Guadalupe Curiel

Una tinta que no dejará de correr: la Biblioteca Nacional de México y la modernidad digitalGuadalupe Curiel Defossé

La Biblioteca y Hemeroteca Nacionales de México conforman el acervo bibliohemerográfico más importante de nuestro país. Su resguardo, cuidadosamente estipulado en las leyes que el Estado mexicano expidió para ese fin, ha tenido que irse transformando con el paso de los años ante el cada vez más rápido avance de la tecnología y la invención de nuevas herramientas para acceder a la información. La actual era digital ha obligado a casi todas las dependencias a reformular el acceso a sus acervos para contribuir efectivamente a la difusión de sus riquezas y a la conservación, a través de medios virtuales, de los materiales que forman en conjunto la memoria de las futuras generaciones.

En el medio académico, esta transformación ha estimulado la redefinición, desde sus bases metodológicas, de la escritura de la historia. A partir del Renacimiento y gracias al impulso que los humanistas del Cinquecento le dieron a la civilización clásica de los empolvados griegos y romanos, había estado acostumbrada siempre a ser elaborada desde la cultura erudita y el contacto directo con el material. Hoy, esta venerable costumbre está cambiando tan rápido que nosotros mismos recordaremos el trabajo de gabinete con un dejo de extraña melancolía.

Puede decirse, en este sentido, que los diferentes discursos escritos en la actualidad ya no son confeccionados de la misma forma a la que nuestras generaciones habían estado habituadas; no hay, prácticamente, trabajo que no haya tenido que ver con la consulta remota de este o aquel material para sustentarlo, ilustrarlo, complementarlo, concluirlo y presentarlo. En los avatares de la modernidad, donde el tiempo presente cobra con más intensidad su legítima categoría de inmediatez, las instituciones académicas y gubernamentales se enfrentan al desenfadado paso del tiempo que amenaza con carcomer los libros de la memoria de nuestras naciones.

En la tarea de la edificación de la infraestructura virtual que dote a los usuarios de la información necesaria para la construcción de sus propias interpretaciones del pasado, la Biblioteca Nacional de México ha puesto a su servicio gran parte de su acervo a través de diferentes alianzas y convenios internacionales que facilitaron esta misión y que ha cumplido, parcial y felizmente, el objetivo de este repositorio: la difusión del patrimonio documental mexicano y su conservación para evitar que el voraz tiempo lo consuma entre el polvo y el olvido.

En la monumental tarea emprendida hace ya más de una década por la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, la Biblioteca Nacional de México no ha reservado recurso ni trabajo alguno para contribuir generosamente a la construcción de una nueva Biblioteca de Alejandría en nuestra lengua. La gran familia hispánica, después de doscientos años, encuentra en este proyecto la aparente disolución de sus diferencias a través del castellano, que es, ciertamente, una misma sangre que corre por distintas venas. Una parte de la historia de nuestro idioma, que hoy nos convoca en hermandad cultural, quedó guardada entre las doradas páginas de las bibliohemerografías mil y una veces citadas, sirviendo como testimonio de lo que hoy somos y dando fe de la incesante transformación que como pueblos y naciones hemos tenido, mirando hacia atrás pensando en el porvenir.

Sin embargo, aun con los esfuerzos de nuestra institución, poca cosa lograríamos sin el refuerzo de otras entidades como la Academia Mexicana de la Lengua, la Universidad Iberoamericana, El Colegio de México y la Biblioteca Pública del Estado de Jalisco, a los cuales se nos han unido el Centro de Estudios de Historia de México CARSO, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Tecnológico de Monterrey, instituciones cuyas colecciones son de insoslayable importancia para la historia de mi país y del continente americano. A este grupo que denominamos Nodo México le corresponde enfrentar los retos digitales de la nueva era, donde nuestros primeros impresos americanos figurarán al lado de nuestros más destacados escritores modernos para el beneficio común y decoro de nuestra cultura.

La tarea de la digitalización de estos acervos no es cosa sencilla. El trabajo requiere de una organización especial para evitar la duplicidad de esfuerzos entre nosotros y la atenta disposición de coordinar, identificar y agrupar los avances. A esta dificultad técnica se le añaden otras coyunturales: la exasperante caducidad de los soportes digitales, la aparición de una nueva República de las Letras digital, la eterna pugna entre texto e hipertexto que conlleva, a su vez, la creación de toda una retórica del metalenguaje y una interpretación multidimensional de nuestra realidad como nunca antes la habíamos presenciado. En el umbral de la galaxia de Gutenberg, nos ha tocado en suerte ser testigos del nuevo acceso a la información universal y la transformación del ejercicio intelectual en medio de la revolución digital.

Parecería que esta nueva biblioteca alejandrina es una panacea a la cual hay que tomar con todo el cuidado posible. Imaginar contener en un espacio virtual la totalidad de nuestras letras hispánicas es un delirio que solo en la ficción encontraría su sentido. Borges habló alguna vez de una biblioteca babelesca, hexagonal, infinita e incomprensible donde imaginar lo que hoy imaginamos produciría la sensación de una felicidad extravagante. Nuestros afanes, empero, no están lejos de ser justos. En el siglo xvii Giambatistta Vico creyó en la democracia del impreso y en el xviii Condorcet ideó toda una teoría alrededor de la democracia del texto a la cual toda persona pudiera tener acceso y participar del mundo de las luces. A esta democracia de la sabiduría hay que contribuir evitando la tiranía de la reserva inobjetable de nuestros tesoros, ocultos e inaccesibles, en los acervos por la envidia o la indolencia que en nada ayuda sino a perpetuar la barbarie en nuestra civilización. La digitalización debe contribuir, en última instancia, a hacer llegar hasta el último rincón del planeta todo el saber acumulado en los muchos siglos que llevamos produciendo libros e ideales en esta inmensa memoria virtual.

Conceptuar aquellos ideales dentro de una magna biblioteca alejandrina no deja de ser convencional en muchos sentidos. La que nos proponemos en el mundo hispánico es una similar a la que ya existe en otras naciones y que ha logrado realizar en parte este sueño. La Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes es una biblioteca universal, sin muros, abierta, con todas las posibilidades y con el latente peligro de saturar con obras innecesarias, que, más que una ventaja, pueden ser un obstáculo para el conocimiento a lo que debe oponerse el criterio y el riguroso examen de nuestras contribuciones al portal. Ello no deja de causar emoción. Imaginar que las obras fundadoras de nuestra identidad estarán a disposición de un sinfín de potenciales lectores, también provoca una felicidad extravagante.

En todo esto veo la esperanza de la realización de uno de tantos ideales de Kant surgidos en la Europa bajo el Antiguo Régimen: el surgimiento de un espacio donde es posible la totalización del saber y el acceso a las joyas de nuestra literatura en todos sus géneros, con participantes que actúan como lectores, escritores, críticos, difusores de opiniones e interventores activos en el espacio público virtual. Asistimos, pues, a un fenómeno interesante en la transformación de las relaciones sociales entre autores y lectores; entre lectores mismos; entre el libro y el hipertexto; entre el pasado y el futuro.

Cada vez se cierra más la brecha entre los primeros, porque pueden dialogar sin la sacralidad que el libro material otorga a quien lo escribe, y se ahonda más entre los segundos al convertir su ejercicio crítico de la realidad en actividad privada, solamente concebible frente a la pantalla desde donde se escriben y planean las nuevas directrices de opinión.

El libro, orgullo de los bibliófilos, se ha convertido en arma y campo de batalla a la vez. Algunos afirman que con la digitalización su existencia está amenazada, por no decir decididamente condenada a la extinción. Otros más le auguran prolongada vida. A decir verdad, la conversión electrónica del libro no supone su destrucción. Más bien, esto significa el impulso a la conservación de la memoria libresca de la humanidad y la transfiguración de la biblioteca en una suerte de santuario del conocimiento donde se resguardan aquellas obras cuya lectura da sentido a nuestra cultura.

No era para más: parece acertado decir que casi todas las civilizaciones (por lo menos en Occidente) han echado sus raíces, no en la tierra de sus pueblos, sino en las páginas de los códices, pergaminos y libros que han creado para salvaguardar su memoria frente a la barbarie de la amnesia que trae consigo el tránsito de los siglos. En este momento, la importancia del libro no está ya en la letra impresa ni en la indexación de las obras y mucho menos en la materialidad de las ideas que una página puede contener para siempre.

La transformación del libro y de sus ideas, «encarceladas» en las áureas rejas liminares de la hoja de papel, obligan a revalorar nuestros esfuerzos en miras de dos procesos históricos que no podemos ignorar: el cambio de significado de la información y el sistema social donde se lee y se interpreta. Porque, en las inmóviles letras de molde impresas, se encuentra el movimiento de las frases de un lenguaje vivo en constante modificación y en el paso de la materialidad al mundo de la virtualidad se difunde un nuevo tipo de cultura que trastoca muchas de las estructuras sociales conocidas.

En contraste, también existen dos paradojas: el regreso a la lectura antigua y el auge de nuestra cultura escrita. Los grandes pensadores de Grecia, Roma y el cristianismo primitivo, meditaban sus lecciones leyendo papiros y pergaminos de arriba abajo, un tipo de lectura que, cabe apuntar, desapareció con la invención del códex o el libro tal y como lo conocemos en la actualidad. Hoy, las nuevas generaciones leen de la misma forma, pero a una velocidad mucho mayor: un sinfín de datos e imágenes son sometidos a lectura en la misma dirección que antes, solo que esta vez el pergamino es infinito. En este sentido, la cultura escrita ha vuelto a posicionarse como eje cultural (como si alguna vez este hubiera perdido su preminencia) frente a la imagen; millones de mensajes electrónicos a través de diferentes dispositivos han introducido variaciones y simplificaciones en la estructura y morfología de nuestra lengua, mermando a veces nuestros códigos gramaticales y reduciendo las gramáticas, grafías y ortografías a niveles inimaginables hace unos veinte años.

En este contexto, la digitalización de nuestras obras máximas adquiere una significación especial: la palabra escrita, en sí misma, no solo es el registro fonético de la expresión, sino también un objeto que es, a su vez, documento histórico de la evolución del pensamiento. La palabra escrita, como evidencia de los cambios culturales que han modificado la cultura, nos remite a una época determinada a través de su lectura. Si los giros cervantinos tan genuinos nos remiten a los siglos de oro, dentro de unas centurias las abreviaturas y las particulares formas de escribir presentes en nuestros correos electrónicos —increíblemente tan alejadas de las fórmulas diplomáticas de ayer—, nos harán viajar a nuestro pasado a modo de cordial invitación de un retorno al futuro.

Ha llegado la hora de concluir esta intervención, pero en medio de la nostalgia de un pasado que todavía no se alcanza, haré una última reflexión pensando en la importancia que ha tenido la tecnología de un objeto como es el libro, su metamorfosis en la actual era y las consecuencias que de ello derivan.

Desde su invención, ha sido el resguardo de la memoria escrita. Sabrán que como historiadora esta parte es muy importante para mí. Según Platón, fue Hermes quien inventó esta forma de preservar el conocimiento para evitar que los recuerdos de las personas quedaran en el olvido, con la única salvedad de que aquellas a quienes beneficiaría perderían la asombrosa capacidad que tenían hasta entonces de transmitir su cultura a través de la palabra hablada. Hoy, cuando la vertiginosa alteración de ese concepto es volatilizado a causa de la velocidad tecnológica, resulta más importante la salvaguarda de esas obras en la engañosa eternidad que ofrece el invento de los hijos de Prometeo: Internet.

Este, se ha dicho, es solo un vehículo de las tradicionales formas institucionales del intelecto humano, pero en su trayecto hacia el futuro sufren una especie de abrasión que las transforma imperceptiblemente. La inmortalidad que le ofrece a nuestra memoria tiene una desventaja: que con el transcurso de los siglos quién sabe si sobreviva. Por esta razón, nuestros patrimonios, nuestros acervos, se convierten en un baluarte inexpugnable de la cultura, y sus hojas, depositarias de las ideas que hoy nos representan aquí, contienen impresas en sus delicados moldes una tinta que no dejará de correr.

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