En la primera entrega del Anuario del Instituto Cervantes (1998)1 tuve ocasión de tratar con cierto detenimiento algunos aspectos de la traducción en español. Fue un trabajo con un valor más instrumental y orientativo que interpretativo. Se trataba de levantar el mapa de la traducción en general, sin entrar en los problemas teóricos, aunque sin ignorarlos, y poniendo especial énfasis en la estructuración de su práctica. En una palabra, se trataba, sobre todo, de evaluar la situación real de la traducción en español. Cuando hablo de la traducción en español, me refiero, por supuesto, a toda acción traductiva y traductológica (o translatológica, como gustan de decir algunos teóricos) en la que la lengua española está en juego, bien sea como lengua de llegada o de partida. La traducción, como fenómeno lingüístico, no podía faltar en un análisis que se pretende completo del estado de una lengua, y además en las dos direcciones en que se ejerce: hacia el exterior y hacia el interior. La primera (que conocemos por extraducción), porque es el buque insignia de nuestra cultura y porque es un síntoma de nuestra relevancia (o irrelevancia) política y económica, y la segunda (que conocemos por intraducción), porque es un elemento de enriquecimiento interior sin el cual no conoceríamos nada de lo que existe fuera de lo específicamente nuestro, ni habría correspondencia, ni diálogo, ni se produciría el tan cacareado fenómeno de los vasos comunicantes. En ambos casos, el español está en juego, con todas sus implicaciones, tanto las de tipo meramente lingüístico, como las más generales, de orden político.
En dicho trabajo también me ocupé de analizar los diferentes ámbitos de aplicación de la traducción en los que, ya entonces, destacaban dos sectores cruciales para poder analizar la importancia de nuestra lengua, como, por otra parte, de cualquier otra. Dichos sectores son el institucional, en su vertiente internacional, es decir, los organismos internacionales que utilizan el español como lengua vehicular o traducida (más frecuente el segundo caso que el primero) y, dentro del sector privado, la industria editorial que utiliza, como es natural, todas las modalidades conocidas de traducción escrita, desde la científico-técnica, hasta la más popular y prestigiosa traducción literaria. Ambos sectores tienen, además, la ventaja de que pueden ser abordados con un alto grado de fiabilidad, pues sus resultados están, en principio, lo suficientemente definidos como para poder sacar conclusiones. Sabemos muy bien cuántos documentos se traducen y se producen en los organismos internacionales, así como el número de libros que publican las editoriales. Como deducirán por el título de mi ponencia, me voy a centrar en la traducción dentro del sector editorial.
En España, gracias a los concienzudos análisis del sector que la Dirección General del Libro2 publica, desde 1988, todos los años, podemos saber con exactitud cuántas traducciones se publican y de qué lenguas, además de muchas otras cosas relacionadas con la edición. No quiero aburrirles con cifras que pueden encontrar fácilmente en la publicación de referencia y que ya analicé en su día en el citado Anuario, pero me temo que no podré evitarlo. En España la producción editorial ha fluctuado entre los 50 159 títulos del año 1996, fecha de los datos que manejé, y los 62 2243 recogidos en la Panorámica del año 2000; pues bien, a lo largo de todos estos años y, a pesar del incremento de títulos, el número de traducciones sigue rondando el 25 % del total de la producción editorial (concretamente el año pasado descendió ligeramente hasta el 24,2 %). Ello nos sitúa entre los tres países europeos que más traducen, además de Portugal e Italia, cuya proporción es muy similar; con la salvedad de que en España, dentro de ese porcentaje está incluido el nada desdeñable número de traducciones entre las diferentes lenguas españolas que, en el año 2000, supuso el 16,8 % del total de traducciones. En este apartado se lleva la palma el castellano que desde 1996 ha desplazado al francés de la segunda posición de lenguas más traducidas en nuestro país.4 El predominio del inglés es compartido con los demás países y lenguas: en Francia, el 75 % de las traducciones lo son del inglés; en Alemania, el 70 % y, en Italia, el 50 %. Dada la complejidad y riqueza lingüística de nuestro país,5 los conceptos de intraducción y extraducción se mezclan de forma que, en lo que respecta a nuestro análisis de la traducción al español, hay que consignar que el castellano es el idioma más traducido entre las lenguas españolas.6 Si comparamos nuestro porcentaje de traducciones con el de otros países europeos (11,7 % de la producción total en Alemania y, muy a la cola, Francia con un 6 %, e Inglaterra con un 3 %, que son países más autosuficientes, especialmente el último) vemos que España, en contra de lo que mucha gente cree, mantiene su larga tradición traductora. Y nadie puede decir que carezca de recursos literarios propios como para no poder satisfacer gran parte de sus programas editoriales, en particular, habida cuenta de que nuestra producción se ve notablemente enriquecida con la suculenta literatura hispanoamericana. Las razones de esta curiosidad (¿o habría que llamarla supeditación?) hacia lo otro son de muy diversa índole, como también lo son las razones que sustentan la supuesta indiferencia anglosajona o gala, y digo supuesta porque en sus catálogos hay más traducciones de lenguas no europeas que en los nuestros. Volveré más adelante sobre ello.
No quiero terminar el análisis de lo que conocemos como intraducción sin mencionar las traducciones que se realizan en los países hispanoamericanos. Tampoco me ha sido fácil recabar datos recientes. Hasta el momento sólo puedo avanzar los de México y Chile.7 Los datos de México son de 1999, año durante el cual se tradujeron 969 títulos de los 18 097 títulos publicados, repartidos entre lenguas como sigue: 897 al inglés, 186 al italiano, y el resto, en mucha menor proporción, al francés, alemán y portugués por este orden. Una característica de la edición mexicana son las traducciones que se realizan del español a otros idiomas. Durante ese mismo año de 1999, se tradujeron 62 títulos, de los cuales 62 lo fueron al inglés, 12 al francés, 6 al alemán y 3 al italiano. En Chile, y durante el año 2000, se publicaron 2420 títulos, de los cuales 74 fueron traducciones, es decir, un 3,1 % sobre la producción total, lo que al parecer supone un descenso respecto años anteriores. Como término de comparación diré que en 1999 se tradujeron 121 títulos sobre un total de 2555. El idioma más traducido es el inglés, seguido del francés y el alemán. Estas cifras hablan sobradamente sobre las áreas de influencia cultural en estos países. Conviene además recordar que en Hispanoamérica la traducción está muy condicionada por el alto número de libros importados de España o como ocurre en México, por los títulos traducidos en España, donde están las casas matrices y que sólo son diseñados e impresos en México.
¿Pero qué ocurre con la extraducción, es decir, con las traducciones que se realizan de nuestra lengua a otras? Es un hecho asumido que el número de traducciones que se realizan de una lengua a otras es un síntoma de su importancia cultural y también política. La prueba la tenemos en los altos porcentajes de traducciones que se realizan desde el inglés en todo el mundo. ¿Podemos ver también reflejada la creciente importancia del español en el número de traducciones? Evidentemente sí, aunque nos tropezamos con la dificultad de la escasa fiabilidad de los datos de que disponemos, procedentes, además, de muy diversas fuentes, lo que impide sacar cifras absolutas y, por supuesto, conclusiones. Ni siquiera el Index Translationum de la UNESCO, nos puede servir para contrastar lo que sabemos sobre la intraducción en español con lo que desconocemos sobre su extraducción, a pesar del titánico esfuerzo que ha realizado dicho organismo al actualizar sus datos a 1999. En la última edición disponible (aunque no en la Red) del Index, están recogidas las traducciones realizadas desde 1979 hasta 1999. Las cifras que se arrojan nos sirven de muy poco, pues no se diferencian las ediciones de las reediciones, de forma que una misma traducción puede estar reflejada varias veces. Y así, según el Index, durante esos 20 años se han realizado 4151 traducciones del español al inglés; 3677 del español al francés; 3684 del español al alemán y 2830 del español al portugués, lo que nos dice muy poco.
Una vez más, la fuente para analizar la frecuencia con la que se traduce del español a otros idiomas, no por relativa menos fiable, es la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte y tiene que ver con la política cultural. España, como otros países, aunque de forma todavía muy insuficiente, sigue una política de fomento de la traducción a través de ayudas a la traducción y edición en lenguas extranjeras de obras literarias o científicas de autores españoles. Se convocan todos los años y a ellas acuden cada vez más editoriales extranjeras. En mi ya citado artículo del Anuario del Instituto Cervantes de 1998, estudié la evolución de dichas ayudas desde su creación, en 1984 hasta 1997. Si en esta última fecha se procesaron 218 solicitudes, en el año 2000 fueron ya 244 y, en el 2001, se han recibido 344. Aunque resulta evidente el paulatino interés por la literatura española a lo largo de esos años (más hacia la ficción que hacia el ensayo, todo hay que decirlo), estos datos lo que realmente demuestran es la mayor difusión de las ayudas, a las que acuden, como es de suponer, las editoriales de los países más necesitados, en particular los países del Este.
Es cierto que hay una larga tradición de hispanistas, aunque prefiero el término recién acuñado de hispanizantes, en tales países; pero también en Francia y, sin embargo, los franceses apenas recurren a ellas. Aunque también es verdad que eso está cambiando, actitud que tiene más que ver con la actividad de las agencias literarias y de los departamentos de derechos de autor de las editoriales en las ferias del libro, en particular, en la de Frankfort, que con la propaganda ministerial, que deja mucho que desear, ya que el Estado ha tenido siempre una fe desmesurada en el Boletín Oficial.
Los títulos más solicitados en los últimos años son los de literatura contemporánea española. Y aquí debemos congratularnos, porque eso es un evidente síntoma de prestigio; del mismo modo que traducir más literatura clásica que contemporánea es un lujo y un síntoma de bienestar cultural, y en España hay ahí un enorme vacío. Lo mismo cabe decir de los datos extraídos de las ayudas a la traducción de la Comisión Europea; son demasiado relativos y dependientes de la difusión de sus bases como para que nos sirvan para sacar conclusiones y, además, sólo abarcan la literatura contemporánea entre las lenguas de la Unión Europea.
Llegada a este punto, me veo en la obligación de recordar la existencia en Europa de las Casas del traductor, llamadas también Colegios internacionales de traducción literaria, centros propiciados por la Comisión Europea y el Consejo de Europa, y financiados, en parte por estas instituciones y, en parte, por las autoridades regionales y nacionales. En ellos se lleva a cabo una gran labor de difusión cultural, pues están pensados para que los traductores profesionales puedan trabajar en el país de cuya lengua traducen y en un ambiente que favorece el recogimiento y la inmersión lingüística. El de España está situado en Tarazona, en la Comunidad aragonesa y se llama Centro hispánico de traducción literaria. Es de las Casas del traductor más antiguas y, desde que se fundó, hace ya catorce años, ha recibido en sus instalaciones a unos 500 becarios que han traducido a sus respectivos idiomas otros tantos libros escritos en español y también, aunque en menor medida como es lógico, en otras lenguas españolas. A estos 40 ó 50 traductores que residen anualmente en la Casa, hay que añadir los 400 que se reúnen ahí también todos los años para celebrar encuentros internacionales, como, por ejemplo, las Jornadas en torno a la traducción literaria, que van ya por su novena edición, u otro tipo de reuniones y seminarios. Aunque no sea el remedio absoluto para promocionar ni una cultura ni una lengua, es un instrumento nada desdeñable. Como tampoco hay que desdeñar los premios y distinciones a traductores extranjeros, prácticamente inexistentes en nuestro país, aunque algunos centros del Instituto Cervantes colaboran con otras entidades culturales locales en la concesión de premios a traductores del español. Es el caso, corríjanme si me equivoco, de los centros de Londres, Roma y Lisboa.
Como vemos, hay más aspectos que los meramente cuantitativos a la hora de analizar el fenómeno de la extraducción. En el caso del español, la mejora de su aceptación en el exterior, más que a los factores meramente promocionales (como hemos visto bastante escasos) tienen que ver con una mejor valoración de nuestro país. Sin detrimento del merecido prestigio de la literatura hispanoamericana que, durante los años setenta, impulsó notablemente la traducción en español y además a lenguas históricamente bastante refractarias, como el francés y el inglés. Las razones políticas que todos conocemos pusieron a España en el candelero y, de paso, se abrió la puerta a una literatura y a un pensamiento que ya se estaba reafirmando en el interior.
Como si se hubieran perdido todos los complejos de inferioridad de una vez para siempre, los editores empezaron a creer en los autores españoles y a publicarlos. No me cabe duda de que esa actitud fue muy positiva para la posterior difusión de la literatura española contemporánea, porque difícilmente se puede difundir en el exterior algo en lo que no creen los del interior y, si alguna vez hubo un desierto cultural en España, fue el que crearon las editoriales con su falta de confianza en la producción nacional. Hay que decir que la desconfianza de los editores estaba en cierto modo justificada, porque en un país sólo se puede crear o investigar con continuidad y resultados cuando funcionan adecuadamente, y a la par, todas las instituciones. Lo cual no quiere decir que no pueda haber individuos notables que se esfuercen en todos los campos y que trabajen contra viento y marea, rodeados de la incomprensión de quienes más debían ayudarles. Esta situación de aislamiento y desconexión de quienes creaban en lengua propia, no sólo era producto de las adversas condiciones políticas, sino de algo más profundo, que hacía que las editoriales españolas, tan receptivas con lo extranjero, se resistieran a aceptar lo propio con una tozudez algo destructiva.
Con excepción de los autores consagrados, el prestigio de una editorial se basaba en sus traducciones, lo cual sería excelente si no fuera, insisto, en detrimento de la producción propia. Iniciativas como la de José Antonio Llardent, en la editorial Istmo, al crear durante los años setenta una colección de ensayo escrita por españoles (fue allí donde empezó a publicar Carlos García Gual, por ejemplo), y sin recurrir apenas a la traducción, dieron unos resultados excelentes, aunque todavía pasaría bastante tiempo hasta que tuvieran eco en el exterior, donde sólo se seguían traduciendo los productos considerados característicos de lo español. Recuerdo que a finales de los setenta participé, en el Instituto francés de Madrid, en un encuentro entre editores y traductores, y los editores franceses confesaron que no traducían a un autor como Álvaro Cunqueiro, por ejemplo, porque era poco español y demasiado europeo y temían decepcionar y extrañar a un público acostumbrado a otra cosa. Es decir, según yo entendí, acostumbrado a un discurso sobre España formulado en unos términos autocompasivos y quejumbrosos que estaban claramente destinados a complacer y estimular el paternalismo francés hacia una situación tan desgraciada como la del exilio. El hecho de que se considerara a Cunqueiro, autor directamente entroncado a la mejor prosa española de todos los tiempos, un autor poco español, indica la confusión reinante sobre la esencia de esto último.
Permítanme ponerles otro ejemplo. En mi avatar de editora tuve ocasión de frecuentar la feria de Frankfort y recuerdo que, todavía en el año 1990, los editores españoles íbamos fundamentalmente a comprar derechos de traducción; resultaba casi una osadía, recibida con sonrisas de superioridad, intentar vender los derechos de autores españoles. Lo único que les interesaba era la literatura hispanoamericana (apenas apuntaba el fenómeno Almudena Grandes) y pude comprobar que, por ejemplo, Fernando Savater, hoy un autor muy traducido en toda Europa, en particular en Italia, donde es un importantísimo referente cultural, era un perfecto desconocido. Por primera vez, desde hacía décadas, los editores extranjeros empezaron a interesarse por algo relacionado con España que no tuviera que ver ni con los clásicos ni con la guerra civil. Como no es creíble que de la noche a la mañana un país se convierta en cuna de grandes novelistas y ensayistas, hay que suponer sencillamente que España se había rehabilitado a los ojos del resto de Europa y había empezado a recuperar su mermado prestigio.
Pero, insisto, nada de eso habría sido posible si no se hubiera producido antes una recuperación dentro de España. Aquí hay que mencionar el esfuerzo, también pionero, de Carlos Barral, aunque por razones de oportunismo político (es decir, con la intención explicitada por él en varias ocasiones de «cargarse el régimen», o sea el régimen franquista) favoreciera a la vertiente más soporífera del realismo socialista castellano que él y sus amigos descalificaban en privado como el realismo de la pana. Ya desde una perspectiva más libre, Alfaguara y Tusquets abrieron sus puertas a los escritores españoles que no esperaban otra cosa para hacerse oír, dentro y fuera de las fronteras de la lengua. Hasta llegar al momento actual, en el que gran parte de la producción editorial se hace en nuestra lengua. Ese bienestar de nuestra cultura se refleja también en las listas de libros más vendidos de los suplementos culturales en las que, desde hace ya muchos años, los libros de autores españoles —incluso los de ensayo— superan a los extranjeros, situación totalmente inconcebible hace dos décadas.
Creo que no es necesario insistir en que, desde el punto de vista editorial, favorecer la producción nacional, favorece a su vez la extraducción en detrimento de la intraducción. Mala cosa, pues todavía hay mucho que hacer en este capítulo, ya que la dependencia cultural de España frente a culturas de prestigio, como, antaño, la francesa y, hoy, la inglesa, ha desplazado el interés por otras culturas más alejadas de nosotros y ha mermado la traducción de los clásicos. Las editoriales deberían remediar ese desequilibrio mientras queden filólogos.
Me gustaría volver ahora sobre algo que he mencionado al principio y que considero fundamental para valorar en su justa medida la traducción literaria o, si se prefiere, la traducción de libros. Me refiero a las razones por las que una lengua (un pueblo) se interesa por otra lengua y la traduce; las razones por las que alguien —traductor, poeta o editor— decide llevar un autor extranjero a los lectores de su país o de su lengua y por qué algunos países han sido más traductores que otros. Vuelvo pues, al hecho traductivo como parte integrante de la literatura y de la lengua. Creo haber apuntado ya que hay, en resumen, dos motivos para traducir: el primero se basa en el muy comprensible deseo de enriquecer el repertorio editorial, teatral, etcétera y, el segundo, en la siempre necesaria curiosidad intelectual que empuja a algunas personas a ampliar el panorama cultural y a enriquecer su lengua con la aportación de otras. En todas las lenguas y países coexisten ambos; aunque el primero está más condicionado por cuestiones coyunturales y episódicas, relacionadas con el prestigio y la moda, mientras que el segundo (que tampoco está exento de oportunismo) tiene más que ver con la actitud que llevó a Goethe a afirmar que «la fuerza de una lengua no consiste en rechazar lo extranjero, sino en devorarlo». Sin duda, esto puede ser elevado a categoría general y aplicarse a todas las lenguas; pero es particularmente cierto en el caso del alemán. El propio Goethe admitió que, con independencia de la producción propia, los alemanes habían conseguido, gracias a la traducción y a la apropiación de lo ajeno, un alto grado de cultura. El germanista francés Antoine Berman8 ha estudiado la forma en que esta ansia fagocitadora llevó a los mejores escritores alemanes a practicar la traducción como prolongación de su actividad creadora y no para redondear el presupuesto. Hay una diferencia sustancial entre ambas posturas. Clarín comentó que cuando en un país hay un renacimiento literario, uno de los síntomas es el trabajo de asimilación de la literatura extranjera por parte de los más insignes escritores nacionales y lamentaba que en España no fuera así. Es cierto que en nuestro país siempre ha habido ejemplos de altruismo intelectual, aunque con una intención más catequizadora que fagocitadora; es lo que el profesor Truffaut, de la Universidad de Ginebra, llama la etapa misional de la traducción, en la que se forma el patrimonio literario universal que configura la cultura occidental. Pero, en general, y con honrosas excepciones, casi todos los escritores españoles que han traducido lo han hecho sobre todo pro pane lucrando, como confesaba Unamuno a un corresponsal, al referirse a su tarea como traductor. Una vez más, los escritores hispanoamericanos vienen en nuestra ayuda, pues entre ellos hay bastantes más casos de traducción fagocitadora y enriquecedora; aunque también son muy pocos, si exceptuamos a Borges y a Paz, los que, como Schlegel, Goethe, Humboldt, Schiller o Hölderlin, además de traducir, han reflexionado largo y tendido sobre la traducción. De hecho, con la paulatina profesionalización del traductor y el progreso de la traductología, esta etapa se ha terminado.
Las lenguas conocidas y valoradas, de gran prestigio intelectual, sirven también de vehículo transmisor de otras culturas, a través de la traducción. Es el caso del francés en España y Rusia durante el siglo xviii y xix; gracias a él pudo conocer doña Emilia Pardo Bazán a los novelistas rusos y, gracias a él, éstos últimos pudieron leer a Cervantes. También el español ha servido —y sin duda lo hará cada vez más— de lengua vehicular. El poeta belga Henri Michaux, que sabía español, leyó a Kafka en las traducciones de Revista de Occidente, y la de Michaux con el escritor checo es indudable. A veces la recepción es directa y fulgurante, como la que tuvo en francés, y en su tiempo, Baltasar Gracián, como fulgurante es la que tiene en la actualidad en inglés. O como demuestran las más de 70 versiones (de las cuales 17 fueron compuestas entre 1933 y 1997), también en francés, del poema Noche oscura del alma de San Juan de la Cruz, desde 1622, antes de que apareciera, en 1639, en España. O la gran recepción que tuvieron al inglés (y a otros idiomas) las novelas de don Benito Pérez Galdós, apenas publicadas. La gran poetisa rusa Anna Ajmátova nunca hubiera podido decir que los poetas contemporáneos que escribían en español eran dioses y los rusos semidioses, de no haber existido traducciones al ruso de León Felipe y de Gabriela Mistral.
Una traducción determinada, incluso siendo defectuosa, como ocurrió con las primeras traducciones al alemán y al francés de El Quijote, tiene a veces tanta fuerza que el lector extranjero la incorpora textualmente a su acervo literario. Yo he visto a un grupo de poetas franceses recitar de memoria poemas traducidos de García Lorca con la misma unción que si estuvieran escritos directamente en francés. En España, hay quien recita las traducciones de Shakespeare de Astrana Marín, como si fueran el Credo. Es tal el ansia del lector por asimilar esas palabras que —como ocurre con el doblaje de las películas donde todos aceptan con la mayor naturalidad ver a un samurái hablando un español totalmente irreal— el leyente, que diría Borges, se convierte en creyente. Por eso les va a costar tanto trabajo a los nuevos traductores de Kafka incorporar los nuevos títulos que se han dado a sus obras —La transformación, por ejemplo, en vez de La metamorfosis—, porque están demasiado incorporadas a nuestra tradición como para que puedan prender fácilmente. Los ejemplos son infinitos y todos ellos corroboran la certeza de que la universalización de la cultura pasa, ayer y siempre, por la traducción.
La traducción es intercambio, es transferencia, y como en toda operación de este tipo se produce una mutación en las estructuras de las lenguas implicadas. En este proceso de transformación se pierde y se gana. Se pierde, por ejemplo, lo que conocemos por estilo, eso que de manera tan esclarecedora como sencilla Jean Maillot9 definió como «la forma de expresar el pensamiento con los recursos de la lengua». Al ser distintos éstos en cada lengua, el estilo tampoco puede ser el mismo. Por tanto, el estilo de un texto traducido será el estilo del traductor y de nadie más. Se gana lo que el traductor sepa llevar a su lengua de llegada, y será la pericia del traductor la que salve lo imprescindible y gane lo suficiente para demostrar que su trabajo es, ante todo, un trabajo de creación de lenguaje. Por eso ser cuidadoso con la traducción es ser cuidadoso con la lengua. La traducción requiere, además, una tarea de escritura especial, que nada tiene que ver con la que se realiza en el proceso de creación, porque es una escritura generada en una estructura mental que no pertenece a quien la practica. El traductor se ve obligado a trabajar la lengua de una forma que no es natural; pues no la utiliza como expresión del pensamiento propio, sino como transposición del ajeno. La somete a una doble tensión que le pone en una situación muy incómoda a la que no puede dar carpetazo y de la que no puede salir indemne. La sociedad olvida, por razones espurias, que traducir es incidir en la lengua, tanto positiva como negativamente y tanto directa como indirectamente, por medio de lo que don Valentín García Yebra10 llama «traducción implícita». Es decir, la que realiza cualquiera que, al hablar o escribir, maneja palabras y conceptos adquiridos de otras lenguas, bien por conocimiento directo de las mismas, bien por traducciones realizadas por otros. Porque el traductor es un hacedor de lenguaje, al igual que el escritor y con las mismas consecuencias, tanto sobre la propia lengua como sobre el receptor del mensaje, ya sea lector, espectador de cine, teatro o televisión, o mero oyente de un programa de radio. Hay que tener en cuenta que un porcentaje muy elevado de mensajes hablados y escritos que recibimos en español son traducciones, y de su honestidad y exactitud dependen tanto la calidad del aprendizaje del idioma, como su coherencia interna. Contrariamente a lo que se podría pensar, los errores más nocivos no son aquéllos tan burdos que todos pueden descubrir y de los que todos pueden defenderse, sino las transgresiones sutiles que se han ido filtrando en nuestra lengua, deformándola de forma imperceptible. La traducción de topónimos, teónimos y onomásticos, con fuertes implicaciones culturales, han tenido tal influencia que han llegado a modificar nuestra propia tradición. Muchas veces los traductores, por error o ignorancia, olvidan la duplicidad de su misión, que consiste en desvelar lo que está expresado en un idioma para que se integre completamente en otro, sin desvirtuarlo. Es una tarea difícil pero no imposible. De hecho, algunas veces, los felices hallazgos, los verdaderos logros de los traductores, consiguen dar nombre en español a un concepto nuevo que hasta entonces se resistía a ser nombrado. Por el contrario, todos conocemos el efecto desastroso que algunos de los descuidos y errores de las malas traducciones han tenido sobre el vocabulario, incluso para aquéllos que no conocen ningún idioma. Lo vemos ahora mismo con el uso de talibán en plural, en lugar de talibanes, desoyendo todas las reglas gramaticales de la lengua que ha recibido ese término importado. Sin duda, éste es un ejemplo de cómo el plurilingüismo y la diglosia hacen difícil la traducción, pero también el desarrollo de la propia lengua. Ya sé que esto daría pie a otro tipo de comunicación, pero muchas veces me he preguntado adónde nos llevaría una sociedad completamente plurilingüe en el plano literario, si a formar un número ingente de traductores en potencia o a crear un número, también ingente, de analfabetos en potencia, pero en varios idiomas. Aunque hay distintos niveles de conocimiento y de utilización de éstos últimos, parece como si la traducción entrara aquí en competencia con su enseñanza. Pero no creo que haya peligro pues, por fortuna para ambas especialidades, son muchas las lenguas por aprender y muy pocas las personas que las aprenderán todas.
Es indudable que la traducción es un importante foco de difusión cultural, que actúa en doble dirección lo que la hace idónea para la penetración de la cultura. Por tanto cualquier política exterior cultural debería de tenerla en cuenta como uno de sus instrumentos más universales y versátiles. Me atrevo, pues, a sugerir las siguientes medidas a las autoridades culturales, basadas en mi experiencia personal, así como en el estudio de dichas medidas que, por otra parte, ya he ido apuntando a lo largo de esta ponencia: