El destino, como la belleza, no se puede interpretar, es un cielo que se manifiesta a nuestro paso, herida que no cesa de manar. Los románticos alemanes tenían claro que el destino era visión o, si se prefiere, revelación: al escritor le era dado ver, intuir. En el diálogo entre Critias y Hermócrates, Hölderlin1 pone en sus labios el siguiente diálogo: «Hermócrates: ¡Confía en mí y no temas lo que es necesario! ¡Ha de suceder! Critias: Allí viene. Mientras pierdes todo, búscate a ti mismo, espíritu extraviado».
Nacido de una pregunta, el destino forma parte de nuestra sed, es raíz de nuestra lengua. Hace algunos años, trabajando junto a un traductor norteamericano un poemario que inicia con: «Primer esbozo de sed» y cuyo libro lleva por título Los momentos del agua, me percaté de que traducir «sed» es complejo. El diálogo en el poema comienza así: «Tengo sed» a lo que alguien, en la segunda línea, responde: «Háblame de tu sed». El traductor había dejado la línea tal cual: «I am thirsty». Al leerlo supe de inmediato que no estaba vertido de la forma como lo había dicho en el original. De inmediato vino a mi mente la narración bíblica de Jesús, en el momento justo anterior a su muerte. Casi todas las representaciones de este suceso dejan entrever un hecho ya consumado: creemos que es el ocaso porque se han oscurecido los cielos, hay una hondo silencio hundiéndose en la tierra, se advierte que hay un solo hombre, aunque en ocasiones aparezca acompañado por otras dos figuras: los ladrones Dimas y Gestas; pero la imagen que vemos con frecuencia es la de un hombre sin más compañía que los leños de la cruz. Por sí sola la imagen es vastísima al evocar soledad, hambre, abandono. Volví a la línea traducida: «I am thirsty», que es lo que dice un niño a su madre mientras juega, y lo más probable es que lo diga con una sonrisa vivaz, pues sabe que muy pronto su demanda será satisfecha. La sed de la que hablo en el poema es una sed seca, un antiguo dolor (las más de las veces se busca algo ocultando un vacío), que no puede ser saciada con agua sino con más sed. El poema dice:
—Tengo sed.
—Háblame de tu sed.
—¿No ves que está seca mi lengua?
—No quiero que bebas del agua.
—Mi sed está en mi voz.
—No vayas al papel, usa tu memoria.
—Necesito que me escuches.
—Te escucho.
—Sólo los muertos escuchan.
—¿Y yo?
—Tú no me puedes entender.
—Quiero que me hables y que no bebas del agua.
—¿Hablas de mi desierto?
—Hablo de lo que ves.
—Desierto y sed. Mis labios están secos, siento una fina tela blanca en el techo de mi paladar.
—Háblame de eso: de tu sed de caricias, de ternura…
—Lo dije en el poema.
—¿Me lo puedes dejar?
—No, quería leerte lo que escribí en el vuelo.
—¿Lo traes mañana?
—Mañana seré otra.
Por la mañana llamé al traductor. Quería saber cómo hubiese resuelto la línea de haber estado trabajando con un texto en el lenguaje bíblico. Recordaba que era una de las siete palabras expresadas por Jesucristo, según las fuentes cristianas, antes de morir: «I Thirst», me respondió, lo que literalmente sería: «Yo Sed». «I» es el yo sintiente, «Thirst» la sustantivación del ser. Entiendo entonces que lo que dice la figura representada es: «Yo soy Sed». Lo que el traductor no había logrado era traducir mi sed, palparla. Él no estaba en mi lengua. Cuando a Marcel Proust se le criticó el haber traducido a Ruskin sin hablar inglés (aunque alegaba leerlo a la perfección), respondió a la crítica: «No es necesario que yo sepa leer inglés, al que debo saber leer es a Ruskin».
Leer la sed es lo que se requiere en traducción. Homero es el gran traductor del agua. Si no lo fuera, Ulises no hubiera tardado tanto en regresar a su tierra, no hubiese sido tampoco necesario librar batallas contra demonios, internos y externos, pero lo más importante, él regresa a su origen, la Belleza, porque es ella quien satisface, solo temporalmente, su ansia de respuesta. Y es Constantino Kavafis quien mejor logra traducir a Homero. Cito un fragmento de su poema Ítaca:
Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca
debes rogar que el viaje sea largo,
lleno de peripecias, lleno de experiencias.
No has de temer ni a los lestrigones ni a los cíclopes,
ni la cólera del airado Poseidón.
Nunca tales monstruos hallarás en tu ruta
si tu pensamiento es elevado, si una exquisita
emoción penetra en tu alma y en tu cuerpo.
Elevar el pensamiento, dejar que una exquisita emoción penetre el alma, es lo que da la traducción, porque al final del día nos percatamos de que todo aquello que traducimos no es sino sed. Hay que buscar siempre la otra voz, ser por ella penetrados.
En la antigua Grecia, el destino se vivía de un modo más trágico puesto que era repartido por las moiras, según iban hilando el carrete. «Re-partían» la existencia, eran, por decirlo de manera poética, depositarias de un segundo parto, de un segundo exilio. Un bello tapiz del siglo xvi, El triunfo de la muerte o los tres destinos, realizado en Amberes durante el siglo xvi, y que ahora se encuentra en el Victoria and Albert Museum de Londres, tiene representadas a las moiras o diosas Cloto («hilandera»), quien hilaba la hebra con una rueca y un huso, Láquesis («la que echa a suertes»), quien tiene a su cargo medir la longitud del hilo de la vida y Átropos («inexorable o ‘inevitable»), quien cortaba el hilo de la vida. En el tapiz las moiras están de pie sobre un cuerpo de mujer tendido, parece ser la madre, ahora muerta, o dormida, una madre que nos recuerda el mundo, como una lengua extendida a lo largo de la calle. La madre sustenta los destinos. Ella es la lengua, ella fue el inicio de nuestra sed. En posición horizontal su cuerpo recuerda los maderos de la cruz. Ella, recostada sería el «I», las moiras, de pie, en posición vertical, serían el «Thou» si recordamos ese bello fragmento de Martin Bubber. No hay sed sin otra lengua, no hay vida, no hay destino. Para que haya un «Yo», debe necesariamente existir el «Tú». Si la madre nos muestra el primer exilio, la lengua se precipita ante nosotros como nuestra primera sed. Salir al otro, es la segunda expulsión hacia una pregunta. «La vida», dice Paz, «es una larga pregunta sin respuesta».
Para mí, decir destino es recoger una ausencia, es volver a las líneas de la arena, a los pasos borrados por el viento. La sed no seca la lengua. Si en ella pusiéramos cualquier agua, la sed se multiplicaría. La madre, esto es, nuestra primera sed, no puede devenir mirada para el poeta: la primera mirada es como un lago al anochecer, verdadero, pero irreal. La lengua madre será siempre el espejo de la pregunta fundante, esa por la cual y hacia la cual encaminamos nuestros pasos, como otros ojos que nos llevan hacia lo real.
Para quienes venimos de familias de exiliados, los pasos suelen borrarse por temor de que alguien dé a nuestra huella alcance. Por ello, la pregunta nacida de la sed está en la traducción, del mundo, de los otros, del arte.
Cada vez que salimos de nosotros propiciamos un autoexilio para dejar de ser el «I» e ir en busca del «Thou». Ese exilio ofrece la contemplación del madero con ambos leños unidos, aunque cada uno apunte en distinta dirección. La sed une. Y esto nos lo ha enseñado de mil formas Kierkegaard: «Todo don bueno y toda dádiva perfecta viene de lo alto, desciende del padre de las luces, en quien no hay cambio ni sombra de variación»2. Lo que hace el filósofo es reflexionar sobre las palabras del apóstol Santiago sobre la fuerza de las palabras, sobre su semántica. Las palabras no solo elevan el alma, sino que la llevan hacia…
Chihuahua es mi destino de once puertas. Del desierto del Sahara salieron mis abuelos hacia el desierto de Chihuahua. En estas arenas me creé, de ellas saqué agua para mi desierto. El exilio suele ser mitad deseo, mitad azar. Bello como la melancolía, posee el lenguaje de los dioses: se obedece vislumbrando un incierto futuro que no se puede remediar. Así nacía en la palabra, con mi lengua agrietada por la sal, y la sed.