En Japón, adonde llegaron los primeros españoles encabezados por san Francisco Javier en 1549, surgieron las dificultades en la traducción de obras evangelizadoras desde los primeros intentos.
Como todo el mundo sabe, las obras del dominico fray Luis de Granada tuvieron una enorme difusión en toda la Europa del siglo xvi, circunstancia favorable para que los misioneros que viajaban a Japón intentaran traducirlas al japonés, buscando resultados parecidos.
En 1592 se publicó una versión abreviada de la Introducción del Symbolo de la Fe. El traductor no se atrevió a traducir literalmente el título, sino que lo intituló Fides no Doshi; esto es, Fides palabra latina, no que es una partícula equivalente a de, y por último Doshi, «maestro»,es decir: El maestro de la Fe.
La palabra símbolo fue un concepto «novedoso» para los japoneses de aquella época, esto es «peligroso», como nos explica a su vez Covarrubias en su Tesoro del 1611, aparte de que esta palabra «symbolo» se llamaba «la Doctrina de los Santos Apostoles sumada en la profesion de la Fè», según expone Juan Díaz Rengifo (seudónimo del jesuita Diego García) en su Arte poética española (1592).1
Sustituyendo en la traducción la Fe por Fides, nada se solucionaba, porque los japoneses no comprendían la palabra latina Fides. Sin embargo, el traductor obró prudentemente para evitar, al menos, el malentendido de esta palabra fundamental.
Otro caso llamativo es la traducción japonesa de la Guía de pecadores, también de fray Luis de Granada, publicada en 1599. El título de la traducción repite exactamente el título original, imposible de ser comprendido por los lectores japoneses. El concepto del «pecado» o del «pecador» en el sentido occidental-cristiano fue otra vez tan novedoso, o sea, tan peligroso, que no se encontraba alguna palabra japonesa equivalente. Es claro que tanto para el traductor como para los lectores, el título era lo de menos. Idéntico caso sucedió con la elevada palabra «Dios» o «Deus». En el Japón donde reinaba, y reina, en cierto sentido, el politeísmo, era demasiado delicado hacer uso de alguna palabra japonesa de las existentes para mencionar al Dios del mundo monoteísta, razón por la cual se mantuvo la palabra «Deus» en los textos traducidos en su primera etapa.
Estos ejemplos que he citado nos sirven bien para reconocer que el acto de traducir textos a otras lenguas significa esencialmente emprender una lucha ardua y constante para ir formando o conformando —como en la Edad Media española— un lenguaje propio a la vez que se ensancha y amplía la dimensión cultural del país en cuestión.
Un eminente pensador japonés, Inazo Nitobe, publicó en lengua inglesa en EE. UU. un libro titulado Bushido, The Soul of Japan. Este libro, editado en 1899, tuvo tal éxito que se tradujo prontamente a distintos idiomas occidentales y a muchos otros, húngaro, árabe, etc. Al español fue traducido en 1909 del inglés original.2 Curiosamente volvió a ser traducido en 1941, pero esta vez de la versión francesa.3
Esta segunda traducción castellana, El bushido (El alma del Japón), lleva un preámbulo fervoroso del propio traductor.4 Al leer el prólogo me quedé perplejo. El traductor compara la orden de caballería con el Bushido, el camino ético del samurái, y llega a afirmar que los soldados españoles son también samuráis. Tienen y respetan el código de honor como los japoneses.
Sin embargo, el concepto del honor o de la honra del español, con una tradición muy arraigada, es tan complejo como profundo. Lo han discutido sabiamente Américo Castro, José Antonio Maravall, Alfonso García Valdecasas y otros autores relevantes. Entre la connotación del honor en español y la palabra japonesa hay una diferencia notable. Cuando decimos «honor» en japonés, a veces (no digo siempre), se incluye un matiz despectivo; es decir, algo de pretencioso, de avaro, etc. De hecho, un tratado japonés muy importante del comienzo del siglo xviii (Tsunetomo Yamamoto: Hagakure) nos dice: «Hay dos cosas que pueden arruinar a un samurái: la riqueza y el honor».5
Empero, el traductor español no cometió ningún error al acudir a la palabra española «honor». Yo tampoco sabría traducirla de otra manera. No obstante, debo insistir en que hay un lapsus nada despreciable en el campo conceptual o semántico entre ambas lenguas. Así, hay veces que la traducción «correcta» (entre comillas) nos lleva a una interpretación distorsionada e incluso a un malentendido. Reconozco que este tipo de fenómenos se dan también en otras lenguas.
Pasemos ahora a la traducción del haiku, forma poética extremadamente condensada en diecisiete sílabas (5-7-5 sílabas).
Como de todos es sabido, los modernistas capitaneados por Rubén Darío o Amado Nervo se ocuparon extensamente de los temas orientales. Y da la casualidad de que, al comienzo del siglo pasado, sobre todo en Francia, fueron apareciendo no pocas traducciones y antologías de poesía tradicional japonesa —haikus—. Igualmente, hubo poetas de lengua castellana que escribieron poemas marcadamente influidos por estos haikus.
Aparte de la regla formal de diecisiete sílabas en total (5-7-5 sílabas), el haiku tradicional exigía otra condición: introducir en el poema alguna palabra que evocara una de las cuatro estaciones del año. ¿Cómo se escribe un haiku? Escuchemos al gran maestro Bashō: «Que tu verso se parezca a una rama de sauce batida por la lluvia tenue, y a veces ondeando en la brisa».6
¿No se trata de una contradicción esta espontaneidad tan acorde con la naturaleza y las restricciones formales antes señaladas? ¿A dónde nos lleva esta severa restricción formal? Se da una paradoja perfecta: liberación creadora, aprovechándose al máximo de las restricciones que apenas percibimos.
El japonés ortodoxo o tradicional se escribe verticalmente, y de derecha a izquierda. Sin embargo, traducir del español al japonés no es simplemente ordenar lo horizontalmente escrito en renglones verticales. La tarea, hablando teóricamente, consiste, más bien, en buscar lo equivalente o correspondiente en el eje o en la dimensión vertical lo expresado a nivel horizontal europeo.
Precisamente aquí radica la dificultad. José Cadalso dice en sus Cartas marruecas:
[…] procuraba tomarle el sentido preciso; lo meditaba mucho en mi mente, y luego me preguntaba a mí mismo: si yo hubiese de poner en castellano la idea que me ha producido esta especie que he leído, ¿cómo lo haría?7
Aquí, Cadalso está entrando en el campo de la interpretación excesivamente personal. Yo fundamentalmente soy de la opinión de Menéndez y Pelayo. Decía este gran maestro: «Cuanto más poeta sea el traductor, tanto más obligado debe ceñirse a una fidelidad estricta».8
Sin embargo, esta postura fundamental no siempre es válida. Hace varios años publiqué una cuasi o seudo traducción de los «Diecisiete haikus» de Borges. ¿Por qué digo seudo traducción? Sencillamente, porque hice lo siguiente: después de haber leído con sumo cuidado la obra original de Borges, intenté desesperadamente recomponerla en japonés, siguiendo los cánones del haiku de Japón: 5-7-5 sílabas. La tarea fue tan dificultosa y ardua como divertida y fascinante.
Para empezar, hay veces que no encontramos correspondencia entre los vocabularios japoneses y los occidentales. Por ejemplo, el japonés tiene gran abundancia de palabras para designar los diferentes tipos de viento (muchas más que «brisa, vendaval, ventolina, ventolera, borrasca, aire», etc.), lluvia («llovizna, precipitación, chubasco, chaparrón y aguacero» no son suficientes); incluso sucede lo mismo con términos aparentemente tan neutros como «yo, persona, amigo», etc., lo cual quiere decir que el traductor, a su vez, tiene que seleccionar y buscar una palabra japonesa matizada que podría corresponder contextual y poéticamente al «viento» del español o del inglés, y así sucesivamente.
Tuve que recrear los haikus borgianos, siguiendo el canon formal del haiku «en japonés». La anteriormente citada postura de Menéndez Pelayo, bajo estas circunstancias, llega a un límite que no se puede superar.
El gran poeta Luis Rosales decía que «un poema es un organismo vivo, un sistema total de relaciones, y cualquier cambio verificado en una de sus partes lo puede modificar en su totalidad».9 Es absolutamente cierto, pero el traductor, al menos en este caso, tuvo que recomponer o reestructurar los poemas en su propio lenguaje, respetando al máximo el espíritu poético de Borges porque el traductor creyó que merecía la pena que la diáfana poesía de Borges fuese saboreada por los lectores japoneses, a pesar de que Juan Boscán dijera en su magnífica traducción de Il cortegiano de Castiglione: «vanidad baxa y de hombres de pocas letras andar romanzando libros».10
El traductor, ese «siervo libre de arte» si parafraseamos a Juan Rodríguez del Padrón, tiene que viajar, con no poco remordimiento de conciencia, hasta una lejana frontera para recrear y transmitir el texto en su estado primordial: el espíritu palpitante de las letras.