En el mes de octubre se realizó en la ciudad de Panamá el VI Congreso Internacional de la Lengua Española. Discursos, plenarias y conferencias giraron en torno al español como una lengua que nos une, que nos conforma como identidad, más allá de las fronteras geográficas. En efecto, en uno de los discursos inaugurales del congreso, el escritor nicaragüense Sergio Ramírez, señaló: «Cuando en América hablamos acerca de la identidad compartida, nuestro punto de partida, y de referencia común, es la lengua» (El País, 25 de octubre del 2013).1 Pero reconoce que, entre «nosotros», los que hablamos español, hay «diversidad», pues el español de un mexicano que cruza la frontera de los Estados Unidos no es el mismo de un académico panameño o argentino, ni del que se vale el indígena de la sierra peruana ni es el mismo que el caribeño de Puerto Rico o Cuba. Reconocer la «diversidad» estuvo en el centro de muchos de las intervenciones y particularmente en la de Ramírez. Pero, ¿a qué tipo de «diversidad» se alude? ¿Cómo se inserta esta «diversidad» en la llamada construcción de la lengua (española), de «nuestras» culturas en los países y regiones «latinos» o «hispánicos»? ¿Cómo negociar la «diversidad» en un mundo donde las comunicaciones nos revelan cuán diversos y diferentes somos entre nosotros? En efecto, si bien hablamos el español de manera «diversa», se constata una matriz común que es la madre de todos nosotros: la lengua. Pero no es la lengua en sentido genérico, abstracto, sino la lengua concretada en el gentilicio. Esta «diversidad» solo puede existir en relación con esta entidad de la lengua (española) que, por un gesto histórico de reconocimiento —ya sea por culpabilidad, reciclamiento o por otra serie de razones—, quiere negociar la conciencia global de la «diversidad» para hablar de lo que realmente interesa: la entidad/identidad de la lengua (española) en nuestros días.
Es una entidad/identidad global, donde la «diversidad», si bien es reconocida, no deja de existir (mientras tenga y reclame el poder) en relación con esa lengua (española) que le da nombre a esa entidad («diversa») que, desde lo «particular», pretende ser universal. Ahora no se trata de excluir la «diversidad», de imponer lo Mismo sobre lo Otro o realizar el «imperialismo del Mismo» (Levinas, 2002: 62), pero sí, como afirma Ramírez: «Tendremos identidad mientras la busquemos y queramos encontrarnos en el otro». El Otro es una búsqueda y, sobre todo, un encuentro, un descubrimiento de identidad: con aquellos aspectos que compartimos, que tenemos en común, lo que nos conforma como comunidad, una entidad diferenciable entre otras. Ciertamente, en este nuevo reconocimiento del Otro que, sin embargo, no renuncia a la identidad de la lengua (española), a la identidad de lo Mismo, hay un impulso debido a los emigrantes que trasponen fronteras y, que con empuje imperialista, conquista países y culturas, un imperialismo de la lengua («diversa») que portan esos emigrantes que actúan como funcionarios y soldados informales de ese Mismo, de la lengua (española) que se disemina y se transforma para no dejar de existir:
Aguas revueltas de ríos distintos, una sola en su vasta y caótica diversidad que ya del lado de los emigrantes hispanos a Estados Unidos, se vuelve más vasta y sigue nutriéndose y transformándose. Porque una lengua viva, que emigra, y no se queda enclaustrada en su propia casa, siempre lleva las de ganar.
(Ramírez, 2013).
¿Qué emigrante deja atrás su propia casa? Cuando se emigra, la casa entera, la experiencia física, espacial, ligada indefectiblemente a la emocional se traslada inconscientemente con el portador de esa lengua que va a formar parte del infinito: irreductible y desconocido.
En una época que se caracteriza por las migraciones globales, por el quiebre de las grandes ideologías políticas de la guerra fría, por la crítica del «logos occidental» (Derrida, 1986 [1968]), el reconocimiento del «pensamiento archipiélago» (Glissant, 2008) y la presencia del Pacífico que implica repensar «nuestro imaginario» (Ette, Mackenbach, Nitschack, 2013), queda abierta la pregunta de si, efectivamente, Ramírez no sigue atrapado en esta representación imperial de conquista/territorio, por ejemplo, cuando escribe lo siguiente: «[…] ningún otro idioma es dueño de un territorio tan vasto[…]» En efecto, es un territorio «apropiado», que tiene un dueño, un imaginario que todavía circula en las fronteras de un lenguaje heredado —dueño, colonizador, territorio— que prolonga su discursividad en el tiempo global, donde los emigrantes hacen el mundo. La pregunta de fondo, latente, es si el discurso de Ramírez responde en cierta medida a un cierto panhispanismo remozado, un discurso que, desde el último tercio de siglo xix, se ha reelaborado a ambos lados del Átlantico (Pascuaré, 2000), donde los escritores tenían un «rechazo profundo al positivismo y buscaban diferenciarse de los valores de la sociedad capitalista, reivindicando la espiritualidad, la imaginación y el esteticismo» (Pascuaré, 2000: 283). Habría que preguntarse si este panhispanismo de finales del siglo xix y principios del siglo xx (compañero de viaje del Modernismo latinoamericano) es una especie de Romanticismo alemán tardío, en el cual el lenguaje es una plataforma para fundaciones y recreaciones de identidades, nacionales y culturales que, en las costas americanas, caribeñas y centroamericanas, se institucionaliza con las fundaciones de las academias por iniciativa de las élites intelectuales americanas.2 Estas élites se veían abocadas a fundar estados nacionales, y, sobre todo, articular un discurso de dueño-territorio, un colonialismo interno, que permitiera crear la idea de Nación (dominicanidad, panameñidad, puertorricañidad, etc.) bajo su dirección de sociedades mestizas3 y discursos excluyentes (derivados y fundadores de la hispanidad) que, en caso extremo, justificaron masacres como en la República Dominicana en 1937 (Rodríguez, 2007).
Me parece, sin duda alguna, que Ramírez es muy consciente de esta problemática. De lo contario, no haría énfasis particular en la diversidad, en el otro y en la heterogeneidad. Sin embargo, queda atrapado en la lengua —«…nuestro punto de partida, y de referencia común, es la lengua»— aunque inserte en su centro, en su nucleo de sentido el movimiento y la diversidad. Además, la lengua es espíritu, pensamiento, arte poético, todos elementos de ese discurso que nos hace diferentes, que nos crea y nos recrea como una comunidad global, un soñado «panhispanismo» a la conquista del mundo.4 Por esta vía llego a la conclusión de que, si bien el discurso de Ramírez está lejos de responder a las viejas coordenadas del «panhispanismo» (aunque reconocemos los puntos comunes del discurso hispánico de mestizaje), está organizado en los parámetros e intrumentos tradicionales de una discursividad, cuya lengua es la portadora de una comunidad sentida, imaginada o soñada. En fin, el discurso de Ramírez es la recreación de una comunidad transnacional, donde los intelectuales todavía reclaman la identidad para/de una comunidad donde los estados-nacionales —por las inmigraciones globales— han perdido el control y el poder cuasiabsoluto de representación sobre la nación y la cultura, porque, precisamente, la globalización implica la disociación de la nacionalidad de la cultura y de la llamada raza.5
El Caribe es un espacio de teorías e imaginarios culturales (Mackenbach, 2013). En efecto, quizá no hay otro espacio que, en tan poco tiempo y con tan extrema densidad, haya producido en toda su multiplicidad y variedad, teóricos, escritores, investigadores en todas las lenguas que se articulan en este espacio abierto, en movimiento, y en constante transformación (Ette, 2008): Fernando Ortíz, Aimé Cesaire, Édouard Glissant, Cyril Lionel Robert James, Antonio Benítez Rojo, nombres visibles de un espacio que, desde 1804, con la revolución haitiana, asaltó Europa y el mundo al poner a los desterrados de esta tierra, a los esclavos, en la historia de un Occidente que, con el filósofo Hegel, declararía que la historia mundial, «die Weltgeschichte», solo la hacen los pueblos que han construido un Estado.7 Y precisamente en este espacio, el Caribe, donde hay una concentración de lenguajes (sin olvidar el creol), que es posible pensar más allá de las lenguas. Ante una pregunta sobre la lengua, el teórico cultural caribeño, Glissant, respondió:
On en peut pas être prophète. Je crois que le destin des langues est liè au rapport entre oralité et écriture. Peut-être que le livre va mourir, en tant que forme concrête de la connaissance dans nos sociétes. Il est for possible que le livre meure et que dans trente ans les lecteurs des livres se constituent en sectes de catacombes, réprouvés par la morale publique. Il est possible que, dans cette perspective, les livres soint des réceptacles à peu près clandestins de l’organicité des codes, un peu comme le code de la route, le code gastronomique, etc. Les langues s’appauvrissant. Mon spoir, c’est que cette espèce de fragance, de variances, d’infinie multiplicité des contacts, de conflicts de langues, donnera naissance à un nouvel imaginaire de la parole humaine qui va peut-être transcender le langues. Je ne ve pas être prophête, mais je pense qu’un jour la sensibilité humaine ira vers des langages qui dépasseront les langues, qui intégreront toutes sortes de dimension, de formes, de silences, de representations, qui seront auton de nouveaux élements de langue.
(1996: 94).8
En efecto, él no es un profeta. Tampoco comparto su pesimismo frente a la posibilidad de la desaparición del libro. No obstante, dentro de las condiciones propias de la teoría cultural de este autor, del pensamiento archipiélago (la diversidad), entendido como una teoría global, que ya tiene unos buenos años tras de sí desde que se formulara a mitad de la década del noventa del milenio pasado (Gyssels, 2010), es posible entender en toda su dimensión esta posición de Glisssant con respecto a las lenguas, si, de antemano, se comprende su teoría del Todo-mundo:
[…] no solo hay cinco continentes, están los archipiélagos y una infinidad de mares, evidentes y ocultos, los más secretos de los cuales ya comienzan a conmovernos. No sólo hay cuatro razas, sino asombrosos encuentros que se despliegan holgadamente. No sólo hay grandes civilizaciones: la propia medida de lo que se llama civilización cede más cercanas e imbricadas unas con otras. Los detalles engendran totalidad por todas partes. Al conjunto de estos elementos inextricables e inesperados lo he denominado: todo-mundo.
(Glissant, 2008: 3).
Glissant hace una diferencia entre el pensamiento continente y archipiélago. El primero es el pensamiento de lo absoluto, lo totalitario, el pensamiento que tuvo su gran inspirador en Hegel: el fin de la historia y de la razón misma. La crítica a este no ha sido solamente a condición de restituir la libertad frente al pensamiento totalitario, en reconocer que «El hegenialismo constituye el renacimiento del tribalismo» (Popper, 1967 [1945]: 13), sino también a condición de restituir al todo de la tentación absoluta del control, del Mismo, que niega la existencia del Otro al ponerlo solo en relación con lo Mismo, como critica Emmanuel Levinas, a quien puede considerarse como un precedente de Glissant en la formulación del infinito: «no llega a la unión del cognoscente y el conocido, no llega a la totalidad» (Levinas, 2002 [1961]: 84). Pensar al Otro es darse cuenta de la inconmensurabilidad del mundo, del infinito, que no es definido por la totalidad, que no entra en el juego de la dialéctica, que todo lo engulle y lo engloba. Esta matriz del pensamiento de Levinas (ecos que encontramos en Glissant) es lo que permite pensar la diversidad, la diferencia, en un mundo que se desenvuelve en múltiples «detalles» pero en el que, al mismo tiempo, estos «detalles» constituyen un mundo en sí, es el Todo-mundo de Glissant, que solo puede existir en términos de relación, una «poética de la relación», que da cuenta de lo «inextricable» del mundo, de lo incomensurable de las relaciones: «la Relación se entiende aquí como la cantidad que resulta de todas las diferencias del mundo, sin que se pueda excluir una» (Glissant, 2008: 7).
No hay unidad del cognoscente y del conocido. Sin embargo, hay relación. No la relación que lleve a la totalidad, sino que el Todo-mundo es la conciencia de la inconmesurabilidad. Las partes no existen en (y en relación) con la totalidad, y la totalidad no es la realización de las partes y estas no representan la totalidad, sino que el pensamiento archipiélago se desplaza por el reconocimiento del Otro, su inconmesurabilidad (el infinito), donde es imposible aprehender el Otro a través de un procedimiento de imposición, de identidades fijas y de raíces, porque pensar al Otro en relación, sin negarle su existencia como Otro, es dejarlo libre de la totalidad que crea un discurso de la exclusión. Ir más allá, entonces, del pensamiento continental es saltar sobre la particularidad que, en su impulso de determinación, pretende ser universal. El pensamiento archipiélago es consciente de que navega bajo y entre las aguas de las grandes narrativas de la filosofía, la ideología y la política que se han articulado históricamente en las dicotomías del logos occidental y de la modernidad tales como absoluto-contingente, particular-universal, cuerpo-alma, ser-ente, eternidad-efímero, romanticismo-ilustración, nacional-regional, progreso-tradición, razón-no razón, cosmopolita-provincial, sociedades sin escritura-con escritura, etc. Estas dicotomías han sido un juego de inclusiones-exclusiones y encuentra sus más variadas fundamentaciones a partir y alrededor de principios del siglo xvi (la época moderna), que posibilita la entrada de conceptos como progreso, tiempo moderno y el futuro (Habermas, 1989). Pensar en términos archipiélagos es reconocer, bajo estas dicotomías continentales del logos occidental que, según Derrida, se funda en la «metafísica de la escritura fonética» —por ejemplo del alfabeto— (Derrida, 1986: 7), lo infinito del mundo, su inconmensurabilidad, captando o teniendo consciencia de las relaciones, las transformaciones y la inmensa «créolisation del mundo»,«lo inextricable de la relación entre las culturas, con tantas e inesperadas prolongaciones» (Glissant, 2008: 10). Las prolongaciones, lo inextricable y lo impredecible forman parte de esta «créolisation» que es una imagen del Todo-mundo. Glisssant, en efecto, a pesar de que afirma que «[…] la créolisation, c’est le métisagge avec une valeur ajoutée qui es l’imprévisibilité» (Glissant, 1995: 17), no está hablando en el lenguaje del mestizaje (la mezcla de las razas), tan propio de la cultura de los estados-nacionales latinoamericanos, tampoco de multiculturalismo y, mucho menos, de melting-pot. Su créolisation del mundo no pretende crear «la raza cósmica» a lo Vasconcelos, «exaltación del mestizaje hasta la alucinación» (Gómez Izquierdo y Díaz de Rivera, 2011: 89), que es una especie de hegelianismo, tribal y romántico, aplicado a discursos que rayan en la ingeniería social positivista y eugenésica. La créolisation de Glissant es el intercambio con el Otro sin perderse o desnaturalizarse, es decir, lo que caracteriza la créolisation es lo inesperado de los resultados de la relación entre culturas y seres humanos. Nadie se diluye, no se compone una totalidad, no hay la síntesis universal de una gran raza única.
El Todo-mundo, el reconocimiento de un pensamiento archipiélago, es la presencia de un pensamiento que nos puede abrir inmensas posibilidades de reflexión. Sobre todo, nos da elementos para salir del gran complejo de la identidad (de profundas «raíces» en el continente) y, particularmente, de la identidad cultural romántica que, en nuestras playas, ha sido y es el núcleo de los discursos de fundamentación nacional: «the fatal junction of the concept of nationality with the concept of culture» (Gilroy, 1993: 2). Este discurso romántico está fundado en la idea de que el mestizaje, el español, el indio y, en menor medida, el negro, son los pilares culturales de la nación, discurso que tiene su impronta en la literatura nacional como, por ejemplo, el documento de fundación de la Academia Panameña de la Lengua, cuyo proyecto es «depurar la lengua de galicismos y anglicismos…» «[…]estudiar las lenguas indígenas habladas en el territorio panameño», en fin, «echar los cimientos del llamado folclore nacional» (Alfaro, 1969 [1926]:18). Es una identidad cultural que, desde su nacimiento, no es más que una ritualización caricaturesca de lo que pretendidamente somos en el zoológico racial de la nación. El pensamiento archipiélago de Glissant, el Todo-mundo, no es un pensamiento simplemente provocador, sino que es un pensamiento que se articula en las ruinas de una modernidad que, a partir de su logos excluyente, no permite comprender el mundo en sus intrincadas relaciones, por debajo o por encima de las identidades de grandes continentes, de los grandes océanos, de las grandes lenguas y de las grandes razas.
Pero si pensamos en construcciones culturales caribeñas como mulatismo (Cuba), indigenismo (Haití), negritud y creolité (Martinica), construcciones que se elaboran entre la década del treinta y noventa del milenio pasado, construcciones que fundamentan identidades, donde la raza, la cultura y las etnias se ponen en relación con el Otro para fundamentar lo Mismo (aunque en su interior se reconozca la diversidad), es decir, nuevas exclusiones culturales y humanas, tenemos que la teoría del caos (reconocimiento del Otro) es una posibilidad de salir de este dilema que, en palabras de Benítez Rojo:
[…] es una nueva actitud, cuya finalidad no es hallar resultados, sino procesos, dinámicas y ritmos que se manifiestan dentro de lo marginal, lo residual, lo incoherente, lo heterogéneo, o si se quiere, lo impredecible que coexiste con nosotros en el mundo de cada día.
(Benítez Rojo, 1989: IV).
No es otra la actitud de Glissant que, queriendo ir más allá de la «tendencia esencialista e integralista», piensa que el Caribe «…se caracteriza por su relacionalidad…» (Mackenbach: 22). En efecto, considero que, desde la publicación de Le Discurs Antillés (1981), Glissant reconoce (aunque no con la consecuencia como lo hace en la Poétique de la Relation (1990), esta problemática que había sido muy bien reconocida por Levinas al reivindicar el infinito, la relación con el Otro sin totalidad, como camino para salir de la dialéctica excluyente de lo Mismo y lo Otro: «Le Divers, qui n’est pas le chaotique ni le stérile, signifie l’effort de l’esprit humain vers una relation transversale […]» «Le Méme requiert L’Etre, le Divers établit la Relation» («Lo diverso, que no es lo caótico ni estéril, significa el esfuerzo del espíritu humano hacia una relación tranversal sin trascendencia universalista […] Lo Mismo necesita del Ser, lo Diverso establece la Relación») (Glissant, 1997 [1981]: 327).
Aunque Glissant, en efecto, no renuncia a ciertos términos clásico-románticos de comprender el Caribe como «le métissage» y la «créolisation», que podrían dar la impresión de que estamos frente a nuevas reconfiguraciones de la cultura y la raza en el Caribe, lo que se tiene es una teoría cultural que parte de estos conceptos clásicos para pensar nuevas problemáticas culturales con repercusiones globales, por ejempo «…la créolisation, c’est le métisagge avec une valeur ajoutée qui es l’imprévisibilité» (Glissant, 1995: 17). Lo imprevisible es clave en la comprensión de la teoría cultural de Glissant, es decir, no se trata de construir una nación que reclame una síntesis de culturas, identidades o razas, afirmándose así —de acuerdo a Levinas— el absoluto que todo lo engulle, sino de restituir y tener consciencia de que lo imprevisible es lo infinito de todas las relaciones posibles. Así, finalmente, es posible comprender en toda su dimensión la cita de Glissant sobre el lenguaje, la palabra humana y la lengua. En el intrincado juego de relaciones, infinitas e imprevisibles, el lenguaje es la proyección de la créolisation, el archipiélago de nuestro Todo-mundo, que va más allá de las lenguas, comprendidas como continentes, que tienden hacia lo absoluto, la unidad, y lo uniforme. Esta diferenciación entre lengua y lenguajes sería, además, la conexión y la aplicación que haría Glissant con otra imagen cultural (de procedencia vegetal) que proviene de Deleuze y Gutari, al hacer estos dos últimos la diferencia entre raíz —«la pensée de racine qui tue autour d’elle»— y rizoma —«est la racine qui s’etend à la reencontre d’autres racines»— (el pensamiento de raíz —que mata alrededor de él— y el rizoma —es la raíz que va al reencuentro de otras raíces—) (Glissant 1995: 45). Lo primero es para designar las identidades excluyentes (cultures atáviques), únicas, y lo segundo para establecer las conexiones imprevisibles (cultures composites). Este pensamiento de Glissant, que está conectado o en relación con el de Deleuze y Gutari, hace entonces hincapié en el chaos-monde, entendido como el «choc, l’intrication, les répulsion, les attirances, les connivences, les oppositions, les conflicts entre les cultures de peoples dans la totalité-monde contemporaine» (Glissant, 1995: 62). Hay, en efecto, «un mélange culturel, qui n’est pas un simple melting pot, par laquel la totalité-monde se trouve aujourd’hui réalissé» (Glissant, 1995: 62).
Este camino de Glissant, es decir, el pensamiento archipiélago, comprendido como el conjunto de relaciones incomensurables, infinitas e inabarcables, implica la imposibilidad de establecer identidades cerradas, continentales, en un mundo que está en permanente relación y transformación. Es, en efecto, una narrativa cultural que permite repensar lo que significa los lugares comunes del cosmopolitismo, la identidad de los estados nacionales y la cultura, la literatura y las lenguas universales, el logos occidental, bajo una mirada crítica, relacional, que pone al mundo en relación archipiélaga, donde los absolutos, en sus formas identitarias, excluyentes, son atravesados por el infinito.