Fronteras: sobre el lenguaje común y el lenguaje científico Carlos López Beltrán
Catedrático en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) (México)

El español es una de las lenguas más habladas en el mundo. No existe duda alguna de que durante muchos siglos más se sentirá su influencia, de un modo u otro, en el lenguaje usado por la población del mundo. A diferencia de otros idiomas con ventajas demográficas, el español parece tener una relación rijosa con las ciencias y las técnicas, y a menudo pareciera que la lengua resiente el efecto de las mutaciones en la vida y el imaginario popular que los hallazgos científicos y los despliegues tecnológicos siembran. Frente a la creciente anarquía con la que se incorporan al habla fonemas y nociones refractarias a la tradición hispánica, el español parece sufrir torsiones y distorsiones que al parecer de algunos acumulan un efecto nocivo que tiende hacia una progresiva desnaturalización.

Mi parecer personal es que la salud de un idioma depende más de cómo incorpora y desactiva las invasiones exógenas y no tanto de cómo las elimina o excluye. Dado que la dinámica de las lenguas es compleja y no es mi tema ni especialidad, dedicaré los minutos que tengo más bien a intentar hacer ver que todas las lenguas modernas están sometidas desde hace al menos tres siglos a reacomodos y especializaciones debidas a la actividad tecno-científica. Y que una manera sabia de procurar que éstos no obnubilen ni vuelvan fea la lengua es el ejercicio de la escritura cuidada y sopesada en los espacios de comunicación abierta. Es decir, el fomento de una actividad constante de pensamiento, escritura y circulación de las nociones científicas en una lengua natural, por parte de autores capaces de cierto nivel de conciencia y juicio sobre la acción y el efecto de las palabras elegidas es la manera de propiciar una interacción menos abrupta entre lo que pasa en los laboratorios y las aulas y el espacio común de los sustantivos y adjetivos. En español no tenemos creo yo suficientes escritores científicos (i. e., científicos que escriben y escritores amantes de las ciencias) que se ocupen de nutrir esa interfase. Lo que haré entonces es reunir varias reflexiones un tanto heterogéneas en torno al lenguaje y el conocimiento científico que apuntan a reforzar esta anticipada conclusión.

Quizá mi educación católica me hizo un tanto suspicaz ante la teoría de la evolución por selección natural. Aunque siempre admiré las florituras explicativas de que era capaz el darwinismo, y percibía que los argumentos monacales que se le oponían eran burdos y pueriles, tuve durante años el gusanito de la duda rascándome el yunque; podía ser que no se tratase sino de historias ingeniosas, sin un tramado causal lo suficientemente estable como el que poseen otras ciencias. Ya como estudiante de biología dejé mis reservas cuando se me explicó la versión matemática del cambio evolutivo, en la que se complementan la genética mendeliana y el mecanismo de selección. El que hubiese una representación general, abstracta, de las frecuencias de genes en una población biológica, y de que a partir de suposiciones sencillas y usando inferencias algebraicas simples se dedujese el hecho de la evolución, me emocionó y convenció. Ahora pienso que entonces sobrevaloraba el razonamiento abstracto, matemático, en detrimento de otros recursos de las ciencias, como la construcción de narrativas idóneas o la instauración de buenas clasificaciones. Sucesivas lecturas de la obra de Darwin y de otros científicos que explican cantidad sin hacer uso modelos matemáticos ni lenguaje demasiado esotérico me lo fueron haciendo ver.

La habilidad matemática es y será fuente de asombro. Cuando con Galileo, Kepler y Newton se descubrió que podía enfilarse esta destreza hacia regiones especiales de la naturaleza (de modo que pudiéramos entender mejor sus despliegues) nació la ambición de intentar conocer todo de ese modo. Simultáneamente se tendió a desvalorizar otros modos y estilos del saber. Ya para la mitad de siglo ilustrado la avanzada de la matematización en las ciencias físicas había generado una actitud crítica en algunos pensadores. Una diferencia fundamental entre los dos principales instigadores de la Enciclopedia, D’Alembert y Diderot, se centró en torno a la utilidad de las matemáticas para el conocimiento del mundo natural. Al redactar el famoso discurso preliminar para esa obra, D’Alembert, practicante él mismo de la más esotérica física matemática (racional), no consiguió contener su entusiasmo al cerrar diciendo: «Para quien supiera abarcarlo con una sola mirada, el universo no sería sino un hecho único y una gran verdad». La noción que subyace es que las leyes fundamentales que lo explican todo son poquitas, y sólo accesibles al lenguaje matemático. Es sabido que su compatriota Laplace creyó, poco después, tener todo el pasado y el futuro de la materia atrapado en ecuaciones. La investigación ulterior no tardó en desmentirlo. Había duendecillos escondidos que complicaban el paisaje.

Diderot se convenció pronto de que las regiones del mundo natural susceptibles de ser descritas adecuadamente con la matemática estaban ya por agotarse. Coincidía con el elocuente Buffon al pensar que con la obra de Newton y sus seguidores, todos los fenómenos simples (los movimientos celestes, la dinámica de los cuerpos, la conducta de fluidos, gases, etc.) habían quedado esclarecidos, y que la inmensa mayoría de los secretos de la naturaleza aún por desentrañar, requerían de otro tipo de recursos. La historia natural a la Buffon, o la física experimental, al estilo de Stephen Gray, estaban poniendo la muestra de cómo había que proceder. Además, si el camino de la ciencia llevaría poco a poco a conocer objetivamente las complejidades del alma humana, los recursos expresivos del lenguaje natural serían de mucha mayor utilidad que los números. «El reino de las matemáticas —le escribía a Voltaire— se ha ido… es el de la historia natural y el de las letras el que domina». Y proseguía con una puya al amigo que abandonaba el barco común: «D’Alembert no se lanzará, a la edad que tiene, al estudio de la historia natural, y es muy difícil que realice una obra literaria que responda a la celebridad de su nombre». Al perder el piso la matemática, pensaba Diderot, tendía a encandilarse con sus propios juegos de inteligencia y recaía en los vicios vacuos de los antiguos metafísicos, a quienes desbancó en su tiempo del trono del saber. «Los químicos, los físicos (experimentales), los naturalistas… me parecen —escribió en su Interpretación de la naturaleza— a punto de vengar a la metafísica». Y se permitió una profecía; la ciencia se volcaría en poco tiempo a la elucidación de fenómenos complejos, como los electromagnéticos, los químicos, los fisiológicos, los biológicos, a lo que la matemática poco o nada sabría contribuir. En esos dominios sería la lengua natural y sus capacidades de transmutación virtuosa la que sería útil. Los científicos habrían de volverse cada vez más escritores hábiles, constructores de la lengua común (supongo que imaginaba que sería el francés la lengua franca de esa modernidad). «Antes de cien años —sentenció— no existirán tres grandes geómetras (i. e. físicos teóricos) en Europa». Profecía ilusa que falló al parejo que la de Laplace: nadie sabe qué platillo saldrá luego de la cocina de la investigación científica, ni con qué pan tendremos que comerlo. El siglo xix tuvo como se sabe una abundante cosecha de grandes «geómetras». Pero no sólo eso. Para crédito de Diderot, la variedad estilística creció e inevitablemente los lenguajes descriptivos lo hicieron también: para hacer progresos la fisiología y la biología, así como las ciencias del hombre, debieron distanciarse del imperio de los matematizadores. La autonomía de cada una fue conquistada puliendo herramientas descriptivas y explicativas propias. La fisiología se inspiró en el lado más imaginativo (censurado por algunos) del mismísimo Newton. La biología se acercó a la economía política y a la historia, y a su vez estimuló de rebote a las ciencias sociales. En fin, la Babel que multiplicaba los lenguajes y recursos descriptivos (que el mismo Diderot columbró) se nos vino encima para nuestro mayor saber y placer.

Ahora bien, a diferencia de las matemáticas, que pueden ser compartidas por los hablantes de todas las lenguas (como estudiantes de ciencias mis amigos y yo bromeábamos diciendo que en los artículos que leíamos las matemáticas sí estaban en español), los lenguajes descriptivos no matemáticos se vinculan estrechamente a lenguas y períodos específicos, lo que genera distancias e incomprensiones frente a otras lenguas y otros tiempos. Asimismo, el lenguaje de las ciencias (proliferante, delicuescente) induce cambios, reacomodos, rupturas en los lenguajes naturales.

El efecto acumulado de varios siglos de complejidad y especialización en las ciencias sobre el estratificado y topológicamente complejo espacio de la lengua común no lo hemos comprendido. Y la aceleración creciente de las décadas finales del siglo xx no nos dejó tiempo a tomar los dividendos de lo que a partir de los estudios de la ciencia habíamos comenzado a entender. Queda claro que ninguna empresa humana, y las ciencias modernas no son la excepción, puede desarrollarse si no es a partir de la base que le proporciona la cultura (los modos de ser y de representar) colectiva. En especial la lengua común es la materia con la cual se construye toda empresa colectiva de conocimiento. Montada, por así decirlo, sobre el pedestal de la lengua y el mundo comunes, la actividad de representar e investigar las causas naturales, riega constantemente sobre éste sus imágenes, sus nociones, sus intuiciones, de modo que devuelve aquello que tomó prestado (conceptos básicos, palabras) transformado, metamorfoseado. La luz, el agua, el sol, el aire, la respiración, el amor, los elementos más básicos y universales de la vida nos han sido devueltos, preñados de asociaciones y profundidades descriptivas desde las ciencias. Pero a veces lo que nos envían desde aquel territorio para citar al futbolista Dirceu, no son balones sino sandías. Vocablos y nociones mal digeridos, inapropiados para los ámbitos comunes. La inconsciencia de este efecto de vuelta de sus elecciones (de sus palabras y de las nociones asociadas a ellas) no excusa a los científicos con rostro público ni a los divulgadores de la ciencia. Pienso que debe hacérseles conscientes de su responsabilidad sobre el buen funcionamiento de esa compleja interfase. Pienso sobre todo que el divorcio progresivo que la educación científica altamente especializada ha generado entre el buen decir y el buen inventar debe revertirse.

Cualquier escrito científico del siglo dieciocho es por lo común un gozo. La voluntad de estilo, la cortesía y pulcritud con la que el lector es recibido en él saltan a la vista. Rara vez hay un gesto arrogante o una fórmula enigmática gratuita que distancie al lector. Se presupone que todo el saber es provincia de quien se quiera acercar, y el escritor cuyo tema es la formación del embrión o la dilatación de los cuerpos abre con sus palabras una casa para que cualquiera, aún un lector de dos y medio siglos después, pueda encontrar la habitación que busca. Las relaciones entre indagar, experimentar, especular, calcular y escribir, escribir, escribir, eran fluidas, automáticas, incuestionadas. Quizá siglos de intimidad entre la mano que lleva una pluma y el espíritu que entrelaza hipótesis y descripciones generó una organicidad en la que se volvieron imposibles una sin la otra. Galileo, sin proponérselo, se vuelve un clásico de la literatura italiana. Descartes cambia el francés tanto con su pensar como con su cuidadosa selección de formas verbales. Boyle inventa lo que alguno llamó la nueva «tecnología literaria» del atestiguamiento vicario para poner sobre sus pies la tradición experimental. Newton y otras figuras menores como Halley o Clarke supieron urdir secuencias de frases memorables, asociadas a los esfuerzos de claridad a los que las confrontaciones de ideas los llevaban. Sin duda hay que ubicar a Buffon y Diderot entre quienes percibieron por primera vez el peligro de que se formara una zanja entre la dificultad de la teoría (y su exigencia de neohabla precisa) y el tradicional espacio común del lenguaje natural bien temperado. Ambos, por lo mismo, quisieron atar de modo indisoluble el avance del conocimiento empírico y el de la capacidad expresiva del lenguaje a disposición de todos. Y en ello fueron seguidos durante décadas por la mayoría.

La lista de escritores científicos admirables crece conforme el frente de onda de la llamada revolución científica va tocando más dominios. La química, la electricidad, la geología, el calor, la fisiología, van siendo diestramente sitiados con la imaginación (hipótesis) y las manos (experimentos). Las secuencias verbales que reflejan las tramas de observaciones, experiencias ingeniosas e ideas explicativas audaces (como el calórico, el flogisto, las catástrofes pre-diluvianas, las afinidades químicas, las fuerzas formativas) se intercalan y suceden en una urdimbre de textos que aún hoy mantiene seducidas a decenas de historiadores de la ciencia. Como catadura basta ver a un espíritu positivista nítido, como Gaston Bachelard, caer a su pesar subyugado por la potente mezcla de imaginación sensible y capacidad literaria de un buen número de metalurgistas, médicos, químicos, y demás, todos menores, que durante los siglos xvii a xix acuñaron visiones memorables de la materia, su devenir y su influencia sobre el espíritu. Y no se trata del escribir pulcro de una elite mimada y ociosa, pues a menudo lo que se encuentra son individuos de orígenes marginales como John Hunter, Humphry Davy, Michael Faraday, que como parte de su oficio científico aprenden a dominar la pluma, no siempre con toda corrección pero sí con pasmosa destreza y eficacia. Todavía para el siglo xix vienen a la mente escritos clásicos de científicos como Herschel, Helmholtz, Maxwell, Darwin, De Candolle, Huxley, Bernard, entre muchísimos otros. Todavía ante un texto científico de hace cien años es común sentirse reaccionando: «¡pero qué bien escrito está!». Lo que entre otras cosas lleva implícita la aceptación de que hay en el texto una aguda voluntad de comunicación, un esfuerzo consciente de expresarse bien, y de que si uno como lector no alcanza a entender del todo, la carencia está posiblemente de nuestro lado.

Durante el siglo xx se acabó de producir la fractura temida por Diderot. La tecnociencia, por complicados motivos, se fue diversificando, amosaicando, y puso aduanas técnicas y léxicas a los extraños. Las comunidades científicas comenzaron a insistir en que el lenguaje común, natural, resultaba torpe, estorboso, innecesario. Que si se quería conservar la verdad, la precisión, la eficacia de los hallazgos teóricos y experimentales, había que aislarlos en una densa capa de neohabla. No interesa aquí adjudicar aciertos o errores en la tendencia a crear espacios de prácticas y conocimiento cada vez más esotéricos. Mi tema es la consecuencia para la noción de la buena escritura como un medio compartido en el que pueden viajar las ideas, todas, de unos espacios a otros. Se acabó. La profesionalización y la estandarización de las maneras de actuar y de expresarse al seno de cada subtribu tecnocientífica trajo la era babélica en la que estamos inmersos. Ahora es una gracia, una especie de monería encontrar un científico que escriba con estilo, que acierte a manejar con mínima destreza la lengua de todos para verter en ensayos o artículos no especializados sus cogitaciones, sus experiencias, aquello que crean necesario poner a circular por los aires comunes. Hoy que están vivos la mayoría de los científicos que han existido, muy pocos de ellos poseen control sobre la gramática, la retórica, el teclado, para escribir de un modo no precodificado y abierto. Muy pocos en proporción aspiran siquiera a emular a Lewis Thomas, Stephen J. Gould, Oliver Sacks, Miroslav Holub, Francisco González Crussí. La lista puede crecer, pero no lo suficiente. No es un bilioso juicio adverso, es una descripción de las cosas.

La fractura progresiva de un espacio, de un contexto común ha convidado a los especialistas a regodearse en su aislamiento, y ha engendrado interminables (y a veces inútiles) disquisiciones sobre «las dos culturas», «la tercera cultura», «la nueva barbarie»… El hiato sin embargo ha creado una nueva tribu nómada. Los espacios abiertos entre los islotes alejados del archipiélago científico, entre los oasis rigurosamente vigilados, están desde hace décadas siendo recorridos por forajidos y aventureros que además han hecho de la relatoría de sus viajes una profesión. Marco Polos de la atomizada, distanciada tecnociencia, los divulgadores (como se les llama) han aprendido a entender los intrincados dialectos y costumbres de las islas y a generar escritos, imágenes, espacios en los que se aprenda y reconozca como propio lo que era en apariencia ajeno. El mensaje es sencillo. Estamos científicos y legos en situación análoga. Eliminando matices, todos somos ignorantes. Necesitamos de muchos otros si aspiramos a construirnos siquiera un esbozo del mundo que nos tocó vivir. Ser experto y estudioso hoy día no da sino una buena imagen de un fragmento muy acotado de lo que (entre todos) sabemos. Nuestra condena es equivalente; la ignorancia individual se desboca conforme crece y se expande la red de preguntas, respuestas, dispositivos, dudas, imágenes, algoritmos. De ahí que la divulgación, el volcar lo que se sabe (y más aún lo que inquieta porque aún no se sabe) sobre el mercado común de la palabra compartida se haya vuelto tarea de supervivencia. No se trata nada más de repartir los bienes, de traer el evangelio científico a los legos y así contribuir a su libertad. Se trata más bien de crear las condiciones para que los espacios se vuelvan transitables, para que las aduanas se debiliten, para que recuperemos el libre tránsito. Que quienes viven aislados por sus murallas de expertez salgan a transitar entre los demás, y quienes se descubran acicateados por el deseo de participar, desde donde sea, en la conversación abigarrada que nuestra especie mantiene con su entorno, con su pasado, presente y futuro, lo puedan hacer.

Termino abordando un tema que siempre me ha inquietado. El de si debe haber o no cierta policía o higiene de la lengua. Este asunto es especialmente ríspido en nuestros tiempos de agudeza ética creciente y de una exacerbada atención a la corrección política e ideológica de las expresiones. La lección de vocablos y giros en las ciencias está indisolublemente vinculada a tal problemática.

Como los edificios, las calles, los alimentos, usamos palabras heredadas sin mucha conciencia de su historia, de los accidentes y transformaciones que los han hecho lo que son. Cruzamos avenida Revolución como si siempre hubiera estado ahí, fea y caudalosa, amenazando con sus serpeantes microbuses. Comemos pozole sin tener presente que alguien alguna vez estableció las convenciones para prepararlo. Uno de los efectos de asomarse al pasado (ver por ejemplo una fotografía vieja de una calle conocida) es la extrañeza, la desfamiliarización, el surgimiento de la conciencia de que detrás de lo que damos por sentado está la otredad; una diferente a la de la extranjería, que nos antecedió íntimamente y de la que somos inconsciente producto (como de nuestra infancia).

Lo mismo ocurre con el lenguaje. Las palabras que estamos habituados a pronunciar para pedir, dar, hacer o deshacer, para disfrazar nuestras intenciones o revelarlas, para divertir o impacientar, son palabras que sacamos sin voltear del costal, y no atendemos sino a su efecto inmediato. Piénsese en el desfase que cada tanto nos ataca cuando una palabra común (digamos azogue) se nos resbala al tomarla, y al recogerla la vemos con detenimiento y azoro, como si fuese la primera vez. Por unos segundos estamos inermes ante la duda: ¿realmente sabemos lo que estamos diciendo, y conocemos la herramienta de que echamos mano? Somos en ese instante susceptibles a la intervención del filólogo, del filósofo o del poeta. Cuando el ataque nos dura, o cuando nos visita a menudo, hay peligro de convertirnos en alguno de ellos. Entramos en rebelión ante la lengua madre.

En el siglo que concluyó, la fenomenología y el psicoanálisis permitieron un tipo de crítica del lenguaje, que para bien y mal ha sido adoptado por legiones de autores. Se trata de una especie de filología o lexicografía aplicada, psicologista y amateur, en la que lo que se busca es develar las significados e intenciones ocultas, preconscientes, pulsacionales, de los hablantes. Se asume que el lenguaje es una especie de gran estructura, reticular y definida, que nos posee y regula; que entre sus partes visibles y sus partes invisibles, están enredados todos los sentidos y los sinsentidos de lo que hacemos. Que su carácter de herencia históricamente desarrollada e inevitablemente incorporada a nuestro ser lo convierte en el amo y señor de nuestras intenciones. Así, cuando nuestra madre nos enseña a decirle tira al policía y negro al panadero, negro es algo mucho más complejo que una definición ostensiva en lo que participamos. No sólo aprendemos el reflejo de vincular una serie de fonemas con un objeto o persona, sino que una semilla de valores y emociones cae y arraiga en algún sitio de nuestra alma (o hardware).

Todavía recuerdo con curiosidad y nostalgia el efecto que me produjo a los 18 años leer El laberinto de la soledad. Darme cuenta de que, a pesar de que tenía yo ya algunos años usando y perfeccionando el complejo uso de frases y palabras que, hay que ser justo, no había aprendido de mi madre, sino de mis amigos de la esquina de Pensadores (Vasconcelos con Circunvalación Poniente para más exactitud), como «no te rajes cabrón», y «vete a la chingada», no había jamás conseguido atisbar ni el más mínimo indicio de todo lo que Paz afirmaba que ocurre cuando decimos esas cosas, me dejó pasmado. La sensación de ser una marioneta controlada por los hilos (interiorizados y cableados en mí) de un lenguaje que mis acomplejados ancestros urdieron para condenarme a reproducir sus traumas y sus emociones (nada edificante, sinceramente) se vio por fortuna compensada por la reaparición cada tanto de un escéptico «¿y cómo lo sabe?». Por inteligentes e intuitivas que fuesen las especulaciones de Paz no parecía en ningún momento dar razones para creer que el lenguaje es y actúa del modo en que tendría que hacerlo para que sus afirmaciones tuviesen algo que ver con los mexicanos esquineros de carne y de hueso como mis amigos y yo. Y sin embargo no podía negar que algo de nuestra manera de ser parecía tener conexiones con nuestras aficiones a cierto juegos de palabras, ni que había un espacio opaco para mí en el que las connotaciones y resonancias de las palabras que usaba normalmente se me salían de vista y de control.

Y ese sentimiento de ambigüedad no he logrado curarlo con los años. Todavía encuentro excesivos los demasiado comunes intentos de revelar los soterrados significados o intenciones de ciertos usos por el cómodo expediente de consultar un par de diccionarios etimológicos y tejer fraseos en los que se insiste en raíces, resonancias y consonancias para establecer, supuestas o reales, relaciones semánticas (las telas tienen telos, los paréntesis paren tesis…).

Claro que hay iluminaciones y sorpresas para el que explora el lenguaje con ojos suspicaces. Derrida ha hecho un arte de tales estrategias. Foucault a mi ver ha hecho recorridos más complejos, donde se agregan dimensiones materiales e históricas a la pura especulación sobre el palabrerío. Pero sigo pensando que no hay aún buenas razones para atribuir demasiado a tales hallazgos.

Es posible que en las décadas que vienen comencemos a saber el detalle de cómo en los hechos (en nuestros desarrollos neuronal y social) la adquisición y el despliegue del lenguaje lleva consigo la construcción de lo que por falta de mejores metáforas los filósofos han llamado «el mundo», y logremos ver (con añoranza y alivio) las descripciones teñidas de fenomenología y psicoanálisis, como la de Octavio Paz y sus laberintos, como estelas arqueológicas.

Pensar que una doble libertad es el sino de la lengua. Ni la lengua controla a los individuos, moldeándolos y conduciéndolos por parajes que ellos no eligen, ni éstos nunca controlan los efectos de lo que hacen con su lengua (o su pluma). Pienso que se impone una serenidad ante la cuestión que nos ocupa del español frente a las ciencias. Hay muchas maneras en las que la lengua se cuida sola, o es cuidada por una especie de mano o de voz invisible (estadística) a la Adam Smith. Algo muy concreto que sin embargo se puede hacer para aliviar ansiedades es propiciar la escritura, la conciencia del lenguaje que da la escritura, en lengua natural y silvestre, entre los científicos y los divulgadores de la ciencia. Es ahí quizá donde haya manera de ejercer cierto dominio, de intervenir virtuosamente en aras de un mejor futuro para nuestro español.