Soy un novelista interesado en la comprensión pública de la ciencia y, como tal, lo que hago es contar historias. Así que este breve relato se inicia en 1957, durante el terremoto que noqueó al Ángel de la Independencia de la Ciudad de México. Durante segundos eternos las paredes de mi casa se volvieron de papel y la tierra me hizo sentir por primera vez lo que significa estar en movimiento.
Tenía yo tres años de edad y, pocas semanas después, comencé a leer y escribir casi de manera compulsiva. Cuatro años más tarde recibí un nuevo «empujón». Durante un paseo familiar en el valle de las Monjas (cómo olvidar el nombre del sitio) fui el único al que una hembra del mosquito Anopheles decidió inocular con el parásito de la malaria. A los pocos días estaba en la cama con fiebres por las tardes, en forma alternada (un día sí y otro no), sufriendo convulsiones y teniendo alucinaciones de brujas y aparecidos, de santos y demonios.
Mi santa madre tuvo a bien reaccionar rápido y el médico de la familia, que estaba actualizado en ciencia médica, no se dejó engañar (pues era muy poco probable que fuese paludismo, dado que no había ningún brote, ya no digamos epidemia, en aquellos días en México) y aun así, me mandó en ese instante al hospital de los cañeros, de donde salí con mi dotación de quinina. En efecto, era esa enfermedad muy probablemente mortal. La quinina y mi sistema inmune hicieron su efecto y mi mamá también tuvo la genial idea de regalarme el Tesoro de la juventud, donde leí por primera vez a Juan Ramón Jiménez, Benito Pérez Galdós, José Zorrilla, Calderón de la Barca y Lope de Vega. También llegaron a mis manos algunas novelas de Emilio Salgari, Rudyard Kipling, Washington Irving, Nathaniel Hawthorne y Julio Verne. Entonces se presentó la primera disyuntiva en mi vida: tenía un enorme impulso por escribir, pero sobre qué. ¿Escribiría sobre santos, brujas y aparecidos?
Me decidí por la realidad concreta, por una especie de escepticismo y, al mismo tiempo, aprecio por la vida. Cuando uno está en riesgo de morir muy joven y sobrevive, algo pasa en la cabeza. Una vez curado de la malaria y puesto a salvo el año escolar, me dispuse a escribir como poseído poemas sobre carreras de autos y cuentos de partidos de futbol en una máquina mecánica, de grandes teclas blanquecinas y letras negras.
A los diecinueve años de edad empecé mi carrera como escritor profesional, gracias a una beca del Instituto de Bellas Artes. Quien seleccionaba a tres del puñado de aspirantes que, en 1973, pretendíamos ser artistas de la palabra, y luego fungía como su tutor a lo largo de un año en la Casa de Alfonso Reyes, era Augusto Monterroso. De Tito aprendí varias cosas, entre ellas a reconocer mi propio dinosaurio (el de la genuina creatividad), para que, cada vez que despertara, aún estuviera ahí.
Una segunda disyuntiva se presentó entonces: ¿qué clase de escritor habría de ser? Por azares del destino, participé en la creación y edición de la revista de un centro de posgrado, el Centro de Investigación y de Estudios Avanzados. Ahí comencé a aburrirme luego de haberle dado una vuelta a la ciencia que se hacía a principios de la década de 1980 en México y en el mundo. De pronto empezaron a pasar cosas en muchas ramas del conocimiento. La biología celular se convirtió en molecular y se fusionó con la nueva genética, que había encontrado maneras de hacer ingeniería microscópica; la electrónica alcanzó miniaturización y rapidez, el cómputo floreció y dio inicio el primer Internet, aún sin páginas web; la física subatómica estaba en sus años dorados.
Si bien en ese entonces los salarios de mi país, en particular los dedicados a estos rubros, experimentaron una caída libre, decidí quedarme en ese mundo en explosión intelectual, pues sentí que estaba entrando en el ojo de un huracán, uno benigno, el cual me ha traído hasta aquí como un testigo activo (a través de libros y otros medios) de la educación y la difusión de las ideas científicas en México en los últimos 35 años.
¿Cuál ha sido mi experiencia al tratar de promover una cultura científica en una tierra poseída por lo imaginario, en una nación milenaria, multicultural e inmersa en el pensamiento animista, cruel, trágico y prelógico? ¿Qué debe hacer un novelista si desea consolidar la idea del progreso en la sociedad surrealista donde vive? Quizá no hay razón que lo guíe, excepto que, como frente a la malaria, algo lo empuja a luchar contra esa especie de trágicómico Altazor, quien no puede aterrizar en ninguna pista de la contemporaneidad y arrastra a los mexicanos hacia el abismo en medio de una risotada macabra. Y es que no basta una endeble vida democrática para garantizar la existencia de una verdadera cultura científica; es necesario transitar a una meritocracia de manera que los ciudadanos sepan que su esfuerzo será recompensado.
México, como el resto de los países, vive un materialismo vulgar; la fe es el órgano del conocimiento, aunque la inmensa mayoría de los jóvenes, tanto en la ciudad como en las zonas rurales, no parece creer en nada, al menos no en nada especial, y lo devoran todo con parsimonia e implacable prontitud. La diabetes es una consecuencia nacional de ese apetito indiscriminado. A algunos, los más pudorosos, cuando andan sobre la superficie de la tierra volcánica, les parece escuchar el gemido de las piedras a su paso y tratan de disculparse por su impertinencia.
Fue escribiendo una historia del estado de Oaxaca cuando entendí que mi compromiso era imaginar buenos libros, al menos en el mejor español a mi alcance, dada mi ignorancia de las numerosas lenguas indígenas que se hablan ahí. También pensé que, como la pata de perro que soy, debía viajar lo más posible, conocer en su medio a algunos de los protagonistas de la investigación científica de punta, entender los sucesos humanos tras las bambalinas de un escenario en el que podía estar en juego el futuro de la vida y las respuestas a cuestiones fundamentales sobre el universo.
Haber pasado por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM me permitió adquirir un entendimiento ordenado de la historia social de la humanidad y sus manifestaciones culturales y religiosas. De otra manera es inútil tratar de divulgar el conocimiento científico. Se convierte en la mejor manera de exponer los puentes de comunicación con el público al corrosivo agente de la tergiversación y la ignorancia a medias.
Comprendí que los individuos de una sociedad democrática necesitan saber más cosas sobre el mundo que los rodea, y algunas de las respuestas más sencillas, poderosas e imaginativas podían estar en los laboratorios de vanguardia, en las bibliotecas especializadas, incluso en la siguiente feria de ciencias de la ciudad.
Debería ser obvio que quien se dedica a esto debe adelantarse al gusto de su público. No importa si escribo una novela para grandes o un ensayo con tema científico para chicos (y viceversa), siempre pienso en el lector que estará dispuesto a jugar con las ideas e imágenes ahí presentadas, y a hacer el esfuerzo de comprender la multiplicidad de significados que pueden desprenderse de un fenómeno natural o un suceso de la realidad.
Vencer la opacidad de ciertos temas científicos es un reto para cualquiera que sienta pasión por la escritura. Todo lo que vale la pena conocer implica un esfuerzo, a veces un riesgo. Se trata, pues, de invitar al lector a construir juntos el texto, en algunos casos inclusive a formar parte de la expedición que escalará esa montaña. Al final el trayecto habrá sido agotador y arriba faltará el oxígeno pero, sin duda, la vista será magnífica.
Mis mejores experiencias como escritor científico me han enseñado que la divulgación se nutre de diversos ingredientes harto conocidos y que cada uno debe descubrir en sí mismo. Uno de los factores clave es el humor, que es como los pasteles. Mucho cae pesado y poco deja el gusano alborotado. Así que una vacuna para la solemnidad es encontrar la vena desenfadada, teniendo la delicadeza de utilizar la forma del escarnio menos burda o el chiste privado.
Otro ingrediente principal es la precisión, que ya conocía por mi entrenamiento como novelista bajo la tutoría de Tito Monterroso. Aprendí así a tratar de reflejar en una escritura diferente el rigor de las instituciones científicas y las formas, a veces insospechadas, que adoptan las relaciones de la imaginación literaria y la artística. Si el propósito es mostrar al mayor número de personas el sentido de la ciencia y, por ende, humano, había que estudiar el tema, al menos durante varias semanas o incluso meses, para poder regresar con los investigadores y hacer preguntas no solo pertinentes sino realmente profundas, en medio de la convivencia, buscando alcanzar la «difícil sencillez» a la que San Juan de la Cruz y muchos escritores más han aspirado al ejercer el oficio literario, siempre dirigido a apelar a la buena conciencia del público.
Se dice que una sociedad que no produce mucha ciencia no puede tener gran divulgación. Pero, una vez más, lo que importa no es el sesgo cosmético, sino provocar la consolidación de una cultura científica. No solo porque somos humanos y, por ende, curiosos; también porque parte de las ideas más interesantes y de los hallazgos más estimulantes tienen que ver con la ciencia. Incluso por razones de supervivencia, pues cuando has estado a punto de morir muy joven sabes qué es real y qué no.
Por eso escribo sobre estas ideas, para divulgarlas, para que no tengan argumentos quienes piensan que, a final de cuentas, la ciencia es una fe, igual a las demás, aunque más sorda y maligna que ninguna otra.