La edición del libro de pensamiento en el español actualJaime Labastida
Academia Mexicana. Director de Siglo XXI

¿A qué problemas se enfrenta la edición del libro de pensamiento en el español actual? ¿De qué modo se podrá decir que el español tiene un activo importante en la edición de esta clase de libros, lo mismo en las ciencias formales, las ciencias de la naturaleza que en las ciencias sociales? Los investigadores, los académicos, los estudiantes ¿recurren a los libros editados en nuestra lengua, sean escritos originalmente en español, sea en traducciones pulcras, para estar al día en el proceso de la generación de conocimientos, mejor aún, en el necesario proceso de la creación de un pensamiento original y riguroso?

Es obvio que la mayor parte de la producción de pensamiento, tanto en ciencias formales como de la naturaleza y en ciencias humanas o sociales, se edita, en el mundo actual, en lengua inglesa. Esta lengua es la verdadera lingua franca de la sociedad moderna. Ningún trabajo alcanza rango universal si no se edita en inglés, pues sólo así queda al alcance de todos los investigadores del planeta.

Esto no significa, en modo alguno, que todo pensamiento original se produzca, de manera espontánea, en inglés. Por el contrario, puede advertirse que muchos textos son escritos en francés, alemán o español y luego son traducidos al inglés para que se reproduzcan en revistas especializadas y en editoriales científicas de gran prestigio (de las unas y las otras, esa lengua dispone en abundancia).

El inglés avasalla en este aspecto a las restantes lenguas, acaso en proporción de 90 a 10 (y aún más).1 Este panorama es desalentador. Sin embargo, cabe reconocer que el español guarda, en este papel subordinado, un estado similar al que tienen otras lenguas cultas del planeta, como el alemán, el francés o el italiano. Supera, desde luego, al italiano y al portugués en esa importancia relativa, puesto que muchos de los textos publicados en revistas especializadas, en particular en el área que toca a la investigación médica, fueron escritos originalmente en nuestro idioma. El alemán alcanza el 1,58 por ciento del total (el año de 1997); el francés el 0,88 y el español apenas si llega al 0,46 por ciento (empero, por encima del italiano, que sólo alcanza el 0,19 por ciento). El texto de este informe se refiere a publicaciones de orden científico y tecnológico e incluye también, desde luego, las investigaciones en ciencias sociales.

Una primera conclusión, acaso de orden provisional, podría extraerse de estos datos: el español no es una lengua en la que se desarrolle pensamiento original, en especial en las áreas de las matemáticas y las ciencias de la naturaleza. Esto se debe al hecho de que la investigación de punta requiere de grupos de trabajo compactos y de talleres y laboratorios de primer nivel, sumamente costosos, que sólo pueden crecer y desarrollarse en los países económicamente avanzados (lo que ahonda la brecha entre los países industrializados y los que están en proceso de desarrollo). Hoy, pues, la Sociedad de la Información y del conocimiento nos exige transformar a nuestra lengua en un instrumento económico del desarrollo, con el objeto de ponernos en el mismo nivel que otras lenguas del planeta.

Por lo tanto, para que el español adquiera cabal relevancia y se convierta en un idioma culto también en estas áreas; para que sea una lengua en la que se pueda publicar pensamiento original, con la misma eficacia que en el inglés o en el alemán (y ésta puede ser, acaso, la segunda conclusión provisional) es necesario que los hablantes del español adquieran mayor peso específico en la producción original de conocimientos. Surge aquí, tal vez, la tercera de estas conclusiones provisionales: en estas áreas, el español debe alcanzar el rango de lengua culta universal para que esté a la altura de la masa fónica de sus hablantes y para que adquiera el nivel que ya tiene en la producción de grandes textos literarios.

¿Por qué el español aún no ha adquirido el rango de lengua culta universal en la producción, la edición y la difusión del pensamiento? ¿Se trata acaso de una limitante propia del genio de nuestra lengua? ¿Aún no ha sido posible elaborar el código lingüístico adecuado para que el español alcance esta categoría? O, por el contrario, ¿se trata sólo de un mero problema económico y hasta de mercadotecnia? El inglés nos avasalla, esto es un hecho, ¿por qué? El inglés ha adquirido la misma función que en la Edad Media tuvo el latín y que, desde el siglo xviii, tuvo el francés. Pero esta situación subordinada del español, tanto en lo que corresponde a la edición de libros como de revistas de ciencia, ¿se debe a los problemas inherentes al bajo desarrollo de las economías de muchos de nuestros países, acaso, en particular, en áreas deprimidas de América Latina? Desde luego, éste es un factor de primera importancia, imposible de soslayar.

Debe añadirse que, por supuesto, el español es, por sí solo, en el día de hoy, una lengua universal o, si se prefiere decirlo de otro modo, una lengua global: somos casi 400 millones de hablantes, en más de 22 países del planeta; y esa masa de hablantes día a día crece en el interior del país más rico del orbe.2 Estos datos, por más escuetos que sean, ¿no probarían, ellos solos, la importancia decisiva de nuestra lengua? En Estados Unidos, es verdad, la población de origen latino crece con un ritmo superior al crecimiento de otras minorías (la población negra incluida). Pero es necesario subrayar que la masa fónica de los hablantes de español no crece en esa misma proporción. La razón es sencilla. No se ha producido (y tal vez no se producirá jamás) una nueva lengua en Estados Unidos, como supusieron tantos escritores en el curso de los últimos decenios. Ni el hispanglés ni el spanglish han cobrado carta de naturaleza en ese país. Los idiomas no surgen de este modo, a partir de la mera fusión o la aglutinación de dos lenguas tan dispares en sus formas de construcción. Los hablantes de lengua española mantienen este idioma como su lengua materna sólo en una primera generación y tratan luego de asimilarse al inglés. Los descendientes de los migrantes, ya en una tercera generación, pese a que sus padres cruzaron la frontera la mayor parte de las veces apremiados por una causa económica y aceptaron cualquier tipo de empleo, han adoptado después la norma culta del habla y la escritura en lengua inglesa. Son doctores en múltiples especialidades, ocupan cargos del más alto nivel profesional, tanto en el sistema universitario como en las empresas y la administración pública. Su peso específico, tanto en el área económica como en el de la política, crece todos los días. Por esa causa, así como tienden a utilizar el inglés más depurado, académico y fino (la norma culta, pues), desean volver a la raíz hispana y expresarse también de acuerdo con la norma culta de la lengua española. Creo que aquí hay una veta que nosotros, los hablantes de español, debemos explotar. De igual manera que el Instituto Cervantes lo hace en los países de Europa, debiera existir un Instituto que, con sus necesarios matices, a partir de México y desde México, desarrollara la posibilidad de leer y de escribir la lengua española en Estados Unidos y en Brasil (es evidente que su materia inicial será la literatura, en primer lugar; pero luego también las áreas de la ciencia y el pensamiento).

Ahora bien, ¿qué sucede específicamente con la edición de libros y revistas en lengua española, en el área del pensamiento y de la ciencia? Tradicionalmente se ha dicho que el español no es una lengua de pensamiento; que, mientras el alemán, el francés y el inglés produjeron, desde el siglo xvi, pensadores de gran importancia (en especial en el área de la filosofía), el orbe lingüístico del español produjo sólo grandes textos literarios. ¿Qué sucedió? ¿No se codificó una terminología plausible en la lengua española, capaz de responder al reto del pensamiento moderno? ¿Radica aquí, por lo tanto, el núcleo del problema? No lo creo. Los lingüistas de la antigua Roma fueron capaces de inventar, cuando el latín carecía de términos semejantes a los de la lengua griega; fueron capaces de inventar, digo mejor, de crear el vocablo, el neologismo que se aproximara al matiz que acercaba el significante latino al significante (y al significado) que expresaba el griego. Su audacia no conoció límites. Por ejemplo, el concepto sofia fue vertido a través de un neologismo que ninguna relación guardaba con el sentido del original. Mientras que sofia alude, en sus orígenes helenos, a la habilidad manual, el sustantivo latino sapientia y el verbo que le corresponde (sapio, is) se han tomado, todo indica que por Quinto Ennio (de origen griego, nacido en 239 a J. C.), de un campo completamente distinto, el de los sentidos (en especial, el del gusto: saber alude a la acción de saborear, de gustar con la lengua). Nosotros, a partir de Roma y en todas las lenguas que de ella han nacido, llamamos sabiduría a lo que en Grecia recibe el nombre de sofia: allá, el sustantivo y su verbo están asociados a la capacidad o la habilidad manuales; en cambio, en la Roma imperial el verbo y el sustantivo no guardan ninguna relación con la habilidad manual, sino con la difícil capacidad para distinguir los sabores, o sea que, para nosotros, saber significa distinguir con la lengua (que es, además, el órgano de la fonación). Saber es para nosotros, por lo tanto, pesar, saborear, tener gusto por las palabras. En un orbe lingüístico, se pone el acento en la capacidad y la habilidad manuales; en otro, en cambio, en la sensualidad y el gusto. Acudo a este ejemplo como pude haber acudido a otro cualquiera. Lo que me importa destacar es que la capacidad de asimilar (o de inventar vocablos) no es el obstáculo fundamental que por sí solo pueda impedir el crecimiento de una forma de pensamiento, no importa cuál sea ella.

Lo que tal vez ha sido el mayor obstáculo para que las ediciones de libros y revistas de pensamiento en lengua española adquieran el rango universal que le corresponde a nuestro idioma por el peso económico específico de la masa de sus hablantes, es el nivel educativo de quienes en este idioma se expresan, por un lado; por otro, la falta de rigor en las ediciones de libros y revistas.

Mientras que el analfabetismo esté tan extendido en nuestros países; mientras que el nivel educativo apenas alcance el promedio de la educación básica (en el mejor de los casos); mientras que no exijamos de nosotros mismos los niveles de excelencia que privan en otras lenguas, tanto en el caso de la edición de libros y revistas de ciencias humanas como de ciencias formales y de la naturaleza, el español continuará en un segundo plano y nuestra lengua no podrá adquirir el rango de una lengua en verdad culta (al menos en estas áreas), en el concierto de las lenguas modernas del mundo.

Alejandro de Humboldt estableció un agudo contraste entre lo que ocurría en los Estados Unidos de América y la América española, cuando él la visitó (o sea, a finales del siglo xviii y el inicio del xix). Escribió: «Cuando se recuerda que en EUA se publican periódicos en pequeñas ciudades de 3 mil habitantes, uno no deja de asombrarse al saber que, en Caracas, con una población de 40 a 50 mil almas, no existía una sola imprenta antes de 1806».3 Cabe reconocer que, desde un ángulo estrictamente histórico, mientras que en Estados Unidos y en algunos países europeos como Francia, Holanda e Inglaterra, se realizaba con entera libertad la publicación de todo tipo de escritos, en España y la América española se precisaba de un permiso del rey (de un privilegio especial) para establecer una imprenta. Lo mismo ocurría con las investigaciones económicas, históricas o científicas: se realizaban, pero no se daban a conocer al público culto. Así, las grandes expediciones científicas y los trabajos de primer nivel que en su tiempo realizaron, con el apoyo directo de la Corona española, entre otros más, José Celestino Mutis y Francisco José de Caldas en el Nuevo Reyno de Granada; Alejandro Malaspina alrededor del mundo; Martín de Sessé y Mariano José Mociño en la Nueva España y en el actual territorio de Canadá, permanecieron inéditos durante largo tiempo. El trabajo científico de Humboldt guarda, por el contrario, una notable diferencia con los de estos grandes investigadores, sobre todo por su carácter abierto y público, ya que él mismo sufragó con sus recursos el viaje y editó luego el resultado de la investigación, con el objeto de ponerlo en las manos de la comunidad científica de su tiempo.

Así, en nuestros países, a los gobiernos, a los intelectuales, a los escritores, a los pensadores, les atacó la enfermedad de la prisa. Tanto a uno como a otro lado del Atlántico, desde el siglo xix, nos atacó la urgencia de ponernos al día, de volvernos modernos, de actualizarnos, como hoy de globalizarnos. España estaba sumergida en la ignorancia, se decía, igual que las nuevas repúblicas de América Latina estaban retrasadas. Al mismo tiempo que parecía necesario adoptar la estructura política que respondiera a ese reto, digo, la democracia norteamericana, era urgente crear instituciones educativas que llevaran las luces y la civilización al pueblo analfabeto. Parece como si la necesaria masificación de la enseñanza hubiera sido puesta por encima de la exigencia de calidad y de excelencia. Lo urgente sustituyó a lo óptimo y los planes inmediatos fueron preferidos a otros planes posibles: aquellos que, lentamente y en el largo plazo, hubieran podido hacer frente a los rezagos con la mira puesta en lo mejor. Desde el movimiento de independencia, los libros inmediatos, baratos, sin la calidad suficiente, fueron preferidos a los libros, más caros y más difíciles de hacer, por supuesto, que respondieran a esta exigencia de calidad. Se creyó entonces que al pueblo se le podía dar cualquier cosa, en tanto que se suponía que algo era preferible a nada. Los resultados están a la vista: ediciones que son motivo de vergüenza, hechas con premura, sin el aparato crítico adecuado y hasta sin indicaciones de traductor, ya no digamos con índices analíticos de autores y temas, crecieron a lo largo y lo ancho del orbe lingüístico del español. Pongo el caso de muchas ediciones de autores clásicos griegos y latinos, en tirajes que se pusieron al alcance del pueblo. Ingleses, franceses y alemanes hicieron, desde el siglo xix, buenas ediciones críticas bilingües en traducciones que se mejoran de modo continuo, pero en nuestra lengua las ediciones carecieron del adecuado aparato crítico, no respetaron la norma universal para ordenar versos, páginas, columnas, párrafos y líneas de las ediciones serias.

Eso mismo puede advertirse cuando se trata de los clásicos del pensamiento y de la ciencia. Carecemos todavía de los libros que en otras lenguas son moneda de curso corriente, sea en ediciones universitarias o de bolsillo (porque las primeras ediciones inglesas, francesas o alemanas, muy costosas por regla general, luego se volvieron de carácter popular en tirajes masivos). La idea de que al pueblo se le puede dar cualquier cosa, en vez de ofrecerle las obras en ediciones llenas de cuidado y de rigor, nos condujo a una posición inadecuada. Hoy, por fortuna, empezamos a superar esa situación. Aun editoriales de prestigio se limitaron a publicar antologías o textos incompletos de clásicos del pensamiento universal. Desde luego, el fenómeno no fue tan agudo en filosofía como en ciencia. ¿De qué se trata, pues? De hacer, en lengua española, las mejores ediciones posibles, las más rigurosas, tanto de libros como de revistas. Primero, deben crearse revistas científicas de primer orden; en ellas, las traducciones han de ser de excelencia. Segundo, debe haber más y mejores editoriales de pensamiento, que cuenten con el suficiente apoyo de instituciones estatales y universitarias: los libros que publiquen deben contar con un aparato crítico que llene lagunas y explique sentidos. Tercero, los índices analíticos (de autores, temas, nombres) deben cubrir todos los aspectos de una edición rigurosa.

Pero nada de eso será posible si no superamos, al mismo tiempo, en América Latina especialmente, tres escollos. Por un lado, debe extenderse la enseñanza y mejorarse su calidad. También debe elevarse más el nivel de vida de nuestros pueblos, para que hombres y mujeres tengan acceso (particularmente, insisto, en América Latina) a los bienes culturales (al libro, al pensamiento, a la crítica, a la libertad de expresión). Por último, debe producirse un crecimiento expansivo de la cultura del libro (obvio es decir que no sólo de la lectura sino también de la escritura: sólo así crecen la inteligencia y la sensibilidad de los pueblos).

Finalmente, tal vez sólo me resta hacer una reflexión de orden histórico. La invención de la imprenta arrojó a la calle a los pendolistas y generó, en el plano inmediato, una masa de desempleados. Con el curso del tiempo, sin embargo, la imprenta ha permitido la creación de millones de empleos en todo el mundo y ha hecho muchísimo más: ha democratizado la razón. Las letras y la escritura, los libros, eran, hasta la invención de Gutenberg, patrimonio de unos cuantos. La imprenta uniformó el texto, porque los pendolistas, al copiar a mano lo escrito, hacían cambios, interpolaciones, supresiones propias de todo trabajo artesanal. Después de Gutenberg, el libro fue al pueblo. La enseñanza se hizo popular; imprentas, periódicos, revistas y editoriales crecieron por el mundo.

¿Puede ampliarse la democracia? ¿Qué debe ser un proceso democrático? La democracia radical debe extenderse, desde luego, pero el problema no sólo es de orden cuantitativo. Al poder extensivo de los números debe añadirse el poder decisivo de la calidad. Vivimos en la Sociedad de la Información, estamos inmersos en la edad del conocimiento, en la Edad Científica. En esta Edad, no basta con la sola extensión del saber, es además necesario elevar la calidad de la misma. Esto sólo será posible si, a medida que se masifica la información, también se pone el acento en la necesaria elevación de su calidad.

En el orbe lingüístico del español hemos dispuesto y disponemos de editoriales y revistas de alta calidad científica. Apenas mencionaré algunas. ¿Quién puede soslayar el trabajo, sin duda benemérito, de la Revista de Occidente? El ala generosa del Fondo de Cultura Económica se extiende por las dos orillas del Atlántico. Editoriales de la talla de Gredos, Taurus, Salvat, Espasa, Cátedra, Akal, Siglo XXI, Ariel, Oikos, Paidos realizan un trabajo heroico. No se puede olvidar el trabajo de las universidades, tanto peninsulares como americanas. La Universidad Nacional Autónoma de México, con las ediciones del Seminario de Problemas Científicos y Filosóficos, puso en manos de alumnos y estudiantes textos fundamentales del pensamiento y la ciencia modernos; los autores clásicos se dieron a conocer en la Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana; el Instituto de Investigaciones Filosóficas ha publicado textos básicos. La Universidad Complutense realiza una labor de excelencia; el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología publicó la revista Conacyt.

El recuento es breve y, por supuesto, arbitrario. Sólo me resta decir que el porvenir de nuestra lengua está abierto, en tanto que crece la masa fónica de sus hablantes. Pero el asunto, aun el económico, no es de orden cuantitativo: todos hemos de hacer un esfuerzo constante para alcanzar la excelencia.

Notas

  • 1. Luis M. Plaza, Adelaida Román, Consuelo Ruiz y Elena Fernández, «Presencia del español en la producción científica», El español en el mundo. Anuario del Instituto Cervantes 1999, Círculo de Lectores, Instituto Cervantes y Plaza y Janés, Madrid, 2000. Las cifras que ahí se ofrecen revelan un panorama totalmente avasallador del inglés: el artículo ha puesto en relieve sólo las publicaciones científicas periódicas (en soporte de papel o en soporte electrónico), sin tomar en cuenta ediciones de libros. Así pues, en tanto que el español «cuenta con una presencia muy escasa en las bases de datos analizadas», que «no supera el 1 por ciento» (op. cit., p. 27). La conclusión es grave en tanto que los valores de participación del español son aún más bajos «en los ámbitos de la física, la ingeniería y las ciencias tecnológicas, donde no se llega al 0,1 por ciento». En cambio, el inglés llega a alcanzar, en algunas áreas, hasta el 99,8 por ciento. La situación subordinada de nuestra lengua es semejante, por cierto, a la que tienen otros idiomas cultos, como el alemán y el francés. El español supera al italiano y al portugués en cuanto a la producción original y la publicación de ensayos en revistas especializadas en ciencia y tecnología (lo que no es motivo de consuelo).Volver
  • 2. A. Morales, «Tendencias de la lengua española en Estados Unidos», El español en el mundo.Volver
  • 3. A. de Humboldt, Relation historique du Voyage aux Régions Équinoxiales du Nouveau Continent, edición facsimilar, Brockhaus Stuttgart, 1970, tomo I, p. 594 (la primera edición fue hecha por Dufour, en París, el año de 1814).Volver