Me invitan a opinar en esta mesa sobre la crítica «del papel al blog», en mi condición de autor de ficciones. Propuesta peligrosa. Una ley no escrita dice que un autor nunca debe hablar sobre los críticos. No hay que contestarles, ni para agradecerles cuando te alaban ni para insultarlos cuando te descueran. No sé quién diablos habrá dictado esa ley. Presumo que fue un crítico. O quizás fue un escritor prudente, con miedo a los críticos.
Miedo justificado. Porque en Latinoamérica y en España la crítica periodística a veces es temible. No solo estricta o severa, que está muy bien; sino temible, que es muy otra cosa. A la hora de criticar tiene éxito el crítico más llamativo, no el más reflexivo. Aquel que llama la atención hacia sí mismo en lugar de hacia la obra criticada y su autor, despanzurrando películas, exposiciones o libros, antes que analizándolos. Descuartizar siempre ha sido más popular que analizar.
Los críticos serios, y algunos escritores ídem, se quejan de la decadencia de la crítica. Vargas Llosa en su ensayo La civilización del espectáculo escribe: «la crítica es una especie en extinción a la que nadie hace caso, salvo cuando se convierte también ella en diversión y espectáculo». Según él, esa crítica espectacular hace pareja con la literatura liviana (light) que predomina hoy. En ambos medios, la literatura y la crítica, lo que triunfa es la publicidad y la cultura de la celebridad.
Aunque creo que Vargas Llosa exagera un poco —con fines provocadores—, pienso que describe bien el círculo vicioso donde se ha encerrado una parte de la crítica. Precisamente porque se ha convertido en espectáculo es que ha decaído y ya pocos confían en ella. Los reseñadores carniceros nos divierten, como el circo de Nerón, con sus fieras devorando cristianos, divertía a los romanos. Pero nadie va a dejarse guiar, realmente, por una crítica neroniana.
Sugiero que lo opuesto a esa crítica espectacular sería una crítica «especular». Es decir, una crítica que operase como espejo, en todas las direcciones semánticas que este objeto ofrece. Una crítica que fuese reflejo y reflexión del libro que comenta, en lugar de convertirse ella misma en obra y sujeto espectacular.
Sin embargo, entre la animada multitud del espectáculo y la desnuda soledad del espejo, me temo que la crítica espectacular lleva las de ganar. Entre nosotros —me refiero al mundo hispanoparlante, como el de este congreso— la objetividad, la calma, el juicio sereno, venden poco. Hay que ser temperamental, apasionado y, en lo posible, rabioso. Cuando, por casualidad, el crítico encuentra un buen libro, entonces no basta con elogiarlo, hay que ensalzarlo, venerarlo, amarlo. En suma, hablar de él con el arrobo y la falta de objetividad propia de los enamorados.
Quien vaya a los claustros por ayuda quedará desamparado. La crítica literaria académica sería la naturalmente llamada a contrapesar los excesos de la crítica espectacular, asumiendo su condición especular o especulativa. Pero rara vez sabe o puede hacerlo. La crítica académica se ha enclaustrado en los despachos universitarios y en un circuito cerrado de referencias mutuas entre profesores. Desde allí, difícilmente puede moderar los excesos de la crítica espectacular.
Ni siquiera podemos pedirle a la academia que contribuya a crear una tradición. Primero, porque la misma palabra tradición —a pesar de su rico campo semántico, que incluye las ideas de entrega y transmisión, entre otras— se ha vuelto tabú en los claustros (al igual que el vocablo «canon»). Y en segundo lugar, porque la academia se encuentra igualmente obnubilada por el deseo de novedad que obsesiona a la crítica periodística. La academia literaria —y repito que generalizo— también se desvive por la actualidad en lugar de la permanencia. Las modas intelectuales cambian, en los claustros, casi tan rápido como la ropa en los escaparates. Y las jergas académicas duran menos que los dialectos adolescentes.
Pongo en ese marco el tema de esta mesa: ¿Podrá la migración de soportes, del papel a la pantalla, cambiar decisivamente este estado de cosas deprimente? Lo dudo. Antes bien, se me ocurre que el blog, igual que el resto de las plataformas electrónicas, acentúa aún más la atomización de la crítica y, por tanto, su irrelevancia práctica. Con lo cual aumentan las ganas de algunos críticos por hacerse notar mediante comentarios cada vez más espectaculares. Y por ende menos objetivos. Y así ad nauseam.
Naturalmente, la diseminación de comentarios críticos en la Red también tiene algunos efectos positivos. Asistimos a una democratización virtual de la crítica. Hoy todos podemos ventilar nuestras opiniones a través de las redes sociales y así tener la ilusión de que influimos en las tendencias contemporáneas. Pero el límite de esta ilusión ya lo conocemos: en el ruido sin concierto del ágora moderna no es la «calidad» sino la «cantidad» lo que tiende a prevalecer.
Esa proliferación de la crítica, democratizada pero difuminada en miríadas de opiniones irrelevantes, es coto de caza del peor mercadeo. Presa fácil para los manipuladores publicitarios, la democratización de la crítica puede acabar en la dictadura de los «estudios de opinión pública», el reinado de los conteos estadísticos por sobre los juicios estéticos.
Ese reinado de lo estadístico por sobre lo estético es parte de un fenómeno mucho mayor: el imperio, cada vez con menos contrapesos, del relativismo cultural. Ya sabemos que a la quiebra de valores vigente en el horizonte posutópico —que vivimos desde el fin de milenio pasado— se ha agregado y de forma más aguda una quiebra de los parámetros estéticos. Quiebra más aguda sencillamente porque si desautorizar valores éticos da lugar a muchos y bienvenidos disensos, desahuciar valores estéticos sale casi gratis. Las grandes mayorías no creen en la importancia de la estética y, probablemente, ni siquiera creen en su existencia.
El panorama que pinto puede parecer demasiado negativo. Pero no soy pesimista. A cada época le toca su karma y este es el nuestro. Para lidiar con él podríamos intentar varias cosas.
Parto por la más polémica: podríamos revalorizar el concepto de canon. Dicho en otros términos, podríamos discutir la preeminencia que ha alcanzado el relativismo cultural en los asuntos estéticos. Si los críticos literarios periodísticos se diesen el trabajo de situar sus comentarios en el contexto de un canon estético (fuese cual fuese), avanzaríamos hacia una mayor objetividad o al menos hacia una menor espectacularidad.
Asimismo, ya sea en el papel o en la pantalla, unas cuantas reglas de urbanidad serían bienvenidas. Los editores e incluso el propio crítico —cuando se «autoedita», en un blog— podrían adoptar ciertas normas de etiqueta. Por ejemplo, un escritor nunca debiera criticar a otros escritores de su mismo género (me refiero al literario, no al mal llamado «género» sexual; aunque posiblemente esto último también sería conveniente evitarlo). Una mínima imparcialidad debiera inhibir a un crítico, que a la vez sea poeta o novelista, de criticar a otros poetas o novelistas. Si tanta prescindencia resultara muy difícil de cumplir, podríamos limitarlo a evitar que un escritor critique a otro de su misma nacionalidad y generación (vicio en el que yo mismo he caído alguna vez, mea culpa).
Agrego una propuesta práctica: los medios periodísticos deberían abrir espacios donde los críticos fueran, a su vez, criticados. Mientras los libros, las películas, el teatro, son constantemente evaluados, no existe ninguna evaluación pública de la crítica. Escrutar y exponer las prácticas y lenguajes de los reseñadores podría poner en evidencia la angustiosa búsqueda de espectacularidad de algunos. E inducir en otros un retorno a lo «especular». Los mejores críticos estarían felices, supongo, al observar cómo sus reseñas inteligentes y fundadas —es decir, moderadas— se distinguen de los abucheos o fanfarrias que caracterizan a la crítica espectacular. En todo caso, esa evaluación pública de la crítica contribuiría a elevar su calidad general y hacerla más responsable, devolviéndole la confianza del público.
Cierro estas tímidas propuestas con la que más me gusta. Acaso la única que justifica que un escritor de ficciones se siente a esta mesa, porque se trata precisamente de un propuesta de ciencia ficción. Teniendo presente la angustiosa confusión que la creciente diversidad de opiniones críticas produce y recordando aquella «máquina de narrar», que anhelaba el inefable Macedonio Fernández, yo propongo la invención de una «máquina de criticar (a los críticos)».
Esta sería una máquina cibernética alojada en un sitio de Internet. Este cerebro electrónico —puramente especular, ajeno a toda pasión espectacular— detectaría automáticamente a los críticos literarios en ejercicio. Luego, mediante algoritmos tan eficientes y misteriosos como los de Google, separaría a los críticos inteligentes y moderados de aquellos tontos y exagerados. Palabras y expresiones enfáticas, como «hazaña» o «galimatías», y expresiones tópicas como «es uno de los mejores escritores vivos» o «repone un tema pasado de moda», delatarían a los críticos espectaculares. En tanto que el uso del potencial y los interrogantes o palabras como «quizás» y «podría ser» indicarían la esencial ambigüedad y las dudas que son propias de una crítica equilibrada.
Con esos recursos, nuestra máquina de criticar a los críticos produciría un índice semanal de suprema utilidad. Con él no solo sabríamos qué libro han recomendado o desaconsejado, mayoritariamente, los críticos inteligentes; también nos enteraríamos de los títulos que los críticos tontos glorificaron o abuchearon. Siguiendo a los primeros e interpretando al revés a los segundos, nuestras visitas a las librerías serían mucho más placenteras y seguras.
A primera vista, esa máquina de criticar podría parecer contradictoria con mi aversión al uso de estadísticas en la estética. Pero me parece un riesgo que vale la pena correr. Tal aparato no les haría daño a los críticos prudentes. En cambio, la máquina serviría para moderar los excesos más recios de la presente tendencia a la espectacularidad crítica.
Imagino una utopía literaria: un mundo futuro en el que cada semana, junto con la estadística de los títulos más vendidos, y las reseñas de los libros, los periódicos publicasen un índice de calidad de las propias críticas. Me gusta imaginar que me escapo a leer en ese mundo futuro, librado del círculo vicioso de la crítica espectacular.