La definición de sociedades ágrafas como ignorantes o incapaces de escritura, al hacer hincapié en una supuesta carencia y limitación, deja en la sombra y deja de lado las virtudes y resultados de otras formas de grafismo altamente significativas y simbólicas, que muchas sociedades poseen desde tiempos remotos y que hacen del grafismo una manifestación de su identidad. La grafía, tomada en la acepción de uso de letras y de escritura como medio privilegiado y preferente para representar y reproducir voces, ha dejado en la sombra otros modos de comunicación que usan también el diseño gráfico en diversos soportes como medio de expresión.
El Diccionario de la Real Academia Española al decir del ágrafo que es «incapaz de escribir o no sabe» y de la agrafía, «una incapacidad total o parcial para expresar las ideas por escrito a causa de lesión o desorden cerebral» de hecho sitúa indebidamente la escritura en el área de la psiquiatría. En rigor no habría sociedades ágrafas, sino individuos ágrafos.
La apresurada y descuidada calificación de los pueblos de América como sociedades ágrafas, poco contribuye a esclarecer el porqué de la entrada de la literatura como medio de comunicación y sus beneficios.
La escritura, cuando llegó a América, era todavía una técnica de uso muy limitado y de alcance muy restringido en Europa. Si su historia es larga y profunda su empleo era muy circunstancial, raro y reducido. Era un medio de expresión mínimo tanto por el número de los expertos en su manejo como por el número de sus usuarios; pocos eran los escritores y pocos los lectores. La sociedad incluso aristocrática y aún cortesana no dependía del uso de la escritura. Los analfabetos no estaban todavía excluidos de casi ninguno de los campos del decir, y solo comenzaron a ser marginados y arrojados fuera de la casa de la palabra común, cuando un cerrado círculo de personas hizo de la escritura un privilegio casi privado y tuvo en ella instrumento de poder, más para hacer callar que para hacer hablar. La mano de la escritura tapaba la boca de la palabra.
La escritura era apenas un medio para dejar sobre el papel las huellas de la voz y darles permanencia indefinida. Por lo menos hasta donde se sustentara el papel. El pueblo que rodeaba un monasterio, en cuya biblioteca se acumulaban escritos y más escritos, no sentía ninguna necesidad de entrar en ella y, si por casualidad se introducía en ella, respiraba un cierto olor pero no oía nada.
Pero la grafía letrada seguía su camino y entraba en los más variados campos de la palabra, reduciéndola y dándole una presencia muda, hasta que alguien la leyera y le devolviera la voz. Al mismo tiempo, iba de camino paralelamente con otras formas de pensar y manifestarse que ya tenían los hombres y mujeres, aunque también las arrinconaba y marginaba la palabra dicha y escuchada. Otras grafías humanas existentes, de valor estético incluso superior y significado más complejo, subsistían. El predicador, el cantor, el contador de historias, escribía, pero solo llegaba al pueblo, por lo general, cuando alguien lo decía en voz alta.
Si a esto se añadía la concentración de la grafía letrada en soportes relativamente limitados y raros, como es el papel, dejándose de lado otros por su poco cómoda utilización y difícil obtención, como son el papiro, la piedra, la madera o el cuero de animales, nos daremos cuenta hasta qué punto la invención de la escritura fue al mismo tiempo, a pesar de su grande y amplia virtualidad y potencialidad, un límite real de la riqueza de la expresión humana. En otros términos, cabía preguntarse si la escritura es un medio de comunicación humana mejor que otros ya existentes. ¿Cómo se sitúa respecto a la oralidad y otros medios de expresión? ¿Representa un avance objetivo? ¿Ha representado un aumento en cantidad y calidad de la expresión humana? Una sociedad de escritura generalizada, ¿ha aumentado y fortalecido su humanidad? ¿Llegaría a entrar en crisis?
Estas preguntas tienen una cierta razón de ser, en general, pero más especialmente en América.
El mundo al que llegó Europa, en América, se manifestó en un enorme caudal de lenguas que rebasaba ampliamente la hipótesis de cuatro lenguas matrices: el latín, el griego, el hebreo y el árabe. El número de lenguas nuevas que se dan a conocer en el siglo xxi no está todavía cerrado. El hecho hubiera tenido que servir de lección e invitación para abrirse a esta innegable multiplicidad. Entonces, como ahora, sin embargo, el colonialismo prefirió empobrecerse más que enriquecerse con tan variada experiencia y se dirigió hacia la reducción de lenguas y lo hizo mediante la búsqueda de lenguas generales a las que daría más poder, sirviéndose para ello de la escritura. No todas las lenguas podían ser objeto de escritura y estarían destinadas implícitamente a morir en el largo periodo, que para bien de todos no ha podido concluirse totalmente a pesar de tantos intentos.
La historia de las lenguas en América está muy ligada a un supuesto destino manifiesto orientado a su reducción y sustitución. Muchas de ellas han sido desconocidas y negadas. Casi todas ellas transformadas. La mayoría perecieron. Unas pocas se han recreado en contacto con el nuevo mundo. De ahí deriva la ambigüedad de las políticas sobre ellas y la respuesta de la sociedad de hablantes.
Hoy en día hay pueblos que hacen el elogio de su «locura analfabeta». No quieren ser alfabetizados. Pero hay otros que, sintiéndose enfermos afectados por el difuso virus de la letra en los nuevos estados políticos en que viven, no quieren morir e incluso hacen del veneno de la tinta con que escriben su triaca. Aceptan de buen grado el caballo de Troya que se les ha implantado en el patio de su aldea y lo quieren trocar en fortín de defensa, que sirva para hacerse fuertes en él y rechazar un día a los invasores que lo habían traído.
Venguemos a los guaraníes y hagamos la historia de su proceso escritural. Antes de la llegada de los «otros», los guaraníes de las costas del Brasil y de las tierras bañadas por el Río de la Plata —Paraguay y Paraná— no desconocían ciertos medios de comunicación conceptual, además de las voces de la palabra, de la que, por cierto, se sentían muy señores.
El hombre y la mujer guaraníes se decían también mediante la pintura en la piel de su cuerpo lo que significaba. En las tierras bajas de América del Sur era y es ese un recurso común, admirable por su variedad de formas y colores que subsiste hasta hoy. Antonio Ruiz de Montoya, en el Tesoro de la lengua guaraní, primer diccionario de esa lengua, elaborado a partir de los primeros contactos y publicado en Madrid en 1639, da cuenta en el lema kuatia del ava ikuatia para, ‘hombre pintado con varios colores’. Ahora bien la palabra kuatia ya se presenta con varios y diversos significados, en los cuales se entreveran el primitivo y primordial de cosa pintada y el ya «reducido» según la semántica colonial, como papel en el que se escribe: kuatia (-r-), ‘escritura’; ‘papel’; ‘carta’; ‘libro’, sin dejar de ser pintura y dibujo corporal.1 El soporte de esa pintura era sobre todo el cuerpo humano. Pero había aparecido ahora con esos «otros», asimilados a sus hechiceros, algo nuevo, otro modo de comunicación de mensajes, a través de otro soporte que no es la piel sino el papel, en el que la palabra y su voz, un sonido, son pintados mediante rasgos, líneas y rayas. El papel soporta la huella de la voz. Pues bien, a través de una serie de mutaciones semánticas, como ñe’ẽ ikuatiáva, ‘la palabra pintada’, el adjetivo se hace sustantivo para significar el papel y el libro, que serán llamados: kuatia.
La historia de la escritura, del papel, del libro e incluso de la imprenta entre los guaraníes se inscribe dentro de las crónicas e historias de otros lugares de América. Pedro Mártir de Anglería y Francisco López de Gómara dan cuenta del temor reverencial de los indígenas frente a esos recién llegados, que «hacían hablar el papel». Ver es escuchar. Casi tan temible y tan terrible como las armas de fuego que herían y mataban a distancia, fue visto no sin razón el papel escrito, que llevaba y lanzaba palabras de vida-muerte a distancias todavía mayores.
En el viaje del capitán francés Binot Paulmier de Gonneville, en 1504, se dio el primer encuentro con unos indígenas, que serían de filiación guaraní de la costa de Santa Catarina en el Brasil, que pensaban que los cristianos eran «ángeles caídos del cielo» y estaban asombrados de que por un escrito que se enviase desde el barco a los tripulantes que estaban en las aldeas «se les hiciese saber lo que se quería, y no conseguían explicar cómo el papel podía hablar».2
La admiración se volvía a veces temor ante eso que parecía magia. Según un testimonio de 1614, en la época en que en el Paraguay los jesuitas estaban fundando reducciones, los guaraníes desconfiaban de aquellos hombres que pasaban buen tiempo en leer sus breviarios. «Sembraron por todo el Paraná —escribe el jesuita— que éramos espías y sacerdotes falsos y que en los libros traíamos la muerte».3 En otra ocasión un muchacho guaraní al ver que «el padre rezaba por el libro que tenía en las manos, hizo concepto que el tupã kuatia, que así llaman al libro o papel, le descubría su traición; porque han concebido que, cuando ven que nos comunicamos por cartas, que ellas nos hablan y nos revelan lo que está secreto y adivinan lo por venir».4
Pero el miedo pasó y los guaraníes se sintieron atraídos por ese juego de dejar la voz en la letra y recuperarla mientras la letra fuera conservada, como si la voz en ella estuviera dormida y esperara la mirada que la despertara.
En las misiones jesuíticas de los siglos xvii y xviii hubo una considerable literatura no solo en guaraní —textos traducidos al guaraní o escritos por no guaraníes—, sino literatura guaraní; son cientos los papeles manuscritos que se conservan en bibliotecas y archivos, escritos por los indígenas. Hay, pues, una larga y abundante tradición literaria guaraní.
La literatura en guaraní, pero también la literatura guaraní, en la que los guaraníes dicen su verdad y su arte es, por su considerable acervo de manuscritos, un monumento en la colonia, pero no propiamente colonial. El Proyecto Lenguas Generales de América del Sur (LANGAS) de la Universidad de la Sorbona lo está haciendo patente en las transcripciones y traducciones de esos textos en su página de Internet. Lo más característico de esa literatura guaraní es su marcado mensaje político, que no se pliega a la intención colonial con que ella fue puesta en marcha.
No es de extrañar que la expresión gráfica espontánea y lúdica se mantuviera en los muchos dibujos esgrafiados en tejas y ladrillos de las misiones jesuíticas y franciscanas del Paraguay de los siglos xvii y xviii, que eran retirados de la vista casi en el mismo momento de ser realizados y quedaban ocultos en los techos de iglesias y casas. Algo parecido sucederá cuando, en la segunda mitad del siglo xx, algunos grupos guaraníes tienen la ocasión de dibujar figuras y letras, ahora en el papel.5
En cualquier caso, no se puede pasar por alto tampoco la desconfianza no superada y muy fundada de los guaraníes frente a la letra hasta hoy. En las selvas de Ka’aguasú un Guaraní-Mbyá, el sabio Pablo Vera, le confiaba a otro sabio, León Cadogan, el atajo de la sabiduría: «Para aprender esas cosas, deberás permanecer un año conmigo en la selva… Dejarás de leer, pues la sabiduría de los papeles te impedirá comprender la sabiduría que nosotros recibimos, que viene de Los de Arriba».6
Aunque no debieran serlo, la alfabetización y la escuela y, por lo tanto, los libros y los programas nacionales de educación son, sin embargo, motivo de seria preocupación para los pueblos que han optado por mantener su identidad y libertad, y que la ven amenazada a través de las letras.
Últimamente, ha habido diversos ensayos de alfabetización en lengua guaraní. De todos modos, por deficiencias de carácter didáctico y psicosocial la actual literatura escolar en guaraní sigue siendo muy dependiente de los intereses neocoloniales de los estados nacionales, y no siempre conduce a un fortalecimiento de la lengua ni cultura guaraní. La misma interculturalidad proclamada como principio y meta es de carácter dudoso; se impone una crítica a esta modalidad de educación falsamente bilingüe e intercultural.
La colonia y la misión desterraron de entre los guaraníes la pintura corporal al vestirlos con diversos vestidos de algodón, desconociendo que el hombre y la mujer pintados no están desnudos, y dicen más claramente su mensaje con su piel. Ellos mismos eran la piel pintada que habitan —por alusión al film de Pedro Almodóvar: La piel que habito—. El desafío consiste en que el mensaje pintado y la escritura no distraigan de la auténtica comunicación solidaria.
En realidad, lo primero es la palabra. La escritura solo podría justificarse como redención del decir y devolución a ese espacio-tiempo de la «tradición oral… que es el único lenguaje que no se puede saquear, robar, repetir, plagiar, copiar».7
Roa Bastos, el escritor, ha desarrollado hasta el paroxismo enfermizo la mala conciencia de la escritura. Y es que cuando una cultura se comunica solamente a través de libros u otros lenguajes cifrados de tipo análogo, estaría muy cerca de perder su auténtico logos.
«Cosas duraderas: memoria. Cosas de poca importancia: escritura», dice un proverbio de los tuareg del norte de África.
Hay que reconocer que las lenguas y culturas donde, para bien o para mal, no entró la escritura han conservado otra «ecología» en la que vive y se mueve la comunicación.