El primer año de un nuevo siglo, con ser un punto temporal todo lo arbitrario que se quiera, parece invitar siempre a hacer un alto en el camino, volver brevemente la vista atrás a los años que dejamos a nuestras espaldas, y mirar hacia delante con la curiosidad de adivinar qué nos depara el futuro. Será por eso, tal vez, que a la hora de buscar un título para mi comunicación sobre la traducción médico-farmacéutica, he preferido no ocuparme del ejercicio cotidiano, las dificultades presentes ni las repercusiones económicas de mi profesión, sino echar un vistazo a la evolución del lenguaje médico durante el siglo xx y comentar los principales retos a los que habrá de hacer frente nuestra generación en relación con el lenguaje científico español durante la primera mitad del siglo xxi.
En este estreno de siglo —como en cualquier otro momento—, la traducción médico-farmacéutica —también como cualquier otra disciplina— tiene planteados ante sí multitud de retos, pero por motivos de espacio me limitaré a comentar sólo tres de ellos, que considero de importancia crucial.
Visto desde nuestra perspectiva, hoy parece claro que una de las características más destacadas del lenguaje médico durante el último tercio del siglo pasado, fue el predominio absoluto del inglés como único idioma internacional de la medicina. Porque no siempre fue así, por supuesto.
La magnitud del cambio experimentado en este aspecto puede apreciarse claramente comparando las palabras del histólogo español Santiago Ramón y Cajal cuando hace un siglo, en sus Reglas y consejos sobre investigación científica, escribía «no se crea que el investigador debe hablar y escribir todas las lenguas de Europa: al español le bastará traducir las cuatro siguientes […]: el francés, el inglés, el italiano y el alemán»,1 y estas otras pronunciadas en 1994 por el director del Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid, Pere Alberch, al comienzo de su intervención en el coloquio europeo Sciences et Langues en Europe, celebrado en París: «I had never thought that the language used in [international scientific] exchanges would be a possible matter for debate. Certainly, it is a subject for historical analysis […]. But, languages? There is no plural in contemporary, top level, basic science: English is THE language of communication and it never occurred to me that anybody who knows anything about the dynamics of science today would even question the issue».2
El monolingüismo científico actual parece ser, pues, un fenómeno reconocido y aceptado entre la comunidad científica y en la propia sociedad. Pero tenemos aún pendiente en ambas el debate de las consecuencias de este fenómeno.
En efecto, preguntados por las repercusiones que ha tenido en medicina este auge del inglés durante los últimos decenios y su situación actual de predominio absoluto en la comunicación científica, los médicos citarán mayoritariamente sólo dos de ellas: la influencia del inglés sobre el lenguaje médico actual y la simplificación de la comunicación internacional.
Parece obvio, desde luego, que la lectura habitual de artículos médicos en inglés y el acceso a los principales avances científicos a través de las revistas especializadas y libros de texto escritos asimismo en inglés están modificando la forma en que se expresan en su lengua materna los médicos del resto del mundo.
Los médicos de habla hispana suelen ser conscientes de que el inglés está modificando el uso que hacen de su lengua materna, pero no lo son tanto de la intensidad y el alcance de esta influencia. Para muchos, la influencia del inglés en el español médico parece limitarse exclusivamente al uso creciente de anglicismos patentes, como borderline, buffer, by-pass, clamping, distress, doping, feedback, flapping tremor, flush, flutter, handicap, immunoblotting, killer, kit, mapping, pool, rash, relax, scanner, screening, shock, shunt, spray, staff, standard, stress, test, turnover o versus. Olvidan que la influencia del inglés es muchísimo más extensa e intensa, y afecta a todos los niveles del lenguaje: ortográfico («amfetamina», «colorectal», «halucinación», «proteina»), léxico (confusión entre ántrax y carbunco, entre urgencia y emergencia, entre plaga y peste, entre timpanitis y meteorismo, entre pituitaria e hipófisis) y sintáctico (abuso de la voz pasiva perifrástica, aposición de sustantivos, eliminación del artículo a comienzo de frase, abuso del artículo indefinido, etc.).
En cuanto a la segunda de las repercusiones bien sabidas, la simplificación de la comunicación internacional, es indudable que, al igual que sucedió durante la época de predominio del latín en la ciencia europea desde el Renacimiento hasta la Ilustración, la supremacía actual del inglés ha resultado muy eficaz para derribar las barreras nacionales de principios del siglo xx y garantizar la difusión mundial de los conocimientos y los avances científicos.
Lo increíble es que todavía hoy suelan acabar aquí su análisis de la nueva situación creada por el predominio absoluto del inglés en la medicina actual la mayoría de quienes lo han estudiado. Rara vez puede leerse comentario alguno sobre las desventajas o los inconvenientes del monolingüismo en el lenguaje científico. Y siempre me ha extrañado que fuera así, porque parece lógico que en los países de habla inglesa se pase por alto este análisis, pero en el resto del mundo debería impulsarse con la máxima prioridad el debate a fondo sobre las repercusiones científicas y sociales del nuevo equilibrio lingüístico.
En otro lugar3 he abordado ya en profundidad las consecuencias silenciadas del monolingüismo científico actual, pero creo que puede ser interesante mencionar ahora —siquiera sea a vuelapluma— algunas de las principales.
Tenemos, por ejemplo, la exclusión de las aportaciones realizadas en otros idiomas, con el consiguiente riesgo de asignación indebida de prioridades —cuando no de auténtico robo de prioridades— por parte de los autores en lengua inglesa.4 ¿Quién recuerda hoy, por ejemplo, que la dermatóloga venezolana Imelda Campo-Aasen fue la primera en apuntar, en las páginas de la revista española Medicina Cutánea, el carácter macrofágico de las células de Langerhans («se sugiere que las células de Langerhans son, de hecho, macrófagos epidérmicos»)?5
Igualmente grave, y pendiente asimismo de debate, es la dependencia científica y la uniformación del pensamiento desde que en 1975 los médicos que no tienen el inglés como lengua materna tienden a publicar de forma creciente sus artículos más importantes en inglés. Las líneas de investigación, los conceptos, las ideas y los razonamientos vienen determinados por un puñado de revistas internacionales publicadas en inglés y cuyos comités de redacción están integrados en un 75 % por autores que tienen el inglés como lengua materna (y ocho de cada diez, estadounidenses).6 Como son estos comités de redacción quienes deciden qué artículos podrán publicarse y cuáles serán rechazados, los autores tienden a elegir de entrada sus temas de investigación, sus conceptos y sus métodos de trabajo en función de los que se siguen en los Estados Unidos, lo cual conduce a un monolitismo intelectual. Para los países en vías de desarrollo, esta actitud mimética e imitadora puede tener graves repercusiones. Mientras cinco millones de personas mueren anualmente de paludismo, se multiplican hasta la saciedad los estudios sobre los principales problemas sanitarios de los Estados Unidos, como el managed care, la obesidad, el cáncer de próstata o la demencia senil.
El hecho de que los científicos más destacados hayan pasado a publicar los resultados de sus investigaciones en inglés, ha tenido dos consecuencias fundamentales. Por un lado, se ha creado una barrera lingüística entre la ciencia médica universitaria superior —que se publica en inglés— y la práctica médica inferior —que lee principalmente en el idioma materno—. Por otro, se ha generalizado la creencia de que un artículo en inglés es, por el mero hecho de estar escrito en inglés, de mayor calidad que otro en español o cualquier otro idioma. La célebre sentencia inglesa publish or perish se ha convertido así, en los países de habla hispana, en la disyuntiva bilingüe «publish o muere»; es decir, para nuestros científicos la cuestión se reduce ahora a un «to be o no ser» en la comunidad médica internacional.
Matías-Guiu explica la situación actual en España en los siguientes términos: «los métodos de valoración de un trabajo, determinantes para la obtención de apoyos económicos para la investigación o para el ascenso profesional de sus autores en muchos países dependen no de la propia calidad del trabajo, sino del factor de impacto de la revista por el Science Citation Index (SCI). En las universidades españolas, por ejemplo, la forma de obtención de los llamados ‘tramos de investigación’, que suponen un complemento económico, se basan en la valoración del currículo del candidato de acuerdo al SCI. Dado que la mayoría de las publicaciones en español no están recogidas en el SCI, los trabajos que aparecen en ellas no suponen ventaja ninguna para los candidatos, con independencia de su calidad intrínseca».7 El grupo escandinavo de Nylenna8 ha conseguido incluso demostrar de forma objetiva y estadística algo que parecía muy difícil de confirmar: que un artículo escrito en un idioma nacional se considera de calidad inferior a otro idéntico escrito en inglés.
Con todo, la consecuencia más grave del anglomonolingüismo actual es probablemente la discriminación lingüística. El holandés Jan P. Vandenbroucke lo ha dicho con toda claridad: «Not to have been born with English as your mother tongue is a major hereditary occupational handicap for a medical scientist. […] Perhaps we ought to have been born overseas».9 La excusa de una supuesta pobreza de estilo se ha usado en la práctica para afianzar la primacía mundial de los científicos de habla inglesa en todos los niveles: redacciones de las principales revistas científicas, cargos directivos en las asociaciones científicas internacionales, puestos de responsabilidad en las grandes multinacionales, elaboración de directrices y protocolos en los organismos internacionales y los grupos de trabajo, etc. En una sociedad que se esfuerza por acabar con una tradición secular de discriminación por motivos de raza, sexo, religión e ideología, el problema de la discriminación lingüística no puede permanecer silenciado por más tiempo. De lo contrario, estamos dando por sentado que los países de habla hispana se conforman con ocupar indefinidamente una posición secundaria en el gran teatro de la ciencia mundial.
Desde el punto de vista de la traducción, la consecuencia más llamativa del predominio del inglés científico es que hoy sólo en inglés puede afrontarse de forma autónoma la formación de neologismos y la normalización del lenguaje científico. En todos los demás idiomas, es preciso admitir que la traducción desempeña hoy una labor fundamental sin la cual es impensable el progreso del lenguaje científico.
Si hace un siglo Ramón y Cajal todavía afirmaba que «por lo que toca a la biología, es forzoso reconocer que Alemania sola produce más hechos nuevos que todas las naciones juntas»,10 en la actualidad más del 87 % de los 476 000 artículos médicos publicados en el año 2000 e indizados en la base Medline estaban escritos en inglés, y el 48 % se publicaron en revistas estadounidenses [datos propios no publicados].
Nos guste o no, pues, lo cierto es que hoy el lenguaje científico en español es en buena medida el resultado de un proceso de traducción a partir del inglés. Y cuando afirmo que nuestra lengua especializada es una lengua traducida, no me estoy refiriendo sólo al hecho comprobado de que la cuarta parte de los libros de medicina editados en España e Hispanoamérica correspondan a traducciones de obras extranjeras. Se trata, sobre todo, de que incluso las publicaciones que consideramos originales —es decir, los libros de texto escritos por científicos de habla hispana y los artículos científicos originales que publican las revistas especializadas de España e Hispanoamérica—, son en su mayor parte, también, el resultado de un proceso inconsciente de traducción a partir del inglés.
Resulta fácil demostrarlo. Las referencias bibliográficas de un artículo original constituyen las fuentes de consulta utilizadas por los autores para documentar y avalar la información científica que presentan. Así pues, una forma de saber cuál es el idioma usado mayoritariamente como fuente de información es analizar la sección de referencias bibliográficas de los artículos originales publicados en una revista médica. Un análisis secuencial de este tipo permite demostrar que las revistas médicas españolas, tanto generales como de especialidad, incorporan actualmente más de un 80 % de las referencias bibliográficas en inglés.11 En la figura 1 puede verse la evolución temporal del número de referencias bibliográficas en inglés contenidas en los artículos originales publicados en la revista Actas Dermo-Sifiliográficas a lo largo del siglo xx.
A la vista del gráfico, resulta notorio que lo que habitualmente tenemos por textos escritos originalmente en español corresponde en realidad a textos escritos por autores que leen en inglés y escriben en español; autores, a fin de cuentas, que traducen del inglés.
Debemos aceptar, pues, que la traducción es en la actualidad el principal motor del lenguaje médico español, incapaz de alimentarse a sí mismo a partir de una ciencia secundaria y dependiente como la que caracteriza a nuestros países. Y debemos aceptar también que la traducción científica en los países de habla hispana no está fundamentalmente en manos de los traductores profesionales —como sucede en los países de lengua inglesa—, sino en manos de los propios científicos.
Todo autor científico es hoy, acabamos de verlo, en buena medida también traductor. Existen, no obstante, dos diferencias fundamentales entre el científico metido a traductor más o menos ocasional y el traductor científico profesional.
La primera es que el científico que lee en inglés y publica en español no es con frecuencia consciente de estar traduciendo, ni tampoco de estar participando activamente en el proceso de formación y normalización de neologismos y tecnicismos, lo cual les lleva a actuar de forma individual y descoordinada.
Tan acostumbrados estamos a servirnos de un lenguaje científico traducido, que con frecuencia no nos damos cuenta de hasta qué punto lo es.
En los diccionarios generales, por ejemplo, es frecuente encontrar que televisión es una palabra española formada a partir del griego tele- y del latín visio, visionis, o que insulina deriva del latín insula. En realidad, nunca entre nosotros pensó nadie en crear tales palabras a partir de partículas griegas o latinas, sino que en español surgieron por traducción de sendas palabras inglesas: television e insulin.
De forma parecida, y aunque la fuerza de la costumbre hace que ya apenas nos demos cuenta, la frase «el término sinapsis fue acuñado por Sherrington en 1897» es, sin lugar a dudas, fruto de un proceso casi inconsciente de traducción. Obviamente, este neurofisiólogo británico, que no hablaba castellano, no le dio tal nombre, sino synapse. Y algo semejante sucede con muchas otras frases e incluso párrafos enteros de los artículos y libros de texto publicados en castellano. Las frases «Furry y McMurray han reportado un dramático aumento en el número de curaciones con terapia de rayos X», «la imagen muestra una micrografía de Bacillus anthracis, agente etiológico del ántrax», «la efectividad de esta droga ha sido clínicamente testada en humanos» y «potenciales evocados son altamente útiles en la diagnosis de muchas condiciones severas» son todas ellas, claro está, traducciones del inglés (poco logradas, por cierto).
La segunda diferencia esencial entre el científico que traduce de forma inconsciente y el traductor científico profesional, es que aquél no se ha formado específicamente para la labor de traducción. El lenguaje científico sigue siendo hoy, a pesar de la demanda social creciente, una de las grandes lagunas de nuestro sistema universitario, que ni las facultades de traducción ni las facultades de ciencias han sabido afrontar hasta ahora.
En efecto, a pesar de la increíble eclosión reciente de facultades de traducción en España, no está resuelto el problema de la formación de traductores científicos, pues la traducción ha pasado a enseñarse hoy básicamente en facultades de filología reconvertidas, con dedicación preferente y desproporcionada a la traducción literaria y a la filología comparada. Hasta el punto de que, por no citar más que un ejemplo concreto, ninguna universidad ofrece todavía en España o Hispanoamérica un título especializado de traducción médica o científica. No resulta difícil adivinar que en el mundo de la traducción habrá de imponerse en los próximos decenios un sistema de especialización semejante al experimentado por la medicina durante la segunda mitad del siglo xx, de tal modo que la universidad pase a ofrecer formaciones especializadas de tercer ciclo bien diferenciadas para las distintas variedades de traducción: literaria, económica, jurídica, biológico-médica, informática, etc.
En cuanto a la formación universitaria en las carreras científicas, hace ya tiempo que somos conscientes de que un médico no puede abandonar las aulas sin haber recibido formación suficiente en materias como la biología molecular, la bioestadística, la psicología, la genética o la bioquímica. Pero no sucede así con la formación necesaria para arrostrar con garantías las necesidades del lenguaje científico moderno. A nuestra generación corresponde el incorporar a los planes de estudios de las facultades de ciencias el estudio del inglés especializado, sí, pero también las nociones fundamentales de neología, terminología, redacción y traducción científicas. Sólo entonces, cuando en los países de habla hispana contemos con una generación de médicos y científicos conscientes de su función como modeladores del lenguaje y adecuadamente formados para asumir dicha tarea, será posible pensar en una labor normalizadora eficaz, que en los lenguajes especializados resulta imprescindible.
La característica más destacada de un lenguaje científico es, probablemente, su precisión, que viene marcada por la correspondencia biunívoca entre significantes y significados, de tal modo que cada objeto, cada concepto, tenga una sola palabra para designarlo, y cada palabra designe un único concepto.
No resulta difícil, desde luego, entender hasta qué punto pueden interferir la polisemia y la sinonimia con el proceso de comunicación científica. Desde el momento en que la caloría usada en nutrición y metabolismo vale mil veces más que la caloría utilizada en bioquímica, esta unidad se convierte en factor de confusión y deja de tener utilidad para medir la energía calórica.
Consecuencias más graves aún tiene la sinonimia, pues al riesgo de confusión que entraña el hecho de que unos llamen adrenalina a lo que otros llaman epinefrina, se suma la imposibilidad de recuperar la información científica correspondiente a un concepto dado en las grandes bases de datos bibliográficas. Una búsqueda electrónica por el término malaria, por ejemplo, dejará fuera de los resultados todos los trabajos publicados en los que se utilizara el término sinónimo paludismo. Y resulta sorprendente comprobar hasta qué punto ha podido complicarse esta cuestión de la sinonimia en los veinticinco siglos de historia del lenguaje médico. Baste para ello el siguiente ejemplo real. En 1989, un grupo de urólogos españoles12 se propuso efectuar una revisión de conjunto sobre un tipo especial de tumor renal; pues bien, no pudieron ni siquiera saber cuántos casos se habían publicado en el mundo, pues encontraron que lo que unos habían llamado quiste multilocular renal era para otros nefroma quístico multilocular benigno, o nefroblastoma quístico benigno diferenciado, linfangioma, adenoma quístico, tumor de Wilms poliquístico bien diferenciado, cistoadenoma renal, enfermedad quística segmentaria del riñón, hamartoma quístico, tumor de Perlmann, riñón multiquístico parcial segmentario, y así hasta más de veinte sinónimos a los que seguramente habría que añadir muchos otros que los autores de la revisión no llegaron a identificar.
Y si el problema planteado por la sinonimia, como fenómeno natural del lenguaje, es común al lenguaje científico en todos los idiomas, en los países de ciencia secundaria y dependiente, como los nuestros, alcanza mucha mayor gravedad.
Porque en inglés, al ser éste el idioma en el que se acuñan prácticamente todos los neologismos que de modo constante enriquecen el lenguaje científico, es relativamente sencillo contener en límites razonables el problema de la sinonimia y unificar en la práctica el uso de un único término específico consensuado, ya sea porque se trate del término original acuñado por el descubridor o del término normalizado recomendado oficialmente por la comisión de nomenclatura de algún organismo internacional. La situación es muy distinta en las lenguas científicas traducidas, como la nuestra, en las que los neologismos no se acuñan, sino que se traducen o se adaptan a partir de otra lengua. La ausencia de organismos reguladores válidos y el hecho ya comentado de que cada científico y cada traductor actúa en la práctica de forma autónoma como acuñador de neologismos, multiplica con frecuencia hasta el infinito el número de variantes españolas en uso para un mismo término científico.
Es el caso de términos como el nombre de la enzima creatine-kinase, que en inglés se ha impuesto sin grandes dificultades una vez que la Unión Internacional de Química Pura y Aplicada (UIQPA) lo elevó al rango de término oficial recomendado, pero que en español se adapta a gusto del consumidor como creatina-kinasa, creatinaquinasa, creatincinasa, creatinoquinasa, creatina cinasa, kinasa de la creatina y multitud de formas más. Efectúo un pequeño experimento para intentar determinar el alcance de este problema. Busco en Internet a través de Google, con la opción de restricción a páginas escritas en español, el nombre que reciben en español las pilas recargables que en inglés llaman nickel-metal hydride batteries. En tan sólo 169 páginas escritas en español, encuentro ¡71 formas distintas de traducir ese nickel-metal hydride inglés!: desde níquel metal hídrido hasta híbrido de metal-níquel, pasando por hidrato de níquel metálico, hídrido metálico de níquel, hidruro de metal de níquel, hidruro de níquel metal, hidruros metálicos y níquel, metal híbrido de níquel, metalhidruro de níquel, níquel de hidro-metal, níquel e hidruros metálicos, níquel-hidruro metálico, níquel metal hídruro, níquel-metal hydrido y muchas más.
Ante este tipo de vacilaciones, es frecuente entre los científicos dirigir la vista hacia el máximo organismo normativo en español, la Real Academia Española (RAE). Olvidan, al hacerlo, que en el terreno de los tecnicismos científicos la RAE no puede ni debe servir de guía, fundamentalmente porque no es ésa su misión.
En primer lugar, es sabido que la mayor parte de los tecnicismos jamás llegarán a entrar en un diccionario general como es el de la RAE. Veamos tan sólo dos datos que pueden servir para hacernos una idea de la increíble riqueza del lenguaje científico: 1) los grandes diccionarios técnicos superan con holgura las 300 000 entradas; 2) sólo los nombres de los fármacos en uso, con sus sinónimos, superan con creces el número total de entradas del DRAE.13
En segundo lugar, los tecnicismos incorporados al DRAE suelen serlo muchos años después de estar en uso, cuando ya las posibilidades de modificar los hábitos lingüísticos de la comunidad científica son escasas. Los términos dacriorrea, displasia, glicérido, hepatocito, hipertiroidismo, laparoscopia, lípido, logopedia, mielina, nefrosis, osteopatía, quiasma, ribosoma, tomografía, tripanosoma o zoofilia, por ejemplo, admitidos por la RAE en 1992, eran todos ellos bien conocidos por los médicos que atendieron a nuestros abuelos. Lo que a los de ahora les preocupa, en cambio, es cómo llamar a los nuevos conceptos como gene chips, stent, key-hole surgery, genomic imprinting o statins.
En tercer lugar, y sobre todo, está el hecho de que en el lenguaje científico, a diferencia de lo que sucede en el lenguaje común, la estructura lógica y normalizada debe primar con frecuencia sobre las cuestiones pasajeras de uso. Por eso, cuando un término científico de uso vacilante llega a incorporarse al DRAE, con frecuencia ello no resuelve de forma satisfactoria el problema. Puede darse el caso, por ejemplo, de que la RAE admita simultáneamente todas las variantes documentadas en el uso, con lo que el problema de la sinonimia, en lugar de resolverse, se sanciona de forma oficial. Es inexplicable, por ejemplo, que el volframio, único elemento químico bautizado en español y por químicos españoles (los hermanos De Elhúyar14), siga apareciendo todavía hoy en el DRAE bajo cuatro formas simultáneas: volframio, wolframio, wólfram y tungsteno. O que para el vocablo francés kinésithérapie —que hoy, por influencia del inglés norteamericano, llamamos más bien fisioterapia—, la RAE siga admitiendo nada menos que cinco sinónimos distintos: quinesiterapia, quinesioterapia, kinesiterapia, kinesioterapia y cinesiterapia (pero no cinesioterapia). En otras ocasiones sucede todo lo contrario: que se sanciona sólo una de las variantes en uso sin un análisis previo de las distintas opciones. Sólo así se explica que en 1992 se admitiera el anglogalicismo tisular para expresar relación con los tejidos orgánicos, pero no su sinónimo hístico, de mayor tradición en el lenguaje científico español.
Tampoco las nomenclaturas normalizadas de carácter internacional, que intentan unificar los vocablos de una determinada disciplina científica en todos los idiomas, sirven para solucionar el problema de la acuñación de neologismos en español. No se trata sólo de las dificultades para imponer su uso en la práctica y de los problemas de competencia entre distintas nomenclaturas afines (p. ej.: nomenclatura química de la UIQPA, lista de denominaciones comunes internacionales de la OMS y Farmacopea Europea), que ya he comentado extensamente en otra parte.15 Se trata, sobre todo, de que, aun admitiendo la conveniencia de disponer de una única lista de referencia válida para todos los países del mundo, parece obligado adaptar también la nomenclatura internacional a cada idioma moderno. Porque la nomenclatura en latín o el recurso a símbolos invariables son muy útiles para garantizar la uniformidad internacional, cierto, pero con frecuencia resultan inadecuados para la mayor parte de los usos del lenguaje oral o escrito. Es preciso admitir que uno no puede escribir Canis domesticus cada vez que haga un experimento con perros, u Homo sapiens para referirse a una embarazada.
En este sentido, conviene acabar con un error muy difundido, según el cual la normalización debe abocar a una única forma oficial idéntica en todos los idiomas del mundo, y todo lo que se aparte de ella es incorrecto. Nada más falso: una vez admitido un término normalizado, su adaptación a las peculiaridades lingüísticas y ortográficas de cada idioma no sólo es admisible, sino incluso deseable, por contribuir a su difusión entre los hablantes de la comunidad correspondiente. Así se ha entendido tradicionalmente en varias nomenclaturas normalizadas (curiosamente, por cierto, las que mayor éxito han cosechado en la práctica). En la nomenclatura anatómica, por ejemplo, tan válida es la middle cerebral artery inglesa como la arteria cerebral media española o la forma oficial latina arteria cerebri media.
Otro error frecuente consiste en confundir los símbolos —que son idénticos en todos los idiomas del mundo— con sus correspondientes nombres o denominaciones —que son variables—. Tan internacional es yodo (español) como iodine (inglés), Jod (alemán) o iode (francés) para referirse al elemento químico de número atómico 53, cuyo símbolo es I en todos los idiomas. Se olvida esto cuando desde instancias oficiales se pretende imponer a la comunidad científica de habla hispana la invariabilidad de los nombres —y no sólo de los símbolos— de las unidades incluidas en el sistema internacional de unidades. Del mismo modo que el inglés meter (¡pero no yard o inch!) es igual de válido como medida de longitud que el español metro (¡pero no vara o legua!), tan válido es el inglés watt como el español vatio para referirse a la unidad internacional de potencia eléctrica (cuyo símbolo invariable es W); el inglés coulomb como el español culombio para la unidad internacional de carga eléctrica (cuyo símbolo invariable es C); el inglés hertz como el español hercio para la unidad internacional de frecuencia (cuyo símbolo invariable es Hz), o el inglés ohm como el español ohmio para la unidad internacional de resistencia eléctrica (cuyo símbolo invariable es la omega mayúscula).
La normalización de los tecnicismos en español es nuestra gran asignatura pendiente y, al mismo tiempo, una tarea ineludible. La sinonimia y la polisemia, especialmente preocupantes en nuestros países de ciencia traducida, exigen la creación urgente de un organismo encargado de la selección, normalización y difusión de neologismos y tecnicismos en los países de habla hispana, capaz de reaccionar con presteza a las necesidades del lenguaje científico actual.
De reaccionar con presteza e incorporar los neologismos a nuestro idioma conforme vayan surgiendo en inglés, sí, pero también de hacerlo de forma concienzuda y racional. En lo que respecta al lenguaje científico, no podemos seguir sancionando oficialmente y de forma simultánea todas las variantes de un mismo término que circulen por las revistas especializadas o las páginas internéticas, como se hizo con el inglés kiwi cuando en 1992 el DRAE incorporó simultáneamente las tres variantes quivi, quiwi y kiwi. Ni podemos tampoco sancionar de forma oficial la primera opción que a uno se le venga a la cabeza. A la hora de acuñar un término en español para traducir el inglés beta-blocker (todavía no incluido en el DRAE, pero que seguramente lo estará en breve, a juzgar por el amplio uso que se está haciendo de este grupo farmacológico para el tratamiento de la cardiopatía isquémica y la hipertensión arterial), no parece lógico ni útil otorgar la carta de naturaleza a alguno de los calcos más directos, como beta-bloqueador o betabloqueador, sin haber analizado antes en detalle las ventajas e inconvenientes de los demás sinónimos que alternan con ellos en las publicaciones científicas: bloqueador beta, betabloqueante, bloqueante ß, bloqueador-ß y muchas otras más, como bloqueante adrenérgico ß, bloqueador de los adrenoceptores beta o bloqueante de los receptores adrenérgicos ß.
Ello exige, por supuesto, un cierto conocimiento de los bloqueantes adrenérgicos ß, del sistema neurovegetativo y de los mecanismos de acción de la noradrenalina. Y un cierto conocimiento de tales aspectos no ahora que los diccionarios generales empiezan a plantearse la conveniencia de incorporar el término, sino hace un cuarto de siglo, que es cuando se empezaron a utilizar en farmacología y cardiología. Por eso, para reaccionar con presteza a las necesidades neológicas del lenguaje científico y hacerlo con conocimiento de causa, el comité superior de terminología que estamos necesitando habrá de contar entre sus filas, y entre las de sus colaboradores asiduos, con traductores científicos profesionales e investigadores científicos en ejercicio de España e Hispanoamérica.
Pero no sólo traductores y científicos, sino también terminólogos y lingüistas. Algo tan básico como el respeto a las normas ortográficas básicas del español basta para explicar por qué el nombre rifampicina se impuso sin problemas entre los médicos de habla hispana desde el primer momento y en cambio la carbamazepina no haya conseguido desbancar en el uso a la forma carbamacepina medio siglo después de que la OMS diera a aquélla rango oficial en lengua española. No olvidemos lo que tal circunstancia, en apariencia anecdótica, supone cuando alguien realiza una búsqueda en una base electrónica de datos por carbamazepina y pierde todas las entradas correspondientes a carbamacepina. No hace falta sólo, pues, un conocimiento profundo de la especialidad y el lenguaje científico. La selección del término más adecuado para designar un nuevo concepto obliga, además, a sopesar con cuidado aspectos tan diversos como la conformidad con las normas ortográficas, la opinión de los especialistas, las cualidades fonéticas y gráficas, la analogía con modelos previos, las consideraciones etimológicas o la frecuencia de uso en el momento actual. Sólo un equipo coordinado de científicos, traductores especializados, terminólogos y lingüistas de ambas orillas del océano podría desempeñar con éxito una tarea tal. Y sólo una labor terminológica bien hecha conseguirá la autoridad natural necesaria para impulsar el desarrollo de una lengua especializada común sin imposiciones ni coerciones.
No parece tarea sencilla, desde luego. Ninguna de las propuestas que he aventurado en esta ponencia lo es. Debatir a fondo las repercusiones lingüísticas, científicas y sociales del auge actual del inglés como idioma internacional de la medicina; sacar a la luz pública el problema real de la discriminación lingüística y poner en marcha las medidas necesarias para neutralizarla; elevar el estudio del lenguaje científico en español —neología, terminología, traducción y redacción científicas— a la categoría de disciplina universitaria establecida y reformar la enseñanza universitaria de las carreras científicas para dotar a los médicos e investigadores de habla hispana de los medios necesarios para llevar a cabo una adecuada labor terminológica; poner en marcha un comité superior de terminología científica común a todo el espacio de habla hispana, y hacerlo todo en el transcurso de nuestra generación, antes de que termine el primer cuarto de siglo, puede parecer una tarea utópica, más propia de titanes que de personas. Pero incluso admitiendo que algo como lo propuesto fuera realmente imposible —que ya es admitir—, nadie me negará al menos que el mero hecho de intentarlo puede resultar una labor apasionante.