El español es una lengua usada por cuatrocientos millones de personas que parecen no querer hablar de ciencia. Esa afirmación es uno de los tópicos mejor instalados en el imaginario de nuestro idioma y para apuntalarla se suele señalar que los científicos de habla española no publican sus mejores resultados en español sino que lo hacen en inglés, la nueva lengua franca. De esta manera se está eligiendo el caso del científico innovador, aquel que se sitúa en la punta de lanza de una disciplina, para tomarlo como arquetipo a partir del cual debemos entender todo el resto del ordenamiento del idioma español en relación con la ciencia y la técnica.
Desde este punto de vista, la situación del español no parece muy diferente a la de otros idiomas ya que los científicos cuya lengua materna es el francés, el italiano o el alemán también procuran publicar los resultados de sus trabajos en inglés. No obstante, ya de entrada se pueden encontrar algunas diferencias entre estos idiomas y el español. En primer lugar, sus diferentes procesos históricos como generadores de ciencia y en segundo lugar, su peso relativo en el desarrollo de lenguajes científicos. Además, entre los hablantes de lenguas con raigambre científica se aprecia desde hace tiempo una preocupación por analizar la relación de sus respectivas lenguas con la ciencia y se preguntan si cabe la defensa de sus idiomas o si sólo queda aceptar la posición de hegemonía del inglés. Resultado de este interés por el problema se han llevado a cabo reuniones de científicos y lingüistas europeos para analizar y estudiar la presencia de sus leguas maternas en la ciencia. El encuentro de esta índole que quizá ha tenido una mayor difusión es el que tuvo lugar en el centro Alexander Koyrée en París en 1994 bajo el título «Sciences et langues en Europe»,1 aunque en la década de los noventa se produjeron muchos otros para abordar ese mismo problema. La presencia de los representantes del español en la mayor parte de estos encuentros ha sido muy escasa.
Si se leen, tanto los capítulos del libro citado, como diversos artículos de revista que recogen otras intervenciones, se verá que los autores representantes de las lenguas que han perdido influencia en la ciencia abordan dos tipos de problemas. En primer lugar, los que plantean la necesidad de reflexionar sobre cómo se hizo en el pasado para adquirir dicha influencia. Y ello, a través del análisis de los trabajos realizados durante los periodos de formación de las teorías científicas que llevaron a personajes como Arago a proclamar que la química era una ciencia francesa o por medio del estudio de las creencias, nunca confesadas explícitamente pero siempre esgrimidas en las discusiones entre científicos, como la de que la matemática era una ciencia germana. En segundo lugar, los problemas que se refieren a la búsqueda de modos de recuperar sus lenguas para el presente. A este respecto, el debate se centra no sólo en la discusión sobre qué procedimiento técnico debe utilizarse, sino sobre cuál es el papel que han de tener las ciencias en el contexto de la cultura, entendiendo que la ciencia es una forma de cultura como lo son el arte o la literatura.
Aunque los que hablamos y escribimos en español nos hemos incorporado tarde a estas reflexiones y a estos debates, hay que decir que sí existe un interés por hablar del problema. Ya hace dos años tuvo lugar una reunión organizada por la Fundación de los Duques de Soria en Valladolid para tratar el tema de las relaciones entre el español y la ciencia. Ésta fue una reunión monográfica donde se abordaron problemas de carácter diferente y se puso de manifiesto la gran cantidad de cuestiones que subyacen debajo del enunciado general.
Cuestiones que es necesario abordar para poder enfrentar ese enunciado general y cuyo análisis queda habitualmente entorpecido por algunos prejuicios. En primer lugar, por la incomodidad de reconocer que apenas se ha escrito en español literatura científica original debido a que, durante los siglos de la construcción de las ciencias, las comunidades científicas de los países hispanohablantes eran pequeñas y poco influyentes. Los hablantes del español eran receptores natos de esos productos y en ningún caso emisores. En segundo lugar, que los integrantes de esas comunidades buscaban expresarse en otros idiomas para obtener reconocimiento de sus colegas de «fuera». El español era un idioma de «dentro», y no era apto para entrar en comunicación en una comunidad tan internacionalizada como la científica. Curiosamente, esta consideración del español como lenguaje doméstico se acentuó en la segunda década del siglo xx, precisamente cuando la comunidad científica que hablaba español se hacía más fuerte e influyente, es decir, cuando sus científicos comenzaban a recibir un reconocimiento en sus propios países y, correspondientemente, en el exterior. Por lo tanto, conviene señalar, evitando el prejuicio del «reproche a posteriori», que los científicos fueron conscientes de su abandono del español como resultado de una estrategia para obtener una razonable visibilidad internacional.
Una vez dicho esto, podemos entender que existe una comunidad de problemas entre todas las lenguas desplazadas por el inglés, aunque no por cualquier inglés. A este respecto, resulta muy útil señalar de antemano que la lengua franca que usa la ciencia, ese inglés científico, no es una lengua que estrictamente hablando use ninguna comunidad estándar de hablantes. El inglés científico está alejado del inglés que se habla en Inglaterra o en América, por más que esté más cercano a la lengua de esos países que a la de cualquier otro. Es una lengua intermedia, simplificada y muy técnica que únicamente «hablan» los científicos cuando están con otros científicos y comentan sus trabajos más pioneros.
Eso significa que hay mucho espacio de maniobra al margen de ese uso de ese inglés para hablar de ciencia. Es decir, el resto de las lenguas deben y pueden recuperar las ciencias para su cultura. Pero habría que tener en cuenta que esta situación de subordinación de las diferentes lenguas con respecto al inglés podría reproducirse en el seno de las comunidades de habla española. Por eso no conviene identificar lengua y Estado. Así, no sólo el español es la lengua de muchos Estados sino que con mucha frecuencia es una de las varias lenguas de cada uno de esos Estados, por más que habitualmente sea la mayoritaria, la hegemónica y, por lo tanto, la que se enfrenta con el omnipresente inglés. Si nuestra lengua llega a comprender la naturaleza de su relación cultural con esa lengua colonizadora, el inglés, el español podrá aplicar lo que aprenda en los contextos más pequeños, donde afloran otras lenguas que coexisten con él. Como se puede ver, es un problema que afecta a la forma de entender nuestra diferencia cultural.
El español, ese sujeto que representa a quienes lo hablamos, tiene que trabajar para poder hablar de ciencia y técnica con propiedad. Un primer esfuerzo encaminado a ampliar el diccionario español con los nuevos términos científicos permitiría la incorporación de las novedades de una manera articulada, si se concibe la elaboración del diccionario como una empresa lingüística completa. La contribución de Fernando Pardo muestra los problemas con que se enfrenta quien trata la innovación terminológica. Los términos, por muy específicos que sean, no son entidades aisladas sino que están conectadas, o deben estarlo, con el resto del lenguaje. La ciencia se desarrolla a gran velocidad y requiere que la incorporación de los términos nuevos se verifique con una rapidez suficiente. Pero esta necesidad de incorporar la novedad también se da en la tecnología, en concreto en el ámbito de las patentes y las marcas, donde la «descripción» de los ingenios y de su funcionamiento exige la suficiente precisión como para poder acotar jurídicamente los derechos a la propiedad que se derivan de las inscripciones en la oficina de patentes. En este ámbito se reproduce la tensión entre la presencia de un idioma dominante, como el inglés, y el español.
Pero los problemas de la incorporación de la ciencia al español no se agotan en la elaboración de diccionarios o de repertorios de términos que nos permitan hablar con una razonable propiedad de asuntos técnicos muy especializados. En realidad los problemas comienzan en ese contexto y en ningún caso se agotan en él porque la ciencia no es sólo un conjunto de teorías, prácticas y aplicaciones, sino que también y sobre todo es una de las formas de cultura que ha desarrollado la sociedad contemporánea. Concretamente, la sociedad que se gestó después de la Revolución Francesa. No se trata de entrar en disquisiciones de historiador acerca de nuestra filiación, si somos descendientes del Barroco o del Romanticismo. Pero la historia puede servirnos para entender el presente y, definitivamente, nuestro presente está determinado por la ciencia y la tecnología en eso que llamamos de forma bastante imprecisa «sociedad del conocimiento». La ciencia y la tecnología son una parte esencial de nuestra cultura contemporánea que influye radicalmente en nuestra sociedad.
La ciencia siempre trascendió los límites de las comunidades científicas, pero en nuestro xxi ese desbordamiento se ha convertido en una norma. La ciencia, sus resultados, la tecnología y sus aplicaciones influyen en nuestra forma de ver el mundo, de valorarlo, de valorarnos a nosotros mismos y de entender las relaciones con nuestros semejantes. Debemos aprender a hablar de la ciencia y a discutir sobre ella y con ella; debemos aprender a soñar la ciencia para que no nos produzca pesadillas. Existen pocas dudas acerca de que la importancia cultural, política y social de la ciencia seguirá aumentando en las próximas décadas. Unos considerarán que este hecho es una manifestación de progreso, otros lo tomarán como una forma de vasallaje sino ya de esclavitud. Por todo ello necesitamos incluirla en el tejido de nuestro lenguaje. La ciencia aumentará su importancia cultural y las lenguas que puedan expresarla serán las que mantengan su importancia cultural relativa. El español, como cualquier otra lengua culta con un gran número de usuarios, puede ser un vehículo para hablar de la ciencia, para educarse en ella, para contar su historia, para difundir sus teorías, sus prácticas y sus aplicaciones en la sociedad, para discutir sobre sus peligros y sus beneficios o para usarla en los escenarios de ficción tanto en el cine como en la literatura.
Hoy, la tesis según la cual la ciencia no debe cuidar el lenguaje expresivo está puesta entre paréntesis. La idea de que la ciencia no es nada más que un uso del lenguaje apofántico puede defenderse, con muchas dudas, sólo en el ámbito de las comunidades científicas muy cerradas o en los momentos de reconstrucción de teorías científicas. Y sólo con muchas dudas, repito. Porque, tanto lo que se denomina construcción científica, como el trabajo cotidiano de los científicos, necesita ingredientes lingüísticos, usos retóricos y elaboración de estrategias persuasivas de un gran refinamiento. Quien las desconozca o las omita estará condenado a no entender nada de cómo funciona la ciencia, de cómo se aceptan las ideas científicas y de cómo se crea su lenguaje. En realidad, para entender el proceso de asentamiento de la ciencia contemporánea, es necesario hacerlo en función de dos polos diferentes: El primero, el de los emisores de conocimiento, el segundo, el de los receptores. Habitualmente, la ciencia ha sido contada como el resultado de la actividad de los emisores, de los productores de conocimiento, de los integrantes de las comunidades científicas y con demasiada frecuencia se ha olvidado la función de los receptores, de los públicos, de los que reciben o soportan la actividad científica. El espacio que media entre ambos está determinado por esta estructura ciencia/público que no es simple. Cada uno de los miembros de una comunidad científica es público de las actividades de las restantes. El público es así una colectividad estructurada y compuesta no sólo de «legos» sino de personas informadas en otras especialidades. La cultura científica se articula por medio de lenguajes que pueden tener su origen en las comunidades más especializadas, esas que se comunican entre sí en inglés, pero después éstos se desbordan en lenguajes intermedios que pretenden llenar el espacio que media entre la ciencia y sus públicos. Tres ejemplos referidos a tres ámbitos muy representativos pueden mostrar la importancia de esos lenguajes y la relevancia de su acción retórica.
El primero se refiere a la educación, donde las ciencias y las técnicas ocupan un lugar principal. En este caso la transmisión del conocimiento, la formación de las primeras nociones en las diferentes ciencias debe estar asociada con un buen uso del español. Es imprescindible cuidar este primer español científico y presentarlo a los alumnos de todos los grados educativos, desde la primaria a la universidad, con el rigor y la flexibilidad adecuada para que quienes reciban la educación entiendan que dentro del proceso de aprendizaje científico existe un desarrollo del lenguaje.
El segundo versa sobre el problema de la divulgación científica. La manera en que se difunden los resultados de la ciencia y de la tecnología puede distorsionar el lenguaje o enriquecerlo. La divulgación de la ciencia es un trabajo arriesgado que requiere no sólo apuestas personales y aisladas, sino institucionales y empresariales. Me gustaría citar como muestra el caso de la colección de libros de divulgación Ciencia para todos que impulsa la editorial mexicana Fondo de Cultura Económica, libros escritos por científicos de habla española. Hace unos años, esta editorial institucional se propuso el reto de poner a prueba la comunidad científica mexicana ofreciéndole la posibilidad de escribir en «formato de divulgación» sobre sus diferentes especialidades. A sus miembros no se les proponía simplemente traducir, sino nada menos que crear lenguaje. Las dificultades para llevar a cabo el proyecto han sido grandes, la primera convencer a los miembros de la comunidad científica de la importancia del reto. La segunda, insistir en la necesidad de crear lenguaje. No me extiendo más pero este es un ejemplo muy interesante para la reflexión de todos los que están preocupados por las relaciones entre ciencia y español.
En tercer lugar, me gustaría mencionar la importancia de la ficción, de la denostada ficción, para la difusión del lenguaje científico. No hay que cortar las posibles alianzas entre la ciencia y todas las restantes formas de narrativa. Al contrario, es necesario reforzarlas. La novela, la poesía, el teatro construyen mundos de subjetividad donde caben escenarios llenos de elementos del mundo que describe la ciencia. Exploran problemas insertos en el entramado de la ciencia y la tecnología que no siempre aparecen como figurantes. Lo mismo puede decirse de los relatos cinematográficos que logran un gran impacto en la sociedad porque pueden llegar a ser consumidos masivamente por sus miembros. En su seno se crean y se difunden arquetipos de científicos, se analizan las relaciones entre las ciencias y los problemas sociales de cada época. Sin duda la ficción constituye un tercer escenario donde se plantean las relaciones entre ciencia y lenguaje, en este caso entre ciencia y español.
Apasionantes y complejas cuestiones sobre las que se hablará en este panel y sobre las que sin duda seguiremos hablando si en verdad somos conscientes de toda la tarea que resta por hacer.