Es frecuente que en una primera visita a Madrid, el viajero desprevenido ronde varias veces la plaza buscando una hipotética Puerta del Sol; en realidad hace siglos que la puerta no existe, pero el nombre la ha sobrevivido. El centro de la ciudad del Manzanares, ese aprendiz de río como lo llamó con afecto Pérez Galdós, descansa sobre una y no en torno a una puerta tangible, justo en el lugar donde alguna vez se levantó la muralla que debió ser destruida para permitir el crecimiento de la ciudad. Para crecer muchas veces es necesario dejar atrás costumbres, lugares y estructuras, pero siempre es fundamental conservar las ideas que identifican y permiten seguir siendo uno mismo.
Desde su origen, la lengua española supo convertir sus fronteras en puentes para el contacto y el encuentro. Aprendió, acaso muy temprano, que debía salir de su solar originario y tomar otras voces, satisfacer distintas necesidades y animar nuevos estilos; en cierta forma, logró salir de sí misma para ser y permanecer.
Hace poco más de mil años, cuando el romance escrito y hablado en una región bien identificada en el centro de la península ibérica, alcanzó la individualidad suficiente para ser reconocida y reconocerse como lengua castellana, sus fronteras estaban claramente delimitadas por la naturaleza, mediante los ríos y las sierras que bordean la planicie de las dos Castillas y por la civilización, a través de otros grupos idiomáticos que, contemporáneos o poco más antiguos, comenzaban también su propia carrera histórica. A partir de entonces, prácticamente al nacer, todo ha sido salir, con el soldado, el misionero, el abogado, la cocinera, el literato y el lector, para, transformándose, continuar existiendo.
En la ya larga historia de nuestra lengua, parecen perfilarse algunas constantes históricas. La primera de ellas consiste en la velocidad de cambio de la lengua española que hace de su regulación una actividad preponderantemente confirmativa, moderadamente correctiva y casi nunca constitutiva. Los hispanoparlantes nos mostramos muy resistentes a las palabras artificiales, las que solemos torcer a grados a veces hilarantes; por regla general somos aventurados en la búsqueda de nuevas construcciones, no siempre afortunadas, hay que decirlo, y también exploramos el campo de las palabras ajenas para asimilarlas con facilidad y darles el sabor general del mundo hispano. La lengua española, sin embargo, es generosa con sus préstamos y los coloca dando color y sabor a otras familias lingüísticas.
Todos estos fenómenos suelen suceder con gran velocidad y dejan a los guardianes de las letras la tarea de confirmar lo valioso y recomendar el abandono de lo excesivo. Así, por ejemplo, cuando el profesor de Salamanca, sucesor de Nebrija y de Hernán Núñez, Francisco Sánchez de las Brozas, llamado «el Brocense», expresó la paradoja de que «nada corrompía a la latinidad tanto como hablar latín», proponía un argumento a favor del uso del castellano en las cátedras de filosofía, medicina y derecho; reconociendo el hecho de que ya ni siquiera los letrados podían utilizar el latín como lengua de trabajo. Pero no sería la academia la que concedería carta de naturalización académica al español, sino el propio idioma que ya había tomado por asalto los gabinetes y los estudios de los académicos.
Podríamos encontrar una segunda constante histórica: la enorme capacidad de la lengua castellana de encontrar los elementos que le son útiles para su supervivencia y crecimiento sin considerar más factores que la utilidad, la belleza y la fuerza de la expresión. En realidad, el idioma somos todos los que lo hablamos; la lengua española somos todos los pueblos y las comunidades que en España y en América, tanto en la anglosajona como en la ibérica, todos nosotros, usamos la lengua de Cervantes para conocernos, tratarnos y comerciar, somos un grupo humano acostumbrado desde la raíz al mestizaje y a la convivencia, por eso no tenemos un idioma excluyente ni hemos generado —afortunadamente— algo que podamos llamar español culto y español vulgar e, incluso, el uso de lo que los especialistas han denominado «español neutro», no es otra cosa sino la selección de las palabras más comunes de nuestros ricos vocabularios. No juegan en el idioma los prejuicios raciales o nacionales ni tienen entrada las exclusiones de clase.
Por ello, las influencias ajenas han sido muy curiosas, mientras los reinos visigodos de España no tuvieron la influencia que lograron los invasores bárbaros en otras tierras, el idioma se enriqueció como nunca con la presencia árabe que nos dejó el alud de nuestras palabras más dulces y eufónicas. Para aquellos pueblos bárbaros, quedó el orgullo de muchas instituciones jurídicas —como el fuero juzgo— o de la arquitectura, mientras que queda a la cuenta de los árabes el Side Hamete Benengueli, personaje y autor a un mismo tiempo de la más querida de nuestras obras literarias.
Una tercera constante es la aceptación, que rebasa el aprovechamiento temporal de los recursos de otras lenguas, para lograr los fines de comunicación y expresión intelectual y artística. La lengua española ha transitado entre pueblos y entre idiomas desde su nacimiento, en cada tiempo y en cada circunstancia ha encontrado cosas valiosas que adquiere para sí y que convierte en parte integrante de su propio cuerpo. Si muestra cierta falta de pudor para allegarse a cualquier fuente, también es cierto que cuando encuentra lo que le satisface bebe de esas aguas hasta hacerlas parte de su propia sangre. Esta muestra de la vitalidad de nuestro idioma puede dar la impresión de cierto desaliño o descuido, cosa únicamente aparente, si se considera que los individuos que hablamos un idioma sólo podemos juzgarlo con la precisión que dan los juicios a posteriori, pues mientras los cambios están sucediendo ninguno de nosotros es simple espectador.
Así, por ejemplo, Alfonso X el Sabio, pese a ser el gran organizador de la prosa histórica en los primeros años de nuestra lengua, no duda en trasladarse al gallego —portugués, cuando quiere expresarse en poesía lírica en sus Cantigas a Santa María—, como si los recursos de su adusta lengua no estuvieren todavía listos para la delicadeza métrica que la región galaica ya había desarrollado, pero se trajo de vuelta al castellano, metros, formas y ritmos que se harían clásicos en nuestra lengua. En otra época y en otro lugar, fray Bernardino de Sahagún, al desarrollar su visión de la historia náhuatl, sella para siempre el carácter humanista, metódico y científico de la expresión histórica en nuestro idioma, pero lo hace utilizando documentos orales de los propios pueblos indígenas, y mezcla en su castiza expresión voces y giros que sólo son concebibles en las regiones americanas; por último, habría que recordar a José María Blanco White, desterrado en Inglaterra y convertido en anglicano, que redacta en inglés sus magníficas Letters from Spain, o al abate José Marchena, partidario de la Revolución Francesa. Gracias a estos encuentros y a esta forma de ser de nuestro idioma podemos los iberoamericanos considerarnos, por virtud de Garcilaso de la Vega el Inca, Sor Juana Inés de la Cruz o Juan Ruiz de Alarcón, legítimos herederos y partícipes de nuestros siglos de Oro.
La cuarta constante puede resumirse en el principio de que cuando nuestra lengua ha sido excluyente ha perdido, mientras que cuando ha sido abierta y generosa, se ha enriquecido. Ésta es una constante que, por otra parte, puede aplicarse al total de nuestra cultura y que constituye uno de los principales dramas de nuestro ser en el mundo. La vocación de lo hispano es la navegación y el intercambio, el mestizaje y la aceptación, pero tenemos también arraigado el temor al cambio y el miedo a nuestros mitos atávicos. La nuestra es una historia de alternancia entre la cerrazón y la apertura, un ir y venir entre la Inquisición y la Universidad. Cuando nos hemos decidido por abrir la puerta hemos dejado entrar desde las especias de la India, hasta la lana de Australia, desde las utopías renacentistas hasta los vientos de la democracia, pero cuando nos hemos detenido a mirar únicamente dentro de nosotros mismos, hemos dejado pasar de largo nuestras oportunidades históricas y nos hemos empobrecido lamentablemente, como ocurrió con la Inquisición, como lo demostraron los miembros de la generación del 98 y como lo dejó más que claro la guerra civil española.
Bien visto, uno de los peores agravios a nuestra civilización fue cometido en 1492 con la expulsión de los judíos de la Península. El pueblo hebreo había dejado en España una huella tan entrañable como la que podía representar Sem Tob de Carrión, uno de nuestros primeros poetas, Fernando de Rojas, autor de La Celestina, o Juan Luis Vives, amigo de Erasmo y que salió en el éxodo del siglo xv, a los dieciséis años, para nunca volver a pisar la tierra de sus antepasados; por lo menos, perdimos el privilegio de que Vives escribiera algunas de las mejores páginas de la hispanidad en un territorio español. Al mismo tiempo, al dejar circular los vientos de la inteligencia, hemos encontrado a lectores atentos que han superado con sus trabajos las páginas en las que aprendieron; de entre estos casos, pocos tan claros como el de Vasco de Quiroga, lector de Tomás Moro, y que experimentó en Michoacán las doctrinas que había hecho suyas, dejando una memoria que todavía es mantenida con afecto y respeto en México.
Por último, debemos señalar como constante la idea de que el español es una lengua que nunca se ha considerado a sí misma como una obra terminada o completa. La nuestra es siempre una lengua por hacer. Alfonso Reyes, al tomar posesión de la dirección de la Academia Mexicana de la Lengua en 1957, señaló que «un idioma varía con el tiempo, con el espacio, con las circunstancias de su desarrollo. Nunca está completo en parte alguna. Nunca acabado de hacer en ningún momento. Por eso resulta una falsedad ese criterio que atribuye al idioma una entidad final y absoluta. Por ejemplo, se dice y repite: “en aquella época la lengua no estaba aún madura”. ¿Madura con respecto a qué modelo ideal? La lengua de cada época está prácticamente madura para tal época. Si resucitara un hombre de la Edad Media, nuestra lengua no le parecería cosa madura, sino una incómoda corrupción». En cierta forma, ése es uno de los reclamos de la generación del 98: la autocomplacencia de la lengua imperial que debía sepultar con el Cid las memorias empolvadas para volverse a hacer mundo y para reencontrarse consigo misma.
Hasta ahora, me he referido a la lengua como si me refiriera a un individuo. Esta tendencia a dar forma humana a lo que evidentemente no la tiene, es una de las herramientas más comunes del entendimiento, pero es todavía más útil cuando se habla del idioma; así como el hombre hace la lengua, la lengua hace al hombre. Nuestra sociedad y nuestra persona son cuanto decimos y la forma en que lo decimos, es una entidad que nos excede y que al mismo tiempo permanece en la más profunda intimidad de cada persona. Por eso, para encarar el futuro de nuestro idioma, también podemos valernos del antropomorfismo y preguntarnos: ¿cuál es el futuro de la lengua española?, ¿cuál es su oportunidad como oferta educativa? Y ¿qué perspectivas tiene como industria y fuente de intercambio?
Con todos los antecedentes que hemos señalado, no puede haber dudas sobre la facilidad que tendrá el español para insertarse con éxito en la realidad que nos ha correspondido vivir en este parteaguas entre siglos. Ya desde hace varios años hemos expresado nuestro optimismo por la salud de la lengua española; sin embargo, no nos quedamos tranquilos cuando vemos la frialdad de las estadísticas y las proyecciones futuras, sobre el uso y la difusión del castellano, particularmente si las enfocamos en términos de las sociedades latinoamericanas, con muchas carencias todavía por satisfacer y con muchos problemas en sus estructuras educativas.
De lo que anteriormente fueron fronteras, nuestra lengua hizo puentes. En el momento presente, las fronteras parecen todavía más difíciles de vencer por cuanto son mucho más complejas y poseen más variables que los problemas tradicionales. Existe una agenda que atender en los años por venir para mantener la salud del idioma y garantizar su vigencia en el mundo. Sin el trabajo consciente a favor de la lengua, no puede considerarse garantizado su crecimiento y ni siquiera su supervivencia; si el francés vivió su auge de lingua franca y dejó su sitio al inglés, o si el chino es el idioma más hablado en el mundo y ello no garantiza su influencia internacional, es porque debemos tener claro que no es la cantidad de hablantes o la cantidad de comunidades que se comunican en determinado idioma lo que hoy hace fuerte a una lengua, sino su capacidad para aprovechar el ambiente general y las cada vez mayores ofertas educativas que pueda ofrecer, es decir, para ocupar una posición idiomática internacional.
Conviene acercarnos a esta problemática a través del conocimiento de lo que todavía hoy son las nuevas fronteras del español y la forma en que podemos convertirlas, como hicieron los que nos precedieron en diez siglos, en puentes para el conocimiento mutuo.
Podríamos decir que para el diseño de la agenda próxima del español, son tres los temas fundamentales: la presencia del español en los Estados Unidos de Norteamérica, que surge como una numerosa y compleja nueva sociedad hispanoparlante; el español como oferta educativa en el mundo y el perfil de la lengua española en las autopistas de la información y en los medios masivos de comunicación. Todo ello, desde luego, desde la óptica de nuestras potencialidades para hacer frente a estas circunstancias.
La presencia del español en Estados Unidos es tan vieja como la propia historia de los estadounidenses. Alrededor del español que se habla en los Estados Unidos existe un mito compuesto tanto por elementos de resistencia, pujanza y una dosis de épica del crecimiento, como por una leyenda relacionada con el racismo, el desprecio étnico y la dinámica de una sociedad desigual.
El español llega a lo que actualmente son los Estados Unidos con la tropa de Juan Ponce de León en 1513, a los territorios de la hoy Florida; la expansión española llevó la lengua a grandes territorios como Luisiana y todo el suroeste, donde el nuestro se convirtió en el idioma de prestigio social y siguió siéndolo todavía desde mediados del siglo xvii hasta la primera mitad del siglo xix. De esta época le quedaron al inglés muchos préstamos que ya son parte de su propia lengua, como canyon, desperado o ranch y, desde luego, gran cantidad de toponímicos como El Paso, San Diego, Los Ángeles, Colorado o San Francisco. Esta tendencia se revirtió en el siglo xx en que la cultura hispánica tuvo que asumir un papel de dependencia respecto de la angloamericana, sobre todo política y económicamente.
Pareciera ser que el uso de la lengua española en los Estados Unidos precede a un fenómeno social y político de gran envergadura, una especie de recuperación de espacios ancestrales para la hispanidad usurpados sólo temporalmente por la competencia política e idiomática anglosajona. Sin embargo, la simple existencia del mito señala la existencia de algo que investigar, pero que dista mucho de la realidad objetiva. Hoy, la situación del español en los Estados Unidos no es digna de entusiasmo tanto como lo es de reflexión si queremos conservar a nuestras comunidades al norte del Río Bravo, en el ámbito de lo hispano.
¿Quiénes y cuántos hablan el español en los Estados Unidos?, ¿qué clase de español se habla? y ¿cuál es la trascendencia de nuestro idioma?, son las preguntas que debemos formularnos.
El censo estadounidense de 1960 señalaba que el 75 % de la población de ese país, que había nacido fuera del territorio de los Estados Unidos, era originaria de Europa, mientras que sólo el 9,4 % procedía de América Latina. Para 1990, las tendencias se habían revertido completamente: los europeos perdieron la mayoría para reducirse a un 22,9 %, mientras que los asiáticos habían elevado su cuota demográfica del 9,8 % al 26,3 % y los latinoamericanos tuvieron el crecimiento más importante en la historia de la Unión Americana, alcanzando en ese mismo año una participación total del 44,3 % de los inmigrantes. Las tendencias oficiales en este campo muestran un crecimiento todavía más acelerado: en 1997, los latinoamericanos ya eran el 51,3 % de la inmigración y las administraciones demográficas norteamericanas estiman que para el año 2010 los hispanos serán el grupo étnico minoritario más grande, con un 13,8 % de la población total de los Estados Unidos y que, para el 2050 llegarán al 25 % de la población total del país, según los datos recabados por Silva Corvalán y publicados por el Instituto Cervantes.
El hecho es que pese a la innegable importancia demográfica de la población hispana, una falta de políticas unificadas de promoción de la lengua puede motivar la dispersión en la forma y contenido del idioma español hablado y escrito en los Estados Unidos, al mismo tiempo que existe una preocupación en ese país por el manejo del idioma, la misma que se está transfiriendo del ámbito cultural al ámbito político. De cuarenta y cinco estados que pusieron a votación la propuesta del inglés como única lengua oficial, sólo catorce la aceptaron, pero entre ellos se encuentran algunos de los que tienen una mayor concentración de hispanoparlantes como California, Arizona, Colorado y la Florida.
Hasta ahora, el influjo y la potencia del español en los Estados Unidos ha dependido del enorme flujo de inmigrantes latinoamericano hacia la Unión Americana y no de la transmisión del idioma a las nuevas generaciones. Estudios realizados por Bills, Hernández Chávez y Hudson, sobre los censos norteamericanos, demuestran que al tiempo que se presentan cada año nuevos hispanohablantes, se pierden también en la región más joven del espectro demográfico, lo que significa una especie de falta de lealtad lingüística.
Los estudios realizados muestran que los hijos mayores de una familia hispana nacieron fuera de los Estados Unidos y por lo tanto aprendieron el español como primera lengua y la conservarán toda su vida, o bien adquirieron el idioma en casa y lo mantendrán funcionalmente, con los cambios y modificaciones que les imponga su desempeño profesional y académico. Por otra parte, los hijos menores son bilingües naturales, es decir, aprenden simultáneamente ambos idiomas en casa, toda vez que la familia ha comenzado ya a presentar cierto margen de transferencia del español al inglés. Estos hispanohablantes desarrollarán una especie de español de transición y posiblemente lo perderán o no podrán transmitirlo a sus hijos; desde luego, en esta generación el dominio de la lengua es limitado, leen mejor de lo que escriben y entienden mejor de lo que hablan. Desde luego, un hispano con un dominio poco suficiente de la lengua española se verá menos forzado a utilizar la lengua como medio de comunicación social, tenderá a mezclar frases y construcciones quedándose a medio camino entre ambos idiomas.
Si descartamos la opción de que el idioma español en Estados Unidos deje de beneficiarse de las oleadas de inmigrantes que, dadas la política y la economía actuales en el mundo, dista mucho todavía de finalizar, el riesgo está en que nuestro idioma se convierta en una lengua sacramental, del hogar y no del trato social y comercial. Ésa es la antesala de la extinción y no es el futuro deseable para un idioma. Los medios de comunicación masiva, comprendiendo el gran mercado que tienen ante sí, han expandido su cobertura y ofrecen cada vez más productos a la población hispana, pero es el contenido lo que nos preocupa; en tal sentido, debemos desechar la idea de que el español hablado en Estados Unidos es una forma corrupta o degenerada de la lengua, sino que se trata de una variedad de español nueva que estamos viendo formarse, compuesta por elementos mexicanos, antillanos, centroamericanos y el ambiente general del inglés. Una cosa es el drama particular de quien está migrando de idioma y otra muy distinta que no ejerzamos ningún apoyo para afirmar y asentar las bases de la rama norteamericana de nuestra lengua.
El segundo punto de la hipotética agenda del español para el futuro cercano es la oferta de nuestro idioma como lengua extranjera. Podemos afirmar que, afortunadamente, el español está de moda: la presencia cada vez mayor de los ambientes y las personalidades hispanas en el cine norteamericano, el éxito de la música popular y de la televisión comercial en lengua española en todo el mundo están impulsando nuestra cultura.
La oferta de la lengua española como idioma extranjero es dispersa y depende de factores extraidiomáticos que deben ser considerados para encontrar los apoyos necesarios. Aparte de la situación que priva en los Estados Unidos, sui generis, la oferta de estudios de español en el mundo se distribuye de manera equitativa, según los intereses comerciales, las preferencias culturales y hasta turísticas, en varios países bien identificados. En Europa, el francés es la lengua extranjera más estudiada, y es en la propia Francia donde se concentra la mayor parte de la oferta educativa en español: si en general en Europa estudian castellano el 10 % de los estudiantes con opción a una segunda lengua, sólo en Francia el 50 % de los escolares que estudian un segundo idioma prefieren el nuestro. En África, los estudiantes de nuestra lengua suman 249 000 repartidos en Camerún, Costa de Marfil, Gabón y Senegal principalmente. En Asia, el mercado es incipiente y aunque países como México han tendido lazos de amistad con sus pueblos, aún falta mucho por hacer. En China, frente a los 12 000 estudiantes de inglés, 1800 de francés y 1600 de alemán, el español suma unos setecientos estudiantes atendidos por un centenar de profesores; Japón, por su parte, presenta un panorama completamente distinto: en ese país, sobre todo gracias al acercamiento e intercambio establecido entre su gobierno y el mexicano en la década de 1980, estudian 60 000 personas en 18 centros universitarios.
Brasil es un tema aparte. En uno de los pocos, poquísimos, países de lengua no española en América Latina, sus lazos con nuestra lengua transitan entre la indiferencia y la pasión cíclicas; la presencia de nuestros escritores, como Alfonso Reyes en la década de 1930, puso de moda temporalmente el español entre las clases intelectuales. Después de un largo período de olvido, el ingreso de Brasil al MERCOSUR, fincó un nuevo futuro para nuestro idioma. Casi todas las escuelas brasileñas, tanto a nivel medio como superior ofrecen estudios de español y nuestra preocupación radica en la forma de apoyar al sistema educativo brasileño que enfrenta, como todos los de la región, problemas en su cobertura y en la calidad de sus servicios. No podemos fijar con certeza la cantidad de estudiantes que cursan lengua española en Brasil, tanto porque las estadísticas del sistema federal de educación no están completas —considérese la dimensión y topografía del Estado brasileño— como por la enorme cantidad de escuelas e institutos privados que ofrecen el idioma fuera de los controles educativos y culturales del gobierno.
Sin embargo, como ha señalado Federica Toro García, editora de textos de castellano como lengua extranjera, el problema fundamental radica en la inexistencia de una instancia que supervise y aliente la actividad editorial de textos para la enseñanza de la lengua española, logro que han alcanzado ya los franceses y los ingleses y que requiere un esfuerzo colectivo de nuestros pueblos y gobiernos; salvo el caso de Japón y en cierto sentido del Brasil, la actividad de difusión de la lengua está casi por completo en manos de España, ésta es una carga que todos debemos compartir y un impulso que todos debemos alentar.
La última frontera que debemos conquistar, y el último puente que podemos construir, en el reto del crecimiento de la lengua española, es la nueva tecnología de la comunicación. José Antonio Millán comenta que la traducción china para la red de redes, sería algo así como «la red de diez mil dimensiones en el cielo y en la tierra»; ésa es la nueva frontera que la lengua española debe transformar en una ocasión de presencia e intercambio, un nuevo puente, esta vez fabuloso y casi de ficción, que debemos construir.
En nuestro anterior congreso, los hispanohablantes éramos el grupo de mayor crecimiento en la Internet, con un 2,5 % de presencia en la Red, frente al 70 % de la presencia del inglés. Hoy contamos con sólo un 1,5 % frente a un 60 % del inglés, según el Computer Industry Almanac; ello se debe no a la caída del español como lengua de uso en la Red, sino a la llegada de nuevos idiomas que están tomando sitios marginales en la autopista de la información. Por otra parte, nos encontramos aquí con temas relativos al desarrollo: en la medida que las terminales de computadora, o de ordenador, no proliferen en nuestros países, nuestra cuota de acceso será limitada La consultora Merry Lynch dio a conocer que de nuestros 445 millones de habitantes, únicamente el 1,4 % tiene acceso a Internet. ¿Es en función de nuestros pocos usuarios en términos relativos, que debemos plantearnos nuestra presencia en la Red? O más bien, ¿tenemos que pensar en términos globales para hacernos el rostro del idioma para el mundo?
Nuestra preocupación debe centrarse no tanto en la cantidad, sino en la calidad de los contenidos que estamos poniendo a disposición de los usuarios de la Red Es verdad que los Estados Unidos no tienen un plan para su presencia en la Red, pero sí existe una política deliberada de apoyo a individuos y empresas norteamericanos que están presentes en la autopista de la información. En este caso, los enemigos de la lengua son el escaso ingreso de los latinoamericanos, su falta de educación y de alfabetización y la poca penetración de la telefonía y de la computadora en nuestras accidentadas geografías. Es necesario el diseño de políticas para el idioma en la Red, el Instituto Cervantes es una prueba de que esto es posible; pero una vez más, debemos compartir las cargas y las perspectivas.
La lengua no la hacen los gobiernos ni los políticos, sino los escritores y los hablantes, aunque más importantes los segundos que los primeros. Si es verdad que América latina, con relación al descenso de los costos de la tecnología y el avance de su economía, estará mejor posicionada que ninguna otra región para el futuro, es necesario hacer algo con el presente. Nuestros científicos siguen produciendo más artículos en inglés que en su propio idioma, y la mayor parte de los servidores de la Red están radicados en los Estados Unidos o se manejan en idioma inglés; nuestro puntal en la tarea de difundir el idioma en la Red son las universidades que cuentan con la tecnología suficiente para albergar fuentes idiomáticas en castellano, pero ello sólo puede hacerse en la medida que afrontemos la tarea de impulsar su trabajo.
A fin de cuentas, podemos seguir afirmando que el español goza de magnífica salud, y que nuestra tradición nos ha capacitado para hacer frente a los nuevos retos. Hemos aprendido en los años recientes a moderar nuestro entusiasmo y a convertirlo en conciencia crítica; tal vez nunca antes, al menos desde tiempos de los siglos de Oro, los hispanohablantes hemos sido tan concientes de nuestra presencia y nuestro lugar en el mundo.
Si desde su origen la lengua española estuvo llamada a la transformación y al encuentro, no tenemos dudas de que podremos hacerlo una vez más, de manera imaginativa e inteligente, dejando libre paso a las fuerzas sociales que conviven en la lengua. Tal vez nunca veamos al español como lengua franca en el mundo, pero nuestra apuesta puede ser todavía más ambiciosa, afianzar a nuestro idioma como una auténtica lengua internacional con peso y presencia en el mundo, no desde el punto de vista de un dominio hegemónico, sino de una cuestión de crecimiento y comunicación. Es posible perder parcelas del castellano, eso ya sucedió en las Filipinas, pero sería imperdonable consentirnos la nueva pérdida de vocablos, hablantes y expresiones; sólo nosotros somos capaces de construcciones tan audaces como las que, desde puntos tan lejanos del español, lograron Federico García Lorca, que anunció cómo «llegó la luna de plata con su polisón de estrellas» y la que Gabriel García Márquez puso a nuestro alcance alguna vez, recordando a «una vivandera de la Guajira colombiana que rechazó un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo».
Oportunidad ésta no sólo de hacer honor a nuestra lengua, a su historia y a los millones de seres humanos que la conformamos, a sus millones de historias familiares y locales que nutren su existencia, pero sobre todo, para permanecer en el concierto de la inteligencia humana en el mundo, donde cada voz que deja de oírse es, sin duda, poco menos de futuro por conquistar.