Para comprender la situación actual del idioma español en el desarrollo de la ciencia en México conviene tener presentes algunas precisiones:
Pero entremos en materia en nuestro tema, «Importancia de la lengua española en el desarrollo de la ciencia en México». En mi opinión, el término importancia, usado sin un referente concreto, está vacío de contenido conceptual, o sea, que no quiere decir nada, porque puede querer decir todo. ¿Importante para qué, en comparación con qué, medido en qué unidades? Lo anterior es pertinente porque apunta a la necesidad de precisar el sentido que voy a darle al término importancia en esta ponencia. Yo voy a referirme al papel de la lengua española en el desarrollo de la ciencia en México como un medio de comunicación de la comunidad científica de investigadores nacionales entre sí, con nuestros colegas del resto del mundo hispanohablante y con todos los demás científicos del orbe. Mi conclusión será que el idioma español actualmente desempeña un papel menor en el desarrollo de la ciencia en México y en el resto del mundo hispanohablante, y que en el futuro su influencia no será muy distinta. También mencionaré que en este destino el idioma español no está solo, sino en la múltiple compañía de las demás lenguas del resto del planeta. Finalmente, señalaré algunos aspectos recientes negativos (y otros positivos) del impacto del idioma científico inglés en la lengua española científica en México.
Como la conocemos actualmente, la ciencia se inicia en el siglo xvi, y específicamente en el año de 1543, con la publicación de los libros de Copérnico, De revolutionibus, y de Vesalio, De humani corporis fabrica. A partir de entonces, y hasta la primera mitad del siglo xviii, el idioma universal de las ciencias (como en las humanidades) fue el latín, después cambió al francés (la primera edición de la Encyclopédie de Diderot es de 1751), en la segunda mitad del siglo xix se mudó al alemán, y desde fines de la segunda década del siglo xx es el inglés. A pesar de que en los últimos 5 siglos ha habido varios grandes científicos hispanohablantes, en ese lapso el idioma español nunca tuvo un peso notable en la ciencia, como tampoco lo tuvieron el portugués, el sueco, el holandés, el ruso o el flamenco, entre otras lenguas europeas. Miguel Servet escribió su Christianismi restitutio en 1553 en latín, Cajal publicó sus más importantes estudios de neurohistología en francés a partir de 1889, y Severo Ochoa los propios de biología molecular en inglés, a partir de 1940. En América Latina, los tres premios Nobel argentinos, Bernardo Houssay, Luis Leloir y Cesar Milstein, también han difundido sus trabajos casi exclusivamente en el idioma inglés, y lo mismo ha hecho el Premio Nobel mexicano Mario Molina (pero debo mencionar que Milstein emigró a Inglaterra desde 1966 y que Molina vive y ha realizado todo su trabajo científico en los EUA).
Otra forma de constatar la situación actual del inglés como el idioma universal de la ciencia es revisando los índices de las principales publicaciones científicas internacionales (que, por cierto, están casi todas escritas en esa lengua) en búsqueda de la nacionalidad de los autores y de los países de orígen de los artículos publicados. Tal revisión revela que buena parte de los artículos provienen de naciones distintas a las que editan las revistas Science y Nature, que son los EUA e Inglaterra, respectivamente, lo que demuestra la muy generalizada preferencia de los científicos contemporáneos por publicar en inglés. Finalmente, también puede señalarse que un número considerable de revistas científicas periódicas, que tradicionalmente se publicaban en los idiomas de los distintos países de origen, como japonés, sueco, alemán, polaco o español, en las últimas dos décadas han empezado a publicarse en inglés, confirmando de esa manera la hegemonía de ese idioma en la ciencia actual y al mismo tiempo contribuyendo a ella.
Si se acepta que el inglés es hoy la lengua universal de la ciencia, cabe preguntarse por las causas de tal situación. Desde luego que el fenómeno es complejo y obedece a distintos tipos de factores históricos, sociales, políticos y culturales, pero entre los más importantes podemos resaltar los 3 siguientes:
Como en los demás países hispanohablantes del continente americano, la historia de la ciencia en México coincide con la de la nación. Así lo ha documentado extensamente Elías Trabulse en los 5 tomos de su espléndida obra La historia de la ciencia en México, un conjunto de ensayos históricos pertinentes y una amplia antología de textos científicos mexicanos que van desde el siglo xvi hasta el xix. El examen de esta y otras fuentes históricas convence de que a lo largo de sus 5 siglos de vida, México ha contado con una pléyade de científicos que realizaron numerosos trabajos en campos de la ciencia tan diversos como botánica, zoología, física y química, medicina, minería y metalurgia, matemáticas, geografía y otras más. Sólo en el siglo xvi brillan los nombres de Alonso López de Hinojosos, Agustín Farfán, Juan de Esteyneffer, Nicolás Monarde, Francisco Bravo, Fray Bernardino de Sahagún, Martín de la Cruz y Juan Badiano, Francisco Hernández, Juan de Cárdenas, Fray Toribio de Motolinía, Fray Juan de Torquemada, Gonzalo Fernández de Oviedo, José Ortega, Bartolomé de Medina y Francisco Cervantes de Salazar, por mencionar a unos cuantos.
Del estudio del desarrollo histórico de la ciencia en México se desprenden dos aspectos generales relacionados con nuestro tema:
Las dos propiedades anteriores de la ciencia en México en los siglos xvi al xix, la dependencia de Europa y el carácter amateur de los investigadores, eran las mismas en todos los otros países hispanohablantes; de hecho, también en el continente europeo muchos científicos conservaron su carácter de aficionados hasta principios del siglo xviii. E l problema es que durante el siglo xvii, con la transformación progresiva de la tecnología, de empírica en científica, lo que impulsó la Revolución Industrial en occidente, empezó a cumplirse el enunciado de Bacon, «knowledge is power». De pronto, las ocupaciones de los ratos de ocio de algunos clérigos, aristócratas y diversos profesionistas, interesados en describir y explicar el mundo en el que vivían, adquirieron valor económico. Desde hace muchos años la generación de riqueza ha tenido prioridad en la atención de Homo sapiens, lo que explica las conquistas de Alejandro Magno, la hegemonía del Imperio Romano, las Cruzadas, la gloria de Venecia, el descubrimiento del Nuevo Mundo, la justificación del imperialismo y la existencia del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional. De un elemento de importancia mínima en la estructura inicial y en el desarrollo progresivo de la sociedad en Occidente, el interés económico ha crecido en forma progresiva y hoy ya se ha transformado en el principal factor que la determina. Un componente esencial para la creación de nuevas tecnologías comercialmente competitivas es el conocimiento científico, cuya búsqueda empezó a recibir reconocimiento tanto académico como oficial en los países desarrollados por lo menos tres siglos antes de que ocurriera lo mismo en las naciones del hemisferio sur. Entre estas últimas, todavía no son pocas las que aún no se han incorporado al desarrollo promovido por la ciencia y la tecnología, a pesar de que, como México, también han tenido científicos distinguidos a lo largo de su historia.
Creo que la aparente paradoja entre la existencia de investigadores brillantes y la falta de impacto de la ciencia en el desarrollo de la sociedad a la que pertenecen puede explicarse por la diferencia entre historia y tradición científicas. Mientras la primera es el relato de los hechos como se sucedieron a lo largo del tiempo, la segunda sólo existe en base a la continuidad de usos, de costumbres y de ideas., y es mejor mientras más se prolongue de manera ininterrumpida en el tiempo. Para que la ciencia influya en forma significativa en la vida cotidiana de los ciudadanos que la patrocinan con sus impuestos necesita no sólo historia sino tradición, o sea, esfuerzo sostenido y continuo a lo largo de varias generaciones de científicos con la formación, primero de grupos alrededor de alguna figura señera (como Cajal en España o Houssay en Argentina) y después de escuelas de investigadores que rebasen el caciquismo intelectual y se diversifiquen, tanto en metodologías como en conceptos. La tradición científica permite alcanzar la masa crítica de investigadores, necesaria para que sus trabajos dejen de ser simples símbolos de un nivel cultural dado y logren beneficiar directamente a la sociedad.
La ciencia en México (y en el resto de los países hispanohablantes, así como en muchos otros del hemisferio sur) tiene una larga historia, pero una breve o ninguna tradición: en los más afortunados, como España, México y Argentina, la continuidad científica ya existe, pero no rebasa los 70 años de vida, mientras que en el resto de ellos es mucho más breve o todavía no se inicia. Es interesante que en los EUA la tradición científica se estableció hace tres siglos, al mismo tiempo que el país mismo, porque los puritanos que lo fundaron provenían de Inglaterra, una de las naciones del norte de Europa en donde la revolución científica se generó primero y en donde apenas un siglo después también se inició la revolución industrial.
En el concierto de la ciencia internacional, México y los demás países hispanohablantes están llegando tarde a ocupar su sitio, cuando el programa ya lleva rato de estarse tocando. Tanto el director como la mayor parte de la orquesta (y los patrocinadores que la apoyan) hablan inglés, los programas de mano están impresos en ese idioma, los medios que transmiten el concierto a todo el mundo también lo hacen en inglés, los entrevistadores charlan con los solistas (sean rusos, polacos o franceses) en el idioma de Shakespeare, y el anuncio del próximo concierto comienza con la frase: «Next week…». Esta metáfora musical ilustra una realidad inescapable de la ciencia contemporánea, no sólo en México y en todos los países hispanohablantes, sino en todas las naciones del resto del mundo: el idioma científico actual y universal es el inglés. En otras palabras, si usted no sabe leer, hablar y escribir en inglés, usted no tiene nada que hacer en la ciencia, sea quien sea, hable como hable, viva en donde viva, ni hoy ni mucho menos mañana. Esto parece terrible, un hecho tan irracional como arbitrario, y además de mal gusto, porque el francés es más suave y expresivo, el alemán más preciso y al mismo tiempo más maleable, y el español más rico y más atractivo. Pero así es, y así va a seguir siendo por un tiempo indefinido.
Algunas de las publicaciones periódicas científicas mexicanas han adoptado la política de aceptar artículos escritos tanto en español como en inglés, y una de ellas de plano ya no aparece más que en el idioma inglés. Los editores insisten en que el objetivo de la publicación es dar a conocer el contenido de los artículos al mayor número posible de lectores, lo que se logra mejor en inglés que en español, y en esto tienen razón en muchos casos pero no en todos, porque hay ciertos textos cuyo interés es más bien local. La gran mayoría de los científicos mexicanos, al igual que sus colegas del resto del mundo hispanohablante, prefieren enviar sus mejores producciones a revistas de circulación internacional (casi todas publicadas en inglés) porque su intención es alcanzar la difusión más amplia de sus datos y de sus ideas. En cambio, los trabajos menos importantes o con resultados no muy originales o hasta inciertos se reservan para publicarse en las revistas locales, en idioma español, con o sin conciencia de que muy pronto serán clasificados más como contaminaciones de la literatura médica que como contribuciones al conocimiento.
Debo mencionar que algunos editores (tres mexicanos y un español) de publicaciones periódicas científicas en español no comparten los puntos de vista expresados en este apartado. A partir del hecho de que nuestra lengua ya ocupa hoy el tercer lugar al nivel mundial en el número de seres humanos que la usan, sostienen que si se insiste en publicar los resultados de nuestros trabajos científicos en español, tarde o temprano los anglohablantes empezarán a preguntarse qué es lo que se está haciendo en ciencia en ese amplio sector del mundo occidental y empezarán a leer la literatura científica escrita en el idioma de Cervantes. Como antiguo admirador de Don Quijote aplaudo esta postura, pero me parece tan apartada de la realidad como la interpretación de los molinos de vientos por el Caballero de la Triste Figura.
Debido a la vecindad de México con los EUA, los anglicismos son muy comunes en la literatura científica y en el habla de los investigadores mexicanos. Una parte de los anglicismos se imponen porque el español no posee un término equivalente adecuado, como ocurrió con la palabra stress, que ya apareció en el DRAE como estrés, o la palabra smog, que todavía no se incorpora al DRAE. Algo semejante ocurre con el lenguaje de la informática, que se ha desarrollado con gran velocidad y ha creado términos como hardware y software, o abreviaturas como PC y CD, que se usan ya corrientemente en el habla española. Otro ejemplo del imperialismo del inglés científico es la prevalencia del uso de las siglas de términos expresados en ese idioma, pero escritos como tales en textos técnicos en español, como el caso del DNA y del RNA, que en inglés son desoxiribonucleic acid y ribonucleic acid, respectivamente, mientras que en español sus equivalentes son ADN y ARN, para ácido desoxirribonucleico y ácido ribonucleico. Ambos tipos de expresiones se encuentran en artículos científicos mexicanos correctamente escritos en español y todos entendemos lo que quieren decir, pero la Comisión de Nomenclatura de la Sociedad Internacional de Bioquímica y Biología Molecular ha recomendado que para referirse a tales sustancias en cualquier idioma se usen las siglas DNA y RNA.
Pero el idioma español científico sufre en México de la invasión de otros anglicismos que lejos de enriquecerlo lo pervierten y hasta lo prostituyen, y que debemos combatir con todos los (escasos) medios a nuestro alcance. Me refiero al uso indiscriminado de términos que se escriben de manera igual o muy semejante tanto en inglés como en español, pero que tienen un significado muy diferente en cada una de estas dos lenguas. De una verdadera legión de ejemplos, mencionaré solamente tres de los más comunes:
Si la razón principal por la que el idioma español desempeña en la actualidad un papel menor en la comunicación nacional e internacional de la ciencia mexicana (y de todos los países de habla española) es porque el peso de nuestras investigaciones científicas es mínimo comparado con el del mundo anglohablante (me refiero a diversidad y a cantidad, porque en calidad estamos al mismo nivel que ellos), lo que debe hacerse es promover de manera más vigorosa el desarrollo de la ciencia en México y en todos los países hispanohablantes. Creo que esto no se hace hoy por dos problemas: a) falta de conocimiento de los gobiernos de nuestros países sobre la capacidad potencial de la ciencia para contribuir al desarrollo cultural y económico de la sociedad, a pesar de los flagrantes ejemplos de las naciones más ricas, que lo son porque científicamente también son las más desarrolladas, y b) falta de recursos para apoyar con generosidad y promover vigorosamente a los científicos mexicanos y de todos los países hispanohablantes. Ninguno de estos dos problemas es insoluble: el primero se resuelve con la educación de las autoridades políticas relevantes sobre lo que es la ciencia y para qué sirve (y también para qué no sirve), y el segundo se soluciona con un sencillo cambio en las prioridades del presupuesto nacional; por ejemplo, reducir el gasto en el ejército y la marina y aplicar la partida resultante a la ciencia. Es obvio que esta segunda acción sería consecuencia de la primera, porque los gobernantes convencidos de las bondades de un desarrollo saludable de la ciencia buscarían la manera de generar los recursos requeridos para apoyarlo, y seguramente los encontrarían en las partidas tradicionalmente destinadas en nuestros países a la guerra.
Cuando México y los demás países hispanohablantes se decidan a adquirir más microscopios electrónicos, centrífugas y telescopios, en lugar de más carros de asalto, helicópteros y metralletas, cuando el país destine más recursos a la comunidad científica que al ejército y a la marina, cuando la cuenta total de investigadores supere al número de militares, se habrá dado el primer paso para aumentar la importancia del idioma español en la comunicación de la ciencia al nivel internacional.
Pero mientras ese poco probable futuro se realiza, los científicos hispanohablantes no podemos permanecer impávidos ante la reducción progresiva de la importancia de nuestro idioma en el concierto internacional de la ciencia. Todavía tenemos una opción, que siempre ha estado ahí pero que nunca hemos aprovechado, y que parafraseando a un célebre filósofo economista alemán del siglo pasado, podría enunciarse como: «¡Científicos hispanohablantes del mundo, uníos!». La comunidad científica internacional hispanohablante nunca se ha identificado como un grupo cohesivo, a pesar de compartir la característica más específica de Homo sapiens sapiens, que es el idioma. ¿Qué pasaría si todos los países de habla española del mundo (400 millones de seres humanos) nos reuniéramos para publicar una sola revista científica general en español, como son Science y Nature en inglés? No tengo la menor duda de que la importancia de nuestro idioma en la ciencia universal crecería rápidamente y en forma geométrica, hasta equipararse o hasta superar al idioma inglés.