El niño recibió por primera vez el libro en la voz de un anciano. Había en ese relato tierras fantásticas, ladrones, hombres que se transformaban en perros, mujeres que se convertían en yeguas, polemistas capaces de encerrar en una alforja a todo Egipto con sus camellos, sus pirámides y el inmenso desierto.
Eran tiempos de guerra y aquel libro oral de los atardeceres era un refugio contra la rudeza del mundo, una prueba de que en la vida no solo hay crueldad sino también belleza, milagro y salvación. El anciano creía darle un cuento, pero el niño recibió una llave, con la que abriría después las bibliotecas. Para leer, lo primero que se requiere es la necesidad de escapar hacia otros mundos, la necesidad de soñar despiertos.
Después un maestro con el que nunca había hablado puso en sus manos otro libro, hecho de papel y de tinta, pero al cerrarlo el muchacho no recordaba haber visto renglones llenos de letras sino un joven que intentaba volar desde un tejado, un hombre que jugaba a las cartas con el diablo, unas montañas llenas de historias.
Aprendió que los libros son objetos mágicos. Basta abrir uno, y ya estamos en el tren de Varsovia que se dirige a todo vapor a San Petersburgo, viendo cómo conversan unos aristócratas empobrecidos; basta abrir otro y ya estamos a bordo de un barco perseguido por un dios; o en un viaje hacia el centro de la tierra, o en un castillo que tiene la forma de una calavera; o en una ciénaga donde hay un perro endemoniado.
Se preguntó por qué una de las primeras cosas que atrapan a los seres humanos son las historias de terror. No ha de faltar un Edgar Allan Poe en el camino. Pero es que el mundo es esencialmente un sitio peligroso, y tal vez sea necesario vacunarse temprano contra el espanto, aplicándose unas pequeñas dosis.
Cuando alguien dijo que no se les deben contar cuentos de hadas a los niños porque los hacen sufrir, Chesterton respondió que lo que nos enseñan los cuentos no es que existe el miedo sino que es posible triunfar sobre él, que los peligros unen a los seres humanos, que el dolor despierta en nosotros la compasión, que los débiles pueden triunfar sobre los fuertes, que los fuertes deben luchar contra su propia fortaleza, que si algo nos da libertad y capacidad de resistir son las flores de la imaginación.
Hoy se piensa que los libros son mercancías: pero en realidad son lámparas en las que pueden estar guardados unos genios imprevisibles. Y aunque no toda lámpara tiene genio, lo que brota de ellos también depende de lo que hay en el alma del hombre que frota la lámpara. Porque leer de verdad no es consumir sino crear, y a menudo son los lectores quienes les revelan a los autores qué fue lo que en realidad escribieron.
El autor no es dueño del sentido de lo que ha escrito. Un creador escribe, no para comunicar algo que ya sabía, sino para descubrir algo que ignoraba. Al acto de escribir lo llamamos creación porque se espera que en ese proceso surjan cosas nuevas, que el autor sea el primer sorprendido con ellas. Paul Valéry dijo que el ser humano «es absurdo por lo que busca y es grande por lo que encuentra», y Franz Kafka dijo algo aún más perturbador: «El que busca no halla, pero el que no busca es hallado».
Un escritor no tiene que saber plenamente qué es lo que ha hecho, pero debe tener la certeza de que lo hizo con rigor, con responsabilidad y con pasión. Cervantes podía creer que estaba contando apenas la fábula divertida de un hombre que enloquece después de leer muchos libros y que se lanza a vivir aventuras que solo ocurren en su imaginación, pero no llevaríamos cuatro siglos extrayendo de ese libro toda clase de enseñanzas, descubriendo en sus palabras uno de los más complejos retratos de la humanidad, si Cervantes no hubiera puesto en el libro toda su capacidad creadora, su energía vital, la necesidad de darle a su vida un rumbo y un sentido.
Los editores saben que el que imprime un libro imprime un enigma. Acaso sea posible lograr con ciertos libros un éxito inmediato, pero se necesita criterio y conocimiento profundo de la humanidad para saber si un libro permanecerá entre los seres humanos porque es necesario.
Borges dijo que Cervantes, para huir de los reinos de la mitología, les opuso la seca realidad de Castilla, pero que su libro convirtió la seca realidad de Castilla en mitología. La historia y el mundo son de hierro y de piedra, pero, unas generaciones después, los hechos ya son otros y el mundo también. La aplastante realidad, que parecía prometida a la duración y a lo eterno: Carlomagno, Carlos V, Napoleón, Hitler, la Segunda Guerra Mundial, el Imperio británico, la Unión Soviética, las grandes revoluciones, todo se vuelve fantasmal e intangible. Si queremos volver a tener noticias de su grandeza, tendremos que buscarla en los libros.
Hay libros que ayudan a ver hechos, libros que ayudan a entenderlos y libros que ayudan a vivirlos. Crónicas periodísticas, relatos históricos, novelas: esta edad juega a disolver las fronteras entre los géneros. Juega a concebir un libro que sea crónica, relato y novela, y que a esa conjunción podamos llamarla poesía. Tal vez en ese sentido hablaba Eliot de las diferencias entre la información, el conocimiento y la sabiduría.
Sabemos que todo libro es ficción, porque la realidad no es verbal. La realidad es infinita y simultánea, y convertir esa complejidad en el hilo sucesivo de un relato parece una mera simplificación. Pretender que toda Roma desplomándose está en el libro de Gibbon parecería un delirio. Y sin embargo cuando leemos ese libro, tenemos la nítida impresión de que estamos viendo a Roma, minuciosa y poderosa, viviendo y desplomándose. Entonces comprendemos que la ficción no es lo contrario de la realidad sino que puede ser su síntesis.
Hay autores en los que todo parece nuevo y revelador, un continente apareciendo ante los ojos de los exploradores, un volcán arrojando magmas desconocidos. Pero también dijo Borges que todo lo nuevo arroja luz sobre sus precursores: cuando aparece Joyce descubrimos ciertas aventuras de Dickens, cuando aparece Borges descubrimos ciertas audacias de Chatterton, cuando aparece la Ilíada de Chapman descubrimos una metáfora nueva para la aventura de Balboa.
Pero hay que saber que el que compra un libro todavía no es su dueño. Que un libro sea el más vendido es buena noticia para el autor y los editores, pero todavía no es un triunfo para la humanidad. Podría ser mejor noticia saber cuál es el libro más prestado.
Hubo edades en que los libros no eran en absoluto mercancías. Cuando el mítico Homero moduló la Ilíada y la Odisea, no se les podía prohibir a los rapsodas que memorizaran los libros y los recitaran ante los auditorios en las ciudades griegas. Es más: leyendo el diálogo de Platón Ion o de la poesía, he sentido el asombro de descubrir que en Grecia no solo se consideraba poeta al que creaba un libro sino también al que se lo apropiaba. El rapsoda afirma que solo Homero lo conmueve y lo inspira: de modo que para ser rapsoda también se necesita inspiración. El poeta creador se apoderaba mágicamente del alma del rapsoda y lo convertía en su médium.
Los libros se trasmitían de un modo oral, y era un triunfo que mucha gente se apropiara de ellos. Ello nos lleva a pensar que el proceso de apropiación de un libro es complejo: el verdadero dueño de un libro no es el que lo compra sino el que lo lee, y el verdadero poseedor de los libros no es el que más libros lee sino el que los lee mejor.
En esta época en que nos tiraniza la estadística: quién vende más libros, quién lee más libros, quién tiene más libros, quién lee más rápido, no solo conviene hallar respuestas sino cambiar de preguntas.
Sin duda ha de ser difícil empezar a leer, cuando vivimos en esto que ahora llaman la sociedad de la información. Porque hay que contrariar al menos tres males conjugados: la telaraña de las desdichas cósmicas que vierten sobre nosotros día y noche los informativos, la avalancha de datos que circulan sin contexto, y la sensación de que los hechos no tienen causa, una sensación nacida del puro frenesí de la actualidad, de una suerte de síndrome del presente puro.
Nuestra época nos crea la ilusión de que hay que saberlo todo, pero igual nos impone el deber inmediato de olvidarlo: nos contagia la alarma ante el presente y la irresponsabilidad ante el pasado. Esta época multicultural es Babel por el hormigueo de sus textos y sus muchedumbres, pero es Alejandría por esa doble tendencia de acumulación y de olvido. También fue Kafka quien dijo en su clásico tono sombrío que no estamos construyendo la torre sino el pozo de Babel.
Hay un ritmo de la lectura que parece condicionado por las urgencias de la época, pero es preciso recordar que hay otro ritmo que depende del texto mismo, y otro ritmo que depende de la atención del lector. Es cierto que hay libros cuya lectura casi no nos permite detenernos, porque los gobiernan la intriga, el encadenamiento de los hechos, la sospecha, la curiosidad, la necesidad de un desenlace; pero hay textos cuyo secreto se libera lentamente, como esos sabores que se expanden y se demoran en el paladar, como esos licores que tardan en obrar su efecto.
Y en cuanto a la velocidad, que es uno de los dioses más crueles de la época, más vale desconfiar. Montaigne decía que el brío de un potro no se mide por su velocidad sino por su capacidad de parar en seco. También podemos decir que la sabiduría de un lector no solo está en saber avanzar sino en saber detenerse.
Leer es como viajar. Una de las ineptitudes del turismo consiste en que sus protagonistas aspiran a regresar siendo los mismos que eran al partir. El viaje es otra cosa, y Derek Walcott tiene razón en su discurso de Estocolmo, cuando dice que el viajero, a diferencia del turista, es el que entra en contacto con el mundo al que visita, que no busca solo una presurosa fotografía para su colección, o un recuerdo pintoresco, sino que se atreve a vivir ese mundo, y hasta corre el riesgo de llegar a pertenecerle.
En su poema «El viaje», Baudelaire afirmó que los verdaderos viajeros son aquellos que parten por partir. También dice que son una fortuna esos viajes en los que el objetivo se desplaza y se aleja. Y en otro poema, «Puesta de sol romántica», declara: «Pero persigo en vano a un dios que se retira». Esa idea de una isla que se aleja a medida que avanzamos hacia ella, de un objetivo que se desplaza, la idea de que lo que busca el viajero es algo que también va de viaje, puede corresponder a una idea de la lectura distinta de la que suele proponernos nuestra costumbre.
La lectura ha tenido muchas veces en las iglesias y en los estados enemigos feroces. Pero sentimos el temor de que los dos más cordiales enemigos de la lectura terminen siendo la industria editorial y la Academia. Cordiales, porque no hay duda de que están muy interesados en que la gente entre en contacto con los libros, pero enemigos, porque no se dan cuenta de que su interés primordial no es siempre la aventura de leer.
La industria editorial en nuestras sociedades, al mismo tiempo que pone el énfasis en la venta de libros, debería ponerlo también en la multiplicación de las experiencias de lectura. A diferencia de las sociedades opulentas, donde los peligros son otros, ¿no está contribuyendo aquí la sociedad de consumo a dificultar ese ejercicio mágico de apropiación del libro por los lectores? Quiero decir que en ninguna parte es tan urgente poner los libros al alcance de los seres humanos, como prioridad de un modelo de civilización.
Cuando acceder al libro es sobre todo una dificultad, ¿por qué quejarnos de que la gente esté leyendo menos? Si en países como España la caída en la venta, y quizás en la lectura de libros, coincide con la crisis económica y social, con la disminución de los recursos, es fácil entender lo que ocurre en sociedades donde lo normal es la crisis. Y ello debería sugerir nuevas estrategias de publicación y divulgación.
Sería absurdo, además de inútil, pretender que la industria editorial renuncie al orden comercial que la define, que se dedique a subsidiar a los que no tienen recursos: pero no sobraría que situándose en el contexto de sociedades pobres o empobrecidas, no se limitara a ofrecer libros solo a quienes pueden comprarlos, y se ingeniara la manera de hacerlos accesibles para muchos que los desean y los necesitan.
¿Quién no se ha privado de comprar un libro exclusivamente porque aunque todas las potencias del alma lo anhelaban, «la flaca bolsa de irónica aritmética» como la llamó León de Greiff, no podía responder al desafío? ¿Tienen que resignarse las sociedades a la injusticia de que muchos que anhelan un libro por su belleza, su poder, su elegancia editorial o su refinamiento estético, tengan que privarse del placer, porque no alcanzan los recursos?
Sé que tengo, como todos los escritores, el deber de rechazar la piratería de libros, aunque en el fondo no veo a la industria editorial tan alarmada con ese fenómeno. Acaso sabe que los que compran libros piratas no son los mismos que compran libros legales, que el target, como lo llaman los publicistas, es distinto, y que no hay en realidad competencia.
Pero la piratería solo se acabará cuando los libros se hagan para todos, pensando en la capacidad adquisitiva de todos. No podemos hacer libros costosísimos y censurar a las comunidades pobres ansiosas de leer, que se resignan a réplicas defectuosas, a versiones degradadas del original.
Hay aquí un conflicto estimulante para la imaginación. Cuando se habla de la crisis de la lectura, más que de una indiferencia de los lectores, estamos hablando de la falta de un compromiso profundo de los Estados, las dirigencias culturales y la industria editorial, para responder a las necesidades de una sociedad.
También he hablado de la academia. Nadie duda del desvelo de los maestros por lograr que sus alumnos lean. Pero muy a menudo utilizan unos mecanismos que pueden ser fatales: volver la lectura obligatoria, o imponerle una finalidad demasiado precisa. Yo no creo ser un gran lector: soy un lector que disfruta con ciertos libros, y que no puede vivir sin leer, y sobre todo sin releer, lo que le gusta. Pertenezco al curioso género del lector que no siempre logra terminar los libros, pero que no puede dejar de leer todo el día toda clase de cosas.
Y para ser ese lector desordenado pero apasionado, caprichoso pero laborioso, nada me ayudó tanto como no haber considerado nunca la lectura una obligación. Nunca he leído un libro solo porque fuera importante, nunca lo terminé porque fuera un deber hacerlo. Al comienzo leía los libros que llegaban a mis manos: con los años he aprendido a buscarlos. Incluso tengo una teoría un poco estrafalaria acerca de que ciertos libros se las ingenian para llegar a ciertos lectores. Los libros de Hermann Hesse, por ejemplo, tenían en otro tiempo, y quizás la conservan, la curiosa capacidad de caer siempre en las manos de los muchachos de catorce años y perturbarles la vida.
Me gusta más que sean los libros los que encuentren a los lectores y los lectores los que encuentren los libros, como en un juego de azar ligeramente dirigido, y no que se imponga toscamente la obligación. Todo requiere sutileza, todo requiere una pequeña fracción de misterio: y las pesadas obligaciones no suelen tener lo uno ni lo otro. Más eficaz es el contagio, más poderosa es la tentación. Más sutil era el padre de Emily Dickinson que le regalaba libros a su hija con la recomendación de que no los leyera, para que no perturbaran su espíritu. Y tal vez más misteriosa era la Iglesia católica que volvió tan populares a Voltaire y a Vargas Vila por el curioso camino de prohibir su lectura.
Cervantes decía que su voracidad de lector lo hacía leer hasta los papeles que encontraba en las calles, y no deja de ser conmovedor tratar de imaginar qué clase de papeles podían ser los que se encontraban por las calles en un mundo como la España del siglo xvi, tan escasa en papel comparada con nuestra época, y con una imprenta tan recientemente inventada. Igual tenemos la anécdota de Chesterton, quien una vez subió a un tren para viajar de Londres a alguna ciudad de provincia, y solo cuando el tren echó a andar comprendió trágicamente que no llevaba nada que leer. Se entretuvo un rato leyendo en las paredes del vagón las placas que informaban sobre la locomotora, los talleres y las fechas de fabricación. Finalmente, por suerte, encontró en sus bolsillos, que tienen fama de haber sido vastos y hospitalarios, el prospecto de una medicina, y tuvo suficiente material de lectura para no enloquecer hasta la siguiente parada. Los entiendo, porque la lectura, siendo tantas cosas tan altas y tan profundas, es también un vicio, y es acaso, en esta tremenda edad de adicciones, la más noble y salvadora de las adicciones humanas.
Ya he dicho que hoy hay muchas cosas que conspiran contra la lectura; la manía superficial de la información, el espacio saturado de textos imperativos, ciertas pantallas en las que el fantasma del mundo irrumpe a cada rato proponiéndonos cambiar de ocupación. Y los maestros saben como nadie de esa dificultad contemporánea, porque aprender a leer es aprender a estar solo, a menudo aprender a estar quieto, aprender a dialogar consigo mismo, aprender a abandonar la multiplicidad de las inquietudes de la mente, la divagación fragmentaria, y acceder a concentrarse, a seguir el curso de una idea, de una trama, de una intriga, de una argumentación, de una fantasía.
Leer, como viajar, es desprenderse de la orilla habitual a la que se pertenece, y que se cree conocer, y avanzar hacia un objetivo que se desplaza, que cambia a medida que avanzamos, es caminar hacia un dios que se retira. Con ello quiero decir que no podemos saber de antemano lo que buscamos; que es un mal maestro el que cree saber todo lo que va a encontrar una persona en un libro, y también el que cree que en un libro todas las personas encuentran lo mismo.
Una vida de fragmentarias pero intensas lecturas me ha enseñado que leer en realidad es leerse, que lo que se encuentra en los libros, no solo de ficción sino en textos que aparentemente contienen verdades más objetivas, depende mucho del lector. El autor nos ofrece una partitura; el lector es un intérprete, que pone la ejecución, la manera y la música. Creo que cuando terminamos de leer un libro no solo hemos conocido al autor sino que nos conocemos un poco más a nosotros mismos.
Creo que es importante que no sepamos de antemano lo que vamos a hallar, y se equivoca el jurado que piensa que es posible saber enseguida qué aprendió el lector. Porque memorizar los textos no siempre supone un aprendizaje. Hay lecturas que solo liberan sus consecuencias mucho tiempo después del momento en que cerramos el libro. Una lectura verdadera no es un momento de la vida: es algo que permanece, cuyo sabor no nos abandona, cuyas revelaciones son graduales o tardías, algo que sigue en nosotros, creciendo y transformándose.
Por eso es grave y estéril que se pretenda imponerle a la lectura unas finalidades demasiado limitadas. Deberíamos ser capaces con frecuencia, como decía Baudelaire, de partir solo por partir, de leer solo por leer. Responder al utilitarismo y a la manía de instrumentalizarlo todo, atendiendo al sentido del verso de Lugones: «Y la luna servía para mirarla mucho».
No tenemos que preguntarnos siempre para qué leemos. Tampoco tenemos que saber siempre para qué vivimos, para qué amamos. Leer debería ser una de esas cosas que se justifican por sí mismas. Eso no significa que no nos dé grandes frutos, significa que no deberíamos subordinar el placer de las músicas verbales, de las fábulas, de las tramas, de los conjuros, de los pensamientos, a una finalidad, a un propósito siempre consciente; más bien deberíamos permitir que la lectura obre en nosotros su trabajo secreto.