El tema que hoy nos toca abordar, y sobre el que me han pedido disertar, gira en torno a la trascendencia que la industria editorial en lengua española ha tenido en la configuración del espacio iberoamericano como ámbito sociopolítico, de educación y de cultura.
Sería imposible abordar siquiera someramente todo lo que de allí se desprende. Sin embargo, quiero aportar mis reflexiones desde el peculiar ángulo que me han brindado estos 28 años al frente de la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara una de las más importantes del mundo. Son 28 años que, si bien podrían parecer insignificantes desde un punto de vista histórico, han dado lugar a transiciones tecnológicas, políticas y culturales que se han reflejado en ese espacio que en unas semanas se llenará de vida para dar paso a más de 700 mil lectores e infinidad de autores, editores y profesionales del libro.
Recapitulando este periodo, donde las crisis han sido una constante, más que remitirme al nostálgico pasado, intentaré orientar nuestra mirada hacia el futuro que, en mi opinión, más que de amenazas, está lleno de oportunidades para la industria del libro en español en particular, y para nuestra lengua en general.
A lo largo de los últimos años se han llevado a cabo encuentros cada vez más frecuentes sobre la repercusión de las nuevas tecnologías en la industria editorial. Son ya comunes frases como «el futuro ya está aquí», «el futuro ya nos alcanzó», «el futuro es hoy», etc. Al observar la historia reciente, pareciera que quienes forman parte del mundo del libro se hubieran percatado de pronto de que algo impredecible sucedió o está sucediendo. Como si de la nada, repentinamente, el libro electrónico hubiera surgido para descomponer un universo que consideraba perfecto.
Esto trajo a mi memoria un acontecimiento que puede ilustrar mis razonamientos. Al dar la vuelta el siglo, llevamos a cabo en la FIL de Guadalajara una propuesta que fue novedosa en su momento. Abrimos espacio para uno de los stands más grandes de los que tengo memoria: el Pabellón Tecnológico. Organizado por una editorial mexicana independiente,1 allí se dieron cita tres impulsores destacados de las nuevas tecnologías: por un lado Heidelberg, que expuso su propuesta de impresión digital para tiros cortos, y por el otro Apple y Adobe, que mostraron el andamiaje que daba sustento a la viabilidad del libro electrónico. Hablamos del año 2001.
El experimento, sin embargo, no fructificó. Los editores no solo vieron el libro electrónico como algo muy lejano, sino que incluso no le vieron bondades a las ediciones de tiro corto. Todo esto parecería insustancial, de no ser porque evidencia uno de los grandes problemas de la industria del libro: su resistencia al cambio, la cual puede tornarse en inacción.
Si en 2001 hubiéramos entendido el reto estaríamos mejor posicionados de cara a la revolución digital que, indudablemente, está abarcando a la industria del libro. Recordemos que no fue sino hasta noviembre de 2007 cuando Amazon lanzó el primer dispositivo exitoso de lectura electrónica, el Kindle, mientras que el iPad no hizo su aparición hasta abril de 2010, es decir, seis y nueve años después de nuestra propuesta.
Así pues, pareciera que quienes estamos en el mundo del libro y la lectura nos hemos conformado con leer, cuando lo vital es escribir activamente la historia que otros han tomado en sus manos. Tenemos la posibilidad única de aprovechar las nuevas tecnologías para darle un auge inusitado al libro en español en el mundo y, con eso, a nuestra lengua.
Para entender esa oportunidad, hay que comprender un elemento vital: el libro con soporte en papel llegó a una etapa en que sus propias características físicas detienen su avance y su penetración social. La historia del libro que conocemos es, sin duda, fascinante. Tanto tiempo nos ha acompañado, que nos cuesta trabajo entendernos, imaginarnos sin él. Al desplazar la imprenta de Gutenberg a los escribas, el libro comenzó a vivir un esplendor inusitado. La paulatina modernización de esa base tecnológica fue multiplicando la producción de la palabra impresa.
No quiero hacer aquí un recuento de las etapas que marcaron el desarrollo del libro a partir de la invención de la imprenta de tipos móviles en 1450. Sin embargo, a partir de finales del siglo xix, la modernización progresiva de ese invento y el surgimiento de nuevas tecnologías de producción tipográfica, impresión sobre papel y encuadernación, incidieron de manera decisiva e irreversible en el devenir de la historia de la humanidad: el libro dejó de ser elitista para alcanzar una masificación antes inimaginable.
Sin embargo, gran parte de la población mundial sigue sin tener acceso a él. Las razones las conocemos: bajos niveles de alfabetización y educación, por lo tanto, de habilidades lectoras por un lado, y una aparentemente insuperable pobreza de la población, por el otro, parecerían ser los principales obstáculos para el libro y la lectura en general, factores a los que, en el caso del libro en español, habría que sumar una larga historia de altibajos económicos y geopolíticos en el transcurso del tiempo.
El florecimiento editorial de una época cayó estrepitosamente en otra, ya sea por influencia de dictaduras o por exacerbadas crisis económicas, de tal suerte que las industrias del libro crecieron y se desmoronaron en España, Argentina, Chile y México, entre otros, en un interminable proceso oscilatorio que pareciera no tener fin. A eso se le sumaron históricamente los problemas de todos conocidos: una deficiente y cara estructura de distribución nacional e internacional y una decreciente red de librerías que cada vez se debate más entre la exploración de modelos híbridos de negocio, su transformación en simples puntos de venta o su franca desaparición. Ni nuevas leyes del libro, ni medidas como el precio único han frenado esa crisis prácticamente mundial.
Más allá de la pobreza de gran parte de la población, del analfabetismo persistente, de la falta de hábitos de lectura y de las crisis políticas y económicas, hay un elemento que solemos pasar por alto y que determina que el libro con soporte de papel haya llegado al límite de su eficiencia y viabilidad: sus características físicas.
Los libros pesan y ocupan un lugar en el espacio. Si bien podemos producir libros prácticamente sin limitación, la distribución y exhibición para su venta se han hecho cada vez más difíciles. Hoy se producen anualmente tantos libros, tantos títulos, que es imposible exhibirlos todos en un sistema librero y bibliotecario insuficiente ante la magnitud de los retos.
Esto trae a mi memoria al gran editor, Manuel Aguilar Muñoz, fundador de Aguilar, ese gran sello que dirigió hasta su muerte, en 1965. Don Manuel, en una época en la que las restricciones de papel dificultaban la impresión de libros, apostó por el papel biblia, cuyo uso no estaba condicionado. Visionario al fin, también apuntaba que más valía recurrir a papeles delgados porque los libros, cada vez más voluminosos, acabarían por no caber en ninguna biblioteca.2 Y eso es más cierto hoy que nunca.
En 2011, tan solo en España se produjeron más de 74.000 títulos, y en 2010, en Estados Unidos, más de 320.000. Quizá solo una de las librerías más grandes del mundo, llamada así en inglés, World’s Biggest Bookstore, perteneciente a Indigo Books and Music y localizada en Toronto, Canadá, con sus más de 20 km de libreros, podría albergar semejante volumen. O la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, la más grande del planeta, con sus más de 155 millones de piezas, de las cuales 35 millones son libros, ¡35 millones! ¿Quién puede pretender leer semejante corpus de conocimiento acumulado? Y, sin embargo, no representa ni 30 % de los libros producidos a lo largo de la historia de la humanidad.
Según una investigación encabezada por Google y publicada en 2010 por la revista Science, a lo largo de la historia de la humanidad se han producido más de 130 millones de libros (títulos). Y ninguna biblioteca actual podría albergarlos.
La mayor parte de las bibliotecas en los países hispanohablantes no pueden alojar ni una fracción de esos volúmenes. En México, por ejemplo, la Biblioteca Nacional, con diferencia la más grande del país, alberga un millón doscientos cincuenta mil volúmenes; pero si hablamos de títulos u obras, la cifra alcanza solo cuarocientos dieciséis millones. Para el caso de la Biblioteca Nacional de Brasil, sabemos que contiene un acervo total de un millón quinientos mil volúmenes, que solo suman quinientas mil obras. La biblioteca Nacional de Chile alberga ochocientos cincuenta mil volúmenes, en tanto, el número de títulos se reduce a cuatrocientos mil. Y por último, la Biblioteca Nacional de Argentina contiene ochocientos mil volúmenes, mientras que sus obras suman poco menos de ciento quince mil. Sumando todos los títulos de estas cuatro bibliotecas emblemáticas, su número ni siquiera asciende a dos millones. Esto significa que bajo el formato tradicional del libro, aun las bibliotecas más grandes en realidad poseen acervos sumamente reducidos.
Aquí habría que preguntarnos qué pretendemos. ¿Deseamos realmente preservar el conocimiento, el fruto de la creación de la humanidad a lo largo de la historia? ¿Queremos que todos tengan al menos la posibilidad de acceso a ello? Y si fuera el caso, ¿aspiramos a que todos los habitantes de todos los países puedan leer o consultar ese corpus? Entonces necesitaríamos al menos una biblioteca tan grande como la del Congreso en Washington en cada país en el mundo, y que todos sus habitantes pudieran acercarse a ella. Eso es poco menos que imposible partiendo del libro físico, el libro con soporte en papel.
Y si ese es el caso de las bibliotecas, en lo que respecta a las librerías, como bien podremos imaginar, la situación es peor aún. En realidad no hay un censo confiable de las librerías en nuestros países, pero los analistas coinciden en que no llegan a una por cada ciento cincuenta mil habitantes; en el caso de México hay una librería por cada doscientos cuarenta mil habitantes.3 Por diversos factores, entre otros, el aumento de tiendas departamentales, restaurantes, jugueterías y otros giros, en la venta de libros hay menos librerías en nuestros países.
Los libreros del mundo hispanohablante están en crisis, pero también en otras partes del mundo. Recientemente, en septiembre de 2013, se llevó a cabo en Inglaterra la Convención de la Asociación de Libreros. Como quizá sepan, se trata de uno de los países en los que el libro electrónico ha ido ganando terreno rápidamente, por lo que las librerías tradicionales se encuentran en una situación muy difícil y, entre algunos libreros, cunde el desconcierto. En buena parte, la recomendación ha sido que las librerías diversifiquen sus espacios y se esfuercen en vender lo que no es su objetivo primario. Así vemos librerías convertidas en cafeterías, enfocadas a nichos específicos de lectores, transformadas en puntos de encuentro. Los espacios libreros regresan hasta cierto punto a sus orígenes: con una oferta pequeña que refleja la personalidad, el gusto del propietario, que hace una curaduría de su acervo. Porque la librería genérica ha migrado hacia la red.
Esa migración no debería sorprendernos, es algo que ya hemos vivido de manera contundente en otras industrias culturales. Primero en la música, donde del acetato pasamos al casete, después al CD, luego al iPod, y de ahí a la gigantesca biblioteca musical en iTunes. Pero no solo se disolvió literalmente en la nube el soporte físico; también cambió por completo el modelo de negocio.
De la compra de álbumes completos pasamos a la posibilidad de adquirir tan solo las pistas de nuestro interés. Lo mismo pasó en el terreno del video. Hoy, las grandes distribuidoras de video vía streaming, es decir, transmisión bajo demanda a través de la red, como Netflix y Amazon, están determinando la fisonomía del mercado, donde por una cuota mínima tienes acceso a una enorme base filmográfica. También en el terreno musical sucedió: cada vez hay más ofertas de audio vía streaming que te permiten tener acceso a más de veinte millones de piezas musicales por una cuota que no llega a los diez dólares mensuales. Era lógico, entonces, que la digitalización del acervo bibliográfico llevara a lo mismo. Recientemente, Oyster4 lanzó su servicio por el ya estandarizado precio de poco menos de diez dólares para tener acceso a más de cien mil libros que pueden leerse en el momento en que uno lo desee. También Nubico5 ofrece un esquema similar, con más de tres mil libros disponibles. El modelo de negocio, es evidente, se está transformando a pasos agigantados.
A pesar de lo que llevo dicho, mi intención no es provocar una depresión generalizada en el medio de la edición tradicional sino, por el contrario, buscar soluciones. Para esto me gustaría abordar el tema de la bibliodiversidad,6 término acuñado hace no mucho tiempo y referido inicialmente a la labor de las editoriales independientes que comenzaron a generar un número progresivo de publicaciones alejadas de los criterios estrictamente comerciales de las grandes corporaciones.
El término, sin embargo, nos permite ir más allá en la reflexión de lo que acontece. Si retomamos las cifras mencionadas, es evidente que ante una producción histórica mundial de más de ciento treinta millones de obras, lo que encontramos en las bibliotecas en general, y en las librerías en particular, es una bibliopobreza. Podríamos decir: ¿qué importa? Si en un país como México la población solo lee, si acaso, 2,9 libros al año, una biblioteca con más de trescientos títulos es un oasis. Y sí, podríamos considerarlo de esta manera.
Sin embargo, hay quienes plantean —y empiezo a pensar que tienen razón— que el desarrollo de hábitos de lectura no solo depende de la educación, la cultura y la capacidad adquisitiva (elementos fundamentales para la generación de lectores), sino también de la diversidad de la oferta y de la accesibilidad a la misma. En mi opinión, el acceso a la bibliodiversidad debe ser considerado un derecho humano, porque cada quien debe poder abrirse paso en la lectura a su manera. Hablar de los libros fundamentales, de los libros que todos deberíamos haber leído, no es más que una falacia. Hay millones de maneras de acercarse a la lectura, y esa multiplicidad de posibilidades aumenta día con día, afortunadamente. Pero ese acceso jamás lo podremos ofrecer si insistimos solo en el libro con soporte en papel. Es matemática, física y económicamente imposible. Seguir con este esquema es condenar a la humanidad a la bibliopobreza. Y si al universo de transmisión de cultura y conocimiento agregamos los demás medios, veremos que es imposible.
En octubre del año pasado, científicos de IBM se reunieron en Madrid y ofrecieron algunos datos que no dejan de ser sorprendentes: «El 90 % de toda la información que existe en la actualidad se ha creado en los últimos dos años, y 80 % es información no estructurada, procedente de vídeos, imágenes digitales, correos electrónicos, comentarios en las redes sociales y otros textos».7
Y ese prolífico universo de información crece a ritmos exponenciales. Para ordenar esa nueva torre de Babel informática, las grandes corporaciones están desarrollando la tecnología que pueda hacerle frente a lo que se conoce como Big Data.8
En medio de todo este escenario surgió la nueva versión del libro electrónico que hoy conocemos y cuyos antecedentes encontramos en el último cuarto del siglo pasado. De nuevo son los inventos tecnológicos los que nos obligan a cambiar. La industria editorial está preocupada por lo que acontece en su terruño, pero, como se puede intuir de lo anteriormente expuesto, estamos ante cambios profundos que ya afectan, o pronto afectarán, a todos los aspectos de nuestra existencia.
Si no nos detenemos en aspectos que están siendo superados a gran velocidad, como la preocupación de que la digitalización incremente la piratería; que perdamos la estética del diseño editorial y específicamente del tipográfico, afinado a través de tantos siglos; que se desvanezca esa repentina nostalgia por la textura y el olor del papel y las tintas, no podremos negar que el libro electrónico abre la puerta a una transformación de proporciones faraónicas para el futuro de lo que hoy llamamos libro y, con ello, para la divulgación de la lectura, de la cultura en general, y de nuestra lengua en particular.
Porque es eso lo que debe interesarnos fundamentalmente a final de cuentas, y no un soporte que ahora es insuficiente para continuar transmitiendo cultura, literatura, conocimiento. Los editores son herramienta para transmitir contenidos. Y hoy tenemos la oportunidad única de romper todas las barreras que impedían un mayor crecimiento del quehacer editorial. En particular la distribución y la venta, tal como se expresa en el texto que nos convoca a este congreso, cito:
Precisamente por la progresiva difusión de nuevos formatos y por la dinámica del comercio internacional, las actividades profesionales que afectan a la distribución del libro y de todo tipo de textos se encuentran en un periodo crítico que requiere análisis y reflexión. El futuro de la cultura, en general, y de la cultura en lengua española, en particular, se debatirá en gran medida en el terreno del acceso a la información, de la oferta de contenidos en los formatos más demandados socialmente y en el modo en que autores, editores y distribuidores sepan facilitar el camino que media entre nuevos contenidos y nuevos lectores.
Nos encontramos en una época de transición. Compleja, sin lugar a dudas. Una época en la que conviven todos los soportes, en la que tenemos un universo heterogéneo, más bien un «multiverso» de editores, autores y lectores. Pareciera que todo está en proceso de construcción y deconstrucción. Edificamos lo nuevo sin que lo «viejo» se sienta, se perciba como realmente viejo.
Asistimos a una extraña sinfonía de intereses contradictorios. Por un lado, hay muchos que jamás dieron el paso hacia lo digital y siguen basando su universo en lo analógico, en el libro con soporte en papel. Por otra parte, también está esa amplia legión que incursionó en las nuevas tecnologías conforme fueron emergiendo, de 1980 en adelante, y que son llamados inmigrantes digitales. Finalmente, están quienes nacieron con la tecnología en la mano, es decir, los nativos digitales. Cada uno tiene sus predilecciones y vive en medio de esta multiplicidad de ofertas, de soportes. La industria tradicional del libro sigue trabajando con su viejo esquema de producir best sellers que, acompañados de amplias campañas mediáticas, inundan el mercado mientras florecen, cada vez más, pequeñas empresas editoriales que han dado en llamarse «independientes» y que generan muchos títulos en pequeños tirajes, muchas de ellas apoyándose en la tecnología de impresión digital.
Por otro lado, el libro electrónico se va abriendo paso de manera disímil en el mundo, pero constante, y no deja de sorprender el creciente fenómeno de los libros de autoedición, que conforman un mercado en vertiginoso crecimiento, como lo refleja la empresa de servicios Bowker que da cuenta de un total de cuatrocientos mil libros autoeditados este año; sorprende cómo una sola empresa de autoedición, Smashwords, pasó de ciento cuarenta libros en 2008, a doscientos cincuenta mil libros electrónicos autoeditados en lo que va del año.
En esta época de transición conviven y seguirán conviviendo por buen tiempo los diferentes grupos con sus respectivas preferencias, y así continuarán existiendo las diversas plataformas, los diversos soportes, mientras dura la transición generacional calculada alrededor del año 2060. Cuando decimos que «el futuro ya está aquí», lo más probable es que nos estamos engañando. En realidad, lo que hemos hecho es descubrir que puede haber un mundo distinto. Hoy tenemos «Facebooklandia», «Twitterlandia», «Googlelandia», etc., pero probablemente no son sino embriones de lo que viene.
Haciendo una analogía histórica, lo que nos espera no es lo que le ocurrió a Colón —descubrir el Nuevo Mundo—, pues el mundo del que hablamos aún no existe. Tenemos que construirlo. Y debemos hacerlo entre todos.
La crisis de la industria editorial, la crisis del libro en Iberoamérica, se da, paradójicamente, en medio de un mercado de inmensas proporciones, conformado por alrededor de quinientos millones de hablantes en el mundo. Es decir, se trata de la segunda lengua más hablada, después del chino. La importancia del español no se debe únicamente al número de hablantes. Los países en los que predomina han ido adquiriendo cada vez mayor importancia económica, política y cultural en el mercado globalizado, lo que está dando por resultado un aumento más que significativo de estudiantes de español en todo el mundo.
Hoy en día, el español es ya la tercera legua en importancia en Internet, superada sólo por el inglés y el chino, con un crecimiento sostenido de más de 800 % en los últimos diez años.9 Asimismo, en las redes sociales su importancia va en aumento: en Twitter, por ejemplo, es la segunda lengua más utilizada, al igual que en Facebook.10 Es decir, mercado hay, y creciente. Y podría desarrollarse exponencialmente si transitáramos del libro de texto gratuito en soporte de papel, al libro electrónico. Porque esa estrategia no solo contribuiría a mejorar los recursos didácticos en todos los terrenos del conocimiento, sino que potenciaría la disposición de los estudiantes a leer más, puesto que tendrían en sus manos, literalmente, infinidad de bibliotecas y recursos para ampliar sus conocimientos.
En medio de todo este revuelo, pareciera inevitable la paulatina migración generalizada hacia el soporte electrónico. Un número creciente de editoriales ya está convirtiendo su acervo actual —y también el histórico— al nuevo formato. No obstante, lo que hoy leemos mayoritariamente en los dispositivos electrónicos no es sino esa migración lisa y llana de lo que se venía publicando en papel con algunas ganancias, como la capacidad de manipular la tipografía para adaptarla a la comodidad visual del lector, entre otras cosas, y con algunas pérdidas, como la estética tipográfica perfeccionada a lo largo de siglos. Sin embargo, ¿es ese el futuro del libro? Quizá tendremos que redefinirlo por completo, pues la vieja definición de la UNESCO ya no viene al caso. Pero no solo eso. Más allá de que los libros electrónicos pueden contener multimedia, es decir, audio, vídeo, animaciones, hipervínculos, etc., también comienzan a ofrecer otro tipo de funciones interactivas, como el juego, y hasta una vinculación e interacción con los lectores.
Transitamos del libro a la app, y de la app a la smart app,11 que es predictiva, usa intensiva y extensivamente la inteligencia artificial (ai), busca respuestas a preguntas futuras, es proactiva, automatiza tareas, se comunica con el usuario, facilita sus acciones e, incluso, actúa en lugar y en el nombre del usuario.
Esto que pareciera ciencia ficción, no lo es. Ya lo encontramos en la actualidad en nuestros teléfonos celulares, por ejemplo, y no tardaremos en encontrar su aplicación en el mundo del libro. Así, el libro comienza a dejar de ser ese espacio en el que el lector comulga en silencio con la palabra escrita para abrirse al bullicio de las otras miradas, las otras voces, las otras intervenciones. Bob Stein, fundador del Instituto para el Futuro del Libro, asegura que el libro va a estar en un proceso de constante transformación a lo largo de este siglo, hasta encontrar, quizá, una fisonomía que podamos llamar «definitiva». El libro lo concibe hoy como «un lugar», un espacio al que llega un individuo o en el que coinciden muchos. Esto último es lo que está sucediendo cada vez más. «Los problemas hoy en día —nos dice— son tan complejos, que una sola persona no puede reunir todos los conocimientos necesarios para entenderlos. La lectura será, por lo tanto, cada vez más colaborativa y social».12
El motor de los cambios serán las nuevas generaciones de nativos digitales. Como señalaba antes, se trata de quienes nacieron expuestos desde un principio a dispositivos electrónicos de nueva generación. Pero no es un simple cambio generacional, como los que se han dado a lo largo de la historia. Investigaciones recientes realizadas en la Universidad de California13 ponen de manifiesto que se trata también de cambios cerebrales, de una verdadera transformación mental que hace que estas generaciones procesen la información de manera diferente.
Y si bien hoy convivimos personas que nunca dieron el salto al entorno digital, con inmigrantes y nativos digitales, para el año 2060, es decir, dentro de unos 45 años, se habrá dado un cambio generacional total, pues nuestros descendientes habrán nacido expuestos a las nuevas tecnologías y, por lo tanto, verán con naturalidad la lectura en dispositivos electrónicos.
No solo el libro con soporte en papel como modelo de adquisición de conocimiento está quedando obsoleto. También, y en particular, el sistema educativo actual se está resquebrajando, pues responde a condiciones históricas añejas que ya no concuerdan con la situación económica, cultural y social de ahora. Y es que el viejo esquema, según el cual un individuo va a la escuela, adquiere un grado y obtiene un puesto en la cadena productiva no corresponde ya a la realidad. Los títulos no solo no garantizan un puesto; tampoco lo dotan de las aptitudes que busca la cadena productiva. Hoy somos testigos de grandes avances en el terreno de la reingeniería de la educación pública y privada internacional, cuyo motor es la tecnología, y la generación que sabe aprovecharla.
Esos cambios responden a las nuevas aptitudes de los nativos digitales que buscan en el trabajo, en el estudio y en la lectura colaborativa una nueva manera de aprender y de insertarse en la nueva realidad económica, política, social y cultural del mundo en transformación. Miles de académicos a lo largo y ancho del mundo se encuentran diseñando nuevas formas de educar. Las actuales estructuras, lo sabemos, están anquilosadas, se resquebrajan, son incapaces de satisfacer no solo la demanda de educación en todos los niveles, desde preescolar hasta posgrado, sino también de calidad y resultados. Cambiar hacia el libro de texto electrónico sería tan solo un pequeño paso, pero vital en el camino hacia una verdadera democratización del conocimiento y la cultura en nuestros países.
Hoy en día es de vital interés para el mundo del libro y la lectura cambiar de actitud hacia lo que está ocurriendo. Durante mucho tiempo, lejos de ver la oportunidad que se nos presentaba, hubo primero negación, luego resistencia y ceguera ante lo que estaba sucediendo ante nuestros ojos. El cambio, la oportunidad, eran vistos como algo negativo, cuando en realidad lo que ofrecen son enormes posibilidades de transformar este mundo tan desigual en que vivimos.
¿Que la industria editorial tal como la conocemos sufrirá tremendamente? Sin duda. Estamos en los albores de cambios que harán desaparecer, o al menos cambiar radicalmente, industrias y oficios. No de manera inmediata, pero sí con mayor rapidez de la que imaginamos. Pero eso ya lo hemos vivido en el pasado y lo estamos viviendo en el presente. El temor, la resistencia al cambio se expresa en todos los ámbitos, en todos los niveles. No obstante, estamos frente a la oportunidad histórica de tomar las riendas de lo que acontece y usarlo a nuestro favor.
Para lograrlo y aprovechar esta época de transición, para expandir en general la influencia del español en el mundo, y en particular la del libro en nuestro idioma, hace falta más que simplemente navegar con la corriente y adaptarnos a los cambios que otros están marcando.
En mi opinión, es impostergable impulsar una labor sistemática de investigación en torno a lo que está aconteciendo, de manera que podamos elaborar nuevas estrategias tanto en materia de quehacer editorial como de promoción del español y de la lectura.
Pero, si queremos recobrar el terreno perdido y adelantarnos en esta carrera, urge que entendamos lo que está sucediendo con las nuevas generaciones de hablantes y lectores, qué leen, cómo leen, de qué manera está ocurriendo esa transformación neuronal a la que aluden los neurocientíficos, cómo adecuar los procesos de enseñanza-aprendizaje a esa nueva realidad que desconocíamos, de qué manera aprovechar las nuevas tecnologías para una mejor didáctica dentro y fuera de las aulas, cómo coadyuvar a que las legiones de maestros que hoy están en el sistema educativo comprendan lo que está aconteciendo, adquieran capacidades digitales y las usen para propiciar un mayor rendimiento entre los estudiantes. Las tareas parecieran ser titánicas, y lo son. Pero si no investigamos, si seguimos navegando a ciegas, seremos simplemente un leño arrastrado por la corriente de los cambios que la tecnología está propiciando en todos los terrenos.
Para que no suceda eso, para no ir a la deriva registrando simplemente las transformaciones, tenemos que crear las instituciones necesarias. Escribir el futuro del libro, el futuro del español en el mundo requiere de una labor interdisciplinaria. Editores y profesores necesitan ir de la mano de neurocientíficos, lingüistas, pedagogos, ingenieros, diseñadores, en fin, con aquellos que pueden coadyuvar a trazar un mapa de ruta que oriente desde ahora nuestros pasos en esta nueva etapa de expansión del libro y del español en todos los continentes. La migración del libro a la virtualización es, sin lugar a dudas, el inicio de una revolución tan o más grande que la que propició la imprenta de Gutenberg. Tengo claro que debemos adaptarnos de manera proactiva a lo que se avecina. Insisto, y con esto termino: no basta leer; hay que escribir el futuro del libro.