La publicidad y los medios en la ArgentinaLuis Melnik
Consejero académico de la Asociación Argentina de Marketing. Buenos Aires (Argentina)

Que el río era mar y que el mar era dulce. Todo comenzó con ilusiones y desengaños. Que el mar que el sevillano Juan Díaz de Solís descubrió en 1516, terminaría siendo el Río de la Plata y que sus aguas no llevaban a quien las navegase hacia inmensos yacimientos de plata. O la Ciudad de los Césares. O la comarca del mitológico Rey Blanco.

En cambio, vino la riqueza de la lengua española. Aposentada luego con el granadino Pedro de Mendoza en 1563 y el vasco Juan de Garay en 1580, cuando uno intentó y el otro fundó el Puerto de Nuestra Señora Santa María del Buen Aire, invocación de la Virgen María de Cerdeña, entonces posesión española. Los aires eran de otros lares.

En 1587 el poeta español Martín del Barco Centenera publicó en Europa Argentina y Conquista del Río de la Plata, con otros acaecimientos de los reinos del Perú, Tucumán y Estado del Brasil:

Haré con vuestra ayuda este cuaderno
del Argentino Reino recontando
diversas aventuras y extrañezas,
prodigios, hambres, guerras y proezas.

Centenera usa el adjetivo latinizante «argentino» con intenciones poéticas. Luego, la Real Academia aceptaría argentado, argentería, argentífero, argentina. Del latín argentinus, argentum, ‘plata’.

Recién en 1826 pasaría el adjetivo a ser el nombre del país donde se habla un solo idioma: República Argentina. El último tramo de la América hispana, brazo final de los hemisferios austral y occidental, que extiende muchos kilómetros al sur del Estrecho de Magallanes una mano helada hacia el confín antártico.

Que este Congreso sea en Valladolid, donde firmó Magallanes sus capitulaciones antes de dar la vuelta al mundo, Elcano rindió cuentas de su viaje ante el emperador Carlos V y por donde caminó Cervantes; en Valladolid, donde antes, había cerrado sus ojos el Almirante del Mar Océano que buscando Catay y Cipango, abrió las puertas a la lengua española en la América que sería Ibérica, es para mí un símbolo lleno de galanuras y emociones orgullosas.

En mi país se habla un solo idioma y ningún dialecto regional. Aunque, en el noreste, el guaraní resuena melodioso, perduran focos de hablares indígenas y muchas peculiaridades norteñas que entonan cadencias distintas por el paréntesis de las montañas. Salta, Jujuy, La Rioja, Mendoza, Tucumán intentan escaparse de los cánones, pero sólo lo hacen con insinuaciones típicas y bellas.

Buenos Aires, después de México, es la segunda ciudad más grande del mundo donde se habla español. Buenos Aires, la metrópoli, la reina del Plata, la cabeza de un desmesurado Goliat, ha congregado diez millones de personas; todos los medios nacionales; es el centro de las grandes decisiones políticas, empresariales, publicitarias, financieras, artísticas y portuarias.

Y en este centro hiperurbano pretenciosamente europeo, escasamente latinoamericano, grandes mansiones cobijaban pequeñas familias, inmensas avenidas y parques centrales lucían sus límpidos buenos aires y en 1912 se inauguró el primer subterráneo del hemisferio sur, es donde ha crecido y desarrollado el mayor tormento para nuestro idioma. Primero el lunfardo, argot vernacular, definido, prejuiciosa y habitualmente, como lengua delictiva, luego usada por vendedores ambulantes, mendigos, presidiarios, que de esa manera se protegían con códigos crípticos, mezclando expresiones enigmáticas con el naciente cocoliche, la jerga híbrida de los inmigrantes ansiosos por adaptarse.

El lunfardo pierde su perfil maleante y se convierte en idioma popular, arrabalero, letra de tango y poemas barriales. Nuevos modismos, fonetismos y formas dialectales se sumaron a la sinfonía ciudadana. Hasta el inocente y pícaro vesre que hizo del café un feca y del país un ispa. Y terminó inmiscuyéndose por boca de todos, especialmente los porteños, los habitantes del puerto de Buenos Aires y por la televisión, al resto del país. Hoy incluso existe la Academia Argentina del Lunfardo. Y la Academia Argentina de Letras editará el primer diccionario de argentinismos. Los argentinos no trabajamos, laburamos. El vino es escabio. Las mujeres, minas. Un despreocupado y alegre, es un loco lindo. Y con bárbaro no definimos al extranjero de hablar inentendible, sino admirativamente a lo muy bueno y superior. Apenas, unos ejemplillos.

A mediados del siglo xix, el inglés comienza su trote imperial. Primero con los negocios: ferrocarriles, frigoríficos, teléfonos, bancos. Los representantes de la Corona introdujeron los automóviles con volante a la derecha y los argentinos manejamos como los británicos, por la izquierda, hasta junio de 1945. Los trenes y subterráneos, aún hoy, lo hacen a la inglesa.

Se marcaron las costumbres de la burguesía con los Jockey Club, el hipódromo de césped, el golf, el tenis, el rugby… y el futbol. El balompié se convirtió en pasión de multitudes convocando decenas de miles de aficionados a los estadios donde desgañitaban sus gargantas y apretujaban sus corazones por insignias que estarían llamadas a ser las representaciones más populares, de los barrios de extramuros, de los humildes y la clase media. Pero estas instituciones civiles creadas por argentinos y descendientes de inmigrantes, vinieron a llamarse (y se llaman) Boca Juniors, River Plate, Newells Old Boys, Racing, All Boys, Chacarita Juniors, Argentinos Juniors. Con timidez aparece algún Colón y un Almagro y los deportivos españoles o italianos nunca despertaron pasiones congregatorias. Apenas si militan. Otros nombres más inocentes como Rosario Central, Ferro Carril Oeste, Talleres, Central Córdoba, responden también a los originales ramales de los ferrocarriles ingleses. Naturalmente, todos los puestos del juego eran conocidos (ignorada la ortografía) por su fonética güing, golkiper, haf, centrofoguard, orsai, referí y los niños jugaban al fobal. Barrios y pueblos vinieron a llamarse Banfield, Hurlingham, James Craik, Trelew, Rawson, Dixonville, Keen, Wheelwright y nuestros héroes no casualmente han sido, en la marina, Guillermo Brown y Jorge Newbery, en la aeronáutica. Aunque el máximo se llamó José de San Martín.

Hasta el prodigioso español de Jorge Luis Borges compitió con su encantadora prosa inglesa.

Y una de las expresiones del nacionalísimo canto de tierra adentro, el resumen de la tradición poética de la Pampa, el romántico Litoral y el altivo Noroeste, la ciencia del pueblo, es folclore, formada con dos palabras inglesas, folk, pueblo, lore, conocimiento.

Pero el lenguaje ganó la lucha a favor del español. El tiempo nos corrigió y pudimos vencer aquella presión, aunque los clubes no cambiaron sus nombres y sus fanáticos, que suelen cambiar de empleo, divorciarse, mudarse, convertirse, jamás cambiarán su adhesión pasional a sus colores futboleros. Y lo trasmitirán a los hijos y los nietos.

La escuela pública y laica fortaleció el amor al idioma. Los medios gráficos cuidaban celosamente sus formas. El cine forzaba a los actores a tratarse de tú evitando el che argentino. En algunas ciudades del interior, los jóvenes de diferentes sexos se trataban de usted hasta pasado un tiempo y ganado un acercamiento. La radio era cuidadosa y prudente. La lengua española reinaba.

Un día, como cuando el capitán Lemuel Gulliver entró a Liliput, un gigante pisó tierra firme y todo tembló. Ni la cera de Ulises pudo con los abruptos acantilados de las canoras sirenas: la televisión democratizó la información, modificó hábitos de consumo, exaltó el deporte, promovió espectáculos inalcanzables y acontecimientos políticos. Incorporó a todas las clases sociales. Entró a los barrios y pueblos más alejados a los que no llegaba el agua corriente o el correo. Abrió las ventanas, arrancó los techos e inundó los hogares. La publicidad, que había sido prudente, cauta, temerosa en los medios hasta entonces existentes, ya no necesitaba de la contribución y disposición anímica y conceptual de las audiencias radiales.

Ahora quien se sentaba frente a su altar le pertenecía: repantigado, arrellanado en su más cómoda posición y con el menor esfuerzo, engullía el servicio. En la pequeña pantalla los dientes brillaban, los cabellos ondulaban, las comidas se apetecían, los cigarrillos se aspiraban con fruición, los autos rodaban por mágicas carreteras. El himeneo televisión / publicidad perturbó a la sociedad gráfica. Se perdía a un bienamado en brazos de un pulpo que rodeaba el tesoro y aprisionaba con sus tentáculos a la gallina de los huevos de oro.

Los espectáculos deportivos cobraron un valor inusitado con el color de las divisas, la gramilla o el polvo de ladrillo, las tribunas embanderadas y el sudor sobre la piel brillante. Las tertulias hogareñas se convertían en tribunas, con abrazos y gritos. Hasta mamá y las hermanas asomaban sus entusiasmos.

Los gimnasios, los templos, la Bolsa de Comercio, los predicadores se volvieron electrónicos. Las audiencias veían a príncipes tropezando, a presidentes de potencias vomitando en primer plano y la guerra del Golfo estallaba en el salón de estar familiar. Marshall McLuhan, que murió en 1980, pudo anticipar la aldea global: «La propia definición de noticias ha cambiado. Antes era lo que había pasado. Ahora es lo que está pasando, exactamente en el momento en que ocurre».

Los tiempos fugaces se llevaron a nuestros antepasados que usaban las lejanas señales de humo, el reflejo en la mica, el golpeteo en un tronco hueco, las manos haciendo bocina para comunicarse a distancia. Y la historia guardó para sí a Esténtor, el soldado griego que en la guerra de Troya advertía los peligros con su fabulosa voz como «cincuenta mensajeros juntos». O Fidípides, que corrió de Maratón a Atenas para calmar las ansiedades de noticias de la ciudad ahora victoriosa. El mensajero pudo balbucear su parte. Y murió. El mensajero era el mensaje.

Apenas nos separan 25 generaciones de Jesús y millones de formas distintas de propagar los sucesos remotos.

La lengua española comenzó a sufrir ataques dolorosos. Los relatores del fútbol se convertían en fanáticos y sus idiomas, en cavernícolas. El tenis y el golf mundializados agregaron lo suyo. Nuestros boxeadores pierden por knock-out o están groggy. Comemos sandwich, repetimos slogans, hacemos zapping y nos disculpamos diciendo sorry.

Los diarios lograron preservar el idioma y la publicidad se inserta en ellos respetando el medio y entonces se redescubrió el poder argumentador y convincente del texto bien escrito.

Las revistas se tornaron frívolas y la publicidad las acompañó con mucha imagen, poco texto y ahora —horror y pena— con anuncios totalmente escritos en inglés. Los escaparates de las tiendas se globalizaron y escriben en inglés para no decir oferta, liquidación, precios rebajados o grandes oportunidades.

La televisión por cable se sumó con 65 canales, muchos internacionales que se emiten en sus propios idiomas. En proporción a sus habitantes, Argentina es el tercer país del mundo en abonados. Hoy, más de 5 500 000 hogares están ligados a un cable. Los cables en Argentina fueron los organismos de comunicación de mayor impacto en la última década. El cable satelital creó el nuevo mundo de las comunicaciones antípodas, permitiendo a cualquier familia, por humilde o alejada, ver lo que está sucediendo mañana. Ya no habría obstáculo alguno, ni fronteras, ni tecnología, ni horario, que pudiese impedir la travesía planetaria de las imágenes.

Internet, el nuevo continente de fronteras gelatinosas, sin límites ni pasaportes, empujó a los jóvenes a estudiar inglés y hoy es prácticamente imposible escalar posiciones en las grandes empresas sin dominar el idioma isleño. Ocho años atrás había sólo 50 sitios en la red mundial. Hoy, existen 150 millones de sitios.

La radio ha recuperado su prestigio de antaño con la música al día, la intimidad confidente, la noticia instantánea, la gente constituyendo un parlamento en el éter y sigue siendo un ámbito de reflexión que exige imaginación indispensable y atención mayor, aunque sea el único medio que puede disfrutarse mientras se hacen otras cosas. Se puede escuchar radio conduciendo el auto, dibujando, tejiendo y hasta dormitando. La radio es un relativo protector del lenguaje en Buenos Aires y bastante cuidadoso en el interior del país. Cobra importancia regional porque sus ondas tienen límites y porque no se puede ser confidente con los que no son cercanos o prójimos. Aunque debe señalarse que los informes verbales de los periodistas callejeros que reportan catástrofes, marchas populares y todo tipo de acontecimiento que conmueve a la sociedad (en medio de una carrera alocada por llegar primero, palpitaciones, pulsos acelerados, voces cascadas), estos audaces jóvenes atletas de la noticia que contribuyen a la destrucción sistemática e impiadosa de todo lo que sea sintaxis, tiempos de verbos y respetos a los vocabularios mínimos. La primicia se come al idioma y el informe verbal prefiere ser dramático aunque ininteligible, antropófago e indigerible.

La publicidad radial es más juguetona: pequeñas comedias, actuadas con sobresaltos y agudos timbres. Gota de agua persistente para fijar marcas o conceptos y esporádicamente anunciar ofertas inmediatas. Ha cambiado mucho desde los tiempos en que sólo se hacía publicidad radial… si rimaba. Pequeñas poesías comerciales, llenas de ingenuidad e inocencia.

Los gobiernos utilizan la publicidad con machacona insistencia, confundiendo la saludable publicidad de sus actos que reclama la Constitución, con campañas publicitarias exaltando las obras de gobierno que habrán de hacerse o procurando mejorar su imagen que seguramente mejoraría si se hiciesen las obras prometidas, sin necesidad de proclamaciones machaconas.

El aporte cultural de la radio es muy bueno, con algunos programas de larga duración que dan albergue y refugio a las expresiones más diversas del mundo intelectual. Y con la consagración de otros relatores deportivos que hacen culto del idioma bien hablado y la difusión cultural en ambientes tan masivos.

El diario exige reposo, espacio, ambiente y tiempo. Sigue siendo la palabra escrita la que se asume como la más seria, creíble y respetada. Hasta los otros medios cuando quieren confirmar, sostienen: «Está en los diarios».

Los principales diarios se leen en los colegios y pasan de manos en familias y oficinas. Las principales ciudades como Mar del Plata, Córdoba, Santa Fe, Corriente, Tucumán, Bahía Blanca, Rosario, Salta, por ejemplo, tienen sus propios diarios que normalmente venden más en sus territorios que los de cobertura nacional. Los diarios son hoy el asilo del idioma. Bastión todavía inexpugnable.

Ya nadie busca noticias en los diarios. Todo fue dicho en la radio y la televisión. Pero la gente encuentra en su diario análisis, confirmación, profundización, denuncia, calma, investigación, editoriales y todo ello demanda y fortalece el uso del idioma más correcto, preciso, ajustado.

Los diarios no tienen cómo convertirse en medios agitados o frenéticos, aunque entreguen sus páginas por Internet. Los diarios se piensan.

Precisamente frente a ellos el lector suma el mayor esfuerzo que requiere un medio. El diario, manantial de información impresa, necesita disposición anímica, intelectual y temporal. Difícilmente provoque carcajadas o sorpresas mayúsculas. Es reflexivo y exige reflexión. Es lento y exige tiempo. Es sereno y necesita relajación.

No existen en Argentina diarios sensacionalistas al estilo de los ingleses o estadounidenses. Pero las conductas aviesas y delictivas de ciertos personajes del poder convierten en sensacionalismos cotidianos noticias que deberían ser excepcionales.

El concepto de libertad de expresión tiene al diario como su estandarte superior, porque es palabra escrita, documental, histórica. Bajo ese mismo escudo la televisión protege la expresión parlante y visual, pero arroja al mismo tiempo decenas de adefesios malsanos que atentan contra la sensibilidad de muchos y especialmente la dignidad de los más pequeños.

Los niños en Argentina están viendo relaciones amorosas entre maestras y alumnos, suicidios infantiles, drogas, velocidad excesiva, relaciones sexuales diversas, violencia, pero no sólo en los noticiarios, sino en series con actores adolescentes y niños, en dramatizaciones de la vida cotidiana, en horarios en los cuales muchos niños no tienen la compañía de un adulto. Sus ojos dilatados y sus mentes esponjas hacen el resto. La publicidad en estos espacios se convierte en cómplice. He hecho muchos estudios con ejecutivos de empresas anunciantes y de agencias de publicidad y casi ninguno de ellos sabe qué programas son emitidos desde las 5 de la tarde. No los ven. Los ven sus hijos. No los conocen. Pero pautan. Financian esos espectáculos.

La televisión con su cultura de la fragmentación de la imagen, acicateada por el histérico control remoto, la rapidez del contacto, mensajes cápsulas, la tiranía de un tiempo siempre escaso, ha forzado a la publicidad sin argumentos, a la imagen brutal, velocidad de exposición, producciones de alto rango, grandes ideas… que lamentablemente tanto pueden usarse para un auto como para un detergente. Todo el mundo es joven, desenfadado, audaz, los labios siempre son carmines voluptuosos, las ropas siempre ajustan, la terminología es a veces incomprensible. Hasta hubo publicitarios que intentaron crear un idioma diferente, como un esperanto sin esperanzas.

Los códigos de comunicación parecen cerrados a los mayores, reservados para párvulos, quizás porque hoy los jóvenes de casi todo el mundo usan los mismos pantalones de lona, tararean las mismas canciones, engullen las mismas hamburguesas, acompañadas por las mismas bebidas, se hacen tatuajes parecidos… y los mayores eluden la vejez y quieren permanecer adolescentes.

Los jóvenes creativos publicitarios consideran que evadir las reglas de la sintaxis, la gramática y la ortografía son graciosos desenfados, simpáticas transgresiones, rupturas de la opresión y el rigor. Les falta descubrir que el mayor conocimiento del idioma permite los goces profundos de las palabras; que sólo disponen de 28 letras para hacer sus malabares. La misma cantidad y materia que Cervantes, García Márquez, Neruda o Borges. Shakespeare incluso tenía menos. Cuanto más orfebres más capaces. Como dice mi admirado amigo Eulalio Ferrer Rodríguez en su Otras Publiperlas: «Los publicistas que no saben nadar en el océano de las palabras, naufragan».

Se puede ser niño prodigio en la música o autodidacta en la pintura o el ajedrez, pero jamás nadie alcanzó estaturas literarias sin conocer íntimamente el idioma, sus formas, sus posibilidades, sus encantos, destellos y embelesos. Los mapas que permiten internarse en sus espesuras y jardines. Nadie es precoz en el lenguaje.

Argentina es el octavo país de la Tierra en superficie (apenas un poco menor que la India), donde viven en su extraordinaria inmensidad 36 millones de personas. En su superficie podrían albergarse España, Inglaterra, Francia, Alemania, Italia, Suiza, y sólo ocuparían 70 % de su territorio. Es un país que vive ciclos maníacos de evolución, estancamiento, crisis, confusión, frustración, transformación, nuevo desarrollo, expansión, optimismo, riqueza y otra vez angustiosa crisis. En un país con una recesión económica insistente y perturbadora, la publicidad cumple un rol secundario, pues ella es instrumento dilecto de la sociedad de la abundancia, de la competencia y las ventas y no tiene mucho campo cuando los bolsillos se estrujan y los ánimos decaen.

Si la sociedad descree de sus mandatarios, de sus políticos, de su justicia, de las grandes majestades de antaño ¿por qué habría de creer en la publicidad? La atención y simpatía de la gente son especies en extinción en esos agitados torrentes. Lograr que las audiencias vean un comercial, lo disfruten, lo crean, lo comenten y finalmente, adopten o usen el producto o servicio difundido, es como encontrar una mariposa en un cardumen.

Sin embargo, en estos días aciagos, la publicidad alcanza importante nivel internacional, nacen publicitarios estrellas y millonarios antisistema.

Los canales insisten en el exhibicionismo obsceno de la farándula, convierten a los ídolos deportivos en actores y a los gobernantes en figuras del espectáculo. El público se alimenta con esas referencias, consume las migajas sobrantes del gran banquete: vida íntima, privada, oculta, misteriosa, llena de brillos y oropeles de presidentes, artistas, deportistas y sus amantes o hijos repentinos. Hay otras verdades más importantes que brillan por su ausencia.

El inglés, a través de su impulso tecnológico, lanza al mundo alrededor de 800 neologismos por año, una vertiginosa aceleración tecnológica y científica obliga a dar nombres nuevos a cosas, procedimientos, aparatos, sortilegios desconocidos un año antes y nuestro país, como una esponja, ha asumido radar, láser, software, fax, videoclips, manager, film, leasing, sponsor, cliquear… y cientos más.

Queda el consuelo de que, a su vez, el inglés ha sido invadido por muchas palabras españolas y por atroces deformaciones derivadas de traducciones retorcidas. Y quizás sonría nuestra América porque alguna vez las carabelas de retorno llevaron consigo los productos o las palabras que habrían de echar raíces en la lengua madre: maíz, cacique, cancha, cacao, mate, puma, ñandú, papa, batata, guanaco, alpaca, llama, mocasín, canoa, huracán, tabaco, tomate, chocolate…

Hoy la lucha está planteada. Dejamos a nuestra lengua abandonada a su suerte global, la vemos tornarse enfermiza y atacada, la dejamos atrapar por la hiedra exótica o peleamos por ella. Como se defiende lo más querido. Pues si nuestros sentidos son cinco (tacto, visión, audición, gusto y olfato), la expresión, la lengua, la palabra, son el sexto sentido, el más común de los sentidos, el sentido de la comunicación, de la comunión, el lazo social. El instrumento esencial de la criatura humana. El lenguaje, que no registra inventor, fue hijo legítimo y sanguíneo de los fogones cavernícolas y se hizo idioma distinto tras las montañas, el recodo de los ríos o más allá de la meseta.

Aunque el lenguaje sea un organismo vivo, flexible, abarcativo, ha de tener unidad y reconocimiento para ser reunión de familia o torre de Babel.

Quienes ejercen las profesiones de la palabra, el verbo comunicador, penetrante e indomable, quienes lanzan al aire miles de sugerencias, comentarios, alabanzas, críticas, discursos, y hacen de tal actividad, su vida diaria, deberían cuidar su instrumento más dilecto, preciado e indispensable: su lenguaje. Como el pintor cuida su vista, el pianista sus manos, el atleta sus piernas. quienes difunden, deben cuidar su voz, pero mucho más, su verbo.

La máxima expresión de la literatura gauchesca, Martín Fierro de José Hernández, no es la antítesis de la lengua española, ni una ruptura agresiva e insolente, como podría suponerse, sino la demostración del dominio exquisito de la lengua española y sus adaptaciones a los giros locales.

El vehemente e inconforme Miguel de Unamuno (1864-1936), que fuera rector de la Universidad de Salamanca, dijo del Martín Fierro:

La obra de José Hernández es a la vez símbolo potente de lo popular argentino y revelación sobre el carácter universal de lo hispánico. Diríase que el alma briosa del gaucho es como una emanación del alma de la Pampa, inmensa, escueta, tendida al sol, bajo el cielo infinito, abierta al aire libre de Dios.

Para que pueda propagarse en España sólo necesitaría de un brevísimo glosario, pues los más de los modismos y términos dialectales son españoles de pura raza, usados aquí por el pueblo.

Son entonces los profesantes los llamados a venerar, exaltar, proteger, acariciar y reverenciar su canto precioso. La condición lingüística de los seres humanos podría marcar la diferencia sustancial con los otros reinos de la Tierra. Bien puede uno imaginar la confusión despiadada de la torre de los mil idiomas. Pero una Babel del silencio hubiese sido fatal.

La palabra convirtió a los seres humanos en personajes históricos. Cuando decidieron crear y trascender. Cuando ya no bastaba mirar al cielo para descubrir sus mutaciones, sino para soñar con las estrellas.

Cuando el horizonte no marcaba el fin, sino el principio.