El español como lengua de comunicación científicaJosé Manuel Sánchez Ron
Catedrático de Historia de la Ciencia de la Universidad Autónoma de Madrid (España)

¿Cual será el futuro de nuestra lengua, el español? Es ésta una pregunta que muchos no podemos evitar plantearnos, al menos de vez en cuando; exactamente, como no podemos evitar preguntarnos sobre lo que el futuro deparará a aquéllos, o ello, que nos es más querido. Pues bien, puestos a pensar en tal cosa, yo no me imagino que el español vea disminuida su influencia a lo largo de, digamos, los próximos cien años. Existe, no obstante, una sombra de duda en mi convicción. Me explico, más seguro que del futuro del español, lo estoy de que durante el siglo xxi aumentará la influencia de la ciencia y la tecnología, de la tecnociencia, utilizando el término acuñado en las últimas décadas, en la vida de todos los humanos que pueblan el planeta. Y, naturalmente, si hay algún idioma privilegiado en su relación con el conocimiento científico, éste llevará una ventaja importante en lo que se refiere a su salud y vigor. Recíprocamente, si alguno se encuentra en situación de inferioridad con la ciencia, él mismo sufrirá, por mucho que sean cientos de millones las personas que lo hablen, y no importa que la producción literaria sea abundantísima.

Y en este punto entra en escena el idioma español y la ciencia, porque si la historia enseña algo es que el desarrollo científico en España y, en general, en los países hispanoparlantes no ha sido, salvo excepciones (y aquí vienen a la mente casos como los de Santiago Ramón y Cajal, Bernardo Houssay o Leonardo Torres Quevedo), comparable al que ha tenido lugar en otras naciones. Más aún, a pesar de los innegables avances que se están produciendo en este dominio, todavía estamos lejos de los primeros puestos en una supuesta jerarquía científica internacional.

Y no se trata únicamente de las contribuciones concretas de los científicos hispanoparlantes. En parte como consecuencia de esa situación, en parte causa de ella (es como la pescadilla, que se muerde la cola), la relación de la ciencia con la sociedad, y en consecuencia con la cultura —que no es sino un fruto destilado, tamizado, por los usos, costumbres y saberes populares, sociales—, es francamente insatisfactoria. Y, asimismo, claro está, con la lengua, con el idioma, al fin y al cabo la expresión, históricamente elaborada, de una cultura. Al no ser nuestra relación con la ciencia ni frecuente, ni, en consecuencia, fácil; al ser ésta en alguna medida una extranjera en nuestra vida diaria, no la incorporamos a nuestro idioma, no adaptamos sus términos, ni, por supuesto, los creamos.

Al no ser productores de ciencia, no intervenimos en la creación de las nuevas palabras que constantemente aparecen, y que, inevitablemente, terminan irrumpiendo (afortunadamente cada vez más pronto) en nuestro idioma. Irrumpiendo es una expresión que transmite una sensación de una cierta violencia, y precisamente por ello la he elegido: porque al proceder habitualmente de idiomas muchas de cuyas raíces etimológicas y estructuras se han alejado hace tiempo del español, violentan nuestro idioma. Tomando como ejemplo el caso de la física, la nómina de casos es especialmente abundante: términos como espín, espinores, quark, gluón, gauge, escáner, transistor, SQUID (de Superconducting Quantum Interference Device), chip, bit (acrónimo de binary digit) o CD-ROM (de Compact Disc-Read Only Memory). Términos como éstos se insertan de manera natural en el idioma en el que han surgido (el inglés, normalmente), no, evidentemente, en otros, como el español. Lo que no impide que se introduzcan en ellos.

La pregunta es: ¿qué hacer?

Después de recibir un ejemplar del primer (y a la postre único) fascículo de la Guía de Traductores que a instancias del ingeniero, físico y matemático Esteban Terradas publicó el Instituto Nacional de Técnica Aeronáutica, en 1947, Vicente García de Diego, secretario perpetuo de la Academia Española, escribió a Terradas que lo había leído con sumo gusto, y que le había impresionado por su trascendental intento, por lo que dice y por lo que sugiere. Plantea García de Diego un problema que entre nosotros no ha tenido una exposición técnica, ni ha encontrado más que soluciones incoherentes. Frente a la tendencia divulgadora y chabacana de la sinonimia fácil, lo urgente era la distinción rigurosa de cada voz. Frente a la jactancia de la riqueza sinonímica de nuestra lengua se imponía una labor académica de fijación, medio único de dar precisión al idioma. Y añadía, por un complejo de inferioridad nacional y por un deficiente conocimiento de nuestra lengua se elige el cómodo camino de la aceptación pasiva de todo tecnicismo. El prestigio de lo extraño y el desconocimiento de que el nuevo tecnicismo importado no es un denominador exacto de la realidad, sino de un detalle saliente de ella, nos retrae de la traducción castellana, hallando defectuosa ésta por no ver que la nueva acepción o extensión de sentido es la misma que se ha dado en la lengua extraña. Sólo una seria colaboración de técnicos y lingüistas podría resolver el extranjerismo, que en algún caso habría que respetar como tecnicismo universal, y la masa de voces nuevas que podrían traducirse para no desfigurar y disolver una lengua que tan magníficos recursos de expresión ofrece.

Aunque los comentarios de García de Diego eran sensatos, un problema es que, por diversas razones, cada vez son más numerosos los extranjerismos que se imponen (no digo que habría que, necesariamente, respetar) como tecnicismos universales. La propia dinámica de la investigación científica y la estructura de la comunidad científica internacional hace que los nuevos términos sean asimilados rápidamente por científicos de otras lenguas maternas; asimilados rápidamente simplemente porque lo contrario sería una manifestación de inferioridad profesional. No hay que prescindir de la seria colaboración de técnicos y lingüistas de que hablaba García de Diego, para que trabajen en la dirección de proponer traducciones de la masa de voces nuevas que podrían traducirse para no desfigurar y disolver nuestra lengua; ahora bien, tampoco hay que hacerse demasiadas esperanzas acerca del éxito de semejante empresa. Y ello porque, como es bien sabido, los idiomas no se fabrican en ninguna Academia, sino en la calle, y en los distintos y muy variados grupos sociales que los manejan; son fruto de la vida, de las sociedades y culturas en las que esa vida tiene lugar. Y vivimos en un tiempo en el que las fronteras son cada vez más tenues; el tiempo, la era, de la globalización, con su subsiguiente uniformización e imperialismo cultural subyacente.

He dicho que los idiomas se construyen, entre otros lugares, en los distintos y muy variados grupos sociales que los manejan. Esto es especialmente cierto en lo que se refiere al lenguaje científico y técnico. No hace mucho, Julio Calonge expresó de forma magnífica la especificidad de éste:

Rechazamos con firmeza —señaló— el hecho de que el léxico científico y técnico pueda ser tratado como parte del vocabulario general de la lengua. Lo único que el léxico científico y técnico puede tener en común con el léxico general es su forma gramatical… [Existe] una profunda diferencia […] entre textos no especializados y especializados. Estos últimos son los que contienen un vocabulario que sólo puede comprender un grupo muy reducido de hablantes. Todos los textos sobre ciencias y tecnología reúnen estas características […] Si la ciencia es universal, hay que aspirar a que el léxico por medio del cual ella se expresa sea también universal. Someter el vocabulario científico a un proceso de regionalización es hacer un flaco servicio al posible desarrollo de la ciencia en la comunidad que llegue a ser víctima de tal desgracia. Si nuestros científicos se apartaran, por poco que fuera, del vocabulario científico universal, jamás podrían ser leídos ni entendidos por el resto de la comunidad internacional, con lo que se pondrían límites artificiales a la expansión misma de la lengua.

Julio Calonge, «El lenguaje científico y técnico», en La lengua española, hoy, Manuel Seco y Gregorio Salvador, coords. [Fundación Juan March, Madrid, 1995], pp. 175-186.

Si fuéramos productores de ciencia, el problema se plantearía en otros términos. Como no lo somos, para intentar no desfigurar y disolver radicalmente nuestro idioma hay que optar por otros procedimientos; que, por otra parte, también serían necesarios para el caso en que nos incorporásemos de manera sistemática al grupo de los países productores de ciencia, aun a sabiendas de que, utilizo otra frase de Calonge, «no hay fórmulas ni recetas para conseguir un equilibrado empleo del léxico científico y técnico». Procedimientos como el de mejorar la relación entre el idioma y cultura españolas y la ciencia. Pero ¿cómo conseguir esto? Dos son las formas que se me ocurren. A ellas me referiré brevemente en lo que sigue.

Orígenes de las terminologías

La primera tiene que ver con el conocimiento del idioma, no sólo del léxico y gramática, sino de las raíces de sus formas, de sus palabras, de su terminología. Es ésta una tarea siempre necesaria, y cada vez más olvidada, en nuestras velozmente cambiantes y multiculturales (¿o sería más adecuado decir sometidas culturalmente?) sociedades. Conocer las razones de esas formas y términos no tiene únicamente como fin satisfacer curiosidades, sino que enriquece el propio pensamiento. Un escrito no demasiado conocido de Pedro Salinas titulado Defensa del lenguaje, puede servir para introducir o ilustrar este punto:

El lenguaje es necesario al pensamiento —señalaba allí el poeta—. Le permite cobrar conciencia de sí mismo […] El pensamiento hace el lenguaje, y al mismo tiempo se hace por medio del lenguaje […] El pensamiento se orienta hacia el lenguaje como hacia el instrumento universal de la inteligencia.

En nuestras Facultades de Ciencias y Escuelas de Ingeniería enseñamos las diferentes ciencias y técnicas. Al ser mejores los científicos e ingenieros, y mejores los instrumentos a disposición de los alumnos, cabe esperar que la enseñanza impartida, en cuanto a contenidos y actualidad de los mismos, sea mejor que en el pasado. Ya sé que la realidad no es tan simple, pero puedo prescindir de esta cuestión para lo que yo pretendo. Si es así, si la enseñanza mejora, los futuros científicos y profesionales deberían ser mejores. Pero, ¿es esto así, si como señalaba Salinas, «el pensamiento hace al lenguaje al mismo tiempo que se hace por medio del lenguaje»?

Para que entiendan lo que quiero decir recurriré a un ejemplo particularmente interesante: el de la química y la revolución introducida en ella, en las últimas décadas del siglo xviii, por Lavoisier. Pues bien, resulta que una parte básica de esa revolución química asociada al nombre de Lavoisier tiene que ver con el desarrollo de una nueva nomenclatura. Hasta entonces, se había dado un nombre arbitrario a las sustancias identificadas, nombres como aceite de vitriolo, crema de tártaro, manteca de antimonio, azafrán de marte, sal amarga o azúcar de Saturno, que recordaban más al lenguaje culinario, si no mitológico, que a una ciencia. La asociación, en 1787, de Lavoisier con Guyton de Morveau, Claude Louis Berthollet y Antoine François de Fourcroy para compilar un Méthode de nomenclature chimique, significó un paso decisivo en la racionalización de la química, y, en consecuencia, en su consolidación como una ciencia. La nueva química, el edificio teórico que Lavoisier estaba construyendo, necesitaba para su consolidación elaborar un idioma propio, que fuese metódico y preciso. ¿Puede ser un conjunto de saberes y prácticas una ciencia si su terminología no responde a un sistema racional, sistemático y ordenado, con sus propias leyes?

Merece la pena, en este sentido, recordar algunas de las manifestaciones que Lavoisier empleó al presentar la nueva nomenclatura química en una junta pública de la Academia de Ciencias parisina celebrada el 18 de abril de 1787 (Método de la nueva nomenclatura química. Propuesto por M. M. Morveau, Lavoisier, Bertholet y de Fourcroy a la Academia de Ciencias de París, traducido al castellano por Pedro Gutiérrez Bueno [Madrid 1788], pp. 4-5):

Una lengua bien hecha, y en la que se haya verificado el orden sucesivo y natural de las ideas, ocasionará una revolución necesaria y aun pronta en el modo de enseñar; no permitirá a los profesores apartarse de los pasos de la naturaleza; será preciso, o no admitir la nomenclatura, o seguir sin remisión el camino que ella haya manifestado.

En una disciplina como la química (en cualquier disciplina, de hecho), tan dependiente de sustancias, cuyos nombres, a su vez, reflejan los avatares de la historia, los nombres esconden con frecuencia complejos mundos, circunstancias y desarrollos. El término, por ejemplo, álcali da fe del papel que desempeñó el mundo árabe en el desarrollo y transmisión del conocimiento científico y médico durante siglos. Procede, en efecto, de la palabra árabe al-quali ‘céniza de plantas alcalinas’; y, sin el artículo, quali, condujo al símbolo del potasio, K (de kalium). De forma parecida, alcohol procede de alkuh’i ‘sutil’, azúcar de assukkar y jarabe de sarab ‘bebida’.

Me pregunto si algo de esto se enseña en nuestras Facultades de Química. Creo, estoy casi seguro, que no. Como tampoco se enseñan nada de los orígenes de la terminología propia de otras disciplinas, como la física o la matemática, salvo en lo que se refiere a aspectos que casi se pueden tomar como anecdóticos, en realidad como una manifestación más del imperialismo cultural y lingüístico que nos embarga. Diferente era la situación en lo que se refiere a la carrera de Medicina; aunque me temo que cada vez lo va siendo menos, si tenemos en cuenta las asignaturas que los alumnos deben cursar ahora. ¿Es posible ser un buen profesional, consciente, sin conocer el origen de la terminología médica?

Si estuviésemos familiarizados con semejantes conocimientos, no resolveríamos el problema de la adecuación del español a la terminología científica y técnica, pero estaríamos en una situación mucho mejor para aliviarlo cuando fuese posible.

Ciencia-fusión

La otra manera de mejorar la relación entre la ciencia, el idioma y la cultura españolas es a través de la literatura. Parece casi una trivialidad, pero una trivialidad con muy pocos ejemplos de mérito.

La ciencia es responsable en gran medida de que vivamos como lo hacemos en la actualidad. La historia de la humanidad no se puede entender —aunque muchos parezcan pretender lo contrario produciendo, por ejemplo, historias generales en las que el conocimiento científico no aparece— sin tomar en consideración los resultados obtenidos por los científicos, y cómo éstos se han materializado en aplicaciones de todo tipo a lo largo de los siglos. Esto es cierto, pero no lo es menos que la vida no se reduce al conocimiento científico. Aldous Huxley expresó con maestría y belleza esta idea en uno de sus escritos (Literatura y ciencia; 1963):

El mundo al que se refiere la literatura es el mundo en el que los hombres son engendrados, en el que viven y en el que, al fin, mueren; el mundo en el que aman y odian, en el que triunfan o se les humilla, en el que se desesperan o dan vuelos a sus esperanzas; el mundo de las penas y las alegrías, de la locura y el sentido común, de la estupidez, la hipocresía y la sabiduría; el mundo de toda suerte de presión social y de pulsión individual, de la discordia entre la pasión y la razón, del instinto y de las convenciones, del lenguaje común y de los sentimientos y sensaciones para los que no tenemos palabras… [Por el contrario] el químico, el físico, el fisiólogo son habitantes de un mundo radicalmente diverso; no del mundo de los fenómenos dados, sino de un mundo experiencial y de los fenómenos únicos y de las propiedades múltiples, sino del mundo de las regularidades cuantificadas.

Y si la literatura se acerca mejor a la vida, a la realidad cotidiana y universal, a los sentimientos y pasiones, ¿por qué no recurrir también a la literatura para que la ciencia se relacione más estrechamente con la cultura, y de esta manera también con el idioma?

Adviértase que me estoy refiriendo a la literatura, entendiendo por este término algo más que la mera (aunque ciertamente importante) publicación de libros de divulgación científica. Este último género, que cuenta tras de sí con una larga tradición, se ha desarrollado de una manera extraordinaria en los últimos años, de la mano de la cada vez mayor penetración del conocimiento tecnocientífico en prácticamente todas las sociedades. Sin duda que semejante hecho, la existencia de buenos divulgadores científicos, favorece la integración de la ciencia en la cultura y plantea exigencias que de otra forma no surgirían (o no, al menos, con amplitud parecida) a la traducción o asimilación de nuevos términos científicos y técnicos. Gracias a los escritos de estos autores (los, por ejemplo, Paul Davies, John Gribbin, John Barrow, Stephen Hawking o Lynn Margulis) nos vemos introducidos en mundos fascinantes, poblados por temas u objetos como creación y expansión del universo, origen de la vida, agujeros negros o la posibilidad de inteligencia artificial. El éxito de divulgadores como éstos es innegable, comprensible y merecido, pero es necesario algo más. Comparto, en este sentido, lo que hace tiempo señaló el entomólogo y sociobiólogo Edward Wilson (Sobre la naturaleza humana [Fondo de Cultura Económica 1980], p. 282):

Con raras excepciones, ellos son los científicos dóciles, los emisarios elegidos de lo que debe ser considerado por sus huéspedes como una cultura bárbara todavía no agraciada por el lenguaje escrito. Se les degrada con la etiqueta que ellos aceptan con demasiada facilidad: popularizadores. Muy pocos de los grandes escritores, aquellos que pueden perturbar y movilizar las capas más profundas de la mente, llegan a dirigirse a la ciencia verdadera en sus propios términos.

Pocos son, efectivamente, los casos de científicos-divulgadores cuyos escritos llegan a conmover realmente nuestros espíritus (para mí la principal excepción es el caso de Stephen Jay Gould). Y si no lo logran, ¿sorprenderá que la ciencia sea para tantos un ejercicio, un conjunto de conocimientos, extraño y ajeno?

Lo que se necesita, insisto y vuelvo a la cuestión que había comenzado a apuntar, es que la ciencia, que el conocimiento científico, encuentre un lugar en la literatura. Y, afortunadamente, existen indicios de que ese lugar se está abriendo. Cada vez son más, en efecto, los textos, las novelas, cuya trama depende del mundo científico. Obras como Longitud, de Dava Sobel, que fue un éxito de ventas hace unos pocos años; El tío Petros y la conjetura de Goldbach, de Apostolos Doxiadis (1992, en griego; 1998, en inglés; 2000, en español); El teorema del loro, de Denis Guedj (1998, en francés; 2000, en español) o En busca de Klingsor, del mexicano Jorge Volpi, que recibió el año pasado el premio Seix Barral de Biblioteca Breve y que depende en un grado pocas veces alcanzado de la historia de la física nuclear en Alemania durante la segunda guerra mundial. Precisamente, en la contraportada de esta novela, Guillermo Cabrera Infante, uno de los miembros del jurado que adjudicó el premio, escribe:

En busca de Klingsor es una muestra ejemplar del arte que quiero llamar la ciencia-fusión. Fusión de la ciencia con la historia, la política y la literatura para conformar eso que llamamos cultura.

Me parece una magnífica definición para un camino, ya abierto, del que sólo cabe esperar que conduzca a mejorar no sólo la propia cultura, tan lamentable y penosamente ajena a la ciencia, como el propio idioma científico español, incapaz, creo yo, sin este auxilio, no ya de soportar la constante penetración del inglés, sino de encontrar la identidad que necesita para afrontar como debe el nuevo milenio en el que ya nos encontramos. Un milenio que se inaugura con un siglo en el que la ciencia y la tecnología gozarán, me atrevo a aventurar, de gran poder y prestigio.