, entre otros medios masivos, el diario español El País parece caracterizarse por estar «lleno de erratas y errores en las formas de presentación más variadas», con «los errores y faltas de ortografía más escandalosos» (p. 442). Cabe decir, por otra parte, que De Pablos está a favor de Internet, entre otros motivos porque «es todo lo contrario a nacionalismo» (p. 447). En cuanto al uso de la lengua, probablemente condenaría ese medio si revisara la sintaxis que se utiliza en los cuartos de charla (o chat rooms) de los jóvenes. Por su parte, Mourelle de Lema (1998:491-492) considera que el lenguaje de los medios es «cada vez menos reflejo del dominio académico». El cambio, sobre todo en el léxico, dice, «es, con harta frecuencia, trepidante y aun traumático». Por eso menciona que ese lenguaje ha sido calificado por los críticos de «mediocre, al tiempo que resaltan su pobreza y desnaturalización».
Hay posiciones relativamente más mesuradas, como la de Cobo Borda (1998) quien, tras recordar que después de la independencia de los países americanos y la ruptura con España «fue la lengua la que reanudó el vínculo», propone —como hacen algunos periódicos colombianos— jalar las orejas o dar coscorrones «a infractores de la lengua, y que [esos periódicos] extiendan su rigor a las barbaridades de la radio o los idiotismos de la televisión». Para mejorar el empleo de la lengua en los medios, considera que es necesario que trabajen juntos con la Academia (Cobo Borda 1998:65,66). Por su parte, Blanquèr i Planelis (1998:974) opina que la televisión debería ser un modelo del lenguaje, pero que en los programas doblados o traducidos, e incluso en los noticieros hay «un vocabulario muy reducido». La preocupación se extiende a profesionales de los medios de diferentes países, como el mexicano Zabludovsky (1998:32), quien, tras señalar que «el idioma que influye ya no es sólo el que se publica en libros o periódicos», sino el que llega por satélite, considera que «es nuestra obligación impedir que este invento magnifique los barbarismos». También le preocupa a otro mexicano, S. Sarmiento (1998:1137-1139), quien señala que se culpa a los medios por el mal uso del lenguaje, pero ese lenguaje «no es más pobre de lo que usualmente encontramos en las calles de nuestras ciudades […] El bajo nivel educativo de nuestra sociedad se manifiesta en los medios». A él mismo le irritan las faltas de ortografía, los solecismos, los barbarismos, y la pobreza de vocabulario. Sin embargo, considera que es iluso suponer que los medios van a cambiar el lenguaje o que pueden «imponer a la mayoría usos académicos que, a pesar de ser obsesión de los puristas del lenguaje, son ajenos a la enorme mayoría de la población».
El aislamiento de los países hispánicos independientes en el siglo xix y principios del xx era una buena razón para suponer que el español iba a correr la suerte del latín. Las comunicaciones eran muy limitadas, y los viajes requerían mucho tiempo. En la época actual, a pesar de que se cuenta con aviones, radio, televisión, periódicos de distribución nacional e incluso continental y redes de cómputo, se mantiene la preocupación por la posible diversificación de la lengua. Hay, sin embargo, una idea nueva, que surge de quienes, por razones profesionales o académicas, están en contacto con los nuevos medios: el exceso de uniformidad.
La dialéctica unidad vs. diversidad está representada, por ejemplo, por el debate en relación con el llamado español neutro que se pretende utilizar en los medios masivos, sobre todo en la televisión. Petrella (1998:979) se refiere a la ley al respecto, que fue aprobada en Argentina en mayo de 1986, y considera que la idea es básicamente comercial. «Se procura —dice Petrella— que el producto sea exportable a la mayor cantidad de sectores del mercado y por eso se busca una lengua que prescinda de las peculiaridades nacionales». Y remarca que «para la elaboración de la ley así como para su cumplimiento, no se consultó a ningún especialista en temas lingüísticos». Esta ley fue complementada dos años más tarde mediante una reglamentación según la cual «Se entenderá por idioma castellano neutro al hablar puro, fonética, sintáctica y semánticamente, conocido y aceptado por todo el público hispanohablante, libre de modismos y expresiones idiomáticas de sectores» (apud Petrella 1998:983). La investigadora considera que, si se toma en cuenta la ley, el léxico sería «reductivo»; y que los rasgos lingüísticos corresponderían a distintas «normas dialectales yuxtapuestas». Estos problemas —señala— afectarían sobre todo a las obras de ficción, como las telenovelas o las películas dobladas. En cambio, el español neutro podría tener sentido en programas documentales o informativos (Petrella 1998:982, 987).
También se opone al español neutro Cebrián Echarri, quien lo considera «creado en Hollywood». Dice además que el idioma «es creado y difundido en gran parte por los medios de comunicación», por lo que éstos son también culpables de la difusión del español neutro. Las academias, por otra parte, son el «resultado del despotismo ilustrado y tienden hacia un elitismo que, a veces, provoca su distanciamiento de la sociedad» (Cebrián Echarri 1998:86-89).
Mourelle de Lema —quien, por otra parte, critica el lenguaje de los medios (ver arriba)— considera, citando a Criado del Val, que una lengua estándar sólo sirve a intereses comerciales: «Extraño español —dice— que se ha dado en denominar ‘español neutro’ […que] se sigue utilizando en doblajes que se hacen en México. Sus características son, entre otras, las siguientes: acentuación neutra, con pocos matices locales o regionales; lenguaje simplificado en léxico y sintaxis hasta grados deplorables de empobrecimiento». El autor, no obstante, ve positivamente el papel de los medios audiovisuales en la «unificación del idioma común» (Mourelle de Lema, 1998:493), lo que parece contradecir su rechazo a la idea de promover una lengua estándar.
Frente a la crítica del español neutro, e incluso del español estándar, hay otras posiciones que no muestran preocupación por la unidad, sino por la fragmentación de la lengua. L. M. Ansón, aunque reconoce el vigor actual del español —que será la segunda lengua mundial en este siglo—, se preocupa por el riesgo de fragmentación que existe, según él, desde hace ya varias décadas. Afortunadamente ese riesgo, como él mismo dice, «hoy, en buena parte, está conjurado gracias a los medios de comunicación», especialmente a la televisión (Ansón 1998:74).
Las posiciones anteriores sobre el lenguaje de los medios y la unidad y la diversidad de la lengua son, en su mayor parte, subjetivas. En muchas de ellas se manifiestan prejuicios sobre el uso de la lengua, especialmente en la televisión. Se dice que en ese medio se utiliza un español cuyo léxico se considera muy pobre y desnaturalizado —lleno de ismos, supongo, sobre todo de barbarismos—; y se reitera la responsabilidad que tienen los medios en relación con el empleo del español, pues lo que pasa por ellos se magnifica. Incluso se critica acremente —e ingenuamente— el papel de la Academia y el contenido de su diccionario. Por otra parte, se considera que el lenguaje de los medios no hace sino reflejar el de la sociedad en la que están insertos.
En cuanto a la unidad de la lengua, parece haber acuerdo en que los medios la promueven, en buena medida por sus propios intereses comerciales. Frente a esto, se discute el llamado español neutro, porque no corresponde a ninguna modalidad de la lengua y porque la empobrecería. Sin embargo, se admite que podría ser útil en programas informativos o documentales. Al lado de esto, algunos incluso consideran inconveniente la estandarización de la lengua. En contraste, aún hay quienes se preocupan por la posible fragmentación del español.
En los últimos años se han hecho diversas investigaciones sobre el español que se utiliza en los medios basadas en muestras aleatorias y estratificadas que se procesan mediante programas de cómputo.5 Estos análisis estadísticos aseguran una mayor objetividad y permiten la comparación de los resultados que se han obtenido en el ámbito internacional, nacional y regional. En esos estudios se muestra un panorama diferente al que presentan los críticos del lenguaje de los medios, sobre todo en lo relacionado con el léxico. A continuación me referiré a este aspecto más detalladamente.
Riqueza léxica
Se ha dicho que el vocabulario que se utiliza en los medios es pobre. Esto no parece ser así. Se puede comprobar la riqueza léxica midiendo la densidad de los textos. Este indicador resulta de obtener el número de palabras diferentes —o tipos léxicos— por cada segmento de un determinado número de palabras gráficas. En el caso de programas informativos o noticieros de difusión internacional,6 la densidad iba de un mínimo de 67,6 (ECO) a un máximo de 69,6 (CNN), con un promedio, para los cinco noticieros analizados, de 68,6 palabras diferentes por cada segmento de 100 palabras gráficas.7
Estos índices de densidad son muy similares a los que —en el nivel nacional— se obtuvieron en programas o textos informativos de la radio, la televisión y un diario de Colombia,8 la radio de Costa Rica9 y la radio y la televisión de España10 y de México.11 También se parecen a los que se encontraron —en el nivel regional— en la radio de Almería, España (López González 2000). En estos medios la densidad iba de un mínimo de 66,6 (Almería, radio, registro formal) a un máximo de 68,8 (televisión, Colombia).
La densidad de otro tipo de programas, las telenovelas, también es parecida a la que se encontró en los informativos. En el análisis de dos de ellas, producidas en México, se encontraron como promedio 71,4 en una de ellas, y 68,0 en la otra.12
Comparemos ahora los resultados anteriores con los que obtuvimos para un ensayo de Octavio Paz, Tiempo nublado, que fue de 69,5; y para la lengua hablada: el habla culta, de densidad alta tuvo una densidad de 68,5; el habla de nivel medio, de 62,5; y el habla popular, de densidad baja, de 56,5. Como se puede ver, el lenguaje de los medios tiene una densidad muy semejante —en ocasiones superior— a la del habla culta; y en todos los casos es superior a la del habla de nivel medio. Además, la densidad de algunos programas informativos y de una telenovela es más alta que la del ensayo, género en el cual normalmente se utiliza un vocabulario extenso.
Hemos podido comprobar (Ávila 1999:32-34) que si se unen textos de una densidad alta (68,5) hasta llegar a un número total de 100 000 palabras gráficas, se obtienen cerca de 5000 vocablos.13 Este vocabulario es el que usaría en forma activa una persona culta, y es el que podría encontrarse en los programas de radio y televisión con densidades semejantes a la alta, como ocurre con la mayoría de los que he mostrado.
Dimensiones del léxico
Como vimos antes, hay quienes consideran que el léxico que se emplea en los medios está lleno de barbarismos, solecismos y otros ismos. Nuestras investigaciones, de nuevo, muestran otro panorama a partir de la frecuencia de ese tipo de palabras dentro del conjunto total del léxico que hemos recogido. Para esto clasificamos los vocablos de acuerdo con su filiación en dos grandes grupos, con base en las fuentes14 donde aparecen registrados: los de uso general o internacional y los ismos, dentro de los cuales están, entre otras, las voces de nivel nacional o regional.
Al respecto, en los programas informativos de difusión internacional (Ávila 2000a) los vocablos de uso general iban de un máximo de 99,5 (ECO) a un mínimo de 98,8 por ciento (CNI). Frente a estos vocablos, los porcentajes de los ismos que encontramos —americanismos, mexicanismos, latinismos, helenismos, extranjerismos y otros—15 no llegaron más allá del 1,2 por ciento. Además, si se considera la frecuencia real de aparición de esos vocablos en los textos —la percepción que tendría la audiencia— los porcentajes de ismos van de un máximo de 0,25 (CNN) a un mínimo de 0,1 por ciento (Radio Vaticana para España). Esto quiere decir que las audiencias escucharían un máximo de 25 ismos por cada 10 000 palabras, muchos de ellos conocidos o fácilmente interpretables, como acordillerado, antisecuestro, antiterrorista, armenocatólico, atacante, balear, bolsa de valores, conscientizar, conservacionista, contras (los), desocupación, extraditable, fundamentalismo, incosteable, inframundo o trasnacional. Dentro de estos ismos, los extranjerismos que recogimos —que podrían considerarse barbarismos— fueron los siguientes: bambino, country (música), fast track (3 frecuencias), faul, hit, look (‘aspecto’, como en «un look de verano»), manager (pron. [mánayer]) nocáut, noquear, okey, pénalty (2 frecs.), raid, ranking, ring (de boxeo), rock (música), rugby, y set (2 frecs.). La frecuencia total de esos extranjerismos es de 21, que corresponde al 0,02 por ciento del total de 76 300 palabras gráficas que recogimos en la muestra de informativos. Las audiencias escucharían 2 extranjerismos por cada 10 000 palabras. De nuevo, como puede verse, la mayor parte de los extranjerismos son conocidos. Incluso muchos de ellos deberían incorporarse a los diccionarios del español.
El empleo de ismos en las telenovelas (Ávila 2000b) es parecido al anterior. En ese tipo de textos encontramos que la frecuencia de los ismos era de un mínimo de 0,2 a un máximo de 0,3 por ciento, en relación con un total de 29 097 palabras gráficas (100 %). Dentro de éstos, los extranjerismos aparecieron 21 veces, lo que corresponde a un porcentaje de 0,03, es decir, a 3 extranjerismos por cada 10 000 palabras. Fueron los siguientes: baby (pron [béibi]), bye [bái], chance (‘oportunidad, posibilidad’), hey (interjección), locker (frec.: 2), miss, okey, show (frec.: 3), smog, suite, sushi (frec.: 2), test (tecnicismo, frec.: 2), vedette y yes (frec.: 3). Como puede verse, de nuevo la mayor parte de los extranjerismos que encontramos son de uso general.
En cuanto al nivel nacional, en los programas de noticias mexicanos (Ávila 1994:110, 112-113), la frecuencia de ismos fue de 0,6 por ciento en una estación de radio (XEB), y de 0,3 en una de televisión (XEWTV). Además, dentro de esos vocablos los mexicanismos eran prácticamente inexistentes: su frecuencia fue de 3, lo que corresponde al 0,01 por ciento del corpus.16 En las telenovelas, que fueron producidas en México en primera instancia para el público mexicano, aparecieron más mexicanismos,17 los que llegaron a un total de 30 frecuencias (0,1 %). Para España, en los informativos de televisión el porcentaje de palabras que no estaban registradas en el Diccionario de la lengua española (1992) fue de 0,42 (Florián López 1999:1 011); y en los de radio, de 0,13 (Ruiz Martínez 1999:1 269).
Finalmente, en la radio de Almería —nivel regional— el porcentaje correspondiente a la frecuencia de las palabras no incorporadas en el Diccionario es de 0,28 por ciento. Como señala López González (2001:§ 5.2.5.7), esto revela «una situación de alto apego a la norma léxica» del diccionario académico. De nuevo, como en los casos anteriores, la gran mayoría de las voces no registradas son comprensibles a nivel internacional,18 y su uso parece lo suficientemente frecuente y general como para que —como dije a propósito de los informativos de nivel internacional— muchas de ellas fueran incluidas en los diccionarios.
He tratado de mostrar que la lengua española tiene vocación de unidad. Esta vocación, no impuesta, como en la época colonial, se manifiesta en la nueva comunidad hispánica de naciones independientes que surge a partir de 1898, y se mantiene hasta la actualidad. Por su parte, los medios de comunicación masiva, de la imprenta a la Internet, favorecen la convergencia lingüística por motivos económicos, políticos y culturales. El alcance y la penetración de los medios han creado la posibilidad de que los hispanohablantes, por primera vez en la historia, puedan escuchar diferentes dialectos en su propia casa, y los confronten con el suyo. Esto tal vez conduzca a superar la actitud glosocéntrica de imaginar que el mejor español es el propio, el del país o la región donde uno vive.
Dentro de este panorama, me he referido a las críticas que se han hecho a los medios, sobre todo a la televisión, en relación con el aparente mal uso que hacen del español. Por el contrario, a partir de investigaciones recientes que abarcan televisión, radio y prensa de nivel internacional, nacional y regional, he mostrado, con datos estadísticos confiables, que el lenguaje que se utiliza en los programas o textos de noticias de radio, televisión y prensa e incluso en las telenovelas, es denso —incluso a veces en exceso— y tiene una riqueza léxica semejante a la de una persona culta.
También he mencionado las discusiones que ha habido recientemente en relación con la unidad o la diversidad de la lengua, y con la posibilidad de utilizar un español neutro. Al respecto, los responsables del español que se usa en los medios —escritores, corresponsales, editores— parecen buscar un lenguaje que sea comprensible a nivel internacional, por audiencias cada vez más extensas o por un número mayor de lectores. La convergencia lingüística tiene una clara confirmación estadística en relación con el empleo del léxico de uso restringido a un país o una región, o el uso de palabras de origen no hispánico —que he llamado ismos: mexicanismos, neologismos o extranjerismos, entre otros—, cuya frecuencia es tan baja que resulta poco significativa. El léxico de nivel internacional se utiliza incluso en los medios de alcance nacional o regional en los cuales los ismos son, de nuevo, muy poco frecuentes.
Los medios, de acuerdo con su alcance, requieren emplear un español en los espacios internacional, nacional y regional. Los responsables lo saben muy bien, y por eso se preocupan por la corrección del estilo de los textos, y rechazan con frecuencia los localismos o los extranjerismos, de acuerdo con su audiencia o sus lectores. Las decisiones que tomen se deberían basar, en lo que respecta al léxico, en la distribución de las variantes geográficas en los países hispánicos y en el peso demográfico de los mismos, y no en un modelo único, como en la época colonial. Por eso hemos propuesto la redacción de un diccionario internacional en el que estén representados, equitativamente, todos los países y regiones hispánicas: un diccionario en el que habrá no sólo venezolanismos, colombianismos o argentinismos, sino también españolismos, voces exclusivas de España, como ordenador o jersey (por computadora y suéter, de uso más general). Los medios nos pueden ayudar a aprender nuevos sinónimos, variantes geográficas que no están en los libros correspondientes, como volante, dirección, manubrio o timón; como apartamento, departamento o piso; o como acera, banqueta, andén o vereda. Y si la más usual es la primera, todos tendremos que aprenderla e incorporarla, por lo menos, a nuestro léxico pasivo.19 En todo caso, la responsabilidad no es sólo de los medios: debemos compartirla todos los que estamos interesados por la lengua española y por su situación actual frente a otras lenguas en esta aldea mundial donde vivimos todos.
La lengua hablada, como sabemos, va también desde el ámbito regional hasta el nacional y el internacional. La lengua española común, la internacional, siempre se ha nutrido y enriquecido con los usos nacionales y estos, a su vez han asimilado y difundido la riqueza expresiva de los regionalismos. Así se ha formado nuestra lengua. Las fuentes originales latina y griega se enriquecieron con arabismos. Cuando el español se habló en América recogió nuevas voces, como cacique, tomate, chocolate o cancha. Estas palabras pudieron migrar gracias a que las decían y las escribían los viajeros. Su difusión, difícil sin duda, por las condiciones de la época, no impidió que fueran adaptadas y aceptadas por quienes jamás las habían escuchado, y que se extendieran por todo el mundo hispánico e incluso fueran asimiladas por otras lenguas. De esta manera enriquecieron nuestro idioma, nuestra visión del mundo. Los medios no tienen por qué usar un lenguaje limitado o empobrecido. El español de todos, el que he llamado internacional, debe nutrirse de los usos nacionales y regionales. Pidamos a los medios que los difundan y que, si es necesario, los expliquen.20 De esta manera se mantendrá la unidad pero se evitará la uniformidad. Así nos enriqueceremos todos con las palabras de todos.