La normalización de las entradas en los diccionarios de ámbito geográfico restringidoManuel Alvar Ezquerra
Catedrático de Lengua española de la Universidad Complutense de Madrid (España)

La confección de un diccionario supone la aceptación, de entrada, de una serie de normas que el lexicográfo debe aceptar y respetar a lo largo de toda la obra para que ésta tenga coherencia y sistematicidad, y para que pueda cumplir con su principal cometido: ser útil al usuario.

Por supuesto, las normas que siga el diccionarista han de ser las mismas que posea el público al que va destinado. Si no es así, deberán ser explícitas para que no haya la menor la duda, y para que quien vaya a buscar una información que le interese no se encuentre en un laberinto en el que no halle no la salida, sino tan siquiera la entrada.

Una de las primeras tareas con que se han topado los autores de diccionarios ha sido la de establecer un orden de los elementos recogidos en el interior del repertorio léxico, para acompañarlos de las informaciones pertinentes que sirvan a quien acuda a consultarlo. De ahí que a lo largo de la historia de la lexicografía hayan existido dos tipos de obras, las que ordenaban el léxico conceptualmente y las que lo hacían formalmente. Unas y otras han tenido sus ventajas y sus inconvenientes, que no nos son desconocidas: agrupar las voces relacionadas entre sí por su contenido o por la cosa designada, o acumularlas de acuerdo con un orden formal fácil de memorizar y encontrar; y ahí residen también las dificultades, pues no siempre el usuario tiene la misma idea que el diccionarista de la manera de organizar o concebir la realidad extralingüística, ni siquiera de la materia lingüística, o puede suceder también que la ordenación formal no permita llegar a la palabra que se necesita en un momento determinado.

Por fortuna, la vieja oposición que viene dividiendo los diccionarios —y a sus autores— durante siglos y siglos, y que en la moderna lingüística ha tenido su interpretación en una de las dicotomías más conocidas, formuladas por Ferdinand de Saussure, parece que está desvaneciéndose por las posibilidades que nos ofrecen las nuevas tecnologías: las posibilidades de búsqueda en los diccionarios electrónicos, en especial en los que ya circulan bajo el formato de CD-ROM, nos permiten no sólo acceder al contenido del diccionario a través de las palabras de las entradas (lo cual respondería al modelo formal anterior, reproduciéndolo bajo otro formato), sino también a lo contenido en las diferentes definiciones que acompañan a las entradas (lo cual, con los defectos que todavía existen, respondería al modelo conceptual en buena parte, aunque aún no están desarrolladas las herramientas adecuadas para este tipo de búsquedas en los diccionarios en CD-ROM), además de permitirnos otras pesquisas hasta ahora insospechadas, a no ser mediante un paciente rastreo manual: por ejemplo, a través de la lengua de origen, del ámbito geográfico, de la especialidad en que se usa, etc., por no hablar de las facilidades que permite el empleo de máscaras y comodines para llegar a formas desconocidas, o para agrupar voces con elementos comunes (si no fuera porque se trata de un pasatiempo que consiste en eso, en pasar el tiempo, estaríamos ante una sencillísima manera de resolver crucigramas, por ejemplo).

La consolidación del orden alfabético para distribuir las entradas en un diccionario es muy reciente, y a lo largo de la historia ha estado sometido a criterios muy distintos, según las concepciones de los propios autores sobre el modo de ordenar los signos, y las diferencias que había entre ellos, en lo que ha influido no poco el valor fónico de las letras.

Uno de los usos más particulares que se ha hecho del alfabeto es el orden seguido por Gonzalo Correas en su Vocabulario de refranes y frases proverbiales (el original es de 1627), que ha traído de cabeza a los modernos editores de un repertorio sólo conservado manuscrito en diversas copias. El orden que utilizó Correas en el Vocabulario de refranes no respondía a un capricho pasajero, sino a una decisión meditada que explicará un poco más tarde en su Ortografía kastellana nueva i perfeta1: las letras se dividen en varias clases, a la primera pertenecen las cinco vocales, a, e, i, o, u, y son las primeras del abecedario porque son las más nobles (excuso la justificación de la secuencia de las letras en cada clase); a la segunda clase pertenecen r, l, n, s, z, x, d, que Correas llama finales porque son las que pueden utilizarse a final de sílaba y de palabra, pudiéndose pronunciar alguna de ellas sin vocal que la acompañe (fueron llamadas semivocales por los griegos y latinos), razones por las que deben ir antes del resto de las consonantes; a la tercera clase pertenecen f, g, b, k, p, t, v, llamadas liquidantes por Correas ya que pueden combinarse con las líquidas del grupo anterior; y a la cuarta clase pertenecen m, rr, ch, ll, ñ, y h, que no se pueden pronunciar sino delante de vocal, por lo que las llama antevocales2. Al pasar el texto por la imprenta, los editores se han debatido entre seguir el orden utilizado por el autor, o el más común en la lengua, ya que de emplear el de Correas se hacía difícilmente manejable la obra, o si se actualizaba se perdían las primitivas intenciones del compilador. Éste fue el criterio de la edición de Miguel Mir3, el casi paleográfico fue el empleado por Louis Combet4, quien lo justifica escribiendo:

Planteábase en primer lugar el problema de la presentación del texto, con la triple alternativa de la modernización total (ed. de 1924), de la modernización parcial (ed. de 1906), o de la conservación íntegra del texto tal como aparecía en el ms. Hemos visto ya los inconvenientes de los dos primeros métodos. A las razones precitadas, venía además a añadirse la consideración de la personalidad profesoral de Correas y de la originalidad de sus teorías gramaticales, las cuales, si bien siguen la vía abierta por Nebrija, llegan mucho más lejos en cuanto a fonetismo. Modernizar el texto del manuscrito ¿no sería privar a los investigadores modernos de una muestra valiosa de las teorías del catedrático salmantino aplicadas a una obra importante? No se me escapa que el conservar la disposición del ms. original hace más difícil el manejo del libro; pero si se considera que no existe, en lo que toca a los refranes, un método de clasificación absolutamente satisfactorio, y que la dificultad sube de punto en el caso de la colección de Correas, integrada por un material de extraordinaria heterogeneidad, se comprenderá que la reproducción íntegra del original tenía, desde el punto de vista científico, considerables ventajas. Transcribo pues exactamente el manuscrito, indicando entre corchetes el comienzo de cada una de sus páginas (a las que remiten las notas cuando en ellas se cita el texto del mso.). Además, para hacer más fácil la consulta, se reproduce arriba de las páginas de la izquierda el alfabeto de Correas, con lo cual podrá orientarse sin mayores dificultades el lector, ya prevenido y culto, al que se dirige la presente edición.5

Cuando, más de un siglo antes, Nebrija había acometido la confección de sus diccionarios grandes hubo de plantearse la cuestión del orden de las letras para presentar sus materiales, cuestión que no debió formularse en los repertorios menores que elaboró antes y después del Diccionario y del Vocabulario, pues el volumen de su contenido no representaba un gran inconveniente para buscar las palabras ordenadas alfabéticamente. Tampoco se planteó el problema en el anterior Universal vocabulario de Alonso de Palencia (1490), ya que el orden que se seguía era el que había, alfabético, en el diccionario latino que traduce y que consta en la columna de la izquierda de su repertorio en español y latín.

Así, en el Vocabulario español-latino (de ¿1495?) del maestro nebrisense, no sólo hay que buscar las combinaciones de ch tras todas las de c, sino que el valor de esta letra hace que primero aparezcan las secuencias de c + a, c + o, c + u, y después las de ç + a, c + e, c + i, ç + o y c + u, en una sucesión que no es difícil de comprender; otro tanto hace con la g, anteponiendo las secuencias con el valor de /g/ a aquellas en que tiene el valor /c/, debiéndose buscar las palabras por las combinaciones ga, gue, gui, glo, go, gr, gu, ge, gi. Es más, para facilitar la búsqueda al lector, cada columna del repertorio va encabezada por las combinaciones de dos letras con que comienzan las palabras que hay en ellas, de modo que no resulta muy difícil dar con lo buscado. Como es bien sabido, tampoco Nebrija se dejó llevar por la inercia en la secuencia de las letras, y explicó su valor en el libro primero de la Gramática castellana (1492).

Algo más complicado resulta encontrar lo que se busca en el diccionario de uno de sus seguidores, el Vocabulista aráuigo en letra castellana de fray Pedro de Alcalá, impreso como complemento del Arte para saber ligeramente la lengua arábiga (Granada, 1505), en el que las voces se siguen con el criterio nebrisense, no en vano es la fuente de su elenco, pero introduciendo un nuevo factor de ordenación: se agrupan las palabras de cada letra por categorías gramaticales, de modo que para encontrar una voz cualquiera hemos de ir al lugar que corresponda por el alfabeto (a, b, c, d, e, etc.), y allí buscar entre los verbos, los nombres (sustantivos y adjetivos; el artículo el está entre los nombres), los adverbios, y las conjunciones y las preposiciones, y dentro de cada categoría se ha de mirar por la secuencia alfabética aludida, de manera que si no se presta un poco de atención puede encontrarse el lector buscando entre los términos de una categoría diferente a la que desea encontrar, por lo que en el encabezamiento de cada página se indica cuál es la categoría y la secuencia de letras que se registran.

El modelo de Nebrija es el que seguirá, por ejemplo, Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana o española (Madrid, 1611), aunque con no pocas transgresiones debidas a la poca firmeza gráfica del canónigo de Cuenca, y a que, en ocasiones, aparecen consecutivamente palabras de la misma familia que, de haber seguido un orden alfabético estricto, hubiesen figurado en lugares muy separados del diccionario. La misma manera de ordenar los materiales es la que apareció en la segunda edición de la obra (Madrid, 1674). Cuando se ha editado modernamente el Tesoro, se ha respetado el criterio del autor, «cosa imprescindible tratándose de un texto de su índole»6. En el índice final de las palabras consignadas en el repertorio que puso Martín de Riquer al final de su edición, la ç sigue a la c y precede a la ch, mientras que en el Index verborum de John M. Hill7 la c y la ç son tratadas como si fueran la misma letra, sin que se presente ninguna justificación, salvo la de que «se ha guardado el orden rigurosamente alfabético»8, y de que Covarrubias utiliza unas letras por otras en el interior del cuerpo de la obra.

Podría citar algunos casos más para hacer ver lo arduo de la labor del diccionarista, junto a los problemas físicos para ordenar los materiales, una vez que se admite y consolida el orden alfabético, ya que el contenido de los diccionarios no sólo es labor de acarreo, por más que ello haya sucedido con mucha frecuencia, sino que también hay incorporaciones nuevas que no encuentran bien el lugar a donde ir, a falta de ordenadores electrónicos que nos pongan automáticamente cada cosa en su sitio, o de papeletas que ir introduciendo en ficheros, pues no se empiezan a utilizar hasta muy avanzado el siglo xviii, tanto que el Diccionario de Autoridades se confeccionó según la manera tradicional de trabajar, pero esto son cuestiones que he tratado en otra parte y que no afectan directamente a lo que deseo exponer hoy.9

Los inconvenientes con que se han tropezado los autores de diccionarios a lo largo de la historia han sido muchos, y la cuestión de la forma de las palabras, y la secuencia de las letras, ha estado siempre presente en su quehacer, tanto que no son pocos quienes han elaborado diccionarios y manuales de ortografía. Por eso he recordado aquí a Nebrija o a Correas, cuya preocupación por la labor diccionarística y por la ortografía tal vez sean independientes; no se dejen en el olvido los padecimientos que tuvo la Academia durante la impresión del Diccionario de Autoridades, y cómo poco tiempo después de finalizada aquella ingente labor tuvo que hacer una Ortografía, antes incluso que la Gramática. Había que normalizar el uso de la lengua, necesidad mucho más fuerte por cuanto ya se habían completado los últimos grandes cambios fonológicos de la lengua, que exigían una nueva ortografía, acorde con la nueva pronunciación.

La forma de las palabras en los diccionarios parecía haber quedado resuelta con la Ortografía académica, salvo cuestiones de menor importancia, y que, por supuesto, no afectan al orden alfabético, salvo en las modificaciones que se han producido desde el siglo xviii, aunque no afectan grandemente al conjunto. Sin embargo, la incorporación de los regionalismos en los diccionarios generales, y, sobre todo, la aparición de repertorios consagrados exclusivamente a voces de uso regional, volvió a poner estas cuestiones sobre la mesa de quienes se lanzaron a hacer diccionarios de ámbitos geográficos reducidos, regionalismos, localismos, etc.

Con escasos antecedentes, la lexicografía regional del español se inicia durante el siglo xix10, y pese al interés por la afirmación regionalista, no se hace hincapié en la necesidad de normalizar el léxico regional, pues está constituido por palabras que pertenecen a la masa léxica de la lengua, y su representación gráfica no tiene por qué seguir unas normas diferentes. Se acepta lo establecido sin que parezcan surgir razones suficientes para hacerlo de otra manera. Es más, de ese modo se pueden parangonar fácilmente las hablas regionales a la general, y contribuir a su enriquecimiento.

La representación gráfica de los regionalismos, o de las voces usadas en una determinada región aunque pertenezcan al caudal general de la lengua, parece tomar un nuevo rumbo cuando se utilizan los repertorios lexicográficos como algo más que un instrumento para la descripción lingüística, y se ven rodeados de intenciones de otra índole que no vienen al caso, o se convierten en el instrumento de afirmación regionalista frente a la lengua general, que se toma como un medio de opresión o de nivelación con el que se pretende eliminar lo patrimonial y diferenciador del ámbito en cuestión.

Con el primer diccionario de regionalismos peninsulares, el Ensayo de un diccionario aragonés-castellano,11 Mariano Peralta pretendía contribuir al enriquecimiento del repertorio académico, al cual consideraba demasiado centralista, actitud que también representa Jerónimo Borao, autor de otro diccionario de aragonesismos.12 Pero una cosa son las intenciones de aquellos primeros autores de colecciones de palabras regionales, y otra los resultados que podemos observar en las obras que siguieron, especialmente las que nos llegaron un siglo después.

Al acometerse la confección de repertorios de carácter regional, especialmente durante la segunda mitad del siglo xx, los diccionaristas se han visto en la necesidad de tomar una decisión en la representación de las formas, para lo que se ha seguido alguno de estos criterios:

  1. normalizándolas conforme a las reglas generales de la lengua,
  2. representando la pronunciación de una manera más o menos fiel a través de los caracteres normales de la escritura, o bien mediante unos signos adecuados para la necesidad sin una base científica,
  3. acudiendo a un sistema de transcripción fonética.

Las soluciones adoptadas en la lexicografía regional se dirigen en todos los sentidos, por lo que las muestras son muy variadas, incluso con graduaciones en el paso de una a otra.

En su Vocabulario del dialecto murciano, Justo García Soriano13 prefirió poner un amplio estudio introductorio explicando las características dialectales del habla de la región, y así tuvo menos problemas para poner en la nomenclatura de su repertorio las formas con un alto grado de normalización, pese a que pretendía reflejar los ragos dialectales más acentuados (vulgarismos generales, modificaciones debidas al influjo del oriente peninsular, y cambios propios del murciano), siempre dentro de la consideración del murciano como una variedad del castellano14. Ésas son las razones por las que encontramos en el interior del Vocabulario el reflejo de la pronunciación vulgar o rústica como en las entradas chirrío ‘chirrido’, delantará ‘delantarada’ (pero hay moñigada, no moñigá, por ejemplo), der ‘del’, guisque ‘guizque’, moo ‘modo’, muanza ‘mudanza’, vainte ‘veinte’, vesita ‘visita’, etc.; e incluso formas más dialectales, como esfalijar ‘desvalijar’ o zalabre, que remite a salabre, y otras.

Jesús Neira y M.ª Rosario Piñeiro, al confeccionar su Diccionario de los bables de Asturias15 quisieron hacerlo bidireccional, castellano-bable y bable-castellano, de manera contrastiva entre lo regional y lo general, lo cual les obligó a tomar decisiones diferentes para cada una de las partes:

En él [el Diccionario Castellano-Bable], la palabra castellana aparece con su equivalente bable en sus distintas variantes […] Las características fónicas, morfológicas y léxicas sitúan muchas veces a un vocablo en una zona muy concreta y lo excluyen de otras. Pensemos en contraposiciones como fichu / jiyu / fiu; santu / sentu / sontu; casas / cases / casis; tsuna / chuna / lluna; morréu / morrió / morrú; molineiro / molineru / moliniru […] La lectura atenta de algunos de los artículos de este diccionario nos permitirá profundizar en la peculiar distribución geográfica de fenómenos léxicos, fonéticos o morfológicos. Como en la lengua las palabras no están aisladas sino en múltiples conexiones con otras, se remitirá, siempre que se ha juzgado necesario, las referencias de un vocablo a otros. De esta manera, el diccionario se hace más vivo. Sólo dentro de una red múltiple, las palabras van precisando su sentido.

La organización de la segunda parte (Diccionario Bable-Castellano) es más simple y esquemática. La palabra bable aparece sólo con su definición o en sus diferentes acepciones. Aunque naturalmente este vocablo tiene una localización concreta en una o varias zonas de Asturias, esto no se indica en el diccionario bable-castellano. Tampoco se anotan las variantes propias de otras hablas, como igualmente no se incluyen los derivados, frases o refranes, pero todo esto puede encontrarse bajo la voz castellana a la que remiten las palabras que aparecen en mayúsculas en la definición.

En el Diccionario Bable-Castellano sólo se incluyen las palabras que difieren del castellano. No incluimos las que coinciden semántica y fonéticamente con él (casa, vaca, puente), o se diferencian únicamente en la vocal final -u / -o (perru / perro), -i / -e (esti / este) o en la pérdida de la -d (salud / salú). De este modo hemos conseguido aligerar notablemente esta segunda parte del diccionario. Pero estas voces, coincidentes total o parcialmente con el castellano, no por ello dejan de ser tan bables como las demás, porque así aparecen espontáneamente en el uso diario. Estas concordancias son lógicas si se tiene en cuenta el origen y la historia de los bables. Algunas son producto de una evolución común desde los orígenes (casa, fuente, agosto), otras proceden de penetraciones y adaptaciones del castellano antiguo o moderno. No se puede pretender que lo “más asturiano” es lo que más se aleja del castellano. Lo peculiar de los bables es la diversidad. Los finales en -o, -e, -as son legítimamente bables, de algún bable, como las en -u, -i, o -es de otros. Así río, agosto, mayo, verano, vino… son formas habituales en la mayoría de los bables del centro, aunque puedan parecer castellanizantes a hablantes orientales o de Occidente. Pero su asturianidad se señala bien a las claras cuando se combina en el discurso con otras voces exclusivamente bables: “agosto sicu, morgaces y cistu”; “en mayo quema la vieya el tayo”; “ñon se pesquin truchas a bragas enxutas”. Sólo para quien está fuera del sistema chocan agosto con sicu, mayo con tayo, pesquin con truchas o bragas.16

Si los repertorios de léxico de ámbito regional van destinados a un público especializado, el interés es tanto léxico como fonético, produciéndose una solución híbrida que termina por no satisfacer a nadie; unos no consiguen encontrar con facilidad lo que buscan, y otros no ven la utilidad de un remedo que no lleva a ninguna parte. Algo de esto es lo que sucede con el Diccionario extremeño de Antonio Viudas Camarasa17, en cuyo «Prólogo» explica el autor: «Ante todo, con el Diccionario extremeño se pretendió confeccionar un instrumento útil al servicio de otros investigadores de las hablas hispánicas, con el fin de que se pudiera comprobar, fácilmente, si una determinada voz tenía vigencia en algún punto del territorio extremeño». Y añade, «hemos seguido un criterio fonético para elaborar este Diccionario extremeño»18, para lo cual se elimina la grafía v del sonido /b/, utilizando sólo la b, para la aspiración de la s y otras consonantes implosivas, así como para la aspiración del sonido /c/ se emplea la h, que se alfabetiza en su lugar, el yeísmo se representa con y que también se alfabetiza en su lugar, y se prescinde de la grafía h cuando no representa sonido ninguno, de modo que se encuentran palabras como cahtilleho para representar el castillejo general, zabihondo para el sabiondo general, bertedera para la vertedera, huego para el fuego, engüerar para enhuerar, ehcaldao para escaldado, abellana para avellana, etc., pero a la vez hay un picabuey terminado en una y con la que no sabemos a qué atenernos, o dos formas para una misma voz, como perigallo y perigayo, o grafías como la de zefrar o ziquiroque mientras que para ese sonido habitualmente se emplea ce o ci, o acentuaciones como la de pié, etc., que no hacen más que sembrar las dudas en los usuarios y la desconfianza en los investigadores a los que se destina el repertorio.

Más estricto se pretende el anterior Vocabulario de la Alta Alpujarra de María Jesús García de Cabañas19, confeccionado con unas intenciones más objetivas, para lo que «se han excluido deliberadamente todas aquellas palabras que, perteneciendo al español general y no aportando ninguna novedad en su significación, alteran su forma con fenómenos fonéticos varios. Se han evitado en nuestro vocabulario casos de aféresis, como lacena; de prótesis, como dir, ayunque; de epéntesis, como toballa; equivalencias acústicas, como golver, agüelo, güerta, etc., y, en general, cualquier cambio o cambios que alteren una palabra sin afectar su significado, como caloroso, ilesia, anque, ande, desanchar, ñudo, paralís, etc., etc., que tanto pueden engrosar un vocabulario dialectal y que, en la mayoría de los casos, son fenómenos comunes al lenguaje vulgar de toda España», y añade la autora que «cada vocablo va en transcripción fonética para dar más fiel idea de la realidad de cada palabra y de su pronunciación. Para estudiar la pronunciación se han utilizado cuantos medios técnicos estuviesen a nuestro alcance […]»20. De esta manera el sonido de c + a, o, u se representa como k y se alfabetiza en su lugar, y otro tanto sucede con el sonido de c + e, i, /q/, que se incluye en el lugar de la c, y no en el de la z como también hubiera sido posible, mientras que el sonido /š/ se ordena tras todas las combinaciones de /q/, al tiempo que se utiliza una amplia serie de signos del alfabeto fonético de la Revista de Filología Española, completados con una serie de diacríticos, y que hacen imposible buscar una palabra a un no especialista, y sufrir incluso a los especialistas. Valga como muestra de esta obra, y de otras que ponen las entradas en transcripción fonética, un par de páginas elegida al azar (Figura 1).

Figura 1: Dos páginas elegidas al azar de la Revista de Filología Española.

La transcripción fonética de las entradas no es algo nuevo, y responde a los principios científicos con que la filología realizaba las descripciones de hablas regionales. La podemos encontrar en el «Vocabulario» con que Fritz Krüger acompañó su monografía sobre San Ciprián de Sanabria hace casi ochenta años21, y en el cual «van sólo incluidas palabras cuyo interés no es simplemente fonético»22. El modelo se repite, por ejemplo, y para la misma variedad lingüística, en el «Vocabulario» que hay en el estudio sobre El habla de Babia y Laciana de Guzmán Álvarez23, aunque no respetó minuciosamente todas las realizaciones, ya que «de los vocablos que únicamente difieren de los castellanos en la variación del timbre vocálico, no se expresan más que aquellos que sirven de ejemplos en los fenómenos correspondientes»24, y es que, podríamos añadir, el léxico es una cosa y la fonética otra, aunque vayan muy unidas, especialmente en las descripciones que encontramos en las monografías de las hablas dialectales, de las cuales tenemos abundantes ejemplos para todos los dominios del español. No debemos confundir las necesidades de estos trabajos, en los cuales, evidentemente, se recoge léxico aunque no siempre con una finalidad lexicográfica, con las de los vocabularios, léxicos, diccionarios, etc., de ámbito geográfico reducido.

En algún repertorio se muestran las entradas léxicas señalando únicamente los rasgos fonéticos que se consideran más importantes en la zona descrita, independientemente de que sean propios de ella, o únicamente reflejen una pronunciación vulgar, ni siquiera dialectal, haciendo caso omiso de cualquier otro fenómeno, como hemos visto que hizo Justo García Soriano. Una muestra de ello puede consultarse en otro elenco de la misma región, el bien elaborado Vocabulario del noroeste murciano de Francisco Gómez Ortín25, en el que se pueden ver entradas como atartana(d)o, ná(da), caú(z), chamarí / chamaril / chamarís (z), encapa(d)or, horma / holma, jeja / geja, jelimohi / jilimoji / jilimoje, orujate / urujate, pelús / peluz (pero no pelú), pensa(d)o: no querer a uno ni pensao ni solostrao, resurtí(d)a, ro(d)illa / ruiya, rojiá(da) / rujiá(da), seroná(da), y muchos ejemplos más que se pueden encontrar. Bien es cierto que cada forma va también alfabetizada en el lugar correspondiente, donde se indica si se trata de una variante fonética, remitiendo a la entrada bajo la que se puede encontrar, que responde a la normalizada según las reglas generales de la lengua, con lo que, por un lado, se está ofreciendo una buena copia de variantes formales, y, por otro, se muestra cuál es la forma preferida, cuando no se indica en la definición, como, por ejemplo, en bresca, definida como ‘brisca, juego de naipes’, en ejajar ‘desgajar (DRAE), separar con violencia la rama del tronco donde nace’, en ejracia ‘desgracia’, en tenajero ‘tinajero […]’, etc., pues de haber sido normalizadas, hubieran sido la forma general en la lengua, y no hubieran tenido que aparecer en el repertorio: es una manera de recoger variantes que se habrían perdido de haber llevado la sistematización hasta sus últimas consecuencias. «Este libro engarza la diferencia con lo que es común en la geografía del español y ensancha el número de palabras usadas y no registradas antes en ningún sitio conocido.»26

Esa solución intermedia fue también la empleada por Jesús Álvarez Fernández-Cañedo en el «Vocabulario» que puso en su monografía sobre el habla de Cabrales27, tal vez porque era la que aparecía en el vocabulario del Concejo de Colunga que elaboró Braulio Vigón28, en el que figuran entradas como barbullaú, ada ‘barbotado’, chispu ‘borracho’, deu ‘dedo’, dexasa ‘dejarse’, güeu ‘huevo’, lición ‘lección’, midir ‘medir’, pitase ‘empollarse los huevos’, xunta ‘junta’, etc. Sin embargo, el de Jesús Álvarez Fernández-Cañedo es algo más complejo, pues junto a entradas en las que se representan las variantes de la palabra (como abezau, ezá, -ezada ‘acostumbrado’, amistá ‘amistad’, apartasi ‘apartarse’, biyanu, -ana ‘villano’, costieya ‘costilla’, durmir ‘dormir’, empliau, -pliá, -pliada ‘empleado’, maúru, -ura ‘maduro’, pasasi ‘pasarse’, etc.), hay otras en las que se emplea algún signo que no es de nuestro sistema gráfico, lo cual, en un primer momento causa sorpresa, y hay que ir al lugar correspondiente del estudio para saber lo que representa: la ö es el signo empleado para la o labializada (por ejemplo, en buö ‘buey’, delincuönti ‘delincuente’, puör ‘poder’, toyuözu ‘hoyo donde se cuece la cal’, yadronzuöpu ‘ladronzuelo’, etc.), además de utilizar otros signos fonéticos (como abašu ‘abajo’, ešuncir ‘desuncir’, embrušar ‘embrujar’, embo.royar, estrébede.s, to.ntu, etc.). Algo similar, aunque sin utilizar signos fonéticos especiales —salvo la indicación con una tilde de la sílaba tónica de todas las palabras—, es lo que hizo Ángel Ballarín Cornel en su Vocabulario de Benasque29, en el que encontramos formas como ansuélo ‘anzuelo’, brincá ‘brincar’, cansáu ‘cansado’, dído ‘dedo’, escribí ‘escribir’, féixo ‘haz’, morí ‘morir’, mósa ‘moza’, práu ‘prado’, síncha ‘cincha’, tucxxx-xooo 'voz para detener al asno’, etc., etc.

Un paso más adelante dentro de los vocabularios regionales lo representa el que puso Manuel Alvar en su monografía sobre el español de Tenerife30, en la cual las entradas están normalizadas con arreglo al sistema gráfico general, y a continuación se ofrece la transcripción de la pronunciación de la voz, separando lo que es de interés para la fonética y la dialectología, de lo que es de interés para la lexicología y la lexicografía, por muy dialectales que sean. Más adelante, Alfonso Reta Janariz31, al estudiar el habla de Eslava, prefirió poner sólo la transcripción fonética estrecha, con supresión de algunos signos, acompañando a las voces de su «Vocabulario» que lo requerían32.

La presencia de la transcripción fonética parece menos necesaria cuanto más cercano sea el sistema descrito al sistema general de la lengua, como ocurre cuando se confeccionan vocabularios de regiones castellanas, por más que el castellano haya sido muy olvidado en la lexicografía española, como puso de manifiesto hace muchos años don Vicente García de Diego, sin que se haya puesto remedio a la situación.33 Fernando González Ollé normalizó totalmente las entradas del extenso vocabulario de su monografía sobre La Bureba,34 justificándolo de la única manera posible:

Para las voces coincidentes con el Diccionario de la Academia se adopta la forma que en él presentan; para las no contenidas en él, la que presumiblemente tendrían. Es decir, no figuran las meras variantes fonéticas debidas a la pronunciación descuidada, incorrecta, vulgar, etc., porque su inclusión en el presente vocabulario supondrían multiplicar indebidamente la extensión de éste. Además resultaría innecesario, ya que la pronunciación burebana coincide plenamente con la del castellano vulgar común y, en algunos rasgos más típicos o marcados, ya ha sido descrita en el estudio fonético. Por la misma causa se ha podido prescindir, sin grave inconveniente, de la transcripción fonética, cuya adopción, en este caso, presentaba serios inconvenientes tipográficos, económicos, etc.

Tienen cabida, sin embargo, las variantes que me parecen de carácter estable o comprobada aceptación general en el espacio estudiado o las que son debidas a cruces con otras palabras, etimología popular, etc., causas que aseguran la estabilidad y posible perduración de la nueva forma.35

A la vista de las numerosas recopilaciones de términos regionales en que se ha normalizado la entrada según la ortografía general, y cuya relación es imposible —además de innecesario— hacer aquí, parece que la mejor solución desde el punto de vista lexicográfico, por las razones que hemos venido viendo, aunque de vez en cuando se dejen ver algunos de los rasgos que se consideran peculiares del habla representada, o, simplemente, son vulgarismos, como los pocos que registra José S. Serna en su repertorio manchego36 (por ejemplo, azaite ‘aceite’, azaituna ‘aceituna’, defunto ‘difunto’, esgarro ‘desgarro’, esvalijar ‘desvalijar’, meaja ‘miaja, migaja’, sudaera ‘sudadera’, y muchos más). Antonio Lorenzo, Marcial Morera y Gonzalo Ortega en su Diccionario de canarismos37 justifican la normalización ortográfica cuando escriben que «todos los repertorios de voces dialectales plantean, lógicamente, algunos problemas ortográficos que obligan a tomar determinadas decisiones en este sentido. En el presente diccionario hemos seguido los criterios siguientes. Cuando se trata de una voz hispánica, nos atenemos a la ortografía académica […] Las palabras que presentan sistemáticamente aspiración procedente de f- inicial latina, tienen doble entrada (hincarse / jincarse, hosco / josco, huyón / juyón), aunque la definición se ofrece en la ortografía con j, por ser la que corresponde a la voz realmente usada. A las palabras en cuya formación entra el prefijo des-, aunque frecuentemente se pronuncian sin la d inicial (desconchar / esconchar, destarrar / estarrar, descamisar / escamisar) se les da entrada en este diccionario por dicha letra. Asimismo, queremos señalar que los verbos terminados en -ear se ortografían de esta manera, pese a que en la pronunciación popular dicho grupo vocálico se realiza como diptongo: pulear / pilpiar, gemiquear / gemiquiar»38.

Cuando en los últimos años del siglo xx han comenzado a publicarse los tesoros léxicos de las hablas regionales, el problema de la normalización gráfica ha tomado una nueva dimensión ya que los materiales que han empleado tienen una procedencia muy dispar, y con un valor muy diferente. Unas veces, las informaciones procedían de atlas lingüísticos en los que prima la representación fonética de cada uno de los sonidos de la palabra; otras, eran de repertorios en los que se intenta ofrecer un remedo del habla popular; otras, de obras sin apenas interés lingüístico ya que estaban confeccionadas con otros fines, etc. Por otra parte, la fiabilidad de esos mismos materiales tampoco es homogénea, pues unas veces han sido recogidos por solventes filólogos y otras por meros aficionados incultos movidos solamente por un respetable amor al terruño, aunque sin preparación filológica alguna, por no hablar de eruditos con unos conocimientos mal adquiridos e interpretados que cometen las mayores tropelías en nombre de unos conocimientos que desconocen, o jubilados que encuentran refugio en las palabras para matar las horas de tedio o hacer presentes todos sus recuerdos y saberes prácticos.

Si quienes han elaborado los tesoros hubiesen dado cabida a las formas léxicas tal como las encontraban hubiésemos tenido unas obras perfectamente inútiles con unos contenidos tan heterogéneos como sus fuentes. Por ello ha sido necesario uniformar los datos y hacerlos manejables por los usuarios, por más que éstos sean en buena medida especialistas.

Como es bien sabido, el primero de los tesoros léxicos amplios de hablas regionales fue el del español de Canarias39. Sus autores manejaron el ALEICan40, donde las palabras están transcritas fonéticamente, y para pasarlas al repertorio les dieron una transliteración que respetase, en la medida de lo posible, la representación de la pronunciación, aunque se alfabetizaron bajo la entrada con la forma normalizada según la grafía general de la lengua, de manera que, por ejemplo, bajo la entrada ventolina encontramos la forma bentolina, bajo verde las formas berde y belde, bajo cerro se halla serro, bajo cruceta se encuentra kruceta, bajo revolcar, reborkar, rebolká y rebolkar, bajo sucio, susio, bajo mardicionento, mardisionento, bajo mermeja, melmeja (no hay remisión a bermeja, ni de ésta a mermeja), bajo estafador aparecen las variantes ahtafador y ettafador, bajo plateado, platiado, etc., etc., pudiéndose encontrar abundantes ejemplos más, aparte de las numerosísimas, y necesarias, remisiones internas, como desde la entrada habobo a abobo, abubo, altabobo, habugo y jabugo, desde hanequín a henequín, tollo, anequín y janequín, desde lante a adelante, adelante y lantre, desde roba a roa y roda, etc., etc. Los autores de la obra lo han dejado claramente explicado:

Se ha realizado una transcripción ortográfica de la mayoría de las entradas, respetando en las subentradas las variantes fonéticas que pudieran interesar como, por ejemplo, las que reflejan la oscilación en la pronunciación entre sordas y sonoras, los cierres de las vocales, etc. […]

La consonante velar sorda se registra en la subentrada generalmente transcrita con k, mientras que en la entrada, para conservar el orden alfabético, se ha convertido en c o qu según los casos. La velar sonora aparece siempre, en la subentrada, como g, mientras que en la entrada puede convertirse en gu o g siguiendo la grafia correspondiente. Cuando los vocablos contienen una h aspirada, se han transcrito ortográficamente con ésta, sin ella, o con j, según la indicación del DRAE, del DICC.MAN o de otros léxicos canarios. Por último, en las subentradas, la s y los pocos casos de z que se documentan se recogen, respectivamente, como s y como z, mientras que la interdental fricativa sorda q puede aparecer como c o como z según las distintas grafias.41

Cuando Eugenio Miguélez publicó uno de estos tesoros, aunque en su título no lleve la palabra tesoro, el Diccionario de las hablas leonesas (León, Salamanca, Zamora)42, explicó cuál había sido su criterio para dar un carácter unitario a lo que encontró en las fuentes de que partía, y eso que no fueron muchas las empleadas por él, al menos en comparación con los tesoros de otros ámbitos:

Los vocabularios de Babia y Laciana, de San Ciprián de Sanabria y de Cabrera Baja muestran la representación fonética de los vocablos. Me ha parecido más práctico unificar la grafía con los demás vocabularios. Sin embargo, he conservado los dos fonemas consonánticos no coincidentes con los castellanos. Así, la prepalatal fricativa sorda se respeta con la representación gráfica de “š”, cuando esos vocabularios y el del Valle Gordo la incluyen. En cuanto a la dentoalveolar africada sorda, considero que el grupo castellano “ts” puede representarla con suficiente aproximación. Cuando alguna palabra se diferencia en vocabularios distintos sólo por uno de estos fonemas, incluyo las dos formas. Habrá de entenderse que la forma con dicha prepalatal o dicha africada pertenece a los vocabularios que he citado. En el orden alfabético, la dentoalveolar africada sucede a tr, como en castellano. En cuanto a la prepalatal fricativa sorda, coloco tras la s las palabras que inicia (como hace Concha Casado), pero cuando dicho fonema va en interior de la palabra, se identifica a efectos de orden alfabético, con la s, por servidumbre hacia el ordenador.

Por no multiplicar las entradas por variantes nimias del mismo vocablo en vocabularios diferentes, he optado por unificar dichas variantes cuando se trata de las neutralizaciones o-u, e-i átonas finales, o r-l del infinitivo, a favor de las grafías del vocabulario que tomé en primer lugar. Lo mismo puede entenderse de la doble forma de los verbos reflexivos o pronominales en ase-arse. Conste, sin embargo, que Ángel Iglesias Ovejero en El habla de El Rebollar refleja siempre u-i-l respectivamente, y otros autores prefieren también representar la relajada final O-U como u. De todos modos, es bien sabido que en todo el ámbito del leonés, al sur de la Cordillera Cantábrica, la -o final es relajada y cerrada, por lo que todas las palabras de cualquier vocabulario que represento con -o final igualmente podía haberlas escrito con -u, y viceversa. Las variantes b-v, h-no h las he resuelto a favor de la que me pareció etimología más correcta. Si he respetado las terminaciones -áu, no lo he hecho con -ao, por considerarla forma coloquial del castellano -ado. Variantes con otros fonemas sí he procurado respetarlas.43

Como se ve a través de esas líneas, con el criterio seguido se pretende respetar las informaciones originarias, aunque dando cuenta de lo diferenciador con respecto a la norma general, lo caracterizador de las hablas leonesas, a la vez que se sutituye la transcripción fonética por el sistema gráfico generalizado. Por otro lado, no parece muy convincente, por falta de objetividad, que en algunas palabras la grafía que se adopte sea la del «vocabulario que tomé en primer lugar».

En cierta medida puede considerarse un tesoro lexicográfico, aunque de ámbito muy restringido el más antiguo Diccionario dialectal del Pirineo aragonés de Gerhard Rohlfs44, en el que, pese a lo reducido del ámbito geográfico ha seguido unos criterios parecidos a los que estamos viendo, aunque, por el carácter más especializado podría haber optado por otras soluciones: «Excluyo los vocablos que pertenecen a la lengua nacional (castellano o español) o se diferencian solamente un poco, por banal o regular variación fonética, del lenguaje común […] La transcripción que empleamos corresponde al sistema castellano (prescindiendo de una transcripción fonética). Con la grafía x (cf. cat. caixa, deixar, moix, ximple) se expresa la prepalatal fricativa sorda que en francés se escribe con ch (chanter, poche, vache) […]»45. Además, señala con diéresis los hiatos en que hay vocales cerradas, como en aürrar ‘ahorrar’ o aürtá ‘abortar’.

Para la elaboración del Tesoro léxico de las hablas andaluzas46 preferí poner todas las piezas léxicas que encontré con arreglo a las normas gráficas generales, independientemente de la forma que hubiera en las fuentes utilizadas (transcripción fonética en los atlas y otros repertorios, grafías aproximativas a la pronunciación, etc.), lo cual me llevó, en muchas ocasiones, a la modificación del contenido de fuentes de una gran implantación o reconocimiento —pese a sus defectos— como el Vocabulario andaluz de Antonio Alcalá Venceslada47, sobre todo cuando la interpretación etimológica obligaba a ello, por más que en la obra no figure la etimología de los términos acopiados: no se trata de un repertorio etimológico, que dejo a quienes se encuentren con fuerzas para ello, sino estrictamente lexicográfico, aunque el lexicógrafo, entre sus cometidos, se vea en la necesidad de acudir a la etimología para interpretar adecuadamente las informaciones que le llegan y poderlas ofrecer de manera objetiva. Ello me obligó a poner un sistema de referencias internas para llevar al usuario al lugar correcto. Es cierto que de esta manera se han elaborado los materiales, del mismo modo que se han modificado multitud de definiciones para no repetir constamente informaciones similares (han quedado muchas otras muy próximas, que tal vez se refieran a lo mismo, pero para las que no disponía de datos suficientes como para proceder a la reducción). Todo ello quedó explicado en el «Prólogo»:

El Tesoro léxico de las hablas andaluzas, insisto, es un repertorio de carácter léxico, por lo que, siempre que ha sido posible, hemos procurado que las palabras consignadas tengan una grafía normalizada, lo cual nos ha llevado a corregir la forma que figura en las fuentes de las que partimos. Así, por ejemplo, en el Vocabulario andaluz de Alcalá Venceslada figuran los artículos acerrear y aserrear (‘iniciar el rebuzno asnal’ y ‘rebuznar’, respectivamente) que se agrupan bajo la primera de esas formas, o velbajo y velvajo —con definiciones y localizaciones diferentes—, cuyo contenido encontrará el lector ahora entre las demás informaciones de berbajo, que no está en ese repertorio, pero sí en otros (la Academia registra la forma, aunque con un sentido diferente); y en otra de nuestras fuentes puede figurar un berrugate, que consignamos como verrugate, o bizcornear y viscornear en otro de los repertorios, que agrupamos bajo la primera de esas formas, suciambre y zuciambre con la misma definición, ‘suciedad’, y en la misma localidad, que recogemos sólo bajo la que aparece en primer lugar, etc. En todas las ocasiones mantenemos la referencia del lugar en que lo hemos encontrado por más que la grafía que proporcionamos no se encuentre allí. En cualquier caso, en este Tesoro incluimos un envío interno desde la forma de la cual partimos a la forma donde registramos las informaciones para que el usuario no se encuentre totalmente desasistido en sus búsquedas.

Bien es sabido que las hablas andaluzas presentan una ingente cantidad de fenómenos fonéticos que modifican la estructura de la palabra, y van más allá de las meras alteraciones fonéticas para afectar a cuestiones de morfología y de léxico. También en este caso, se ha procurado restituir una grafía normalizada, o que podría serlo, salvo cuando se afectaban otros niveles de la descripción lingüística. Hemos actuado así no con la intención de someter a reglas, de normalizar, nuestras hablas (lo cual queda fuera de nuestras intenciones por diversas razones que ahora no vienen al caso), sino con la de proporcionar al usuario un sistema de consulta que fuera fácil de entender y de manejar (de este modo salación, ‘relámpago’ y ‘rayo’, o esalación documentadas en el ALEA, se han incluido como exhalación, aunque remitiendo desde esas otras formas). Por otro lado, a ello nos han obligado nuestras mismas fuentes, que no siguen un criterio uniforme, ni siquiera en el interior de cada una de ellas, con lo cual las repeticiones bajo formas distintas son frecuentes; por ejemplo, en el Vocabulario andaluz de Alcalá Venceslada encontramos en un lugar la voz descorregirse, definida como ‘desarreglarse. Refiérese principalmente a la diarrea’, y en otro escorregirse, ‘tener cámaras de vientre’; y en ese mismo repertorio s. v. capa aparece de media capa con la definición ‘persona que no es ni de la plebe ni de la clase media’, mientras que la entrada media capa tiene el sentido de ‘pelantrín, pequeño propietario’ —en esta ocasión mantenemos las dos formas bajo la entrada capa—; y también de este repertorio salona ‘vasija de barro de cabida de algo más de media arroba, que sirve para trasegar el vino y vinagre’ y zalona ‘vasija grande, de barro sin vidriar, de boca ancha y con una o dos asas’. Es lo mismo, bajo dos formas diferentes y con definiciones distintas. Inconsistencias de este tipo se encuentran a lo largo de todos nuestros materiales, lo cual nos ha obligado a unificar criterios, manteniendo una sola entrada (para los ejemplos anteriores, descorregirse, zalona), aunque con referencias internas para llevar al lector hasta el lugar adecuado (desde escorregirse se remite a descorregirse y desde salona a zalona), con una sola definición —tras la entrada normalizada— que nos acerque de la mejor manera posible al sentido descrito (‘desarreglarse, tener cámaras de vientre’ para el primer caso de nuestro ejemplo). Pero no siempre el trabajo ha sido cómodo, pues, en ocasiones, se ponían al descubierto contradicciones, como ocurre con desmoticar y esmoticar, definidas por Alcalá Venceslada de la misma manera bajo las dos formas, pero la primera como propia de Jaén, y la segunda general de la región, o con desmosar y esmosar, la primera sólo de La Guardia (J.) y la segunda sin especificación geográfica ninguna, o con despicar y espicar, la primera de Belalcázar (Co.) y la segunda general, etc. […]

En otras ocasiones no ha sido posible poner la forma normalizada, pues se presentaban varias posibilidades; por ello, se encontrarán entradas como almodá, que es almohada, aunque no se deberían descartar totalmente interpretaciones como almodada, o incluso almodal por un hipotético cruce con cabezal, entre otras razones porque es uno de los valores que tiene. Y así también figuran almodán, almodilla y almodón.48

Me he permitido copiar esta larga cita del «Prólogo» de la obra por el interés que tiene para las cuestiones que se han de tratar en esta mesa redonda, de modo que se vea la complejidad del problema, que no puede resolverse de un solo plumazo. Es más, la dificultad no se acaba ahí, pues quedan fuera del repertorio variantes fonéticas que de haberse seguido otros criterios hubieran tenido cabida en él, como puedan ser, por ejemplo, las diferentes realizaciones de árbol (arbo, albo, álbol, álbol).

Durante la redacción de la obra tuve que dar cuenta de la marcha de los trabajos, y expliqué cómo las variantes fonéticas pueden trascender sus límites y afectar a la morfología, y a la expresividad, por lo que las determinaciones que se tomen han de ser bien meditadas para no modificar en un ámbito lo que pertenece a otro: «restituimos la correcta escritura en multitud de casos, como en las terminaciones -ao que han pasado a serlo en -ado, hemos devuelto la d- que se había perdido en muchas palabras comenzadas por des- (esaborido, esbaratar, escabezar, esancadodeszancado—, esrenguido, esferulado, esgargaritado, esnuclar, etc.), hemos deshecho las fusiones fonológicas, como f < s + b (por ejemplo, en efarrar, efalagar, efarriar, efabado, esfancar, esfaratar, esfareto, etc.) […] Con el fin de facilitar las búsquedas, y para no empobrecer los datos, en muchas ocasiones remitimos desde la forma documentada hacia la forma que empleamos en nuestro Tesoro […] En alguna otra ocasión hemos preferido dejar la voz tal y como estaba debido a su expresividad, a su empleo general, a que no se trataba de un uso exclusivamente vulgar, etc. (por ejemplo, ¿cómo hacer de un manúo, con toda su carga despectiva, un cursi manudo?)»49. Pese a lo dicho entonces, y en otros casos como malafollá, la normalización recomendaba las soluciones manudo y malafollada, cuya expresividad se percibe fácilmente no sólo por una pronunciación más o menos vulgar, sino también por la formación misma de las palabras. Es el continuo tejer y destejer para volver a tejer del quehacer lexicográfico.

En todos los casos, los tesoros no pueden sustraerse completamente a lo caracterizador, a lo que los hablantes regionales consideran normal en su ámbito, por lo que las remisiones internas en este tipo de repertorios son muy frecuentes, aumentadas por el caudal de variantes morfológicas, no sólo fonéticas, que deben tenerse en consideración, y que no pueden perderse sin desvirtuar la imagen léxica de las variantes lingüísticas que se están recogiendo.

La cuestión de la norma lingüística en los diccionarios no se ciñe exclusivamente a la forma de las palabras, por muy importante que ésta sea, sino también a otros aspectos no léxicos, algunos de los cuales han sido aludidos antes. Así, por ejemplo, no resulta infrecuente encontrar entre las columnas de los diccionarios formas del paradigma de algunas voces, en especial de los verbos irregulares, como ayuda para que los usuarios puedan encontrar aquello que buscan, o, únicamente, para proporcionales una información sobre elementos lingüísticos que les son desconocidos. De esto ya me ocupé en un largo trabajo50, donde, entre otras cosas, decía que

Ello sucede en cualquiera de los diccionarios “grandes” y, por supuesto, en los bilingües: en la nomenclatura del DGILE el lector podrá encontrar formas como anduve, quepo o sepa51; en la del DUE están las entradas cupe; cupiste, fui, fuiste, fue, fuimos, fuisteis, fueron o yergo, yergues, etc.52 Por supuesto, no deben confundirse esas cabezas de artículo (aunque en muchas ocasiones esté truncado) con otras formas no canónicas, pero que responden a usos particulares, tal como sucede en bastantes ocasiones con los participios irregulares. No querría dejar de señalar que en el Diccionario de Autoridades (1726-1739) las anomalías de los verbos formaban artículo independiente (quizás sea ésa la explicación de todas las que perduran hoy), pero fueron suprimidas en la primera edición reducida de la obra (1780).

En el reciente Diccionario del español actual de Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos53 no aparecen esas formas paradigmáticas, por la concepción misma del diccionario —estricta en los principios lexicográficos— y por el público al que va destinado, que se supone conocedor de la morfología del español, la verbal y la no verbal, y que, además, dispone de otras obras de consulta para solventar las dudas de este tipo que puedan presentársele.

El carácter especial de la presencia de las formas paradigmáticas en el cuerpo del diccionario queda manifiesto por el tipo de informaciones que las acompañan, ya que, frente al resto del léxico definido en metalengua de contenido, son voces en las que se da cuenta en metalengua de signo: se explica su uso, su valor gramatical, no su significado.

Si podemos encontrar este tipo de entradas en los diccionarios generales de la lengua, no habrá de sorprendernos que también aparezcan en el interior de los diccionarios que dan cuenta de las hablas regionales. Y junto a esos elementos, podremos hallar otras variantes, considerando que todo aquello que se aparta de la norma general forma parte, necesariamente, de lo particular, lo regional, lo propio y diferenciador, sin detenerse a considerar que esas manifestaciones que no pertenecen a la norma de la lengua pueden ser normales en el uso de la lengua en cualquier lugar en que se hable. Así, por ejemplo, podemos encontrarnos con las formas salirá y salirán del verbo salir54.

De lo expuesto se deduce que, de una manera u otra, es necesaria una normalización de las entradas, especialmente en su forma gráfica, ortográfica, para que los repertorios de hablas dialectales, regionales, etc., puedan cumplir con sus cometidos de atender las necesidades de sus destinatarios. La normalización será tanto más necesaria cuanto el público al que vayan dirigidos esos diccionarios sea más extendido.

La transcripción fonética es sólo válida para especialistas, y no es una solución totalmente satisfactoria para búsquedas léxicas, ya que, de todos modos, sólo representa una pronunciación ideal, por muy fonética que sea, o responde a la de un solo individuo que se toma como representativo de la comunidad descrita. Ello, por otra parte, no deja de ser un intento de normalización, aunque bajo una apariencia distinta, porque ¿cómo se puede poner una sola representación fonética cuando el habla de una comarca, de una región, no es sino el conjunto de hablas muy diversas?, ¿no se debería interpretar eso como el modelo de pronunciación, esto es, la pronunciación correcta en ese ámbito geográfico?

No se debe olvidar que una cosa son las monografías de carácter regional, local, etc., donde la pronunciación constituye una parte importante, y otra cosa es el léxico. La fonética y el léxico pertenecen a niveles de análisis lingüístico diferente, y no pueden entremezclarse en los diccionarios sin conducir a inconvenientes, por no hablar de errores, confusiones, etc. Por ello, no puedo estar totalmente conforme con lo que dice Miguel Ropero para las letras de los cantes flamencos: «Existen, sin duda, algunos fonemas con sus correspondientes variedades alofónicas, que son característicos del andaluz; sin embargo, cualquier escritor que quiera reflejar el habla peculiar de Andalucía o de las coplas flamencas, sin recurrir a la transcripción fonética o fonológica que sólo serían comprendidas por especialistas, se encuentra con el problema de que no existe una norma gráfica ni ortográfica para expresiones peculiares andaluzas o flamencas».55 Poco antes había escrito que «la sistematización de grafemas es tanto más necesaria cuanto que cada día son más abundantes las publicaciones sobre temas andaluces y flamencos».56 Y es que una cosa es el reflejo escrito de la pronunciación, castiza, y otra cosa es que exista una norma gráfica para el léxico, pues del mismo modo se podría afirmar que no hay una norma gráfica para la entonación, ni para otros elementos que intervienen en la comunicación oral.

Llegados a este punto, entramos en otra parte de la cuestión, que cae fuera de mis intereses actuales, y que ha hecho correr no poca tinta desde hace mucho tiempo, la del reflejo literario, y escrito, en general, de la expresión de hablantes dialectales y rústicos, llegando a crear verdaderos estereotipos en los que se exageran unos rasgos y se omiten otros, consolidándose, como sucedió con el sayagués, y el hablante rústico en el teatro del Siglo de Oro, un modelo ajeno a la realidad lingüística. En la creación literaria es difícil diferenciar lo dialectal de lo vulgar, y el «castellano medio popular va a ser —con su arcaísmo ocasional, con su plebeyez constante— lo que caracterice, ya, a toda nuestra literatura mal llamada dialectal. Literatura vulgar, en castellano vulgar, salpicada por dialectalismos que afloran, allí donde la espontaneidad suele contaminarse menos, en el léxico»57.

Nos estamos moviendo, tal vez imperceptiblemente, en dos dobles planos, el de la lengua y el del habla, el de la lengua y el de las hablas dialectales, regionales, etc. ¿Cómo se puede normalizar la expresión de una manera diferente a la de la lengua? ¿Cómo someter a reglas la pronunciación, cuando lo característico de ésta es su variedad, y la de la norma es su uniformidad? ¿O es que queremos conferir el rango de lengua, con todas sus propiedades, a lo que no es más que un conjunto heterogéneo de realizaciones? En este caso no estaremos sino cayendo, de nuevo, en aquello que no servía, pues si se busca la normalización de la expresión hablada porque las grafías generales no nos valen ¿por qué habría de servir la nueva norma? Toda solución que se busque en este sentido no dejará de ser un mal remedo de la pronunciación verdadera, para la que sólo vale la transcripción fonética. Cualquier otra solución que se busque no dejará de ser un mero artificio (lexicográfico, literario…) para poner de relieve algún rasgo que se quiera destacar, nada más, prescindiendo de las demás características de la pronunciación.

La escritura, todos lo sabemos, es insuficiente para dar cuenta de la lengua hablada, y la normalización únicamente es posible cuando concurren otras circunstancias que hacen que una modalidad lingüística sea una lengua. En el plano estrictamente léxico, para que sean homogéneas y comparables entre sí todas las variedades habladas, para que sepamos cuál es la riqueza léxica de la lengua, la única representación posible es a través de las normas gráficas generales que son las que dan trabazón y consistencia a la lengua, a la vez que hacen que sea estable y durable, permanente y sólida, que resista al paso del tiempo, independientemente de que con la escritura, y para otros fines, deseemos reflejar hechos de habla, pero ya no estaremos hablando del léxico sino de otras cosas diferentes, por muy lingüísticas que sean. Y nada de ello debe ser obstáculo para que lleguemos al conocimiento de toda la riqueza léxica de la lengua, «pues hay infinidad de voces que nunca se escribieron y que escondidas en oscuros rincones aclaran grandes zonas de la historia lingüística o proyectan nueva luz sobre la vida del lenguaje, mucho más movible y activa de lo que permite ver el criterio normativo de los gramáticos»58.

No olvidemos que la lengua escrita es la referencia fija, especular, de cualquier modalidad lingüística hablada, que se arraiga en la conciencia de los hablantes y actúa como elemento de unión de todos aquellos que hablan una misma lengua, a pesar de sus variaciones, que se producen porque está viva, pues en las lenguas muertas, desde nuestra perspectiva actual, ya no puede producirse la variación. Cualquier hablante, independientemente de la modalidad lingüística que emplee, se identifica con los demás hablantes de la lengua a través de la forma escrita, común a todos, y una normalización supone la condena de unos usos y la aceptación de otros, lo que contradice uno de los principios de la descripción lingüística, que no hay unos usos mejores y otros peores. El diccionario, como reflejo de la lengua, y garantía de su pervivencia, debe reflejar la norma, la que sea, pero una; lo demás es objeto de otras parcelas del análisis y descripción lingüísticos.

Las consideraciones que he venido exponiendo surgen al enfrentarnos con diccionarios que quieren dar cuenta de la lengua hablada. Sin embargo, son muchos los repertorios cuyo punto de partida no es la lengua hablada, sino la escrita, y, entonces, el problema no aparece porque se ha trasladado de lugar: el diccionario registrará únicamente aquello que haya encontrado documentado, y, como la escritura suele respetar las normas gráficas generales, estaremos ante formas normalizadas, contribuyendo, además, a la fijación de la lengua. Recuérdese cómo el Diccionario de Autoridades se concibió para fijar la lengua, tomando como modelo el buen uso de los escritores. Es cierto que carecemos de una literatura dialectal, por lo que difícilmente se podrán concebir diccionarios documentados en textos dialectales, pero no es menos cierto que disponemos de repertorios de ámbito geográfico restringido basados en textos escritos de carácter regional, folclórico, castizo, en los cuales la representación de las entradas refleja la forma general, la normal, en la lengua, con escasas desviaciones.

En ese sentido cabe mencionar el Vocabulario andaluz de Antonio Alcalá Venceslada,59 ampliamente ilustrado con citas de textos escritos, así como la nueva generación de diccionarios de algunas zonas del español de América, el extenso Diccionario ejemplificado de chilenismos y de otros usos diferenciales del español de Chile de Félix Morales Pettorino, Óscar Quiroz Mejías y Juan Peña Álvarez60, y el no menos amplio Diccionario de Venezonalismos dirigido por María Josefina Tejera61, en los que la forma de las entradas no planteó problemas, pese a que para la redacción del segundo también se hicieron encuestas orales. Es más, en el «Estudio preliminar» que la investigadora venezolana puso al frente de su obra se lee: «El Diccionario que aquí se presenta es descriptivo, es decir, no pretende imponer una norma, aunque en cierta manera, esta tarea no escapa a ninguna obra de este tipo, pues no es posible evitar que los lectores tomen como preceptos las informaciones que se dan allí. Sin embargo, nada ni nadie podrá alterar la actitud especial que tiene el venezolano ante su lengua, una actitud que se caracteriza por la completa libertad de creación, justificada por necesidad expresiva o lúdica». Y continúa: «Esta actitud que se hace más patente cuando se trata de ordenar la gama variada de matices y de expresiones que ofrece cada unidad léxica, es muy difícil de plasmar en un diccionario, porque al ordenar y rotular se clasifica lo que en el lenguaje oral es fluctuante, dudoso, sobreentendido o sugerido. El lexicógrafo se siente impositivo o arbitrario cuando reduce por primera vez la libertad del lenguaje a las fórmulas limitadas de las convenciones de un diccionario. Otras veces, cuando la palabra ya ha sido consignada en otros estudios ya distantes en el tiempo, sorprende el giro inesperado de su trayectoria en el transcurrir histórico»62. Sobra cualquier comentario a esas explícitas palabras, si bien hay que decir que se incluyen algunas entradas dobles, o variantes de una voz, remitiendo a la forma que se considera más aceptable63 (por ejemplo, la entrada burrundanga que remite a burundanga, u hobo, ovo, que, además, remite a jobo, o manirote, manirota, o paltó-levita, paltolevita, o pantry, pantri, o tunebo, tunevo, o sumbí que remite a zumbí, y algunas otras).

Si la pretensión de la obra es, además, de carácter histórico, será necesario dar cuenta de cuantas variantes se hayan documentado de cada voz, como sucede en el Amerikanistisches Wörterbuch de Georg Friederici,64 en el que las variantes son muy numerosas, y no sólo por el hecho de ser de carácter diacrónico, sino también por los inconvenientes para representar palabras que nunca antes habían sido escritas (véase, por ejemplo, bajo la entrada ceyba las variantes la çeyba, el céiba; ceýba, ceyva, veyua, ceíba, ceiba, çeiva, ceiba puchotl; ceybo, ceibo, ceivo; seiba, séiba y zeyva, bajo mango las variantes mangu y magu, bajo yacón, yakón, llacón y yacuma, y otras muchas que se encuentran en cada página de la obra).

Deseo terminar esta intervención con las palabras que utilizaba Antonio Narbona para concluir un trabajo sobre cuestiones parecidas a las que he tratado hoy:

la incorporación o pérdida de una forma o un vocablo, etc., no es algo que se impone o produce de repente, de una vez por todas y en todos los usuarios; la aceptación o asunción, parcial o total, de cualquier innovación o variación por los miembros de una comunidad emana de una especie de acuerdo o consenso, casi nunca explícito, que se produce con el paso del tiempo, y, claro es, básicamente por razones de conveniencia, interés, eficiencia y rentabilidad, En definitiva, todos los que forman parte de una comunidad idiomática (no por igual, claro es) participan en el avance o retroceso de cualquier cambio. Y lo hacen porque comprueban a cada paso que con las acomodaciones de ciertos rasgos y con el abandono de otros no tienen nada que perder, ni siquiera dosis de identidad, y sí bastante que ganar; entre otras cosas, el sentirse integrados, desde su(s) peculiar(es) modo(s) de hablar el español, en una única y superior norma panhispánica, de la que no parece que los andaluces tengan el menor interés en distanciarse o separarse, lo que, además, iría contra la historia y la realidad misma de Andalucía, que ni lingüísticamente ni desde ningún punto de vista puede, ni quiere, considerarse periférica.65

Notas

  • 1. Salamanca, Jacinto Tabernier, 1630. Hay una reproducción facsimilar moderna, Madrid, Espasa-Calpe, 1971. Véase lo que dice en la p. 64, y la relación de las letras en la p. 65.Volver
  • 2. Véase la explicación en las pp. 65-75 de la obra, a continuación de las cuales se explica cómo de deben pronunciar y cómo se deben enseñar.Volver
  • 3. Madrid, 1924, en la «Advertencia para la segunda edición» (la primera había aparecido en 1906); hay una reproducción moderna con prólogo de Víctor Infantes, Madrid, Visor Libros, 1992.Volver
  • 4. Burdeos, Institut d’Études Ibériques et Ibéro-américaines, 1967.Volver
  • 5. Página X del «Prólogo».Volver
  • 6. Cfr. la p. XIII de las palabras preliminares que puso Martín de Riquer al frente de la edición que preparó, Barcelona, Horta, 1943.Volver
  • 7. Index verborum Covarrubias Orozco: Tesoro de la lengua Castellana, o española. Madrid, 1674-1673, Indiana University Studies, Bloomington, 1921.Volver
  • 8. En la p. IV del «Prólogo».Volver
  • 9. Véase lo que expuse en «El largo viaje hasta el diccionario monolingüe», Voz y Letra, V-1, 1994, pp. 47-66.Volver
  • 10. Me remito a lo que dije en «Lexicografía dialectal», Estudios de Lingüística. Universidad de Alicante, 11, 1996-1997, pp. 79-109.Volver
  • 11. Zaragoza, 1836; reimpreso en Palma de Mallorca, 1853. Disponemos de una edición facsimilar de esta salida, Madrid, El Museo Universal, 1984.Volver
  • 12. Diccionario de voces aragonesas, precedido de una Introducción filológico-histórica, Zaragoza, Imprenta y Librería de D. Calisto Ariño, 1859, aumentado por el autor en 1884, Zaragoza, y completado con una lista de palabras de la Litera de Benito Coll y Altabás, y otra de palabras de uso en Aragón hecha por José Valenzuela de la Rosa, Zaragoza, Imprenta del Hospicio Provincial, 1908.Volver
  • 13. Justo García Soriano, Vocabulario del dialecto murciano. Con un estudio preliminar y un apéndice de documentos regionales, Madrid, Bermejo 1932; reed. Murcia, Editora Regional de Murcia, 1980.Volver
  • 14. «Estudio preliminar», p. LXVI.Volver
  • 15. Oviedo, IDEA, 1989.Volver
  • 16. «Prólogo», pp. 15-16.Volver
  • 17. 2.ª ed., Cáceres, ed. autor, 1988.Volver
  • 18. Pág. XXXII de la «Introducción».Volver
  • 19. Madrid, Real Academia Española, 1967.Volver
  • 20. En las palabras preliminares.Volver
  • 21. ritz Krüger, El dialecto de San Ciprián de Sanabria. Monografía leonesa, Madrid, CSIC, Anejo IV de la Revista de Filología Española, 1923.Volver
  • 22. En la nota de la p. 119.Volver
  • 23. Madrid, CSIC, Anejo XLIX de la Revista de Filología Española, 1949.Volver
  • 24. En la nota de la p. 267.Volver
  • 25. Murcia, Editora Regional de Murcia, 1991.Volver
  • 26. José Muñoz Garrigóas y José Perona, «Los vocabularios murcianos», apud Ignacio Ahumada (ed.), Vocabularios dialectales. Revisión crítica y perspectivas, Jaén, Universidad, 1996, pp. 83-100; la cita procede de las p. 94.Volver
  • 27. Jesús Álvarez Fernández-Cañedo, El habla y la cultura popular de Cabrales, Madrid, CSIC, Anejo LXXVI de la Revista de Filología Española, 1963.Volver
  • 28. Braulio Vigón, Vocabulario dialectológico del Concejo de Colunga. Edición preparada por Ana María Vigón Sánchez, Madrid, CSIC, Anejo LXIII de la Revista de Filología Española, 1955.Volver
  • 29. Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 1971.Volver
  • 30. Manuel Alvar, El español hablado en Tenerife, Madrid, CSIC, Anejo LXIX de la Revista de Filología Española, 1959.Volver
  • 31. El habla de la zona de Eslava (Navarra), Pamplona, Diputación Foral de Navarra, Institución Príncipe de Viana, 1976.Volver
  • 32. En la p. 109 del libro.Volver
  • 33. Véase lo que expuso en «El castellano como complejo dialectal y sus dialectos internos», en Revista de Filología Española, XXXIV, 1950, pp. 107-124.Volver
  • 34. Fernando González Ollé, El habla de La Bureba. Introducción al castellano actual de Burgos, Madrid, CSIC, Anejo LXXVIII de la Revista de Filología Española, 1964.Volver
  • 35. En la p. 54 de la obra.Volver
  • 36. José S. Serna, Cómo habla La Mancha. Diccionario manchego, 2.ª ed., Albacete, Imprenta Cervantes, 1983.Volver
  • 37. La Laguna, Francisco Lemus, 1994.Volver
  • 38. En las «Advertencias» de la obra, p. 16.Volver
  • 39. Cristóbal Corrales Zumbado, Dolores Corbella Díaz y M.ª Ángeles Álvarez Martínez, Tesoro lexicográfico del español de Canarias, Madrid, Real Academia Española-Gobierno de Canarias, 1992; 2.ª ed., 3 vols., 1996.Volver
  • 40. Manuel Alvar, Atlas lingüístico y etnográfico de las Islas Canarias, 3 vols., Madrid, Cabildo Insular de Gran Canaria, 1975-1978.Volver
  • 41. En las «Advertencias», pp. 15-16 de la primera edición; el texto no se cambió para la segunda salida de la obra.Volver
  • 42. 2.ª ed., León, Monte Casino, 1998. La primera edición es de 1993.Volver
  • 43. Pp. VIII-IX de la «Introducción» de la obra.Volver
  • 44. Zaragoza, Institución Fernando El Católico, 1985.Volver
  • 45. Página XVII.Volver
  • 46. Madrid, Arco/Libros, 2000.Volver
  • 47. Andújar, 1933; 2.ª ed., Madrid, Real Academia Española, 1951; reimpresión, Madrid, Gredos, 1980; otra edición facsímil de la de 1951, con un anexo de más de setecientas autoridades literarias inéditas recogidas por el autor, con estudio preliminar de Ignacio Ahumada, Jaén, Universidad de Jaén-CajaSur, 1998.Volver
  • 48. Esta larga cita procede de las pp. 12-14 del «Prólogo» de la obra.Volver
  • 49. En «El Tesoro del andaluz», apud Ignacio Ahumada (ed.), Vocabularios dialectales, citado, pp. 43-58; la cita procede de las pp. 47-48.Volver
  • 50. «Diccionario y gramática», Lingüística Española Actual, IV-2, 1982, pp. 151-212, después recogido en mi Lexicografía descriptiva, Barcelona, Biblograf, 1993.Volver
  • 51. Además de asgo, corrupto, entredije, inscripto y tinto que señalé en el comentario de mi Lexicología y lexicografía, Salamanca, Almar, 1982. Sin embargo no figura ninguna de las irregularidades del verbo aducir, por ejemplo.Volver
  • 52. En el comentario que ofrecí en mi Lexicología y lexicografía, recién citado, ya había anotado la presencia de repuse.Volver
  • 53. 2 vols., Madrid, Aguilar, 1999.Volver
  • 54. En el Vocabulario de las palabras y frases bables que se hablaron antiguamente y de las que hoy se hablan en el principado de Asturias, seguido de un compendio gramatical, de Apolinar de Rato y Hevia, Madrid, Tipografía de Manuel Ginés Hernández, 1891; existe una edición moderna aparecida bajo el título de Diccionario bable, Barcelona, Planeta, 1979, preparada por Ramón de Rato.Volver
  • 55. Miguel Ropero, «Problemas lexicográficos del andaluz», en Esperanza R. Alcaide, M.ª del Mar Ramos y Francisco J. Salguero (eds.), Estudios lingüísticos en torno a la palabra, Sevilla, Universidad, 1993, pp. 189-202; la cita procede de la p. 191.Volver
  • 56. Ibidem.Volver
  • 57. Manuel Alvar, Poesía española dialectal, Madrid, Alcalá, 1965, p. 20.Volver
  • 58. Manuel Alvar, Poesía española dialectal, citado, pp. 10-11.Volver
  • 59. Véase, por ejemplo, Francisco Manuel Carriscondo Esquivel, Literatura y dialectología. La obra de Antonio Alcalá Venceslada, Córdoba, Publicaciones Obra Social y Cultural CajaSur, 1999.Volver
  • 60. 4 vols., I y II, Valparaíso, Academia Superior de Ciencias Pedagógicas, 1984-1985, III y IV, Valparaíso, Academia de Playa Ancha de Ciencias de la Educación, Valparaíso, 1986-1987.Volver
  • 61. Caracas, Universidad Central de Venezuela-Academia Venezolana de la Lengua-Fundación Edmundo y Hilde Schnoegass, I, 1983, II y III, 1994.Volver
  • 62. Las citas proceden de las pp. XI-XII.Volver
  • 63. «Estudio preliminar», p. XXIII.Volver
  • 64. Georg Friederici, Amerikanistisches Wörterbuch und Hilfswörterbuch für den Amerikanisten, 2.ª ed., Hamburgo, Cram, De Gruyter and Co., 1960.Volver
  • 65. Antonio Narbona Jiménez, «Norma(s) y hablas andaluzas», en Actas de las jornadas sobre «El habla andaluza. Historia, normas, usos». Estepa, 24, 25, 26 febrero 2000, Sevilla, Ayuntamiento de Estepa, 2001, pp. 17-31; la cita procede de las pp. 30-31.Volver