La verdad es que me siento un poco una intrusa en este panel en el que hay personas que conocen bien el territorio de la ciencia. Aquí hay médicos, hay matemáticos como mi querido amigo Guillermo, físicos como Sánchez Ron… Yo en cambio creo que soy justamente el ejemplo de lo que este panel aspira a combatir, es decir, soy el resultado de un sistema educativo nefasto en general, pero especialmente malo en su falta de atención a lo científico. Tuve que escoger a los trece años entre ciencias y letras, y a partir de los catorce nadie volvió a enseñarme nada que se acercara ni remotamente a lo científico. Por no hablar de que la enseñanza anterior también fue deficiente. Y aquí estoy, con una inmensa laguna, más bien un mar, en mis conocimientos. Sin embargo me fascina la ciencia y siempre la he echado de menos; leo libros de divulgación hasta donde mi precaria base me permite y en mis novelas cada vez se introducen más ingredientes científicos y tecnológicos.
Desde la afinidad que me proporciona esta afición modestamente cultivada, siempre me ha llamado la atención lo muy reacia a lo científico que es la sociedad española. En mi país, si alguien no sabe quién es Shakespeare es considerado un analfabeto, y con razón, pero si desconoce por completo lo que es la entropía, si ni siquiera le suena, no sucede nada. Es más, en el mundo español la intelectualidad llegó a cultivar hasta cierto desdén por la ciencia, un desprecio que, para mi asombro, aún sigue funcionando. He estado en mesas redondas, en actos públicos con escritores españoles que, en sus intervenciones, han alardeado de su ignorancia científica, como si fuera un detalle honroso, algo que demostrara su pureza espiritual. Como si, a más ignorancia científica, uno fuera más poeta. Todos estos lodos vienen de polvos muy antiguos. Gerald Brenan, en su famoso libro El laberinto español, dice lo siguiente:
En 1773, la Universidad de Salamanca ignoraba aún a Descartes, Gassendi y Newton, y en sus cursos de teología se debatían cuestiones tales como el lenguaje en que hablaban los ángeles y si el cielo estaba hecho de metal de campanas o de una mezcla de vino y agua. En la generación anterior, la misma universidad se había negado a establecer una Cátedra de matemáticas propuesta por Felipe V y, uno de sus profesores, el jesuita padre Rivera, declaraba que la ciencia era completamente inútil y que sus libros debían ser mirados como obra del demonio.
O sea que, medio siglo después de la muerte de Newton, nosotros nos dedicábamos a cultivar el pensamiento irracional y primitivo y nos desconectábamos del devenir científico del mundo.
Todo esto forma parte del sustrato cultural que hace que España sea una sociedad catastrófica en lo relativo al conocimiento científico. En mayo de 2012, la Fundación BBVA publicó un estudio internacional sobre la ciencia que analizaba y comparaba once países, diez europeos, entre ellos España, y Estados Unidos. Ni qué decir tiene que quedamos los últimos. El 46 % de los españoles no supieron nombrar a un solo científico de cualquier época y nacionalidad. No atinaron ni con Einstein. Y hace un mes se publicó la primera edición del Programa Internacional para la Evaluación de la Competencia de los Adultos, y en matemáticas somos los peores en una lista de veintitrés países. Por cierto que los penúltimos de la lista son los italianos: se diría que en esta carencia de base científica puede influir la tradición católica, común en ambos países. De hecho, en el siglo xviii la Iglesia controlaba las universidades españolas y suministraba la mayoría de los profesores. Esa falta de interés, o más bien ese miedo del ignorante por lo científico, ha sido y es una terrible rémora para nuestra sociedad y lo ha impregnado todo. ¡Pero si hasta Unamuno soltó esa frase terrible del «que inventen ellos»!
Tengo el convencimiento de que la lengua es como la piel de una sociedad y de que, como nuestra epidermis, responde a todas las mutaciones que ese cuerpo social experimenta. De manera que, para cambiar efectivamente una lengua, antes es necesario cambiar la sociedad. Así que lo primero que debemos hacer es acabar con ese prejuicio anticientífico, profundo y me temo que aún muy vivo en España. Que la ciencia nos importa un pimiento es algo evidente. Nuestro presupuesto para I+D siempre ha estado muy por debajo de la media europea y, desde 2009, con la crisis, ha sido recortado en un 40 %. Los científicos e investigadores en España están tan desesperados que se están dando casos como el de una genetista del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, María Luisa Botella, que investiga una enfermedad rara hemorrágica y que el año pasado se presentó a un concurso de televisión para sacar fondos y poder contratar a un ayudante. Consiguió 15.000 euros. Y todo este desastre, este naufragio, sucede ante la relativa indiferencia de la sociedad, porque la ciencia no nos gusta, la ciencia nos asusta, y esto se advierte hasta en la cultura popular. Por ejemplo, en España nunca ha habido una tradición de literatura de ciencia ficción. Un estudio de mercado realizado por la Federación de Libreros en 2009 señalaba que era el género literario más detestado en mi país tanto por los hombres como por las mujeres. Lo cual es una lástima porque tanto ese tipo de literatura como los libros de divulgación científica hacen que el acercamiento de las nuevas generaciones a la ciencia sea más fácil.
Y no solo se trata de la ciencia ficción: creo que es importantísimo que los escritores, que los novelistas, bebamos también de los temas científicos para construir nuestros libros. Porque las novelas son los sueños de una sociedad, el mundo imaginario en el que una colectividad se reconoce. Pero una vez más nos encontramos encerrados dentro de un círculo vicioso: será difícil que haya más escritores con sensibilidad científica si no aumenta la sensibilidad social ante la ciencia, y, por otro lado, esa sensibilidad social aumentaría si hubiera más novelas con trasfondo científico.
Pese a todo, y para terminar, no quiero dibujar un panorama tan negativo, porque lo cierto es que en los últimos años algo parece estar cambiando para bien en la percepción que la gente de la calle tiene de la ciencia. Entre 2012 y 2013, por ejemplo, han surgido en España, pese a la dureza de la crisis, tres nuevas editoriales de ciencia ficción. Y cada día hay más escritores que introducen elementos científicos en sus novelas. En Latinoamérica ya ha habido autores significativos que lo han hecho hace años, como Guillermo Martínez en varios de sus libros, el más conocido: Los crímenes de Oxford; o como el mexicano Jorge Volpi. Pero ahora también está sucediendo en España con autores como, por ejemplo, Jose Carlos Somoza. Yo misma he escrito varias obras con trasfondo científico, como Lágrimas en la lluvia, una novela de ciencia ficción; o Instrucciones para salvar el mundo, en la que incluso inventé a un físico, Aaron Fieldman, y una teoría, la de los Vasos Comunicantes, que luego he encontrado en Internet como si fueran una teoría real y un científico verdadero. O sea que, en este caso, me temo que hice un flaco favor a la ciencia. Y por último, mi libro más reciente, La ridícula idea de no volver a verte, que está construido en torno a la figura de Marie Curie.
Siempre he creído que hay más magia en la ciencia pura que en los cuentos de hadas; que hablar de números imaginarios, de gigantes rojas o de la medida del desorden es poesía, y que, en definitiva, como explica el científico argentino Alberto Rojo en su estupendo libro Borges y la física cuántica, todos buscamos la belleza. Cuenta Rojo que el matemático Hermann Weyl hizo pública una teoría llamada Teoría de Medida de Gravitación, pero que poco después tuvo la certeza de haberse equivocado, de que era incorrecta; sin embargo, como era tan bella, no estaba dispuesto a abandonarla. Años más tarde, Weyl le dijo a otro físico llamado Dyson lo siguiente: «En mi trabajo siempre traté de unir lo bello con lo verdadero; pero cuando tuve que elegir entre uno y otro, siempre elegí lo bello». ¿No es una frase increíble? Pero lo más fascinante es que, mucho tiempo después, se demostró que parte de esa teoría de Weyl era correcta y ahora está incluida dentro de la electrodinámica cuántica. Lo cual hace que Rojo se pregunte: «¿Por qué razón la simplicidad, la simetría y la belleza son cualidades que caracterizan a las teorías correctas?» Sí, todos buscamos la belleza, todos la necesitamos para sobrevivir. Y la ciencia es pura belleza, pero hasta que no acabemos con los prejuicios, y hasta que los educadores y los escritores, los comunicadores, no comprendamos todo esto, no se conseguirá traspasar a las nuevas generaciones el hambre del conocimiento científico.