Problemas lexicográficos del lenguaje científico Fernando Pardos Martínez
Profesor del Departamento de Biología Animal I de la Universidad Complutense de Madrid (España)

Se ha dicho que la lengua, hablada y escrita, diferencia al hombre de los animales. Yo preferiría decir que diferencia a la especie humana del resto de los animales, pues, nos guste o no, es lo que somos. Y no es totalmente cierto que el lenguaje nos distinga. Si acaso, el nivel de complejidad del lenguaje. Y más aún, la capacidad de realizar procesos de deducción y abstracción que la mente humana ha desarrollado a lo largo de su evolución y que el lenguaje se encarga de transmitir. En cualquier caso, no somos diferentes por utilizar un lenguaje especial y complicado, sino más bien al revés: usamos un lenguaje complejo porque somos diferentes. Los animales también tienen sus lenguajes, cuyo conocimiento por nuestra parte es aún muy superficial. A la postre, el lenguaje, cualquier lenguaje, no es sino una forma de expresión de conocimientos, experiencias o estados de ánimo con el fin de que un semejante, alguien con quien compartimos un código, participe de ellos. Por eso nos es difícil aprehender los lenguajes de otras criaturas: porque sus conocimientos, experiencias y estados de ánimo son diferentes a los nuestros en muchos sentidos, y además no compartimos ni el código, ni cómo interpretarlo, ni mucho menos la forma de expresarlo.

Esta transmisión de información, que es a menudo recíproca, no es otra cosa que comunicación. Y la comunicación entre individuos es uno de los factores que hace posible el carácter social de una especie, en su sentido biológico de vida en comunidad. El otro factor es la división de tareas y funciones, la especialización de los individuos.

Ambos aspectos son fundamentales en el éxito biológico de la especie humana, una especie físicamente desvalida para competir por los recursos del entorno y para hacer frente a los desafíos naturales. De acuerdo con Darwin, sobrevive, o tiene éxito, el más apto, que no es el más rápido, ni el más fuerte, ni el más feroz, sino el mejor adaptado. Adaptado a su hábitat, es decir, a las características físicas, ambientales y climáticas de su entorno. Pero sobre todo, adaptado a su nicho ecológico, al papel que la especie desempeña en el ecosistema. ¿Y cuál es el nicho ecológico del hombre? Cuando aparece la especie humana, hacía ya mucho tiempo que todos los nichos posibles para un mamífero estaban ocupados, en la tierra, en el aire y en el agua. Ante esta situación, el hombre, una criatura inadaptada y sin especializar, que encontraría competidores muy fuertes en cualquier sitio, tiene un rasgo que podríamos calificar de genial: crea su propio nicho, un nicho que le permitirá colonizar todos los hábitat, un papel que guíe y determine sus relaciones con su ecosistema, con la naturaleza en general e incluso con sus propios semejantes. El nicho ecológico del hombre es la cultura.

A culturas diferentes, lenguajes y, claro está, lenguas, diferentes. Por eso un esquimal no se entiende con un aborigen australiano: porque su cultura, nacida de su adaptación a entornos diferentes, es también diferente. Al segundo no le cabe en la cabeza la necesidad del primero de tener veintitantas denominaciones distintas para todos los tipos de nieve que es capaz de distinguir. Esta falta de entendimiento, trasciende, pues, a meras diferencias idiomáticas, que no son sino una de las consecuencias de un fenómeno más profundo y amplio.

¿Qué individuos se adaptan mejor a su nicho, a su cultura? Los que se comunican mejor. Pero cuanto más refinada y compleja es una cultura, cuanto más refinados y complejos son los conocimientos que deben intercambiar sus miembros, necesita de un lenguaje también más refinado y complejo. Las sociedades, y su cultura con ellas, crecen, se desarrollan, evolucionan siempre hacia niveles de complejidad más altos, y siempre lo hacen en función de los conocimientos que comparten sus individuos. Llega un momento en que la cantidad y la variedad de conocimientos es tan grande que tiene lugar de forma casi inconsciente un proceso de diversificación, de acuerdo con el reparto de tareas que, como vimos antes, caracteriza a los individuos que viven en sociedad. La comunicación en una sociedad con distintas parcelas de especialización necesita también de lenguajes especializados, que se van refinando y haciendo más complejos a la par que sus respectivas áreas de conocimiento. El lenguaje de la ciencia, como expresión de los avances y conocimientos científicos, responde a una necesidad casi biológica que ya supo condensar Cicerón: «Nobis parienda sunt imponendaque nova rebus novis nomina». En este sentido, se ha dicho que la riqueza del léxico científico es un índice de la pujanza de una sociedad, de su cultura y de su lengua. Quizá sea ésta una afirmación algo exagerada. Yo prefiero considerar la terminología científica como la punta de lanza con que una lengua, y con ella, una sociedad, se abre paso en terrenos vírgenes o ignotos. Es su manera de estar al día.

El instrumento que nosotros mismos nos hemos dado para aprehender el flujo incesante de conceptos y términos, de términos y conceptos procedentes de la evolución de nuestra sociedad, para que sea testimonio vivo de su evolución, es el diccionario. Éste se convierte así en el reflejo de nuestro lenguaje, y por tanto, de nuestra cultura. En definitiva, cuando alguien utiliza el diccionario, cuando alguien busca en el diccionario, lo que pretende es encontrar un significado que desconoce, es descifrar un mensaje que le llega (oral o escrito) y que no entiende, o para saber el uso correcto de algo sobre lo que duda. Es decir, para recibir o emitir mensajes sin los que no puede comunicarse. Lo que hace es adaptarse mejor a su nicho, a su cultura, porque de lo contrario corre el riesgo de no sobrevivir, que puede traducirse como no progresar en y con su sociedad.

El objeto de esta ponencia es analizar cuál es, o debería ser, el estatus del lenguaje científico en un diccionario, que para nuestros fines consideraremos como de lengua general. La expresión lenguaje científico contiene dos términos que pueden considerarse como dos aproximaciones diferentes. De un lado, el lingüista o lexicógrafo, que procede semasiológicamente y centra su interés en las palabras como tales, en su caracterización de todo tipo, convirtiendo a lo designado por ellas en sólo un aspecto más. Así, el diccionario deviene en registro y termina por ser un fin en sí mismo. Desde el otro lado del espejo, como en un sueño de la Alicia de Carroll, el científico atiende primero al concepto, a la idea o al objeto antes que al término. Primero crea, inventa o describe, y después, onomasiológicamente, pone nombre a lo inventado o descrito. Para el científico, el diccionario es más índice que registro. Es la vieja polémica entre el significado y el significante, o entre el huevo y la gallina. Para un científico, la respuesta es el huevo, porque había animales ponedores de huevos mucho antes de que existieran las gallinas, de la misma manera que la penicilina existía antes de que viniera un señor con bata blanca a ponerle nombre. Pero ni el estudio de las gallinas es algo despreciable ni la aproximación lingüística al término penicilina carece de interés.

Conviene, antes que nada, analizar las características del lenguaje científico para poder encontrar su ubicación deseable en los límites, las características y las finalidades de un diccionario de lengua general. No podemos olvidar que el lenguaje científico es hijo de la ciencia y de ella se nutre y depende. Esta dependencia filial condiciona todos y cada uno de sus rasgos.

  1. Designa objetos, conceptos y acciones muy precisos, con una clara intención de huir de la ambigüedad. Por ello, busca, en aras de la precisión, la correspondencia biunívoca entre significante y significado. Esto significa que, al menos en teoría, el lenguaje científico no gusta de sinónimos. Como veremos más adelante, éstos se revuelven unos contra otros en lucha fraternal. Un buen ejemplo de esto lo constituyen los nombres de los seres vivos, animales y plantas. Ante la ingente cantidad de denominaciones vernáculas, con variación regional e incluso local, sin correspondencia con las especies reconocidas por la ciencia, ya los científicos de la Ilustración sintieron la necesidad de crear un sistema nomenclatorial que deshiciera equívocos y designara de forma precisa, clara e invariable a los seres vivos descritos por los especialistas. El proceso culminó con el conocido Sistema Naturae de Linneo y sus actuales herederos, los códigos de nomenclatura biológica, universalmente aceptados y aplicados.
  2. Es la principal fuente de innovación terminológica, lógicamente derivada de la incesante innovación conceptual inherente a la ciencia. La creación de nuevos términos se produce de varias formas:
    • Neoformación a partir de raíces clásicas, griegas o latinas, a modo de lingua franca: axón, encefalopatía, potamoplancton, catalizador, polinomio, isómero. No es casualidad ni carece de sentido la elección de las lenguas clásicas por los científicos. Responde sencillamente a un deseo de difusión del conocimiento, a una superación de barreras de todo tipo, incluidas las idiomáticas, de la forma más neutra y aséptica posible.
    • Neoformación de origen no clásico. En este caso, los científicos dan rienda suelta a su imaginación o incluso a su buen humor. Ribosoma, dedicado al Rockefeller Institute of Biology; velcro, contracción de las palabras francesas velours y crochet; gas, invención de J. B. Van Helmont en el s. xvii; big bang, término burlesco que triunfó en contra de los deseos de su creador; o las más recientes fullereno, en honor del químico Buckminster Fuller, o quark. Parece observarse una tendencia en la ciencia más reciente a aumentar la proporción de términos de este tipo, quizá como una forma de intentar acercar los descubrimientos científicos al común de las gentes y despojarlos de solemnidad con el fin de hacerlos más asequibles.
    • Nuevos significados de términos existentes o nuevas combinaciones estables. El nicho utilizado en ecología y ya citado anteriormente; el móvil o el celular, sin los que parece no podemos pasar; el cristal líquido, los discos compactos o la fibra óptica. Aún es más evidente en estos casos la tendencia divulgadora. Ya no hay que aprender un término nuevo, sino sólo dotar de nuevos sentidos a las palabras conocidas.

Sería interesante realizar un estudio estadístico de la distribución de estos distintos tipos de origen por especialidades científicas. Probablemente las formaciones directas sobre el griego o el latín son patrimonio preferente de las ramas científicas más clásicas, como la botánica o la anatomía, mientras que disciplinas más recientes, como la informática, la física cuántica o la biología molecular son más oportunistas y beben en fuentes más heterogéneas a la hora de acuñar sus términos.

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    Existe una gran productividad de lenguaje científico, como no podía ser de otra manera si, como acabamos de ver, ello no es sino una consecuencia más de la época que nos ha tocado vivir, dominada por los avances de la ciencia y la técnica. Volviendo al símil biológico que utilicé al principio, podemos decir que el lenguaje científico tiene unos altos índices de natalidad, pero también una mortalidad muy elevada. Esto se denomina en ecología «Estrategia de la R»: se tiene una descendencia numerosa, de la que sobreviven unos pocos. Existen muchos términos de vida efímera, aunque a veces brillante, y ello a pesar de su correcta formación y de un uso extendido. ¿Quién se acuerda hoy de la baquelita, el plexiglás o el ciclostil? ¿Qué científico habla hoy de animálculos, humores o calomelanos? O aún más cerca ¿qué fue del télex?

    En unos casos, la razón fundamental de este envejecimiento prematuro es que su significado, la realidad o el concepto designados por estos vocablos ha quedado superado por el avance de la ciencia. Muy probablemente, el uso de la palabra lanceta haya quedado relegado a obras de la época en que las sangrías eran una práctica médica habitual. Al fax le aguarda un triste destino. Sin embargo, en otros casos asistimos al espectáculo de una competencia casi darwiniana entre dos significantes por el mismo significado. El resultado es el vaticinado por Darwin en el Origen de las Especies: sobrevive el mejor adaptado, mientras el otro desaparece gradualmente. Un buen ejemplo lo constituye la palabra cilindroeje, acuñada por Santiago Ramón y Cajal para designar la prolongación de salida de las células nerviosas, que ha cedido su sitio (su nicho) a favor de axón, palabra quizá no tan descriptiva pero más corta, más eufónica y, sobre todo, más fácilmente aceptada como propia por la mayoría de las lenguas occidentales. Otro tanto ocurrió con ultravirus, que, tras titubeos con la expresión virus ultrafiltrable, perdió definitivamente la partida frente a virus, mucho más sencillo y práctico. Son las sucesivas ediciones de los diccionarios las que tienen que dar cuenta de natalicios y defunciones, porque, a la postre, la muerte no es sino una etapa de la vida. Caso especial de la competencia léxica es la que responde no a los avances de la ciencia o a los usos lingüísticos, sino a las guerras comerciales. En el campo de la técnica, los avances se traducen en patentes que las firmas comerciales denominan de distintas formas con el fin exclusivo de distinguirse de los productos de la competencia. Finalmente, uno prevalece comercialmente sobre los otros y se convierte en genérico. Así ocurre con aspirina, celo, tipex, clinex o post-it.

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    Otra característica del lenguaje científico es la velocidad con que, en muchos casos, se incorpora a la lengua general. Suele ser muy rápida, pero a veces, es realmente explosiva. Palabras tan aparentemente comunes hoy en día como colesterol, fletán, alzheimer, microondas, radar o Internet son auténticas recién llegadas, que han irrumpido en nuestra vida cotidiana, en nuestros actos más triviales, con fuerza inusitada pero casi sin ruido. Hasta bastante después de la segunda guerra mundial, la tecnología de microondas era secreto militar y de estado. El velcro se desarrolló para los viajes espaciales, y hoy todos llevamos encima un cierre de este tipo. La inmunidad humoral fue durante mucho tiempo terreno acotado de un grupo de especialistas de alto nivel, y hoy hablamos de anticuerpos con toda tranquilidad. Hay que decir que esto no es un fenómeno aislado: a la vez que aumenta el caudal de términos científicos, disminuye el volumen de vocabulario relacionado con otras actividades humanas que van cayendo en desuso. Por ejemplo, en poco más de dos generaciones, los niños han pasado de conocer por su nombre todos y cada uno de los arreos de las caballerías a no haber visto un burro en su vida.

    La extensión rápida va de la mano con una evolución también rápida, y ambas no son sino un aspecto más de la tan traída y llevada globalización en lo que esta afecta al lenguaje. Esta globalización es, en unos casos, forzada por la influencia dominante del inglés, que ha hecho que no exista un claro equivalente en español al airbag inglés, o que el chip le haya ganado la partida a la oblea. Y sin embargo, muchas veces la globalización es un fenómeno, si no buscado, sí aceptado como beneficioso. Los adelantos de la comunicación han conseguido ya hacer desaparecer barreras de todo tipo entre la comunidad científica, pero, sobre todo, las geográficas o derivadas de la pertenencia a países distintos y distantes son hoy cosa del pasado. La ciencia es cada vez más internacional, y con ella su lenguaje. Consciente o inconscientemente, el científico que necesite acuñar un nuevo término probablemente procurará que sea comprensible, o al menos fácilmente asimilable, por distintos idiomas, porque así favorece la difusión del concepto.

No es éste el momento de tratar la tipología de los diccionarios, pero quizá sí lo es de abordar la tipología de los usuarios de los diccionarios en cuanto a su forma de enfrentarse al léxico científico que estos últimos recogen. ¿Quiénes son los destinatarios del lenguaje científico en un diccionario de lengua general?

Por un lado un usuario medio no científico: éste busca contenidos en un término que no conoce. Si se encuentra ante la palabra paralelepípedo y no sabe lo que es, lo que espera del diccionario es hacerse una idea semejante a una caja de cerillas. Y si quiere, sencillamente, saber en qué se distingue un ñandú de un casuario o el ADN del ARN, acude al diccionario para que le saque de dudas. En este sentido no actúa de forma diferente ante el lenguaje científico que ante cualquier otra parcela del saber.

El otro tipo de consultador de un diccionario de lengua general es el científico: éste no busca contenidos; los contenidos ya se los sabe, y de no ser así, tiene otras fuentes más adecuadas donde encontrarlos. Un matemático no busca hipotenusa en el DRAE para saber qué es, sino para saber si se escribe con hache. Lo que persigue es resolver dudas o fijar normas. Normas de tipo ortográfico: ¿la palabra ión lleva tilde?; gramatical, ¿estroma es masculino o femenino?, ¿cuál es el plural de mamut?, ¿y el de Newton?; de régimen preposicional: ¿es correcto decir «el gen A codifica para la proteína B»?; un gran porcentaje de consultas por parte de los científicos está dirigido a las etimologías, bien por simple curiosidad o porque puede ser útil para acuñar un neologismo.

El lexicógrafo que se enfrenta a los problemas del léxico científico en un diccionario debe buscar soluciones que satisfagan a muy distintos tipos de lectores. El diccionario debe dar respuestas al químico, al filósofo, al estudiante de arquitectura, al maestro, al jurista… y al fontanero.

El primer problema es el número. ¿Cuál es la proporción más adecuada de términos científicos en un diccionario? Es difícil, por no decir imposible, establecer tal proporción. Se podría aventurar hasta un diez por ciento de tecnicismos estrictos. El mayor escollo, sin embargo, es establecer los límites de lo estrictamente científico. Como ya hemos visto antes, el léxico de la ciencia se incorpora y extiende hasta el uso general con gran facilidad. ¿Deja entonces de merecer la calificación de terminología? Jirafa era terminología en tiempo de los Austrias, y vacuna era una novedad científica a fines del siglo xix. En nuestros días, ¿colesterol es terminología?, ¿y agujero negro?, ¿y prion? Cierto es que ya han pasado a la lengua usual, pero ¿cuántas de las personas que usan esas palabras conocen realmente lo que significan?, ¿dejan por eso de tener un preciso significado científico? Puede que no haya términos técnicos, sino usos, técnicos o no, de los términos.

Suponiendo que supiéramos cuántos, el siguiente problema es ¿cuáles? La inevitable selección es uno de los puntos más conflictivos y probablemente los únicos resultados positivos saldrán de una colaboración estrecha, bien avenida y presidida por el sentido común, entre científicos y lexicógrafos. Si aquí dejamos solo al especialista probablemente cometa excesos. Pero yo sí sería partidario de un cierto y prudente sentido de la anticipación. Si un acontecimiento pone de moda cierto vocablo sería estupendo que ya estuviese en el diccionario, a disposición de los que, al leerlo u oírlo por primera vez, acuden al diccionario con una fe que no debemos defraudar. Nos hubiéramos ahorrado muchas decepciones y ríos de tinta si el fletán hubiese estado a tiempo entre las páginas del diccionario. Antes del conflicto pesquero con Canadá no se usaba… pero se comía por toneladas.

Además de esta selección, el lenguaje científico, por mor de la precisión a que me refería al principio, hace necesaria la adopción de criterios de elección. Elección entre variantes: ¿zigoto con c o con z? ¿párkinson o Parkinson? Aquí el peso debe llevarlo el lingüista, cuyos criterios y argumentos el científico probablemente aceptará.

Los corpus lingüísticos se revelan como las herramientas más adecuadas para abordar este tipo de escollos. Si están bien construidos, pueden proporcionar bases sólidas para el establecimiento de criterios y la toma de decisiones. Son, además, el medio idóneo para estudiar las velocidades de evolución, la natalidad y la mortalidad del léxico a que hacía antes referencia. Probablemente los corpus son la respuesta a las objeciones que siempre se plantearon al clásico criterio de «la consolidación por el uso» ante la inclusión de un término en un diccionario. Tratándose de léxico científico, el citado criterio no puede ser rígido, ni siquiera atendido en ciertos casos. Y ello porque se busca en el diccionario lo que no se conoce, y parte importante de lo que se desconoce es lo nuevo. Poca gente acude hoy a un diccionario a consultar la palabra célula o, si me apuran, penicilina o antibiótico, a pesar de su indiscutible modernidad. ¿Dónde poner el límite? Probablemente, el justo punto medio lo marca el sentido común. Ni tanta terminología como le gustaría a un especialista, ni tan poca como probablemente desee un lingüista. En cualquier caso, siempre es mejor pecar por exceso. La razón es que un diccionario no se lee, se consulta. Es una lectura discontinua, tanto en el tiempo como en el ámbito físico del diccionario: una palabra en la r, otra en la c y otra en la v. Algo que no es buscado por nadie, o casi nadie, no molesta demasiado. El peligro es caer en el exceso, que supone el engorde inútil del diccionario y crea problemas literalmente de peso o de volumen del volumen.

Enfrentemos ahora el problema cuantitativo de los contenidos, que podemos resumir en un qué. Uno de los principales ataques que reciben las definiciones científicas es su longitud excesiva y su enciclopedismo. Sin dejar de ser cierta esta tendencia, no lo es menos que los conceptos encerrados en las palabras científicas son a menudo descriptivos, y que el científico ni quiere ni puede dejar cabos sueltos. Existen unos típicos enunciados matemáticos en los que es recurrente la expresión de tipo «existe una, y solo una, x que cumple la condición y». Ese «y solo una» no es tan superfluo como parece, y meter la tijera en una larga definición sin la supervisión del especialista de turno puede convertir la poda en una mutilación.

Otras veces, el deseable, en mi opinión, carácter pedagógico del diccionario aconseja dilatar la definición. Parece mejor no definir el adjetivo acientífico con un simple y escueto «No científico», evidentemente correcto y aséptico, pero que probablemente no enseña al lector más que el propio término, y en cambio optar por «Que no tiene en cuenta los conceptos y métodos de la ciencia». Otras veces se trata de tener piedad del lector y no obligarle a repetidas búsquedas. Para definir antimicótico es más deseable «Que combate las infecciones por hongos» que el árido «Contra la micosis».

De nuevo el sentido común aconseja buscar las definiciones completas, pero no exhaustivas. La información contenida en ellas debe, sin dejar de ser suficiente por sí misma, servir de referencia para que se pueda ampliar en otras fuentes, si es necesario. En este punto, los recursos científicos ofrecen facilidades en forma de símbolos, nombres científicos o fórmulas.

El último problema, el cómo, es el problema de la coherencia. Se trata de evitar que la descripción del cocodrilo ocupe casi una columna entera del diccionario mientras que otras definiciones de nombres animales cursen al estilo de «Pajarillo de Costa Rica, de lindos colores». La coherencia y la cohesión necesarias y deseables en las definiciones dentro de una misma familia léxica pueden conseguirse mediante el uso de plantillas o esquemas definitorios, en cuya confección merece la pena invertir el tiempo que sea necesario. Si se establece a priori la cantidad y cualidad de la información que debe aparecer en un artículo, no sólo el trabajo posterior será mucho más fácil, sino que el diccionario habrá ganado considerablemente en homogeneidad y coherencia. Esto puede verse facilitado por la jerarquización que muchas veces subyace a la ciencia y, por ende, a su léxico. Se puede llegar a establecer, con mayor o menor fortuna, una especie de árbol clasificatorio por disciplinas y subdisciplinas, que delimitan campos de estudio, cada uno con su vocabulario específico y merecedor de una plantilla o estructura definitoria particular. Los campos léxicos de los escalones correspondientes se van incluyendo unos en otros según se asciende por la clasificación. Esta jerarquización, que podríamos calificar de vertical, se ve atravesada perpendicularmente por otras materias horizontales, que afectan simultáneamente a varias disciplinas. Obtenemos así una especie de red en la que queda atrapado el vocabulario, con la ventaja de aparecer ya clasificado por especialidades. Una gran ventaja de este procedimiento es que la ordenación jerárquica del léxico resulta en una disponibilidad sistemática y homogénea de hiperónimos, que facilitará y dará coherencia y homogeneidad a las definiciones del diccionario. De esta forma, podemos encabezar la definición de lipasa como «Enzima que…», la de enzima como «Proteína que…», la de proteína como «Macromolécula que…», y así sucesivamente. Las plantillas, o arquetipos definitorios, se establecen en cada uno de los niveles de la jerarquía, resultando un patrón para definir las enzimas, otro para las diversas proteínas, otro para las macromoléculas, etc. Afortunadamente, el léxico científico es especialmente adecuado para la labor: elementos químicos, estrellas, huesos, poliedros, animales, plantas o enfermedades, todos admiten hasta cierto punto tratamientos homogéneos.

Aunque no existen los ungüentos amarillos, y el bálsamo de Fierabrás hace tiempo que caducó, opino que la colaboración entre científicos y lexicógrafos, si es estrecha y bien avenida y además está presidida por el sentido común, es la mejor garantía para que un diccionario de lengua general cubra con éxito la parcela del lenguaje científico. Hago un llamamiento en consecuencia a la cooperación de científicos y lingüistas para hacer diccionarios. Es casi como hacer una película. El lexicógrafo tiene los papeles de director, cámara, iluminación, atrezzo, etc.; el científico es el guionista, el autor de la historia que hay tras los personajes. Uno y otro configuran la actuación de los actores, los términos que aparecen en el diccionario. El espectador, como el usuario del diccionario, no es casi nunca consciente, o no aprecia, la labor detrás de las cámaras; le interesa la calidad del producto final, que solo será aceptable si director y guionista trabajan en buena armonía. Volviendo a la imagen de la obra de Lewis Carroll, hay que darse la mano a través del espejo para fijar y limpiar. Lo del esplendor vendrá por añadidura.