Signo revelador de la búsqueda que es característica de reuniones como ésta sobre la lengua castellana, es la invitación a alguien que como usuario callejero, y al menos como modo de sobrevivir, se vinculó al oficio de hacer propaganda; actividad sobre la cual, desde su aparición, varios estamentos de la sociedad no han podido o querido establecer si es seria o no; y a la que, notoria en su posición subalterna, se acusa de fomentar una lastimosa cultura de masas, es decir, la irreflexión, el mal gusto, el inmediatismo, y, sobre todo, el irrespeto a los reglamentos de la sabiduría convencional, entre ellos los del lenguaje vernáculo. No sobra precisar que hablo de un juicio universal, o global, como se dice ahora. El antecedente que me permite hablar con cierta propiedad sobre el tema general de comunicaciones, y dentro de ellas, la publicidad, consiste en cerca de 50 años de ejercicio, combinados con estudios de jurisprudencia, y la práctica del periodismo informativo general y cultural. Pero reclamo una situación de privilegio para hablar como testigo tanto como protagonista: nunca tuve intimidad intelectual con la profesión publicitaria. Comprendí y comprendo, perdonando su arrogancia extremista, a filósofos, economistas, sociólogos, y demás críticos, que nos ven a los hombres de los avisos como miembros notorios del «sector parasitario de la economía», vendedores inescrupulosos de baratijas físicas y mentales, magnates de la frivolidad y de la irresponsabilidad social. No obstante, todo lo visto y hecho a lo largo de años, autoriza a los publicitarios de larga trayectoria para presentarse como testigos, usuarios sistemáticos de la calidad vehicular de sus respectivos lenguajes, y de sondear los misterios de la gramática, la que hace la diferencia con los animales, así sean los más afines.
Al afirmar rotundamente: «el hombre no desciende del simio, como se dice tan a menudo. El hombre es un simio», André Langaney, hace la comparación con los chimpancés, y dice estas palabras tan dramáticas y, ¿por qué no?, bellas:
De hecho, lo que distingue verdaderamente a nuestra especie de las otras es nuestro lenguaje: somos capaces de combinar palabras, según una gramática, para construir frases, y éstas adquieren un sentido superior a la simple agregación de palabras. Es un lenguaje «de doble articulación de palabras y sentido». Sólo el cerebro humano es capaz de comunicar información de este modo. Se ha demostrado que los grandes simios pueden aprender varios cientos de palabras, hasta 900 en el caso de algunos chimpancés. Pero ellos no producen espontáneamente frases nuevas…
… Se ha intentado, durante años, enseñarles a asociar más de dos palabras. Sin éxito. Y se sabe que su cerebro, al revés del nuestro, no dispone de las mismas zonas especializadas para el tratamiento del lenguaje… Los simios poseen una memoria. Pueden comprender palabras. Pero, mientras no se pruebe lo contrario, no pueden adquirir una gramática.
Después de tanto tiempo, pienso que la formación universitaria, si es que se puede definir así el paso por cualquiera de los mediocres centros de mi lejana época juvenil, y una pasión bella y casi enfermiza por los libros y su lectura, me colocaron en un observatorio privilegiado para mirar y analizar el desarrollo de las comunicaciones, y de la publicidad en particular, en el contexto cultural de mi país, Colombia, internamente; además, como parte de América Latina, y como satélite en todo sentido de los Estados Unidos de América. Desde luego, nosotros, en calidad de «sirvientes del poder», según la despectiva calificación de algunos, conocemos más secretos y sabemos más de tendencias que muchos otros protagonistas. Aunque suene muy vanidoso, podría decirse que los buhoneros de la propaganda tenemos la experiencia acumulada que nos provee del olfato para establecer qué tan fuerte o débil aparece en determinado momento la viabilidad de un país. En nuestros cubículos se reúnen todas las antenas, todos los sensores de la política, de la economía, de la psicología, del comportamiento material e intelectual de la sociedad en que actuamos. Y, para irme acercando a alguno de los temas de este congreso, tal observatorio necesita que sepamos cómo descifrar los distintos lenguajes de cada sector. Por eso, aún en la posición subalterna que se nos asigna, somos receptores, y, ¿por qué no?, transmisores de los nuevos sistemas y lenguajes que la sociedad va utilizando para cumplir, o tratar de hacerlo, con su función unificadora. Al reunir en nuestra lista de clientes, las más diversas actividades, nos constituimos en un mundo donde se observa el sistema nervioso de la comunidad en acción. Así como al estudiar los orígenes del gobierno se reconoce en la burocracia la corriente poderosa que le dio vida y lo ha sostenido siempre; o como se recuerda que, por ejemplo, el imperio británico se debió, claro, a sus estadistas y guerreros del mar, pero sobre todo al ejército de contadores y recolectores de impuestos que llevaban las cuentas hasta la minucia del penique, así la publicidad, en papel mucho más modesto, puede calcular hoy, sin aires de Nostradamus, hacia dónde puede estar yendo la sociedad en que actúa, por lo menos a corto y mediano plazo. Tal vez como producto del realismo y escepticismo que produce tal ventaja, no somos ni apóstoles ni héroes de nada de lo humano, ni mucho menos de lo supuestamente divino. Pertenecemos al grupo de quienes creen en la mano invisible de Adam Smith, pero agregándole los ingredientes que le puso Shakespeare, en el tercer acto de Macbeth, llamándola «sangrienta». Esto último la empata con la expresión contemporánea de algunos sociólogos, cuando hablan de «los efectos perversos de las buenas ideas». Un amante del refranero recordaría aquello de «el infierno está empedrado de buenas intenciones».
Situados en ese escenario, y conscientes todos de que la palabra que concreta nociones del bien y del mal de la época es GLOBALIZACIÓN, así, con mayúsculas, los publicistas hemos visto en nuestro observatorio otras encarnaciones de la misma noción, referidas siempre a lo primero que produce el imperio de las novedosas y buenas o malas ideas: la exclusión. Recordemos que contra tal desequilibrio se conformó al comienzo de los años 1970, la «revolución de las crecientes expectativas». Y, alimentada por elementos tan disímiles como el triunfo de la revolución cubana, la guerra fría, la revolución verde, la píldora y sus consecuencias principales —la liberación sexual femenina y la mini-falda—, tal subversión de valores llevó a estadistas y publicistas a crear y divulgar conceptos y promesas del estilo kennediano de la Alianza para el Progreso, la conquista espacial, hasta la guerra fría vista y aceptada como arma de chantaje para los países pobres. Fueron tiempos difíciles, con inventos de cosmética mental como la invocación de Camelot (el reino legendario del rey Arturo) y la belleza elegante de la esposa del presidente de los Estados Unidos, la Lady Diana de la época. Ahora también se habla de exclusión, desde el puro principio de la informática, pero las cosas empeoran: no sólo la economía de los poderosos tradicionales se globalizó. La reacción de los enemigos también, pues la Red da para todos. Gracias a Internet se pudo formar la curiosa mescolanza de inconformes subversivos y lunáticos violentos que puso en aprietos a los organizadores de las reuniones de la Organización Mundial de Comercio y similares. Ya hay un registro de hazañas en Seattle, en Davos, en Gotenburgo. Y ya tienen santo mártir: el terrorista muerto por la policía en Génova. Lo interesante es que cada día perfeccionan más sus métodos. Ronda sobre los congresos lingüísticos la prueba perversa de la imparcialidad de las palabras: puede usarlas cualquiera, para lo que quiera. Revela la historia que a partir de 1453, y contra lo que dijo un vocero del establecimiento de la época («eso fracasará porque la gente no sabe leer»), la noción y la práctica del poder cambiaron sustancialmente con la aparición de la imprenta. Ahí terminó objetivamente el poder absoluto de reyes, de papas y de obispos. Ya dejó de ser tan fácil mandar a la hoguera a los supuestos herejes. Lutero descalificó y ridiculizó a la Iglesia católica, gracias a que cuando ésta reaccionó contra él, ya había inundado a la población de hojas volantes y folletos, en los que denunciaba todos los atropellos. Y mucha gente no creyó ni obedeció más las tesis y las órdenes de los clérigos. Después vino el Siglo de las Luces, con su Ilustración, su Enciclopedia, y el clímax de la Revolución Francesa, sobre la cual opinaron los ingleses que no podía presentarse como algo novedoso tan novedoso, pues ellos ya habían decapitado a su rey casi un siglo antes. Todo, a base de palabras, de la apoteosis del lenguaje, y de su instrumento dócil, la publicidad. Claro que esto no era nuevo.
Quienes repasan, aunque sea esporádicamente, la historia de la antigua Grecia, y lo que se nos predica acerca de las maravillas de su democracia, no pueden dejar de asombrarse ante semejante imperio de arbitrariedad, injusticia, insensatez y corrupción, oprobios que llevaron a la guerra del Peloponeso y al ocaso definitivo de aquella hegemonía. Ya no en Tucídides, sino en un ejemplar helenista español contemporáneo, el profesor Jesús Mosterín, leamos algo de lo que cuenta el tomo 3 de su Historia de la Filosofía (la filosofía griega pre-aristotélica):
(…) ¿En qué consistía la democracia ateniense?
Democracia, dëmokratía, significa gobierno del pueblo. Y en Atenas esto se tomaba al pie de la letra. La facultad popular de gobierno no se delegaba en unos representantes elegidos ni se confiaba a una burocracia profesional. Era el pueblo entero el que, directamente, ejercía el poder y gobernaba. El pueblo, el dëmos, era el conjunto de los ciudadanos. Y la principal institución del Estado era la asamblea popular, integrada por el pueblo entero…
La asamblea se reunía frecuentemente, una vez a la semana. En principio todos los ciudadanos estaban convocados a cada sesión, aunque no todos acudían, ni mucho menos… Más de la mitad de los ciudadanos atenienses vivían en el campo, y a ellos, naturalmente, les resultaba más difícil la asistencia a las continuas sesiones de la asamblea que a los que habitaban el casco urbano. Muchos de los asistentes eran holgazanes desocupados, que acudían allí en busca de diversión y entretenimiento… Sobre todo acudían los que sospechaban que pudiese salir a colación algún asunto que les afectase, pues en su audiencia la asamblea podía condenarlos o tomar decisiones gravemente lesivas de sus intereses…
… La asamblea era completamente soberana, su poder era total y absoluto, no sometido a ningún tipo de limitación. La asamblea podía condenar a cualquiera a muerte o al ostracismo (exilio por diez años), podía revocar las leyes existentes y promulgar otras nuevas, podía declarar la guerra y la paz, podía conceder hoy plenos poderes a un político y quitárselos mañana… Y cualquier ciudadano podía traer el asunto que quisiera a la asamblea, cualquiera podía intervenir y discutir, y las decisiones tomadas por la mayoría de los presentes tenían fuerza absoluta.
La democracia asamblearia de Atenas se prestaba, naturalmente, a la demagogia más desenfrenada. Cada reunión de la asamblea era un mitin y el que mejor hablaba o más divertía o impresionaba a la audiencia, el que lograba apasionarla o llevársela de calle, dominaba la situación política. Así, los verdaderos gobernantes eran los oradores que con su palabra lograban arrastrar tras de sí a la asamblea. Periklés, el gran estadista de la época hegemónica de Atenas, poseía excepcionales dotes de orador… Cuando los mejores oradores eran del calibre intelectual y humano de Periklés, la democracia ateniense funcionaba óptimamente. Pero otras veces la asamblea caía en manos de demagogos irresponsables y de menguada catadura intelectual, como ocurrió con frecuencia durante la guerra del Pelopónisos…
… De hecho, la mayor parte de los ciudadanos atenienses no trabajaban ni ejercían actividad productiva alguna…
… En resumen, la democracia ateniense era un sistema en que más de las tres cuartas partes de la población, mujeres, metecos y esclavos, trabajaban para que menos de una cuarta parte de la población, los ciudadanos, tuviesen todo el día libre para dedicarse al callejeo, a la charla y a la política. El sistema funcionó bien durante dos siglos y proporcionó una impresionante floración cultural….
Retomando el tema central, hoy la Red es la nueva imprenta, de una efectividad devastadora, pues obra, como se dice, en tiempo real. Última novedad: la reciente huelga de pilotos aéreos en Europa se convocó por Internet. Y ahora, por el mismo medio, se está organizando una federación sindical mundial del gremio, para, como es obvio, actuar unificados frente a sus empleadores. Se verán resultados. Tratando de seguir lecciones de la experiencia, se observa y se procede en los países ricos, a tender un puente entre los nuevos ricos y los nuevos pobres, los que tienen teléfono y computador, y los que no lo tienen. Para el caso de los primeros, se habla de unos 350 millones de personas que poseen electricidad y teléfono; es decir, tendrían posibilidad de entrar a las maravillas de Internet. Quedan por fuera el resto de los 6000 millones de habitantes de la tierra. Claro, diría alguien conocedor de la historia, siempre ha sido así, desde cuando finalizaron los bellos tiempos del paleolítico, como los llaman algunos paleontólogos. Entre tanto, el analista William Wresch describe la vida de Negumbo Johannes, quien vive en las afueras del norte de Windhoek, en África del Sur. Wresch contrasta las oportunidades de los ricos-en-información con las de los pobres en ella. Aunque observadores serios proponen librarse de las exageraciones a que da lugar la incertidumbre de la nueva época, es decir, no extremar ni el optimismo ni el pesimismo, el recuerdo de quienes no pudieron cumplir expectativas de los setenta como el «viaje ahora y pague después», o tener un televisor a colores si no era robado de una vitrina de almacén durante una asonada, explica la cita del libro Desconectados, porque vale la pena como muestra de la fría eficacia de las palabras. La vida de Negumbo Johannes:
… es la pesadilla de todo el mundo acerca de la era de la información. Johannes se levanta cada mañana a las seis. Duerme en el piso de la casa de un amigo en Wanaheda. La construcción es un bloque rectangular de concreto del tamaño del garaje para un carro en los Estados Unidos… Las calles son de cascajo. Agua y electricidad están programadas, pero ninguna llega todavía… Su vida se ha vuelto una obsesión de conseguir algún empleo… Lo que no sabe es que su situación está empeorando. La era de la información ha llegado a África, y nuevos sistemas se establecen. Tales sistemas lo excluyen totalmente a él… Los periódicos cuestan $ 1,50: el diez por ciento de su salario diario, cuando logra obtenerlo. No los compra. El estado transmite la televisión, pero pocos de sus vecinos poseen un televisor, y las emisiones son en inglés, lenguaje que él no conoce. En la radio hay un canal que transmite en Oshiwambo, y es su única fuente de noticias. La información profesional lo excluye, porque él no tiene profesión… La información organizacional también lo sobrepasa. Ninguno de sus empleadores se toma el tiempo de informarle sobre sus futuras direcciones, sus futuros proyectos… Su información personal es virtualmente inexistente… No ha viajado a ninguna parte, sólo a Windhoek y su aldea al norte, de modo que no sabe nada del mundo… En cuanto al gran mundo cableado, nunca en su vida verá un computador, mucho menos usará uno para comunicarse o aprender.
Lo anterior explica por qué Jean Guilaine, especialista del Colegio de Francia en la era del neolítico, afirma que «el que hoy se beneficia con las ventajas del mundo moderno y habita en un entorno confortable evidentemente cree que sus condiciones de vida han progresado mucho desde la época de sus abuelos. ¿Pero el que está sin trabajo, el que conoce la precariedad, las dificultades cuotidianas? Tiene derecho a añorar el tiempo de sus abuelos. La evolución humana es una noción subjetiva. No se puede extraer de ella una apreciación general y no se considera del mismo modo la historia si se es occidental rico y colmado, o un pobre desgraciado de África o de Asia.
Pienso que un poco de todo lo anterior no permite considerar forzado el salto hacia la mirada de esperanza o desconsuelo que en el mundo eufemístico del subdesarrollo se lanza sobre los países ricos, y, en especial, sobre la nueva metrópoli. No es extraño que en mi país, Colombia, cuya clase dirigente, con arrogancia infundada y costosa, resolvió que su conquista y colonización fue un proceso muy diferente del que vivieron los pueblos africanos y asiáticos, y con esa falsificación pensó que podía considerarse parte del mundo occidental; no es extraño, digo, que por influencia del mal cine y la mala televisión norteamericana, muy dominantes por razones obvias, las encuestas profesionales sobre los ideales de los niños se resuman en uno solo: ser gringos.
Otro aspecto obvio del ambiente intelectual de confusión en que nos han llevado a vivir el final de la guerra fría y el poderío de Internet: un artículo periodístico sobre algunos efectos de la caída del imperio soviético, confirmaba la tesis de que «el lenguaje sigue al poder». Informaban que en la nueva Rusia, y más aún en sus antiguos satélites, jóvenes y niños no querían que se les siguiera enseñando el idioma ruso, sino inglés y alemán. Ya en Colombia, y en general en Latinoamérica, habíamos visto que el lenguaje de moda hasta comienzos de la segunda guerra mundial, era el francés. A partir de los años cincuenta ha sido el inglés, y para consternación de los británicos, el inglés de Estados Unidos. En este último aspecto, pasaron las épocas en que en clubes y periódicos anacrónicamente tradicionalistas de Londres exempleados coloniales sin oficio ni escenario, se burlaban del Diccionario de Noah Webster con sus extraños vocablos, proverbios propios y giros gramaticales, tan propios de los rústicos del Nuevo Mundo. Ahora mandan los diccionarios inglés británico-inglés americano; y, por ejemplo, en Francia, no sin cierto tufillo anti-gringo que supera su malestar con los vecinos de las islas, uno ve la aclaración en los libros, según su procedencia: «traducido del inglés», o «traducido del americano».
Situados en el escenario del idioma inglés, tan influyente en la propaganda y en los lexicones de la llamada nueva economía, en mi condición de colombiano (que no de latinoamericano, pues rechazo ese falso gentilicio, sustentado apenas por la precariedad de una geografía difícil, y que nos somete a la penosa situación de tener algo que ver, por ejemplo, con los argentinos, nación sin pueblo, o pueblo sin nación, como uno lo quiera ver —debe leerse a V. S. Naipaul en El regreso de Eva Perón— que se siente por encima de los indios del resto del continente), en mi condición de colombiano, repito, y por mi edad, me ha tocado vivir el proceso de implosión de nuestra sociedad. Una característica principal del proceso consiste en que, más allá de los modismos locales, las cosas, los hechos, las actitudes, los criterios que se producen a diario, parecen copar y sobrepasar las guías del diccionario y la gramática, en un ataque de la realidad, permanente, infatigable, contra el idioma vernáculo. Y entonces entra en actividad el pedagogo perverso que es la televisión, con sus ruidos onomatopéyicos, o con las horrendas traducciones de los doblajes hechos por traductores y locutores que no saben ni inglés, ni castellano. No puedo no aprovechar este escenario para pedir misericordia a editoriales españolas que cometen el crimen intelectual de traducir en especial obras literarias de Francia, de Estados Unidos, de Gran Bretaña, ni siquiera al español, sino a una jerga de barriada, y a expresiones como «vamos a por», que son un motivo para que quienes en otras partes de Iberoamérica escuchamos los ruidos e incoherencias de nuestros jóvenes, los tomemos como una venganza contra el imperialismo idiomático de las tascas españolas. Lo anterior, si se habla de lo que pasa en las calles. Porque ya en temas profesionales, aun el frívolo de la publicidad, hay un largo diccionario inglés no convertido al español. Y no sigo con la informática, la de los computadores, u ordenadores como los llaman en España, claves para nuestra actividad. Pero quiero llegar pronto, y a propósito de la implosión, al tema de las varias vidas de las palabras, a partir de las definiciones que para las distintas lenguas, han hecho aquellos beneméritos «cazadores del sol», como llama un estudioso a los creadores de los diccionarios. No importan los esfuerzos que se hacen hoy para colocarle algo de historia, de uso, a cada vocablo, tal vez con la idea de hacerlos atractivos y fáciles, la distancia entre el canon y la gente parece continuar como en los tiempos del latín, desde cuando, como dice la leyenda, España se convirtió al cristianismo representado por la Roma antigua, gracias, entre otros hechos afortunados, a que el cadáver del apóstol Santiago, «martirizado en Jerusalén, usó su propio sepulcro de piedra como barco y cruzó el Mediterráneo y parte del Atlántico hasta recalar en Iria Flavia (nombre romano de la actual Padrón, en la provincia de la Coruña», siempre hemos vivido la, al parecer, situación insuperable que expone Antonio Alatorre, en ese libro maravilloso que es
Los 1001 años de la lengua española, en el capítulo «Latín hablado y latín escrito», que cito en la extensión necesaria para que la argumentación quede clara y total:
La lengua literaria y la lengua hablada pueden estar muy cerca la una de la otra, alimentándose y guiándose mutuamente, y pueden también estar a enorme distancia una de otra; pero, en cualquier caso, el lenguaje de la literatura (y, por lo general, más el de la poesía que el de la prosa) suele ser una selección y una estilización, una especie de lenguaje aparte, mediante el cual se dicen cosas que no se han dicho en el idioma común y corriente, o se dicen cosas conocidas en una forma en que nadie las había dicho. Una gramática y un diccionario elaborados «de acuerdo con el uso de los buenos autores» serían muy útiles, desde luego, pero no para enseñar la lengua tal como se habla. Así como la poesía de Rubén Darío y la prosa de Martí no dan una idea muy precisa del español hablado en Nicaragua y en Cuba, así la obra de Osio y Prudencio no sirve para saber cómo se hablaba en la España cristiana, ni la del filósofo Séneca para tener una idea precisa del latín que se oía en las calles de Córdoba —ni, por lo demás, la de Cicerón y Virgilio para darnos una imagen exacta de la lengua del pueblo romano (o italiano) de esos tiempos. Son, todos ellos, productos refinados, hechos sin ninguna intención de realismo lingüístico, cosa que se puede decir, en general, de cualquier literatura.
Más aún. La literatura latina estuvo, desde sus comienzos mismos, especialmente divorciada de la lengua hablada por el común de la gente. Es muy poco lo que se conoce anterior al siglo iii a. C., pero, aún en el caso de que ya hubiera habido algo parecido a una literatura, ésta quedó aplastada por la que en ese siglo inauguró el poeta Livio Andrónico, traductor y adaptador de los griegos. La literatura latina no nació lentamente del «pueblo» (como la griega y como tantas otras): decidió, por así decir, abreviar camino y, al igual que casi todas las demás instituciones sociales de Roma, sin excluir la religión, se dedicó durante siglos a beber en esas fuentes ilustres…
… El español y las demás lenguas romances… no proceden del latín empleado por los supremos artífices del lenguaje, sino del latín de la gente corriente y moliente, el latín hablado en las casas, en las calles, en los campos, en los talleres, en los cuarteles…
… En un momento en que el latín que hablaba la gente no era ya a todas luces el que enseñaban los gramáticos, uno de éstos, llamado Probo, escribió denodadamente una famosa lista negra de maneras de hablar, que se conoce con el nombre de Appendix Probi (siglo iii d. C.). «No digas así, di de esta otra manera, que es la correcta»: tal es la estructura del librito. Pero sus formas «correctas»no tienen el menor interés (son las del archiconocido latín literario). Lo que sí tiene enorme interés, lo que ha hecho la fama del «Apéndice»de Probo es lo otro, lo incorrecto y vulgar y grosero que él está censurando. Se puede decir que Probo no falla nunca: siempre acierta, pero al revés de cómo él pretendía. Gracias a su prurito castigador y desterrador de palabras del vulgo, tenemos unas muestras preciosas de cómo se hablaba en realidad. O sea que en el pleito entre Probo y el vulgo reprobado, quien tuvo la razón (no la razón estética ni la científica: la desnuda razón histórica) fue decididamente el vulgo.
Debió de haber muchas de esas listas negras, todas ellas parciales y locales, puesto que los «vicios»no eran exactamente los mismos en todo el mundo de habla latina, todas ellas provisionales e incompletas, puesto que el latín hablado seguía en todas partes su camino. Así como los fenómenos lingüísticos actuales nos dan luces acerca de los del pasado, así también la actitud de los gramáticos modernos nos ayuda a explicar la de los antiguos. No hay que olvidar, por otra parte, que todos los hablantes llevamos en nuestro corazoncito un Probo en potencia, el cual entra en acción cada vez que se nos escapa, de manera fatal y mecánica, un «No digas yo cabo, se dice yo quepo», un «No digas cuando vuélvamos, se dice cuando volvamos»… El horror al cambio y a las costumbres distintas de las propias siempre ha existido… Probo y sus congéneres fueron unos profesionales del horror a lo nuevo, a lo incorrecto, a lo vulgar. Lo triste, para ellos, es que rara vez ese horror profesional ha conseguido detener el cambio en su carrera. La ciencia lingüística moderna nació en el momento en que los filólogos y dialectólogos del siglo pasado [XIX], en vez de profesionalizar un horror tan primario y elemental, profesionalizaron la voluntad de no horrorizarse de nada, o sea la voluntad de entender…».
A continuación, el autor Ferrer hace un ejercicio que constituye uno de los instrumentos de trabajo imprescindibles para el publicista: tener siempre a la orden un inventario de las palabras en uso, no tanto las del diccionario académico como las de la calle; es decir, las vivas. Preparar una campaña sin tener a la vista, entre otros, tal material, sería lo mismo que, en el chequeo de seguridad de un avión próximo a volar, saltarse un examen: ahí queda listo el accidente. Nos relaciona entonces los vocablos en uso, en su país, entre 1900 y 1910, 1910-20, y así hasta 1990. Es realmente significativo y maravilloso.
El autor de esta exposición tiene un recuerdo muy especial de algo ocurrido hace casi 50 años. Se trataba en Colombia de divulgar una reforma agraria, recientemente aprobada. Se contrataron agencias de publicidad para que produjeran mensajes a los campesinos sin tierra, a fin de que creyeran en la ley, y no se produjeran invasiones conflictivas. Como era obvio, los medios apropiados para llegarles eran la radio, hojas volantes, folletos, etc. Se hizo el trabajo con cuidado, pero sin mucho conocimiento técnico del tema. Por esos días llegó una misión de especialistas de la Universidad de Wisconsin en tal tipo de comunicación. Muy prudentes, al mirar la tipografía utilizada, nos preguntaron si habíamos chequeado con campesinos típicos la legibilidad del texto. No lo habíamos hecho. Y los expertos nos contaron algo aleccionante: en Cuba, para la misma época, sí se efectuó el control, y se descubrió que los campesinos no entendían de qué se trataba, porque no veían para leer, necesitaban anteojos, y hasta ese momento las autoridades no se habían dado cuenta. Aplazaron el programa de divulgación, y más bien enviaron centenares de optómetras y oftalmólogos a los campos, para solucionar el problema de la mala visión de las gentes del campo. Pero hubo algo más, dentro de la misma cadena de episodios: una investigación colombiana reveló que, por esos años, un bachiller que se graduaba con muy buenas notas conocía apenas 400 palabras de todas las que contiene el diccionario; un empleado de almacén, conocía entre 150 y 200. Y un campesino del litoral atlántico, entendía máximo 60; lo demás para vivir, como es natural, lo obtenía con gestos y miradas. Terminaron contándonos los visitantes que los recién fundados departamentos de relaciones industriales, en muchas empresas estaban sirviendo de muy poco y más bien perturbaban, porque los funcionarios no sabían de la importancia crítica del lenguaje que debía usarse en las reuniones con el personal. Al reunirse con los delegados del sindicato terminaban en serios enfrentamientos, porque para unos y otros, muchas palabras aparecían con sentidos muy distintos. Con frecuencia, ese desencuentro producía el rompimiento.
Termino este aparte clave con dos noticias más o menos recientes: para las campañas políticas en los Estados Unidos funcionan ya unos laboratorios que tienen indignados a sociólogos y lingüistas tradicionales, porque reúnen gente representativa de distintos grupos sociales y de actividades, para sacar resultados sobre sus reacciones auditivas, verbales y gestuales, ante ciertos temas. Les hablan de impuestos, y saltan palabras como robo, ladrones, abuso de poder, etcétera. Después, un riguroso informe le recomienda al candidato, a la luz de tales antecedentes, qué debe hacer y no hacer para no fracasar. Y hay un nuevo sistema de controles a los programas que transcriben con generador de caracteres, lo que están diciendo en pantalla, sea en el idioma del respectivo país, sea en otro distinto. Parece que el uso empezó a raíz de las quejas elevadas por televidentes sordos, quienes se dieron cuenta de que se cambiaba, distorsionaba o recortaba la idea original.
Pero lleguemos de una vez a la publicidad como una de las expresiones prácticas, dirigidas, de la comunicación y su concreción en el lenguaje. Y vayamos al Paraíso Terrenal de los cristianos, donde aparece el primer ejemplar de vendedor o mercaderista de nuestro mundo judeo-cristiano: la serpiente que indujo a Eva a que comiera del árbol del bien y del mal, contra una prohibición expresa, e indujera a Adán a hacer lo mismo. En tal orden de ideas, aparece Aarón, el hermano de Moisés que vendía sus recomendaciones y órdenes, dada la dificultad de este último para hablar en público. Pero hay algo más: todos los profetas eran profesionales de respeto de la oratoria. Pasemos rápido por los Doce Apóstoles y la crónica de los milagros. La palabra como medio de vida («en el principio era el verbo») aparece, de manera no muy respetable o grata, en el poeta griego Píndaro, quien iba de tirano en tirano, listo a venderles sus odas para triunfadores. Con base en el apasionante escenario de la Grecia antigua, eruditos juguetones llegaron a afirmar que Sócrates no existió, sino que fue un invento de Platón para vender sus ideas. Hay quienes conservan reproducciones de la famosa caricatura de Mathew Paris (siglo xiii), y guardada en la Biblioteca Bodleiana, de Oxford, en la que aparecen Sócrates, como tonto de capirote en plan de dar una lección, y Platón, detrás de él con el dedo índice en alto, es decir, en plan regañón. Algunas bibliotecas se enriquecieron en los dos últimos años, con varios libros de especialistas en filosofía china, dedicados a una discusión vehemente sobre quién fue en realidad Confucio, y las características de sus máximas. Esto, porque sobre la controversia ronda la idea de que dicho filósofo fue otra superchería, esta vez de los jesuitas, a fin de divulgar más cómodamente sus enseñanzas entre el pueblo chino que querían conquistar para la fe católica. Y hace pocos meses, apareció un libro, otro más, en el que su autor mira a nadie menos que a San Pablo como un fabricante de mitos, y le adjudica uno mayor: Jesucristo. Sostiene que tuvo que recurrir a ese personaje para que incrédulos como los tesalonienses, que además ya lo conocían, le creyeran sus prédicas.
En fin, sin el menor propósito de profanar las grandes tradiciones que han dado razón de ser a tantos pueblos, ni mucho menos en el intento de ser original, afirmo que toda la historia de la humanidad se ha desarrollado, entre otros factores, en virtud de las comunicaciones buenas o malas entre las comunidades que en el mundo han sido. La épica, que en la era de los nacionalismos se concreta en banderas e himnos, no sólo definitorios de una personalidad histórica, sino como convertidores del sentimiento en actos a favor de determinado tejido social; toda la épica, insisto, resulta siendo una incitación, una propaganda. Está claro que por tal camino llegamos a una ambigüedad peligrosa. Una cosa son los Evangelios de la convivencia, el Kalevala, el Cantar del Mío Cid, la Canción de Rolando (con sus escapadas de la realidad histórica), por ejemplo, y otra muy distinta los llamados a la agresión, a la intolerancia, a la guerra. Pero entremos al mundo pragmático, y reconozcamos que todo lo anterior termina expresándose en signos verbales, gestuales y escritos.
Varios temas están en el ambiente de los congresos de la lengua española, a partir del hecho de que el lenguaje triunfante, del nuevo imperio, es el inglés. De ser en el comienzo no tan lejano, un dialecto usado por unos cuantos centenares de personas arrinconadas en una isla, hoy lo hablan, o aspiran a hablarlo, miles de millones por todo el mundo. Y el futuro no es nada propicio para los lenguajes sin poder real, según el genetista francés, especialista en poblaciones, André Langaney:
… La situación de las lenguas en el mundo es dramática. Asistimos actualmente a una extinción acelerada de muchas. Es probable que numerosas lenguas se hayan perdido en distintas etapas de nuestra historia. La cultura de los colonizadores ha aplastado a la de los colonizados, hasta el punto de hacerla desaparecer algunas veces. Pero hoy estamos perdiendo más que nunca.
Preguntado si ello es culpa de la globalización, responde:
Por cierto. En el neolítico cada aldea tendía a tener su propio dialecto, un habla para quinientas personas. Hoy los medios de comunicación han cambiado todo. La televisión ha laminado los lenguajes locales y las grandes variaciones entre el norte y el sur se han estancado. Aunque en un rincón de Senegal oriental o en otra parte 2000 personas conserven su dialecto, sufrirán rápidamente la suerte del bretón o del vasco, que se conservan como ornamentos culturales pero que ya no son lenguas vehiculares. Este fenómeno es general en todas las regiones del mundo, en beneficio de las pocas lenguas que permiten viajar, instruirse vivir bien en el mundo actual.
Las lenguas menos habladas van a extinguirse. Algunos lingüistas estiman incluso que dentro de veinte años el 95 % de las lenguas habrá desaparecido… Quizás sea exagerar un poco. Pero es seguro que el poderse comunicar con el máximo de personas se convierte en fundamental en todo el planeta y que por eso el inglés, el chino, el ruso, el árabe y algunas lenguas vehiculares indias y africanas van a estar en competencia.
Y el castellano sigue teniendo una presencia importante, aunque en los últimos tiempos ha sobrevenido una especie de pánico frente a la amenaza de su decadencia, que no desaparición. Los lectores de obras como Los 1001 años de la lengua castellana, de Antonio Alatorre; o La aventura de las lenguas de Occidente, de Rafael Lapesa, entre otros eminentísimos; quienes sufrimos las tediosas clases de gramática, a las terribles dos de la tarde en el trópico, y teníamos que aprendernos listas interminables de galicismos, para neutralizar la penetración francesa en nuestra lengua; y, ya como honroso hecho cumplido, debíamos estudiar los vocablos de origen árabe, esos, miramos con serenidad las alertas rojas sobre el inglés. Desde luego, no dejamos de pensar en todos los hechos y las cosas nuevos que nos rodean, y como en la vieja expresión, sentimos que «no tenemos palabras para definirlos». Me refiero al diccionario castellano, y las soluciones altamente insatisfactorias de la academia local. Desde luego, no se trata de algo surgido de la nada.
Veamos. Por los años 1950, cuando tomaba fuerza la guerra fría; las creencias religiosas empezaron a retroceder; lograban impresionantes avances filosofías como el existencialismo; y el triunfalismo modelo Hollywood y Dale Carnegie («otros pueden; ¿por qué no usted?»), era el modelo a seguir. Los marxistas se reían de un Occidente que, al perder el ancla de los valores intelectuales y morales que lo habían afianzado, entraba a una perplejidad anunciadora del fracaso ya inminente, según los admiradores de la Unión Soviética, y los decadentistas estilo Spengler que en el mundo han sido. Pues bien, el comunismo y su país símbolo desaparecieron. Y el sistema capitalista avanza más poderoso; pero nosotros, sus residentes, continuamos con el problema de los valores, agravado por la avalancha de posiciones, invenciones, descalificaciones, rectificaciones, que no dan ni tiempo para apreciarlas y calificarlas con aceptable claridad.
El tema, planteado en un marco quizá más general, aparece en una obra bella de divulgación hecha por científicos franceses. Desde el prólogo se sostiene que hoy todavía estamos en el neolítico, próximo a terminar, porque «el globo ya está conquistado y sometido el mundo salvaje. Termina la humanización del mundo, su “artificialización”. No hay América por descubrir ni tierras por conquistar. Es el fin de la naturaleza, por lo menos de su versión original. Quizás también sea el fin de cierta idea de progreso». Y se agrega: ahora la aldea es planetaria, el espacio es mundial, y el tiempo instantáneo. Evocando los tiempos del trueque, afirman: «Ya no se intercambia sílice, sino información». Hay una pregunta final tremenda, que tiene qué ver con nuestros problemas de lenguaje: ¿qué nueva idea de evolución intentar?
Por otra parte, y en relación nada menos que con las esperanzas y los desconciertos provocados por Internet, en una gran obra cuya fuente de opinión e información es el experto Manuel Castells, se dice esto, traducido del inglés:
Comparado con el ascenso de otros medios electrónicos, la Internet se ha expandido a una tasa fenomenal, integrando varios modos de comunicación convencional, incluidas radio y televisión, dentro de una vasta red interactiva. Su uso ya ha reconformado las condiciones de la experiencia mediatizada (¿?) para millones de individuos y muchos miles de organizaciones de todo el mundo. Dada su enormidad, es difícil imaginar que tan importante transformación tecnológica tendrá algo distinto de un profundo impacto como medio de transmisión cultural. En efecto, algunos comentaristas, muy notablemente Manuel Castells, arguyen que las nuevas redes de comunicaciones tienen una dimensión cultural propia. Sostiene que ellas no facilitan «una nueva cultura, en un tradicional sentido de sistema de valores, porque la multiplicidad de temas en la Red y la diversidad de redes, rechaza tal cultura unificadora». En su lugar, continúa, las nuevas redes de comunicación están «hechas de muchas culturas, muchos valores, muchos proyectos, que se entrecruzan en las mentes e informan las estrategias de los varios participantes». El profeta de los Laboratorios de Medios en el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), Nicolás Negroponte, también ve la llegada de una «cultura radicalmente nueva», una en la cual «sus mancornas derecha e izquierda o los aretes, podrán comunicarse entre sí por medio de satélites de baja órbita y tener más poder que su actual CP… El planeta digital se verá y sentirá como una cabeza de alfiler». Termina así: «Estas observaciones son muy emocionantes. Aunque Castells y Negroponte tienen razón en señalar que las nuevas redes de comunicación están abriendo nuevas oportunidades para la intervención humana y nuevas formas de hacer las cosas juntos, tales tecnologías también crean nuevas incertidumbres. Más aún, esas nuevas tecnologías están extendiendo la conciencia de que el mundo en que vivimos hoy tiene un ambiente altamente riesgoso e impredecible…».
Hemos entrado al siglo xxi, en el mundo entero, sin grandes nombres que en el campo de la filosofía, la literatura, las artes, etcétera, causen admiración parecida a la de otros nombres y otros tiempos. Esto es lamentable, pero el mundo sigue hacia delante. La ciencia y la tecnología no necesitan refinamientos lingüísticos o estilísticos para buscar lo que quieren y explicar lo que logran. Y tal es el signo de la nueva época. Menos mal que en las revistas para intelectuales, ya se están publicando avisos en los cuales se anuncia el fin de los escritores sin impresores, gracias a la aparición del libro digital. Y ahí estarán los publicistas, listos a invitar a leerlos, aunque, como hoy, la lectura no constituya su gran pasión.