El proceso de concentración editorial que empezó a dibujarse durante los años 80 ha experimentado, como es sabido, una progresiva aceleración. Por una parte, además de dos sólidos grupos españoles como Planeta y Prisa, el alemán Bertelsman y el italiano Mondadori han ultimado una joint-venture. Y también están dos sellos sobre los que corren numerosas especulaciones: Anaya, del grupo francés Vivendi, y Ediciones B, del grupo Zeta.
Las secuelas de esta concentración son bien visibles; daré algunos ejemplos, todos ellos lógicamente interrelacionados.
Los premios literarios a manuscritos, especialidad española que en la dura posguerra tuvo motivos culturales y efectos beneficiosos, han ido derivando en un recurso tan poco imaginativo como eficaz para promocionar a autores de la casa o robar autores ajenos, ya que los anticipos normales (es decir, aquellos que aspiran a no ser muy superiores a las ventas, que aspiran a la racionalidad) no pueden competir con cifras inalcanzables. Excepto el modelo Planeta, en muchos casos resultan antieconómicos. Y creo que aún son peores sus consecuencias en la literatura y en el ecosistema de la edición.
Se ha producido un visible relevo generacional en muchos sellos, ahora dirigidos por treintañeros, jóvenes cuarentones e incluso veinteañeros. Antes, entre los editores independientes tradicionales, había un implícito pacto de caballeros respecto a los autores, un pacto que parece casi medieval, en todo caso obsoleto e incluso indescifrable. Ahora, el editor corsario, que depende del big boss de su grupo, y que casi por contrato debe intentar quitar autores y a la vez, como ha comprobado que dicho modelo puede funcionar, se interna en la misma senda de qualité. Y el editor pirata, cuyo modelo son los grandes grupos, y que es de menú omnívoro y no tiene ningún reparo ético. A menudo se trata sólo de una cuestión de modales, también a menudo muy mejorables. Lo que provoca el siguiente episodio.
Ante la necesidad de que no se escape ni una brizna del pastel, o confiando en encontrar la inesperada veta milagrosa, se publica absolutamente todo: narrativa española o latinoamericana o traducida; ensayo sesudo pero sobre todo ligero, portátil; biografías y libros de viaje, hasta ahora bastante dejados de lado, se ofrecen masivamente al lector, así como la oferta variopinta del floreciente supermercado espiritual, etc., etc. Por poner ejemplos, el posible encanto de la narrativa francesa reciente, tras Darrieussecq y sobre todo Houellebecq, ha sido naturalmente detectada y en Frankfurt se asistió el año pasado a acontecimientos antes impensables: subastas conspicuas por novelas francesas, casi como si fueran de autores anglosajones.
Ante este panorama de competencia desenfrenada las agentes literarias se frotan las manos y, en petit comité o con el total desparpajo de las copas nocturnas, bromean sobre los editores neófitos que tienen que construir rápidamente un catálogo propio con el lastre de la escasa experiencia y con la ventaja, para las agentes, de la chequera fácil.
En el panorama de las agencias, algunas novedades. Carmen Balcells se retira, o así lo dice, lo que abre una lógica incógnita, habida cuenta de la magnitud del personaje. Entre las nuevas agencias, la formada por Mónica Martín y Silvia Bastos se ha desgajado, siguiendo cada una por su cuenta. En cuanto a Antonia Kerrigan (convertida en una especie de Mamá Grande para los autores mexicanos, después del lanzamiento de Volpi y Padilla) y Anna Soler-Pont, especializada en étnicos, han unido fuerzas.
A nivel internacional, en el mundo anglosajón, se opera cada vez más con manuscritos, o con capítulos, o con sinopsis. Y empieza la subasta entre los editores convenientemente azuzados.
Los hábitos ancien régime han caducado: es decir, descubrir a un autor e ir siguiendo su carrera en una suerte de simbiosis, no siempre fácil, entre autor y editor. Ahora, cuando un autor ha publicado uno o dos libros, con buenas ventas o incluso sólo con cierta fortuna crítica, es perseguido automáticamente por los agentes con la promesa, a menudo, de asegurarle alguno de los premios literarios aludidos. En suma, publicar a un novel significa ponerlo en el mercado, en la rampa de lanzamiento. Ocurre a veces que a algunos autores les resulta incómodo romper con un editor con el que tienen una buena relación, personal y profesional, sin nada que reprocharle. Y deciden quedarse, renunciando a anticipos mayores a costa de un anticipo que al editor le resultará muy alejado de las ventas previstas. En términos puramente aritméticos, una fidelidad gravosa para ambos, autor y editor. Y, como paradoja, el buen editor se convierte en una suerte de obstáculo objetivo, tanto para el autor tentado como para la transparencia del mercado (en visión neoliberal). También con cierta frecuencia, si este obstáculo se le hace demasiado incómodo al autor y éste decide irse, se produce el típico mecanismo psicológico: culpabilizar al editor de algún agravio, no necesariamente verosímil, con lo que la marcha queda justificada.
Recapitulando: en los años 80 había pocas colecciones de bolsillo, la histórica Alianza, Plaza y Janés y Planeta, especializada en best sellers, Seix Barral y Destinolibro, sin mucho énfasis, y aún más esporádicamente algún título de Pocket Edhasa. Pero el panorama iba a cambiar radicalmente: las editoriales literarias lanzan sus colecciones, como Anagrama en el 89 y, a principios de los 90, Alfaguara y Tusquets. Más adelante Planeta se lanza con Booket, como sello específico, y luego llega a un acuerdo con Plaza que dura poco.
La foto actual: Alfaguara y Ediciones B han creado una empresa común y una colección, Punto de Lectura, con resultados al parecer satisfactorios, mientras que se esperan los resultados de la macrofusión Mondadori-Plaza, y Planeta sigue en solitario, tras la ruptura de una breve asociación con Plaza.
Para completar el panorama, un grupo de editores independientes, formado por Anagrama, Edhasa, Grup 62, Salamandra y Tusquets, lleva unos meses estudiando una colección de bolsillo conjunta, posiblemente vinculada con uno de los macrogrupos.
Esta sobreproducción no cabe en el espacio librero. Aparte de las librerías independientes, amenazadas por su posición estratégica (pese a haber salvado el topetazo que hubiera supuesto la abolición del precio fijo), y de las librerías de El Corte Inglés, estamos ante un crecimiento sustancial de las cadenas: las Casas del Libro y las FNAC (mientras que las Crisol y los Vips parecen vegetar; es más, en los últimos meses han cerrado cuatro librerías Crisol). La fuerza de dichas cadenas puede provocar, y de hecho lo está haciendo, una exigencia de descuentos más elevados y otras prestaciones (como el tres por dos) a la que los grandes grupos acceden sin demasiados problemas.
Tendencias hay muchas, por definición. Pero hay una tendencia última a la banalización, al producto digerible, al fast food editorial. Así como hay una música easy listening, cada vez más hay una literatura easy reading.
Esto se observa en las listas de best sellers. Desde hace ya bastantes años en Estados Unidos y el Reino Unido están cada vez más copadas por el best seller puro y duro. Mi scout de Londres, Koukla MacLehose, en un último e-mail me comentaba que, además de darse por hecho que la cadena de librerías Waterstone’s era comprada por Pizza Express, la lista de los 40 títulos más vendidos era quite a depressing read.
En España, aunque estas listas son de conocida precariedad científica, sí indican tendencias, un poco a bulto. Con respecto a las anglosajonas, había mucha más literatura de calidad, pero ahora se han ido deslizando también cada vez más hacia el best seller.
Este título de una película alemana de hace unas décadas es útil para comentar la aparición en estos últimos años de un número considerable de pequeñas editoriales independientes de carácter resueltamente literario, a las que dediqué un texto de bienvenida, «Los nuevos insumisos». Editoriales para las que las experiencias de sellos independientes ya veteranos, como por ejemplo Anagrama, pueden resultar estimulantes, y Anagrama obviamente es un enano respecto a los macrogrupos que operan en el sector. Y a estos aspirantes a enanos les ilusiona lo bastante la actividad editorial como para lanzarse al ruedo. Por cierto que los enanos, pegados al terreno, no padecen los vértigos de grandeza, ni pierden el oremus. Eso sí, deben vigilar cuidadosamente que no los pisen, que no los aplasten. Bienvenidos, de nuevo.