Quisiera comenzar esta ponencia que he llamado Patentes y lenguaje expresando mi agradecimiento a los organizadores de este II Congreso Internacional de la Lengua Española por haberme invitado a participar en tan feliz iniciativa, a la que deseo y auguro el mayor éxito.
Para justificar mi presencia entre tantas autoridades de la lengua, no puedo invocar más que una doble condición: la de ser un profundo enamorado de nuestra lengua común y la de estar en estrecho contacto con el que a mi juicio es el mayor elemento vigorizador del español científico y técnico, a saber, la literatura tecnológica contenida en los folletos de patentes.
Pero ¿qué tienen que ver las patentes con el lenguaje?, se preguntarán ustedes. ¿No son acaso las patentes complejos documentos técnicos, repletos de fórmulas químicas, de dibujos, de secuencias de ADN en los que el lenguaje desempeña un papel accesorio, cuando no nulo?
La respuesta a estas interrogaciones ha de ser contundente: el impacto de las patentes en el lenguaje es, a mi juicio, incuestionable.
Eso sí, para no caer en la exageración, conviene dejar claro que esta vinculación no la predicamos del español en su totalidad, sino de una sola de sus ramas, precisamente la que nos ocupa en estos momentos: el español de la ciencia y la técnica. Y sin embargo, dado que la lengua no conoce de compartimentos estancos, el perjuicio que sufre uno de sus órganos repercute negativamente en la salud de todo el cuerpo. Los abogados, que vivimos cómodamente inmersos en el lenguaje jurídico, podríamos cometer la equivocación de contemplar indiferentes un deterioro del lenguaje técnico y científico, pero, ¡ay de nosotros!, el día que conozcamos profesionalmente de la violación de un secreto industrial, de la nulidad de un modelo de utilidad o de una exención fiscal por inversiones en I+D+i. Por lo demás, este perjuicio que a la larga sufriríamos los abogados como consecuencia del deterioro y empobrecimiento del español tecnológico, puede fácilmente hacerse extensivo a los periodistas, a los economistas, a los historiadores, etc.
Hecha la anterior precisión, procede que justifiquemos ahora lo que constituye la tesis central de nuestra ponencia: que existe una estrecha relación entre patentes y lenguaje tecnológico, de tal forma que el tratamiento que hagamos de las primeras incide directamente en el segundo.
Para ello es menester aproximarse al concepto de patente de invención y qué mejor modo de hacerlo que acudiendo al diccionario de la Real Academia Española, en el que se define la patente de invención como aquel «documento en el que oficialmente se otorga un privilegio de invención y propiedad industrial de lo que el documento acredita».
Y lo que el documento acredita no es otra cosa que una invención, es decir, una solución técnica a un determinado problema que a ningún habitante de ningún rincón de la tierra y en ningún momento de la historia se le había ocurrido. Cada invención constituye, pues, un pequeño eslabón en la larga cadena de la evolución científica, un empujón al estado del arte.
Y la patente no es sino el documento en el que se describe esa invención, o, si se me permite, una huella que sobre el lenguaje deja ese estado del arte en su incesante caminar. Pero claro, no es fácil describir cosas nuevas con viejas palabras. Frecuentemente, a la invención de un artificio habrá de seguir la de una palabra que lo designe. De esta manera, igual que la invención innova y enriquece nuestro patrimonio científico y técnico, la patente hace lo propio con nuestro patrimonio lingüístico. O puesto en términos negativos: tan dramático es para la ciencia que no se incorporen permanentemente a ella nuevos ingenios, como lo es para el lenguaje que no lo hagan nuevas palabras que designen aquéllos.
Sólo merece los calificativos de moderna y viva la lengua que sea capaz de generar en tiempo real nuevas voces que denominen las igualmente nuevas creaciones que genera la evolución científica y técnica. Es esencial que la lengua tenga la suficiente frescura y elasticidad como para cubrir con su manto de palabras cualquier nueva realidad.
Por el contrario, una lengua que no sea capaz de llevar el paso a la innovación, está condenada al estancamiento y a quedar, en pocos años, obsoleta. Qué duda cabe de que, tras este proceso de vulgarización, la misma no perderá su idoneidad para encauzar una conversación familiar o casual. Pero cuando se trate de expresar ideas complejas, describir el resultado de una investigación, estudiar el estado del arte, etc., sus usuarios habrán de emigrar inexorablemente a otra lengua que no haya caído en esta obsolescencia.
Alguien pensará que estoy planteando una polémica artificial, sin una base real, ya que, en la medida en que las cosas no existen para el hombre en tanto no son aprehendidas por el lenguaje, es conceptualmente imposible que surja una nueva invención sin su correspondiente significante. Y no les faltaría razón a quienes hicieran este reproche, siempre y cuando reconocieran que ese significante no tiene por qué darse en todas las lenguas, bastando con que exista en una sola de ellas, por ejemplo, la del inventor.
Hechas las anteriores reflexiones, procede plantearse cuales son los cauces idóneos que excitan en una lengua la creación de nuevas palabras con las que describir en tiempo real las igualmente nuevas realidades que genera la ciencia y la técnica. Por su importancia, destacan las tres siguientes:
Veamos, caso por caso, si en el momento actual una o varias de las indicadas fuentes tiene la capacidad de asegurar un suministro continuo y suficiente de voces que garanticen la adaptación del español a los embates de la innovación.
Decíamos, en efecto, que una primera fuente del español científico y técnico la constituye la literatura tecnológica contenida en documentos distintos de los folletos de patentes.
Por desgracia, el panorama que ofrece esta fábrica de nuevos vocablos no invita a un excesivo optimismo, a pesar del grado de excelencia que ha alcanzado la comunidad científica hispanohablante.
Ello se debe a dos factores principalmente. En primer lugar, a que el proceso de globalización —al que la ciencia no es ajena— hace que la búsqueda de una scientiae communis lingua sea cada vez más intensa. ¿Es necesario decir que la lengua llamada a desempeñar ese papel es el inglés? En segundo lugar, obedece a que el descomunal volumen de publicaciones científicas que se genera en todo el mundo y el frenético ritmo de obsolescencia al que éstas están sujetas, hace que las traducciones al español vayan proporcionalmente en descenso, siendo cada vez más corriente que el investigador hispanohablante acuda a las fuentes originarias del saber, aunque estén escritas en otra lengua, generalmente el inglés.
Por otra parte y al margen de las anteriores consideraciones, no debemos sobrevalorar el papel de la literatura contenida en documentos distintos de la patente. Y no debemos hacerlo, porque las revistas científicas, los tratados de ingeniería, así como las tesis doctorales y los artículos de difusión científica, son incapaces de competir con las patentes en dos frentes: los de la rapidez y la amplitud.
En efecto, el folleto de una patente es, por definición, el primer contacto que la inventiva tiene con el papel, su primer acto de difusión. Ello se debe a que las legislaciones de todo el mundo, al imponer la novedad como condición de patentabilidad, dejan claro que aquélla queda destruida cuando la inventiva se haya hecho accesible al público por cualquier descripción escrita u oral, cualquiera que sea el medio que se emplee y, por lo que aquí interesa, aunque haya sido realizada por el propio solicitante de la patente. En la medida en que a este solicitante se le obliga a guardar absoluto sigilo hasta depositar su instancia en el registro de la propiedad industrial, queda claro que el folleto de la patente será el primer contacto que la invención haya tenido con el lenguaje.
Y tampoco tienen los mencionados medios de difusión científica la amplitud de las patentes, porque, según estudios nada exagerados, más de la mitad del conocimiento narrado en las patentes no está recogido en ningún otro soporte documental. Así, puede decirse que no hay biblioteca científica en el mundo que haga sombra a los millones de escritos almacenados en los sótanos de las oficinas nacionales de patentes.
Como segundo elemento impulsor del español tecnológico habíamos identificado los folletos de patentes que, por tener su origen en la comunidad científica hispana, están redactados originariamente en nuestra lengua.
Para justificar esta tesis no está de más que hagamos una rápida referencia a cómo opera el instituto de la patente. La misma constituye un delicadísimo equilibrio entre el interés particular del inventor y el interés general de la comunidad.
Al primero, se le reconoce la potestad de explotar su invención en régimen de monopolio por un período de veinte años. Pero este privilegio no se le concede de un modo gracioso, sino en contraprestación al impulso que ha dado a la técnica. Y para que este impulso sea real, se le obliga a poner su invención en conocimiento de toda la comunidad científica. Ésta no podrá ciertamente explotar el ingenio mientras la patente esté en vigor, pero sí que se enriquecerá con el conocimiento de la solución en ella contenida, lo que favorece el surgimiento de nuevas invenciones.
Es aquí precisamente donde se encuentra ese delicado equilibrio. En que todos los actores aportan y reciben algo. El inventor pone a disposición del saber general el resultado de su inventiva y recibe a cambio veinte años de explotación monopolística. La colectividad acepta derogar uno de sus principios económicos básicos como es el de libre competencia, pero recibe a cambio un impulso al estado del arte.
Y es con esa divulgación de los frutos de la actividad inventiva por medio del folleto de una patente, con la que la invención impacta en el lenguaje. Al inventor le tenemos que estar doblemente agradecido: por innovar el estado del arte y, en lo que aquí interesa, por innovar la lengua.
Y, sin embargo, un estudio detallado de esta fuente de vocablos científicos y técnicos nos enfrenta a un paisaje ciertamente árido.
La maldición unamuniana de «¡que inventen ellos!» ha tenido, como si de un terremoto en los cimientos de nuestro desarrollo científico y tecnológico se tratara, la siniestra réplica de «¡que patenten ellos!».
En efecto, no ha sido tradicionalmente España un país en el que haya encontrado un suelo especialmente fértil la actividad inventiva. Cierto es que el ingenio patrio, unido a nuestra tendencia inveterada a adherir todo tipo de objetos a un palo, nos han hecho merecedores de dos de las invenciones de mayor éxito mundial, a saber, el Chupa-Chups© y la fregona. Es igualmente cierto que hemos impulsado el estado del arte con invenciones menos rudimentarias en las que a una idea genial seguía un desarrollo técnico asombrosamente complejo, atendido el momento histórico en el que se produce. A este segundo grupo pertenecen inventos tales como el autogiro o el submarino.
Pero hemos de constatar con resignación que estos dos grupos de salvedades no constituyen sino excepciones que confirman la antes mencionada máxima unamuniana.
España ha realizado en los últimos años un esfuerzo admirable para potenciar la investigación, el desarrollo y la innovación, que son los auténticos motores de la actividad inventiva. Para ello se ha elevado muy sustancialmente la aportación económica que el Estado destina a esta finalidad, lo cual es especialmente meritorio si tenemos en cuenta el contexto de máxima contención en el gasto que ha inspirado la elaboración de los Presupuestos Generales del Estado en los recientes ejercicios.
En paralelo, se han tomado medidas tendentes a corregir el desequilibrio que existe entre la inversión pública y privada en investigación y desarrollo. Destacan las reformas tributarias que han hecho que España tenga un régimen fiscal de apoyo a la innovación sin parangón en Europa.
Pero todas estas medidas no han hecho más que agravar el impacto que la denominada paradoja europea tiene en España. La paradoja consiste en que un incremento del porcentaje del producto interior bruto que se dedica a la investigación no se ve reflejado proporcionalmente en un mayor volumen de solicitudes de patentes. Y se califica esta paradoja de europea, como contraposición a lo que ocurre en los Estados Unidos de América donde el impacto que el gasto en I+D tiene en el número de solicitudes de patentes es notablemente superior.
Sería bueno abrir un debate en torno a las causas de este problema y a sus posibles soluciones. Lástima que el mismo no pueda tener lugar aquí por desbordar claramente el objeto y finalidad de esta ponencia.
Lo que sí que es relevante a los efectos que nos ocupan es que la indicada paradoja europea convierte a España en un país deficitario en patentes, o lo que es lo mismo, importador neto de las mismas.
Esta situación, que constituye un auténtico lastre en nuestro proceso de convergencia científico-tecnológica con Europa, no tendría por qué incidir negativamente en el lenguaje. Para éste, lo esencial es que el universo de palabras crezca en paralelo al de las ideas. Que este proceso opere desde el mismo surgimiento de la invención o en un momento inmediatamente posterior, con ocasión de la traducción de la patente a la que aquella dé lugar, es una eventualidad que se nos antoja irrelevante para la evolución del lenguaje. Lo esencial es que todo hispanohablante disponga de un vocablo en su propia lengua con el que describir cualquier realidad, y que no se le condene al exilio lingüístico por tener que recurrir a barbarismos para describir realidades que el español no ha sido capaz de absorber.
Llegamos de este modo al análisis del tercer y último elemento vigorizador del español científico y técnico que hemos detectado al comienzo de nuestra exposición, a saber, los folletos de patentes que, no obstante estar originariamente redactados en una lengua distinta de la nuestra, han sido objeto de traducción al español.
Esta traducción, lejos de ser voluntaria para el inventor, le viene impuesta como una condición sine qua non para obtener protección en nuestra patria. En efecto, la obligación de difundir los resultados de la inventiva, sería ilusoria si se hiciera en una lengua distinta de la de los ciudadanos que le reconocen un derecho de exclusiva; convertiría la difusión del contenido de la patente en un acto meramente formal, sin trascendencia real.
Por ello, para que una patente extranjera pueda ser reconocida en España, se exige que su titular presente una traducción al español del correspondiente folleto. Si tenemos en cuenta que de las más de 100 000 patentes europeas sólo el 0,52 % procede de nuestro país, podremos fácilmente apreciar el impacto y la importancia de estas traducciones.
Pero a nadie se le oculta que estas traducciones de patentes tienen un coste. Aunque para algunos, entre los que me incluyo, este coste sea mínimo comparado con la ventaja que el titular de la patente obtiene a cambio (extender su derecho exclusivo a toda España), quienes han de soportarlo sostienen legítimamente lo contrario. Y su oposición ha encontrado tal eco que hasta las instituciones europeas han decidido empuñar la bandera de la no traducción.
Es ésta una grave amenaza, tan grave como desconocida, que quiero llevar al ánimo de quienes participan en este foro.
Ya hemos visto la importancia que los folletos de patentes tienen como fuente de literatura tecnológica y cómo, por ser nuestro país, y en general la comunidad hispana, importadores netos de patentes, es vital el papel de las traducciones.
Acceder a que se suprima la traducción de patentes equivale a aceptar que una lengua como el español (es la lengua oficial en 21 países, abarcando el 9 % de la superficie terrestre; alcanza a 400 millones de personas; habla nuestro idioma más del 6 % de la población mundial, incluyendo más de 31 millones de hispanos en EE. UU.), vea negado el acceso al 99,5 por ciento de la tecnología contenida en patentes.
Y esto, a su vez, implicaría anclar el español en el siglo xx, reconociéndole la tarea de comunicar a cientos de millones de personas, sí, pero no en todas las áreas del conocimiento. La ciencia y la técnica quedarían fuera, o lo que es lo mismo, estarían condenadas al destierro lingüístico.
Esta breve ponencia está enmarcada dentro de la mesa dedicada al español de la ciencia y la técnica que a su vez forma parte de la sección que se ocupa de las nuevas fronteras del español y la concluyo con la esperanza de haber sido capaz de justificar el perfecto encuadramiento que las patentes tienen en uno y otro tema.
Ojalá que haya logrado dar a conocer las patentes como la gran fuente de español de la ciencia y la técnica que son. Sólo ellas, por definición, pueden abarcar en tiempo real la casi totalidad del avance científico que se produce a nivel mundial. Y es este potencial el que las cualifica especialmente para convertirlas en generadoras inagotables de nuevas palabras que designen las igualmente nuevas realidades que provocan la ciencia y la técnica.
Y qué buen criterio han demostrado los organizadores de este II Congreso de la Lengua Española incluyendo este debate en la sección dedicada a las nuevas fronteras del español.
Ante una frontera nos hallamos, sí, pero en el sentido antiguo del término. Es un lugar lleno de incertidumbres y peligros en el que hay que estar particularmente alerta. Si el español está llamado a ser la segunda gran lengua de comunicación del siglo xxi, no puede permitirse el lujo de renunciar a un área del conocimiento tan vital como es la de la innovación. Entre todos debemos ser capaces de superar esa grave amenaza que pende sobre nuestra lengua, a saber, su vulgarización. Debemos aspirar a una lengua en la que tengan cabida todas las manifestaciones del saber, sin que a nadie, en particular, a los científicos y tecnólogos, se les condene al exilio lingüístico.