Visión de la publicidad en el siglo xxiJoan Costa Solà-Segalés
Director del Centro de Investigación y Aplicaciones de la Comunicación Barcelona (España)

Mi visión de la publicidad en el horizonte del siglo xxi no difiere en lo esencial de la que expuse en un libro de 1993.1Nada ha cambiado en el credo y las prácticas del negocio publicitario. Y no es previsible que cambien porque sería la ruina del propio negocio. El problema, pues, es de fondo. Y afecta no exclusivamente a la economía, sino también al lenguaje y la cultura.

El enunciado de este II Congreso Internacional ha sido definido con toda precisión por la Real Academia Española y el Instituto Cervantes. El título, El español como recurso económico. El español en la Sociedad de la Información, es bien explícito del marco conceptual al que debemos ajustar nuestras reflexiones sobre la publicidad en el siglo xxi.

Este marco se puede sintetizar con las palabras-fuerza: Lengua española, Economía, Sociedad e Información, cuyos significados debemos reinterpretar así.

1. El español como recurso económico

La economía es una ciencia social y sólo como tal tiene sentido.

Juan Tugores

Cuando se dice recurso económico, se pone el acento en lo económico en detrimento de lo social. Se olvida con demasiada frecuencia que la ciencia económica es subsidiaria de las ciencias sociales, a su vez subsidiarias de las ciencias humanas.

Desde el primer industrialismo hasta nuestros días, y en las escuelas de negocios más influyentes, las ciencias empresariales están polarizadas en la economía, la productividad, la administración y la gestión (el management, esta palabra francesa que después de un largo periplo por el mundo anglosajón regresa investida de pragmatismo). En las empresas y en las escuelas de negocios predomina el lenguaje de la economía, los números, los resultados y la bolsa, pero no se habla de sociología, humanismo ni de comunicación. Se tienen en cuenta los efectos económicos de la publicidad en el cuadro del mercadeo, pero no se consideran sus efectos culturales, que son una especie de subproducto mediático-consumista.

Insistiremos todavía un poco sobre esta visión economicista de la lengua en detrimento de su naturaleza social y cultural. Cuando James J. Heckman y Daniel McFadden recibieron el Premio Nobel de Economía del año 2000, la Real Academia de las Ciencias de Suecia precisó que «cada uno de los laureados ha desarrollado teorías y métodos que son ampliamente utilizados en el análisis estadístico del comportamiento de los individuos y de los hogares, tanto en la ciencia económica como en las ciencias humanas».2 Juan Tugores, entonces catedrático de Economía de la Universidad de Barcelona, escribía en el citado diario a propósito de los laureados: «Sus incursiones en los problemas sociales y económicos nos recuerdan que la economía es una ciencia social, y sólo como tal tiene sentido».

El profesor de Economía del CEMFI de Madrid, Manuel Arellano, escribió que la primera característica común que resaltaría de Heckman y McFadden es que «se trata de humanistas con una preocupación genuina por la resolución de problemas sociales y no de aficionados a la técnica por la técnica».3

El español como recurso económico es, en primer lugar —o debería ser—, un recurso social, es decir, cultural, y no un instrumento al servicio de la razón económica per se. Separar una cosa de la otra es una mutilación flagrante y peligrosa.

2. La Sociedad de la Información

Transformar los datos en información y la información en conocimiento.

¿Qué es la información? Los contenidos útiles para el destinatario, que la comunicación transporta. O dicho más claramente, informar es lo contrario de persuadir. Del mismo modo que servir es lo contrario de dominar.

El concepto de Sociedad de la Información es la antítesis de la sociedad de producción o de la cultura material. El padre de la cibernética e inspirador de la teoría matemática de la comunicación, Norbert Wiener, anticipaba el cambio del paradigma industrial con estas palabras: «La información es información, no es materia ni energía». De este modo sancionaba el postindustrialismo en su obra capital Cybernetics or control and communication in the animal and the machine (1948).

El postindustrialismo y la posmodernidad arrastran consigo la pospublicidad. Al industrialismo lo ha sucedido la economía de información. A la publicidad mediático-consumista ha de sucederla otra práctica basada en las coordenadas del presente. La publicidad había nacido con el industrialismo temprano, en una sociedad de la necesidad, donde había más deseos que productos para satisfacerlos. Fundada en el siglo xviii como consecuencia de la producción industrial y con el fin de fomentar el consumo de productos manufacturados, la publicidad vino a ser la bomba auxiliar que movería el sistema de producción masiva. Con la aparición de la mercadotecnia se pasó de una sociedad de la necesidad a una sociedad de la opulencia, en la cual hay infinitamente más productos que deseos. La publicidad se ocuparía de fabricar deseos y necesidades para sacar de los almacenes las grandes cantidades de productos que la sociedad no podía absorber.

Estamos en la pospublicidad como estamos en el postindustrialismo, y este fenómeno requiere un replanteamiento, una revisión, más aún: una refundación del hacer público.

El problema de la publicidad es que no ha producido, ni antes ni ahora, una epistemología, un conjunto de razonamientos en los que basar y desarrollar su trabajo. A falta de un norte de este tipo, cuando la publicidad se hizo científica (a partir de 1895) y en su afán por «dominar la mente del consumidor»,4 descubrió la filosofía reduccionista y absorbió de ella lo peor: el condicionamiento de los reflejos de los seres vivos (Pavlov), el conductismo —que considera el ser humano limitado a un aparato exclusivamente reactivo movido por estímulos externos—, las obsesiones freudianas y la competitividad social, la teoría de los estereotipos, que suministrarían dichos estímulos externos, y la manipulación subliminal de las conductas.

«El reduccionismo es esta doctrina filosófica según la cual todas las actividades humanas pueden reducirse a las reacciones comportamentales de los animales, o explicarse por ellas: perros de Pavlov, ratas y palomas de Skinner, ocas de Lorenz y monos desnudos de Morris»,5 constituyeron el material científico del que bebió la publicidad, y cuyo paradigma —a la vista está— no ha sido sustituido. Tampoco sabe cómo. Para la psicología conductista de la escuela de Watson-Skinner, el comportamiento humano puede ser enteramente explicado, predicho y controlado gracias a los métodos empleados para el acondicionamiento de perros, ratas y palomas, que culminan con la violación subliminal.

El sueño de omnipotencia del condicionador puede encontrarse —según Popper— en la obra de J. B. Watson, Behaviourism; véase esta cita: «Dadme una docena de niños sanos… y garantizo que puedo coger a uno cualquiera al azar y formarle para que llegue a ser el tipo de especialista que yo elija, médico, abogado, artista… o ladrón».6

El filósofo Karl Popper lanzó este alegato definitivo: «Si, según los conductistas, el individuo no piensa, no imagina, no razona y sólo es un mecanismo a merced de los estímulos externos, ¿cómo éste pudo concebir el conductismo?».7

3. La lengua, vehículo de comunicación

La semiología y la semiótica, por su parte, ofrecían otros modelos con el médico y filósofo británico John Locke (1632-1704), el filósofo americano y padre de la semiótica moderna, Charles-Sanders Peirce (1839-1914) y el lingüista suizo Ferdinand de Saussure (1857-1913). En estas aportaciones se ha insistido en los aspectos socioculturales del lenguaje y de los sistemas de signos, y procuran precisar las relaciones lógicas que unen los signos (los mensajes) con sus referentes (las cosas reales) y con sus interpretantes (los individuos).

El postulado semiológico-semiótico en publicidad defiende que es la estructura formal de los signos lo que gobierna el contenido de los mensajes persuasivos. Así, oponiéndose al conductismo, la semiología y la semiótica habían sabido ver al individuo como interpretante y no como un mero receptor pasivo y acrítico.

Por otra parte, la psicología de la percepción (Koffka, Köhler, Wertheimer) nos había enseñado las vinculaciones entre el sistema sensorial (formas visuales, sonoras, táctiles, etc.) y el cerebro, y aprendimos que el individuo completa lo que percibe, y utiliza para ello la experiencia empírica y los universalia aristotélicos.

La psicología del conocimiento había puesto el énfasis en la experiencia, las sensaciones y el rol del lenguaje, más incluso que en la simple percepción sensorial. Pero todo esto no interesó a una profesión cuyo objeto era «dominar la mente del consumidor», persuadirle, seducirle.

Con la teoría de la comunicación, y en el momento en que la publicidad descubre que ella misma es comunicación, hay una coincidencia con la aparición de la semiología de Roland Barthes, quien hizo los primeros estudios sobre lo que dicen los anuncios. Se descubre entonces que el consumidor tiene dos roles: como consumidor de productos y como consumidor de mensajes. Y se empieza a tomar conciencia clara de que la publicidad constituye un sistema autónomo; independiente de aquello que anuncia (¿cómo se puede si no juzgar los anuncios en los festivales internacionales donde la gran mayoría desconoce los productos anunciados, sus propiedades, su utilidad real, su calidad?) El mensaje deviene cada día más autónomo del producto, hasta el punto de que muchos anuncios serían intercambiables sólo cambiando las marcas. El mismo anuncio se considera como tal: un producto (de difusión) que debe funcionar antes y mejor que el mismo producto.

Está claro, pues, el cortocircuito de la causa y el efecto: el producto y su anuncio. Los productos publicitarios también acaban por ser consumidos, pero el suyo no es un consumo material —en la medida en que consumir es destruir—, sino la digestión de residuos culturales. La asociación forzada a la que se someten el producto y su publicidad —siempre cambiante—, o lo que es lo mismo, su disociación intrínseca, es el margen abierto a la manipulación y la alienación.

El signo lingüístico y los culturemas de nuestro ser hispanoparlante son los elementos fundamentales con los cuales la publicidad debería trabajar en esta exacta dirección.

¿Pero qué sucede? Que el lenguaje técnico del publicitario es importado —y asumido con gusto—; que los modelos que copia también lo son visiblemente; que la cultura publicitaria se alimenta de la literatura anglosajona predominante; que todo el aparato publicitario mundial está en las manos del imperialismo cultural y económico —el que precisamente compite con nuestra lengua—. Y nadie escapa a estas influencias. La lengua española sirve, pues, de vehículo a esta colonización cultural y económica en la misma medida que depende de ella, la imita y la difunde. Una cerveza, un electrodoméstico, un refresco o un yogur españoles, usan el lenguaje hablado, el de las imágenes y el sonido, que imita —si no reproduce literalmente— la música y las canciones norteamericanas. ¿Por qué? En cambio, ¿qué mejor caja de resonancia para la lengua española, que depurarla y difundirla en la fragua de la publicidad?

4. Refundar la publicidad

El hombre es la medida de todas las cosas.

Protágoras

Esta frase, anticipadora del Humanismo, ya no tiene sentido. La medida de todas las cosas ya no es el hombre, es el dólar.

Si el ser humano no es la referencia central; si la pospublicidad renuncia a la información para el conocimiento; si no dignifica-difunde la lengua y la cultura propias ¿qué será la publicidad? El instrumento del consumismo desaforado en una sociedad que ya no estaría hecha para el hombre, sino contra el hombre.

No esperamos, por tanto, cambios. El sistema publicitario es un inmenso aparato. Un aparato que se ha vuelto monolítico (como el aparato administrativo) o que se agota (como los aparatos técnicos que se vuelven obsoletos). El problema de la encrucijada en la que se encuentra la publicidad está en ella misma en tanto que aparato, es decir, en tanto que una estructura compleja que funciona en función de su programa interno, que es el que rige y determina el funcionamiento del aparato. Pero el sistema publicitario se ignora a sí mismo en tanto que aparato, y parece no tener conciencia de cómo es y de qué está hecho el programa interno. La caja negra publicitaria es exactamente el programa que hace funcionar el aparato, y quienes lo hacen funcionar se convierten en sus funcionarios.

Refundar la publicidad —la pospublicidad— en el sentido que aquí hemos expuesto, implica inexcusablemente cambiar el programa, es decir, desprogramarse, desactivar el aparato y proceder a una autocrítica con los ojos puestos en la perspectiva de futuro. Sólo así podrá renacer.

Notas

  • 1. Reinventar la publicidad. Reflexiones desde las ciencias sociales. Finalista del Premio Fundesco de Ensayo 1993. Fundesco, Madrid.Volver
  • 2. La Vanguardia, 11 de octubre de 2000, Barcelona.Volver
  • 3. «Premio a la economía social», en El País, 12 de octubre de 2000, Madrid. Volver
  • 4. Pedro Prat Gaballí, La publicidad científica, Cámara de Comercio y Navegación de Barcelona, 1917. Edición facsímil de 1992. Volver
  • 5. Arthur Koestler, Janus. Calmann-Lévy, París, 1979. Volver
  • 6. J. B. Watson, op. cit., Londres 1931, p. 104. Volver
  • 7. Karl Popper, En busca de un mundo mejor. Paidós, Barcelona, 1992.Volver