Hace veinte años, en el estío de 1980, el décimo aniversario de mi programa informativo de la televisión mexicana 24 Horas nos dio un grato pretexto durante tres días en Salamanca para hablar de la más preciada de nuestras herramientas: nuestro idioma. Las voces de Camilo José Cela, Juan Rulfo, Víctor García de la Concha, Juan José Arreola, Álvaro Mutis o Francisco Monterde, por mencionar sólo algunos notables, se mezclaron entre los muros de la universidad con las de periodistas jóvenes y no tan jóvenes de la televisión, para compartir la sola preocupación por el uso, el enriquecimiento y la belleza del español. Más allá de la referencia anecdótica, sin duda grata en lo personal, tengo para mí que el encuentro Salamanca 80 devino una experiencia singular para los doctos estudiosos y los atrevidos menestrales del idioma, por lo peculiar de su motivación: Salamanca 80 se dio a partir de un programa informativo, de televisión, hecho en América. La información electrónica aceptada como herramienta fundamental del conocimiento; la lengua castellana iba desde entonces a ocuparnos y preocuparnos como una entidad viva, mutante, en constante evolución, reanimación permanente y con claro destino, más que como venerable tesoro objeto de cuidadosa observación lejana. Consecuentemente hablamos entonces de unidad, normatividad, responsabilidad e innovación en el uso del idioma. Muchos años después en México, y al iniciar el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española en la ciudad de Zacatecas, Gabriel García Márquez habría de llevar su mágica virtud innovadora a dimensiones descomunales.
Es elemento frecuente de los encuentros sobre lenguaje la preocupación por su pureza, la reticencia a la natural contaminación que la cercanía de los hombres y las lenguas conlleva. No fue distinto en Salamanca hace veinte años, no lo es ahora. Asistimos a ellos con los sentimientos encontrados de que nuestra lengua es sana y fuerte pero que sigue enfrentando retos, trampas y peligros. La nueva amenaza no solamente tiene nombre; al mismo tiempo es presentada por algunos como la inevitable panacea para los males de nuestro tiempo. Se llama globalización. Ha llegado a nosotros por la vía del consumo masificado, la publicidad que le soporta y la tecnología desatada que es su nuevo vehículo. Ante la nueva realidad que nos tomó por asalto los conceptos de frontera, límites, territorios se vulneran, y no son pocos los que advierten que los conceptos de nación y soberanía sufren la misma suerte. Pero las realidades nuevas tienen la virtud del empecinamiento: están ahí nos gusten o no. Según la más aceptada de las teorías, los grandes dinosaurios desaparecieron de la faz de la tierra tras el impacto de un enorme meteorito en las tierras de Yucatán que levantó una gigantesca nube que oscureció los cielos y enfrió la tierra. Lo más probable sin embargo es que los dinosaurios se hayan extinguido porque no se supieron adaptar a las nuevas realidades que la evolución les planteaba.
En esa tesitura, las nuevas fronteras son las del idioma que, a tono con los avances tecnológicos, de consumo y publicidad, en lugar de separar tienden a aglutinar. Así, el país de nuestro idioma es cada vez más vasto y homogéneo en su diversidad, características en las que la comunicación y su herramienta la publicidad desempeñan un papel fundamental.
Antonio de Nebrija publicó el primer lexicón de nuestra lengua cuando Cristóbal Colón navegaba por primera vez en busca del camino a las Indias. En el prólogo de la Gramática sobre la lengua castellana explica El Brocense: «acordé entre todas las otras cosas reducir en artificio este nuestro lenguaje castellano para lo que agora i de aquí adelante en él se escriviere pueda quedar en un tenor i entenderse por toda la duración de los tiempos que están por venir, como vemos que se ha hecho en las lenguas griega y latina, las cuales por aver estado devaxo de arte, aunque sobre ellas han pasado muchos siglos, todavía quedan en una uniformidad». Una lección del siglo xv de que la sencillez y el poco artificio es garantía de durabilidad y eficacia en el oficio de comunicar a los seres humanos. Parecería, a la vez, una premonición definiendo los lenguajes publicitarios en su sencillez y permanencia.
Cito a Salvador Novo, mexicano, escritor, publicista: «Con Cortés o en Cortés llega a México el complejo fenómeno o monstruo humano que para nuestro tema representa aquel extraordinario sujeto de la publicidad, la propaganda y las relaciones públicas que favorecieran su hazaña. Y al mismo tiempo y por paradoja llega en Cortés el mayor publicista que haya colocado en el mercado mundial la compleja mercancía del país de que sus Cartas de Relación son la eficaz campaña de promoción y ventas».
Hasta aquí Salvador Novo. Conquista e idioma vienen juntos, invariablemente. Tal vez por ello el término mexicano gringo para nombrar a los estadounidenses surgió en el transcurso de una invasión norteamericana justo por las tierras por donde Cortés inició su gran campaña, la Villa Rica de la Vera Cruz.
No es extraño que en las aportaciones culturales de la conquista de América se aglomeren idioma, religión, comercio y publicidad. En mi oficio periodístico sé muy bien que la noticia es el recuento de los hechos que alteran en desgracia el curso natural de las cosas. No es noticia que miles de aeroplanos despeguen y aterricen cada momento en todo el mundo: lo es que uno se desplome con sus trágicas consecuencias. Así, sólo las malas noticias llegan a los titulares de los diarios o a los tiempos primarios de la radio o la televisión.
Los anuncios publicitarios se dan como su antítesis. La publicidad nos da cuenta de las cosas gratas que hay en la vida, de los descubrimientos y creaciones que el hombre aporta para hacer su existencia más gustosa: una prenda de vestir, una bebida, un automóvil, un viaje de placer. Sólo se anuncia aquello que hace mejor la vida. La publicidad son las buenas noticias del mundo.
Esta singular función plantea al idioma publicitario retos mayores. En las tres estaciones del recorrido de la comunicación, producto-emisor; medio-vehículo y receptor-consumidor, el lenguaje publicitario no puede limitarse a la labor de informar. Tiene que combinar la capacidad de expresar con la habilidad de persuadir. Contar no sólo lo que constituye a la cosa sino también lo que la distingue; lo que la cosa es y su sabor al mismo tiempo. En su tercera acepción, el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española dice que publicidad es «divulgación de noticias o anuncios de carácter comercial para atraer a posibles compradores, espectadores, usuarios, etcétera» haciendo de la seducción una característica implícita del lenguaje publicitario.
Escribe Eulalio Ferrer, caballero, publicista, español y mexicano —todo a la vez— que para el lenguaje publicitario «no hay sensación humana que no recoja ni juego de preferencias que no busque. Muchas veces opera como un tranquilizante social: no sólo es lema y emblema, sino endoso, descarga de los apetitos». Hasta aquí Ferrer.
Si el periodista busca en su lenguaje el imposible de la objetividad absoluta, el publicista embellece el sueño. Bernal Díaz del Castillo, quien al introducir su Historia de la Conquista advierte que él «no es latino» para justificar la llaneza de su prosa, se deja llevar sin duda por la emoción sincera que le causan los paisajes descubiertos diariamente. Lo mismo hace Cortés en sus Cartas de Relación.
Al hablar de la gramática del anuncio, el gran maestro Martín Alonso escribe: «En definitiva, el estilo propagandístico es una literatura de duendes pequeños que nos inquietan, nos pellizcan, excitan nuestra imaginación». El lenguaje periodístico pretende —sin lograrlo nunca del todo— la frialdad descriptiva más cercana a la cosa real. El idioma publicitario es creativo, innovador, atrevido. El lenguaje publicitario es creativo al adaptar términos nuevos y poner en circulación conceptos distintivos. Así tenemos en nuestro cotidiano hablar términos como descafeinado, hipoalergénico, enzimas, poder biológico, ergonómico, light, hardware, software y toda la terminología ingrata a los puristas y asociada a la tecnología de la comunicación electrónica. Y por encima de todos los términos de seducción, la palabra que es la reina de todos los anuncios publicitarios: nuevo.
Todo ello nos lleva a la médula de los procesos de comunicación, la receptividad. El francés David Genzel, citado por Ferrer, identificó tres formas de lectura tras de averiguar que un periódico de sesenta mil palabras puede ser leído en 45 minutos, percibiéndose sólo alrededor de 12 000 palabras: lectura ocular, lectura mental y lectura afectiva.
Obviamente el lenguaje de la publicidad apela a la última y así condiciona la estructura de su idioma a su capacidad de síntesis y generación de emblemas.
Parecería muy lejano a todas estas consideraciones técnicas el hecho insólito de la política norteamericana registrado este año. El presidente de los Estados Unidos, George Bush, quien dirige un mensaje radiofónico todos los sábados a sus ciudadanos, el cinco de mayo de 2001 hizo su discurso en inglés y a continuación en español. El cinco de mayo los mexicanos conmemoran una batalla contra las fuerzas invasoras de Napoleón III, y para los hispanos en los Estados Unidos es una fecha emblemática, de cohesión histórica y de identidad lingüística. Si comunicación y publicidad tienen que ver con conquista el tema del presidente Bush hablando en español no es ajeno.
Los gobiernos de los Estados Unidos emplean todas las herramientas legales y físicas para impedir el ingreso furtivo de mexicanos, guatemaltecos, nicaragüenses y otros hablantes del español. Pero una vez ingresados, habida cuenta de que sus dólares confiesan en inglés su fe en Dios, los incitan en español con anuncios para beber más cerveza, fumar más cigarros y comer más hamburguesas, palabra española derivada por cierto del inglés.
Los publicistas estimulan la sed y todos los apetitos de esta gastadora clientela marcándole gratis los stickers para la mira, o sea el parqueo, reparten flyers en lugar de volantes, ofrecen sus servicios el chirroquero, o sea el albañil, el tailero, o sea el colocador de azulejos, el brickero, o sea el que pega ladrillos, y algún otro que mixtea, o sea, que hace las tres cosas.
Dice Manuel Rivas: «Las lenguas, como tantas otras cosas, evolucionan por error. Son seres vivos a los que les va la marcha. Hay quienes estudian la deriva del latín hacia las lenguas romanas como un proceso de descomposición. En realidad fue una gran parranda de las palabras, que aman los caminos, las ferias y las tabernas. Son flores silvestres. Semillas que viajan en el pico de las aves y en el zurrón de los mendigos. Podemos imaginar la multiplicación de los romances como una feliz sucesión de lapsus linguae, de inteligentes pifias, de perfectas erratas». Hasta aquí Rivas.
El censo del año 2000 en Norteamérica sigue arrojando resultados pormenorizados. Hoy ya sabemos que hay más de treinta y cinco millones de hispanos en los Estados Unidos, sin tomar en cuenta los que viven en situaciones migratorias irregulares. Es una cifra mayor que el total de los habitantes de Canadá y conforma un mercado que genera más de 450 millones de dólares al año. Para el año 2010 los hispanos serán 41 millones y la proyección para 2025 es de 58 millones y en el 2050, 97 millones.
Todas estas realidades sorprendentes apuntan a la expansión global de la población hispanohablante, a la nueva frontera a que hice referencia al inicio, ese nuevo universo mejor comunicado y cada vez más homogéneo que simultáneamente es un territorio a conquistar y una masa conquistadora en diferentes territorios. Los factores de incremento poblacional latinoamericano y la inamovible fidelidad a las raíces culturales que el hispano en tierra ajena profesa por generaciones, provocan reacciones diversas; la del presidente Bush y sus mensajes en castellano no es de menospreciar. Tampoco lo son las reacciones xenófobas que se manifiestan en el cuerpo social norteamericano y que con frecuencia llegan a cristalizar en legislaciones retrógradas y discriminatorias. La exigencia del English Only en los sistemas de educación básica provista por el gobierno en algunos estados de la Unión Americana provoca constantemente controversias y procesos judiciales.
Otro fenómeno sorprendente son las comunidades de habla hispana en los centros urbanos norteamericanos de mayor importancia: Los Ángeles, Nueva York, Miami, Chicago, Houston, San Francisco, San Antonio o San Diego. Los fenómenos de contaminación cultural van más allá de la anécdota culinaria.
Similar efecto a la presencia de comederos McDonald's en nuestros países tienen los Taco Bell en los Estados Unidos. En términos más sofisticados se manifiesta la influencia de las cocinas mexicana, española, cubana o salvadoreña en las mesas de los gringos.
Pero el contagio no llega solamente por el estómago: lo hace por el oído también. Cotidianamente nuestra lengua está recogiendo términos nuevos e integrándolos a su habla cotidiana al margen de cualquier normatividad. El fenómeno no es nuevo. Las zonas fronterizas bilingües, en todo el mundo, lo conocen ya sea en la Silesia polaca, que se mancha de términos alemanes, o en el norte de México donde a los camiones cargueros se les llama trocas, a los automóviles carros y a los refrescos embotellados sodas.
Valga decir que estos intercambios son inevitables y se dan en ambos sentidos. Las cafeterías parisinas que llamamos Bistro deben su nombre a una palabra rusa; nuestros gendarmes se llaman así porque son gens d´armes, ‘gente de armas’; guerrilla es un término que el inglés le debe a nuestro idioma. Valga decir que el avance de la ciencia y la técnica, produce incesantemente nuevos instrumentos para los cuales no existe en nuestra lengua un término, facilitando así —casi obligando a— la asimilación del anglicismo en la mayoría de los casos. Valga decir que la publicidad, en su función seductora e inductiva de conductas, desempeña un papel principal en la rápida asimilación de neologismos.
Europa no está exenta de estos fenómenos. Si nos preocupa la proliferación de nuestro viejo conocido el spanglish, los alemanes ya tienen su denglish, que incluye términos como flirt, baby, power, clever o sex appeal. Una vez más la lengua fuerte surge de la potencia económica y bélica. Esa dicotomía de preservar la pureza de cada idioma —causa aparentemente perdida de inicio— y el inevitable intercambio de valores lingüísticos es cobijada, protegida y amamantada por la globalización, el comercio abierto, las fronteras diluidas, la publicidad global y la tecnología rampante. El mundo de la Internet es acaso, y por el momento, la última manifestación de esta transformación tan alarmante como inevitable.
Jeremy Rifkin, de la Fundación sobre Tendencias Económicas en Washington DC, advierte sobre los peligros que la concentración de las rutas tecnológicas plantea a una comunicación humana y, sobre todo, democrática.
Los complejos AOL-Time Warner, Disney-ABC, General Electric-NBC son a juicio de Rifkin llamadas de atención que no debieran dejarse pasar inadvertidas.
El dominio del espectro electrónico por los monopolios es una amenaza grave no solamente para la defensa de los idiomas, sino para la protección de la dignidad y los derechos del ser humano. En otra tesitura Luis Racionero, director de la Biblioteca Nacional Española, entiende de manera pragmática que las ventajas de la tecnología moderna deben ser aprovechadas en una simbiosis palabra-tecnología en la que la palabra sea beneficiaria: «Para sobrevivir, la palabra tiene que complementarse con las nuevas tecnologías y los nuevos soportes informáticos, porque de esta forma cumplimos con la esencial tarea de conservar los libros que ya están hechos», dice Racionero.
Al universo que habla el castellano le acosa un peligro adicional cuya paternidad múltiple puede atribuirse a la publicidad, los avances electrónicos, las nuevas dimensiones de nuestro tiempo, la dinámica de la vida contemporánea u otros factores de conducta social: el abandono a que hemos confinado la lectura, ese primer uso racional de la palabra. A finales de mayo, en la clausura de la Feria Internacional del Libro en Buenos Aires se dieron a conocer datos dignos de preocupación. Por ejemplo, el 45 por ciento de los argentinos no leyó un solo libro el año anterior; el 53 por ciento de la población no lee periódicos, libros u otro material con frecuencia diaria. Los mexicanos leemos en promedio 2,8 libros por año.
El tiraje de los libros mexicanos en los años cincuenta —cuando había 30 millones de habitantes— era en promedio de tres mil ejemplares por título; hoy que hay noventa millones de mexicanos la cifra ha descendido a dos mil. Ni Argentina ni México son casos de excepción en el mundo de la lengua castellana. La señora Pilar Castillo, de Educación, Cultura y Deporte, de España, señaló que el 42 por ciento de los españoles no lee nunca y el 36 por ciento lee semanalmente. 21 por ciento de los españoles lee diariamente. En este panorama hay una responsabilidad compartida de estudiosos, medios, comunicadores y, desde luego, publicistas.
«Este es gallo», sintió la compulsión de escribir al pie de su cuadro Orbaneja, pintor de Úbeda, que pintaba «lo que saliere» y que necesitaba explicar qué era aquello que en el cuadro estaba. Tal vez, pondera Don Quijote, pintaba un gallo de tal suerte y tan mal parecido que era menester, con letras góticas, escribirle junto a él «este es gallo». Se ha tenido el pasaje por una disertación sobre la estética, sobre la percepción de las artes visuales. Creo que va más allá.
Las cosas sólo existen en razón de haber sido nombradas, de conceptualizarse. El hombre entiende su primacía en la naturaleza por el privilegio que le hereda su lenguaje. Si en el principio era el verbo, como señala el Buen Libro, el señor de la creación es quien lo utiliza.
La circunstancia sufre su primera transformación al ser nombrada, al encontrar lo que antes fue solamente materia una expresión verbal. Se trata del primer proceso de abstracción que es el fundamento de todas las ciencias y todas las artes. Nombrar la naturaleza es domeñarla, ponerle límites y atributos, identidades y contrastes.
De este original despertar del hombre se desprende el concepto del poder y el lenguaje como partes de una entidad dialéctica: el que habla manda.
Quien determina los contenidos de las palabras es quien ejerce el poder. El poder y la lengua van de la mano; no en relación igualitaria sino de dependencia, pero de la mano al fin. El que tiene el poder es el que tiene la voz. Puede que deje a otros usarla, pero sólo el que manda es el que determina lo que las palabras quieren decir. «Este es gallo».
En todo país se habla la lengua del que manda. La penetración del español en la publicidad en los Estados Unidos ¿querrá decir que empiezan a mandar allí los que hablan español?
Entre los antiguos aztecas el señor imperial se llamó Tlatoani, que quiere decir: ‘el de la voz’. Persona entre los griegos es la máscara que magnifica la voz en el teatro.
Palabra es poder. Nuestra obligación es saberla utilizar para el bien común.