Quiero comenzar dando las gracias a los organizadores de este magnífico congreso y a la ministra de Educación de Panamá por habernos invitado a participar. Hace años que soñaba con asistir a un congreso de la lengua española, y ha sido justamente en esta nación entrañable donde por fin el sueño se me ha hecho realidad. También quiero saludar a mis compañeros de la mesa, algunos que eran mis amigos antes de este congreso y otros que lo están empezando a ser a partir de ahora.
Y si antes he dicho «entrañable» es porque Panamá acogió a mi abuelo en su exilio. Demófilo de Buen fue invitado por este querido país a impartir clases en la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas y, aprovechando su estancia aquí, colaboró también en la redacción del Código Civil de Panamá. De hecho, Demófilo de Buen vivió en esta bella ciudad por unos tres años, hasta que, con la salud ya muy quebrantada, tuvo que regresar a México simplemente a sentir la compañía confortante de su esposa e hijos durante los últimos días de su vida, en 1946.
Entremos en materia, que tenemos un tiempo muy breve y meticulosamente medido por nuestro severo moderador.
Seguramente, ustedes conocen el sumo, el deporte nacional del Japón. No se preocupen, que no vengo a hablar de deportes y menos de uno que nos es tan ajeno. Lo traigo aquí como un ejemplo, entre los muchos posibles, de algo donde la forma es fondo. Para un verdadero aficionado, el sumo no tiene sentido sin el ritual sintoísta con que suele adobarse: la sal que se echa para la buena suerte, el arreglo cuidadoso del dohyo, los trajes tradicionales de los jueces, el cuidado tan peculiar del mawashi (sepan que el mawashi, ese calzón que usan los luchadores, nunca se lava, solo se seca al sol, porque lavarlo es de mala suerte), las danzas y alardes de pavo reales que el público corea ardorosamente… Sin esto, el sumo no sería más que un encuentro de dos carneros con sobrepeso.
Esto podría bastarnos a los occidentales, villamelones al fin. Por cierto, aprovecho este momento para informar a la RAE sobre esta palabra, muy arraigada en México: villamelón es el que, sin saber de toros, va a una corrida y se comporta como si dominara el tema. Decía, pues, que a los villamelones occidentales nos basta con los pocos segundos que a un luchador le toma sacar al otro del dohyo o hacerlo tocar la arena con cualquier parte del cuerpo que no sea la planta de los pies.
Pues bien, algo parecido encuentro en el mundillo del libro. Sé que comparar el libro con el sumo no es una alegoría fragante y delicada, como merecería el más elevado producto de la cultura universal, pero será algo que todos podremos imaginar vívidamente, sobre todo cuando el conferenciante ha tenido el atrevimiento de presentarse, en pleno siglo veintiuno y en una mesa sobre el lenguaje gráfico y cosas por el estilo, sin fotografías.
Leo con frecuencia en libros electrónicos; lo hago en mi Kindle o en mi tablilla; nunca en la pantalla de la computadora, porque no lo soporto. Encuentro esos libros prácticos para el estudio, mucho más prácticos que los de papel. Puedo subrayar en ellos sin pudor y encontrar los datos importantes mediante búsquedas informáticas, rápido y con la precisión necesaria. Además, si veo que el autor cita a otro insistentemente, salto al portal de ventas de libros, busco la obra que me interesa y, si está disponible en formato electrónico, en segundos y por un módico precio, puedo comenzar a consultarla.
En los pequeños pueblos de este continente, en nuestras naciones, unas pobres y otras no tanto, nunca tuvimos tan buenas noticias con respecto al acceso a la cultura y el conocimiento. Hoy es posible revisar desde aquí miles de volúmenes raros; solo se necesita una conexión a la internet. Hasta hace pocos años, algunos de nuestros colegas tenían que hacer viajes largos y costosos solo para poder consultar un libro raro. El libro electrónico, o lo que quiera que sean estos cacharros, nos permite llegar a la información que antes estaba reservada a las bibliotecas más grandes de los países más ricos.
Mis obritas deben mucho a esta ventaja de la modernidad; de hecho, podría decirse que son el resultado de estos avances en la difusión del conocimiento. Durante los últimos veinte años he vivido en ciudades donde las bibliotecas públicas carecen de obras especializadas y libros históricos. Pero la informática me permite meterme en una biblioteca virtual, como la de la Universidad de Sevilla, y observar de cerca libros fabulosos, verdaderos tesoros para un investigador de las letras, la tipografía y el diseño editorial. En conjunto, las redes informáticas nos permiten analizar ediciones de Gutenberg, Jenson, Manuzio, Juan Pablos, Garamond, Baskerville, Didot, Bodoni y muchos más.
En pocos segundos podemos encontrar una biblia de Gutenberg y analizarla letra por letra, algo totalmente imposible si quisiéramos hacerlo con un ejemplar de verdad.
Y bien, ya he dicho «de verdad», y con esto me refiero a esos libros que tienen olor, peso, textura; a esos objetos que recogen el tiempo y el polvo solo para exhibirlos cada vez con más orgullo. No, esta no es una charla de nostalgias. Cada objeto representa su tiempo, su momento: por ejemplo, un viejo aparato de radio o televisión. Estos artilugios podrían funcionar perfectamente en estos días si han sido bien cuidados, pero serán incapaces de presentar los programas de hace cincuenta años. En cambio, el libro de papel es inmutable. Permanece intacto, como testigo perfecto del momento en que fue impreso. Continente y contenido son una pieza única e indivisible.
Esto se debe a que el libro de papel, trátese de lo que se trate, es siempre un producto gráfico donde la forma es fondo.
De seguro, los aquí presentes tenemos una visión sesgada, incluso romántica, del libro de papel. Lo amamos tanto como al idioma; a veces, incluso un poco más. Algunos de ustedes son lectores; otros, coleccionistas, además de lectores; otros más habrá que los diseñen o piensen acerca de sus formas, de la diversidad de sus presentaciones; habrá también quienes escriban sobre ellos… Yo, por ejemplo, diseño libros y escribo sobre cómo diseñarlos. Trato de transmitir conocimientos sobre cómo hacer que un producto editorial sea más legible y más grato a la vista. De modo que mi visión está fuertemente sesgada por la estética y la eficacia del producto.
Así que, cuando veo un libro, el texto es tan solo una de las partes, porque me interesan también los márgenes, los tipos con que está compuesto, los aromas, la calidad de la impresión, el espesor del papel, las tintas, el peso, la geometría de la página. Me fascinan, de manera muy especial, los espacios, es decir, todos los blancos, todo lo que no es. Por cierto, tal es, en verdad, la gran diferencia entre el libro de papel y el libro electrónico. En la pantalla, el blanco no es nada o es a lo que no es; en el papel, el blanco es la expresión de la jerarquía, del orden, de la comprensión. El entendimiento del espacio no impreso es lo que estrecha el vínculo entre el autor y el lector, lo que provoca la desaparición forzosa y el debido anonimato del diseñador editorial en el fascinante acto de leer.
Los libros tradicionales no desaparecerán en mucho tiempo, pero serán pocas las obras que merezcan ser llevadas a la prensa. A fin de cuentas, el proceso de diseñar y preparar un libro para la prensa es complejo, exige conocimientos especializados y es costoso. Pero es enormemente digno. Sin embargo, con todo y esta confesión de optimismo, temo por el futuro de algo que, lamentablemente, parece que se perderá sin remedio: la asociación de la palabra libro con el volumen impreso. Cuando veo mi Kindle, no puedo creer que a un espíritu perverso se le haya ocurrido poner una palabra tan venerable en las cabezas de los inventores. Me temo que mi defensa de la palabra libro sí es nostálgica; es, incluso, fetichista.
El artilugio electrónico —y ojalá que le encontremos rápidamente un nombre apropiado— es como el sumo sin los rituales. Podrá complacernos momentáneamente, pero, si se trata del placer sensual de leer, preferiré siempre el beso, el abrazo, la caricia tersa del papel.