Los silenciosos monjes copistas o escribas monásticos de la Alta Edad Media, los que reproducían libros entre gozos —sentían que cumplían un deber para con Dios (Finito libro, sit laus et gloria Christo)—, escasos útiles (penna, ‘pluma’; rasorium, ‘raspador’; atramentum, ‘tinta’, y pigmenta, ‘colores para iluminar’) y padecimientos corporales,1 trazaron el camino de los correctores que luego revisarían sus minuciosos trabajos, en los que el arte paciente se enlazaba con las palabras. «Con la mano derecha, el copista sujetaba la penna y con la izquierda el rasorium, que le servía tanto para corregir los errores en la escritura como para acabar de alisar las irregularidades del pergamino».2 Un copista confiesa en un códice:«[…] tres digiti scribunt, totumcorpusque laborat…» («[…] tres dedos escriben, y todo el cuerpo sufre»). Era tan rigurosa la labor de los copistas que, al final de otro códice medieval, se lee la siguiente anotación: «Si alguno se lleva este libro, que lo pague con la muerte, que se fría en una sartén, que lo ataquen la epilepsia y las fiebres; que lo descoyunten en la rueda y lo cuelguen».3 Terminado el lento trabajo de escritura —uno, dos o tres folios por día, según la pericia del copista—, intervenían los iluminadores, quienes ocupaban los espacios en blanco con ilustraciones en miniatura pintadas, pero la creación de la imprenta alrededor de 1450 provocó su decadencia.
En los siglos xv, xvi, xvii y xviii, se habla del «Corrector General por su Majestad» (generalis corrector) o «veedor de libros impresos», designado por el rey. Aquel compone el testimonio de las erratas, que era en realidad un certificado del corrector oficial por el que señalaba la coincidencia del texto impreso con el original, que el Consejo de Castilla había autorizado a publicar. Uno de ellos fue firmado en Alcalá por el licenciado Francisco Murcia de la Llana: «Este libro no tiene cosa digna de notar que no corresponda a su original; en testimonio de lo haber correcto di esta fee. En el Colegio de la Madre de Dios de los Teólogos de la Universidad de Alcalá, en primero de diciembre de 1604 años».4 Era muy reconocido como corrector, tanto que, en sus Varias poesías sagradas y profanas que dexó escritas (aunque no juntas, ni retocadas), don Antonio de Solís y Rivadeneyra5 le dedica estos versos, que pertenecen al romance «Retrato del autor, a instancias de una Academia»: «Venga el pincel, y el pincel / sea un Murcia de la Llana, / que de mi cuerpo no enmiende, / sino apunte, las erratas».6
En el Siglo de Oro, los Murcia de la Llana formaban una familia de correctores. El oficio «les ofreció la oportunidad de aparecer, aunque modestamente, junto a los nombres de literatos de la talla de Cervantes, Lope, Quevedo o Calderón, entre muchos otros; así como de una pléyade de escritores de las más variadas temática y condición».7 Además, recibió del rey la merced de que el título fuera heredado por sus hijos.
Durante el reinado de los Austrias, se le dio gran valor a la corrección de textos; no obstante, no quedó ningún documento en el que se describiera minuciosamente en qué consistía el trabajo del corrector. Juan Vázquez del Mármol, también «desde su elevado puesto como corrector general, conocía las inquietudes y preocupaciones de los humanistas; lo atestigua la copiosa correspondencia que con él mantuvieron…».8 Es autor de las Condiciones que se pueden poner cuando se da a imprimir un libro; entre ellas, las que atañen al corrector se refieren a que este enmiende las pruebas a gusto del autor; que saque dos o tres si el autor desea corregirlas; que se las envíe a tiempo para que pueda hacerlo y que no deje una sola errata.9 Advertimos cómo destaca la relación de respeto que debe existir entre el corrector y el autor.
Estas dos magnas figuras de la corrección corroboran el lugar relevante de que gozaba en esa época el que recibía ese título. Pero no siempre se confiaba en ellos. Así lo señala la última carta que le escribe el humanista y gramático español Francisco Sánchez de las Brozas, el Brocense, al corrector Vázquez del Mármol, fechada el 19 de junio de 1588: «Yo dixe allí que este officio no se auía de dar sino a hombre de confiança, y que lo que menos cumplía era darse a hombre que es familiar de los libreros, y mucho menos corrector de emprentas, porque pueden trocar, mudar, enmendar, trasponer, añadir, quitar de lo que viene refrendado de Corte…».10 Se temía, pues, que el corrector se transformara en osado coautor, conducta que, sin duda, trascendía la etimología de su nombre (corrigere, ‘corregir’; cum, ‘con’, y regere, ‘dirigir, corregir’, ‘dirigir o corregir rectamente con’, ‘rectificar, reparar, reformar con’), que apunta a su carácter de «colaborador» del autor de la obra.
Los correctores eran necesarios y ocupaban un lugar privilegiado porque pocos sabían usar bien la lengua española: cotejaban el texto manuscrito con el ejemplar impreso a fin de comprobar que su transcripción había sido exacta; corregían «las mentiras» o errores que contenía, y las consignaban en su Fe de Erratas.
Hasta nuestros días, este cuidador de textos ha atravesado distintas etapas en las que nunca se sistematizó su formación como la entendemos hoy, pero sí se le exigió disciplina y cultura, piedras angulares de su quehacer. En las imprentas, siempre bajo la tutela de un maestro, los veteranos ayudaban a los noveles, y estos, cuando ya habían aprendido el oficio, preparaban a los que los sucederían. Este arduo aprendizaje duraba unos siete años.
Avancemos en el tiempo. En 1713, se le propuso al rey Felipe V de España la fundación de una Academia. El monarca estuvo de acuerdo, pero el Consejo de Castilla —según narra Juan Ramón Lodares— «ponía todas las trabas posibles», pues no aceptaba una entidad «donde casi ningún miembro era castizo castellano».11 Luis de Salazar y Castro era uno de los acérrimos opositores, y así lo expresaban sus palabras: «Venirse un italiano a hacer en Madrid el papel de corrector de la lengua castellana es un empeño temerario. Atreverse un gallego o maragato, con un acento más áspero y más duro que su tierra, a enmendar las expresiones cortesanas, es cosa que merece carcajada. Y pensar que un andaluz o extremeño han de ser compadres de los castellanos y los han de pulir el lenguaje es una de las aprensiones más ridículas».12 Como se advierte, aun no nacida la Real Academia Española, los correctores también andaban en lenguas.
Ha dicho Gabriel García Márquez: «… mi ortografía me la corrigen los correctores de pruebas. Si fuera un hombre de mala fe diría que ésta es una demostración más de que la gramática no sirve para nada. Sin embargo la justicia es otra: si cometo pocos errores gramaticales es porque he aprendido a escribir leyendo al derecho y al revés a los autores que inventaron la literatura española y a los que siguen inventándola porque aprendieron con aquellos. No hay otra manera de aprender a escribir».13 Y esas obras ejemplares pasaron ante los ojos atentos de los correctores, cuya historia no fue todavía contada porque se minimiza su misión en la sociedad. Pero García Márquez dice algo más: «Aún hoy […], los correctores de mis pruebas de imprenta me honran con la galantería de corregir mis horrores de ortografía como simples erratas»,14 y «los más benévolos se consuelan con creer que son torpezas de mecanógrafo».15 Aquí declara, pues, con gran humildad cuán necesaria es la intervención del corrector para poner en derechura algún percance lingüístico o para indicarle también al autor si hay desajustes entre el contenido y el tema que trata. Por eso, dicen muy bien Pelegrín Melús (corrector) y Francisco Millá (tipógrafo) que «perfeccionar una obra no es solamente librarla de sus faltas, sino también añadirle nuevos méritos».16 De esto se vale la comodidad de algunos estudiantes universitarios, quienes, si el profesor les dice «que en algún momento tendrán que escribir una tesis en correcto español» para que pongan empeño en cuidar su sintaxis, la respuesta es aún más cómoda: «Pues entonces ya me preocuparé» o «Para eso están los correctores. Profe, yo sé lo que le digo: hágale caso a García Márquez».17
A pesar de sus apreciados orígenes y de las palabras del escritor colombiano, en la cadena del libro, el corrector es aún hoy un profesional no calificado en paciente espera de plena identidad y de reconocimiento. Y esto se advierte en que muchos no saben cómo llamarlo. La mayoría lo denomina «corrector de estilo», pero el estilo nunca se corrige, ya que —según el Diccionario académico— es la manera peculiar de escribir de un autor, y, precisamente, nunca debe intervenir en esta; algunos lo llaman «corrector de originales» o «corrector de textos»; otros, que solo piensan en inglés, «revisor» y hasta «editor», y hay quienes confunden al «corrector de originales» con el «corrector de pruebas» o con «el lector de manuscritos». Trabaja en las editoriales o fuera de estas, pero, en realidad, casi siempre es tratado como una persona desligada del ámbito libresco; se lo necesita, pero, al mismo tiempo, se lo relega —y no pocas veces se lo maltrata— como si careciera de esa jerarquía que concede respeto y consideración. En algunas ocasiones, se le exige que sea corrector de originales, corrector de pruebas y editor, pero esta última no es tarea de su incumbencia. Lamentablemente, no faltan comentarios despectivos como este: «Es solo un corrector», y ese vapuleado adverbio «solo», sin tilde, menoscaba y deslustra su labor meritoria. Así, todo lo que con él se relaciona tiende a sepultarse en el cajón del olvido. Nadie ha dicho aún es un correctastro, pero eso no sucederá porque es difícil que esa persona conozca el sufijo -astro de significado despectivo. Además, si, por razones económicas, la empresa tiene que despedir a algunos empleados, el primero que padece el destierro es el corrector, sobre todo el que trabaja de manera independiente, como si su labor fuera prescindible, evitable. Corroboran nuestra afirmación las palabras de uno de los personajes (Martín) de Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato: «A lo que Martín respondió que en la imprenta hay épocas de más y épocas de menos trabajo, y que en esos casos despiden a los correctores libres».18
Para muchos escritores, el corrector no debería existir; les parece que la acción de corregir es altanera, despótica, dominante. Así lo expresa Camilo José Cela: «Los libros, con frecuencia, mejoran con esta gratuita y tácita colaboración, pero los autores rara vez nos avenimos a reconocerlo y solemos preferir, quizás habitados por la soberbia, aquello que con mejor o peor fortuna habíamos escrito».19 La escritora argentina Victoria Vázquez observa lo siguiente: «No obstante, antes de dejar mi “retoño” en manos de un desconocido, hube de llevar a cabo una tarea que a menudo olvidamos y que es importantísima de cara a dar una buena impresión a la persona que se ocupará de determinar la viabilidad comercial de nuestra obra. Por supuesto, estoy hablando de la corrección».20
La palabra corrector los espanta, pues se sienten regidos y juzgados por una persona ajena a su ámbito. ¿Cómo osa censurar lo que no ha escrito? ¿Cómo pretende ajustar, enderezar, enmendar, mejorar, regenerar textos si desconoce adónde los condujo su inspiración o sus intenciones? En acto de rebeldía, no pocos autores descalificaron el minucioso trabajo del corrector para demostrar neciamente su superioridad y obligaron a la empresa editora a ignorar las correcciones y a publicar la obra como había sido concebida. En este escenario, el «despiadado» corrector, que, por supuesto, no es coautor ni pretendió serlo, debe reconocer que ha perdido su tiempo aunque haya recibido una exigua remuneración por el trabajo.
La tarea que lo compromete puede definirse como un viaje de afuera hacia dentro, es decir, de la piel del texto a su carne, del cómo se ha escrito al qué se ha escrito, pero sin traspasar los límites entre una y otra, sin anclar en la tierra del autor para transformar su contenido o alterar su estilo. El corrector debe lograr el aurea mediocritas, ‘el dorado término medio’, ‘el justo medio’, del que hablaba el poeta latino Horacio para conseguir la felicidad, es decir, la sindéresis y la moderación, ese difícil equilibrio entre lo que puede hacer y lo que no debe hacer. Para lograrlo, tendrá que recibir una formación sistemática que acredite su actividad y proponerse una actualización continua respecto del buen uso de la lengua española, que deriva del conocimiento de las normas lingüísticas generales y de la normativa inherente al país de habla española donde trabaja, ya que la norma es hoy policéntrica y no monocéntrica. Y destacamos el valor de la norma local porque, por ejemplo, al corrector argentino se le presentan ejemplos como este: «… a veces demuestra cierta imaginación culinaria al confeccionar un postre de natas, huevos, vino y azúcar».21 En la Argentina, no se confeccionan postres, sino ropa, pero sí se preparan postres; tampoco se usa la palabra «nata», sino «crema». A pesar de lo que señalamos, pocos se ocupan de esa formación sistemática, de que esta le permita trabajar con idoneidad como corrector de originales, ortotipográfico y hasta de concepto, de que sea valorado y de que se le asigne el lugar que merece en las editoriales, en muchas de las cuales sigue siendo un ser pequeño o postergado, al que constantemente se le exigen entregas que superan la rapidez de lo conveniente por temor a que lo «poco» que cobra no esté de acuerdo con lo que hace. Sin duda, las universidades deberían propiciar esta formación, y las editoriales, exigirla mediante el pedido del diploma correspondiente; más aún, tendrían que organizar periódicamente cursillos de capacitación para elevar el nivel del trabajo de sus correctores y no emplear como sustitutos aprendices que no saben descubrir las erratas, los errores ortográficos y, menos, los sintácticos, que corroen y hasta distorsionan los textos.
Si el corrector carece de cualidades relevantes para desarrollar una profesión de tanta responsabilidad, no puede trabajar como corrector. Su cultura lingüística debe ser elevada hasta para enfrentar sintagmas tan breves como los siguientes, que pueden crearle dudas: Elegir el amor *al odio,22 que dicho así es una anfibología, pues el verbo designativo «elegir» es transitivo y carece del régimen preposicional de «preferir» o de cualquier otro, pero sí admite la preposición a (Elegir al amor en vez de al odio); En la vida te van a llenar de nos,23 y uno de ellos es para este plural que no es el culto «noes»; La apasionante historia de un rosarino de vocación exhuberante, casi salvaje, que el mundo aplaude de pie;24 lo salvaje aquí es la h de «exuberante», con la que la ignorancia del que la escribió quiso superlativizar la vocación de este hombre; Cuatro platos de alta cocina con detalles exquisitos comienzan seduciendo a la vista y explotan en el paladar,25 en la que el chef ha personificado «la vista» sin razón alguna. Según Florentino Paredes García, «estas dudas ponen de manifiesto que los hablantes contrastan a menudo su propio saber lingüístico con un saber externo a ellos, un saber que reside en la sociedad en la que se desenvuelven y que se manifiesta en la preferencia de unos comportamientos lingüísticos frente a otros».26 El corrector debe estar preparado, pues, para distinguir lo gramatical de lo correcto y lo agramatical de lo incorrecto. Lo agramatical quebranta el sistema lingüístico, la sintaxis de la lengua; lo incorrecto transgrede sus normas. También tendrá en cuenta la propiedad con que se usan las palabras: si el autor escribe: «El dilema del estrés es que luego deviene en irritabilidad» con el significado de ‘problema’, ha cometido una impropiedad que deberá subsanar, pues dilema denota ‘disyuntiva, duda’.
La carrera de Corrector de Textos en Lengua Española nace en las últimas décadas del siglo xx. Se dicta en la Argentina desde 1989; desde 2011, se toma el examen de postítulo para obtener el Diploma de Corrector Calificado y, en 2013, se creó la cátedra denominada Taller de Residencia para que el corrector acreciente su práctica profesional mediante un programa que se funda en el trabajo en la editorial para vivenciar el camino que debe seguirse hasta transformar en libro el original que entregó el autor. El 27 de octubre de 2006 se instauró el Día del Corrector o Día del Oficio Invisible como algunas personas lo calificaron. En el Uruguay, se dicta la Tecnicatura en Corrección de Estilo. En España, en México y en el Perú, se desarrollan cursos para completar la formación del corrector de oficio y del corrector diplomado. El objetivo es que su perfil se fortalezca no solo en el ámbito editorial, sino también en las empresas dedicadas a la traducción o a otras especialidades donde su labor es necesaria, pero queda aún mucho por recorrer para que se le dé el lugar que merece. La voluntad y el esfuerzo para formarse solo son loables, pero no bastan. Se requiere otra clase de estudios: conocimiento preciso de las normas lingüísticas que rigen la correcta expresión escrita del español; estudio de su sintaxis; de latín; de ortotipografía; de lexicografía; de sociolingüística y de análisis del discurso; de idiomas modernos, por lo menos, inglés, francés o italiano; de normativa de la redacción y constante práctica de la corrección de textos literarios, periodísticos, jurídicos y técnico-científicos para saber fundamentar con idoneidad cada uno de los errores que señala. Como bien escriben Melús y Millá, «el de corrector no es solo un oficio, sino la perfección de un oficio»;27 nosotros agregaremos hoy que no es solo una profesión, sino la perfección de una profesión. Por lo tanto, no es solo un profesional porque ejerce una profesión, sino también porque debe desarrollarla con amor, capacidad, saber y esmero. Su compromiso es un arte, y este requiere vocación y, sobre todo, aprender a leer para aprender a ver, a mirar y a corregir con la prudencia a que invita la búsqueda de la belleza sintáctica. Así como «el arte de dirigir consiste en saber cuándo hay que abandonar la batuta para no molestar a la orquesta»,28 el arte de corregir no solo reside en saber aplicar las reglas que rigen la correcta escritura, sino también en darse cuenta de cuándo hay que dejar sobre el escritorio el bolígrafo rojo o sacar los dedos del teclado para no fatigar el texto. Es tan mala la hipercorrección como la hipocorrección. Se puede sanear el texto con un tratamiento apropiado siempre que las dosis no excedan lo prescripto por la mesura. Al leer libros o diarios destrozados por el descuido, la ignorancia o la pereza de consultar obras especializadas, todos critican —a veces, con pseudoautoridad— la ausencia del corrector, pero subestiman, al mismo tiempo, su trabajo, al que no le asignan la categoría que tiene. Es tan importante el escritor que crea y compone la obra como el corrector que asume la difícil tarea de leerla, comprenderla y mejorarla sin alteración alguna. Comprender el texto es condición ineludible para no corregir de más.
Como hoy lo tecnológico está en la cima de la popularidad y también de la ignorancia, acudimos a páginas de Internet en busca de un retrato del corrector del siglo xxi y para saber cómo se trata esta labor, qué se dice de ella en estos medios de «nueva generación». Abrimos una ciberpágina y nos encontramos con la preocupada situación de una mujer que pedía ayuda porque tenía dudas con los correctores.29 Esta primera reflexión nos llenó de esperanza, pues habíamos encontrado a alguien que se preocupaba por estos trabajadores y que deseaba despejar sus dudas acerca de ellos. Por desgracia, su desasosiego no era intelectual ni profundo, sino cosmético, pues decía que siempre tenía muchas ojeras y, además de maquillarse, usaba correctores de ojeras, y el problema residía en que se los aplicaba y se las cubrían, pero le dejaban muy acartonada esa parte del rostro y, cuando se reía, quedaban en relieve un montón de arrugas que también quería ocultar. No conforme, aclaraba que había oído hablar de «iluminadores», pero no sabía qué función cumplían ni cuáles eran de buena calidad. Primero nos indignamos desilusionados, pero luego consideramos que la experiencia de esta persona puede trasladarse a la del corrector de textos que carece de formación, que desconoce la bibliografía especializada y la metodología de trabajo, es decir, al corrector que no lo es, al corrector in albis. Este pseudocorrector cree, por ejemplo, que una preposición puesta por intuición o porque suena mejor salvará la oración, pero, en realidad, puede descomponerla porque no se adecua a una sintaxis gramatical: cubrirá las ojeras, pero no las arrugas. La señora en cuestión habla, además, de «iluminadores» que desconoce, pero que, según parece, permiten que el rostro se llene de luz e irradie vitalidad. El corrector de textos debe ser un iluminador del texto penumbroso, no un reescritor.
Corregir es también un estado del alma, pues requiere esa concentración que va más allá de penetrar en el contenido de la obra o en la cultura de su autor. Estar ante la escritura ajena enseña a conocer la dimensión de la propia escritura, a reconocerse en las palabras, a darse cuenta de que cada palabra es tan importante como la obra completa.
La deontología profesional o conjunto de deberes relacionados con la actividad del corrector comprende la ética, la confidencialidad, la disciplina, el método para organizar el trabajo, el rigor, la avidez de saber, las ansias de superación, la actualización continua, la misión docente, la pasión por la lectura, la buena disposición para recibir consultas o indicaciones, y para reconocer que ninguna corrección es indiscutible, la certeza de que no puede desarrollar su tarea con intuición, sino con conocimiento. Agregamos a esto el saber escribir decorosa y dignamente, y el poseer un vocabulario rico, producto de una vasta cultura general. De acuerdo con lo expuesto, parece muy restringida la definición de «corrector» que leemos en los diccionarios: «Persona encargada de corregir las pruebas»; más aún, «persona que se dedica a detectar errores en un escrito y a corregirlos».30 Decir esto es retratar de manera incompleta al corrector y hasta minimizar su tarea.
En la era del iPad, que, según la publicidad caramelizante, «abre una ventana mágica»31 a lo que más les gusta a los usuarios y cambia su forma de trabajar, se estima poco esta profesión, pues se considera que puede ser reemplazada con el corrector electrónico que automatiza parte de las tareas tradicionales del corrector y ahorra dinero a las empresas editoriales. Nos tranquiliza que se reconozca que solo puede llevar a cabo «parte» de las «tareas tradicionales», pero el adjetivo «tradicionales» no se adecua a estos tiempos si nos atenemos a su tercera acepción: «Que sigue las ideas, normas o costumbres del pasado», pues, si el corrector profesional del siglo xxi las siguiera, hoy no podría ni aceptar trabajos ni corregirlos.
En la actualidad, se habla de «tecnología lingüística», sintagma con el que se quieren acentuar los avances en esta materia, pero ninguna tecnología supera las capacidades del hombre, a pesar de que todo vale sin detenerse, y lo desechable ocupa el mismo nivel de lo que, realmente, debe destacarse. Por eso, entre algunos avisos que promocionan solitarios la formación del corrector, nos topamos con anuncios como el siguiente: «El corrector ortográfico […] puede revisar automáticamente tu ortografía en formularios web y campos de texto».32 Sin duda, corregir no significa solamente revisar la ortografía, y hasta es peligroso confiar en esa revisión. En otra ciberpágina, se lee lo siguiente: «Realice la corrección ortográfica, gramatical y de estilo del texto introducido»,33 es decir, se ofrece algo semejante a la panacea universal, a ese medicamento que buscaban los alquimistas para curar todas las enfermedades; en este caso, las lingüísticas. Con estos correctores electrónicos, ¿se aspira a reemplazar al corrector humano? ¿Le advertirán de que el texto carece de coherencia y de cohesión, y se las darán? Creemos que jamás sucederá eso; ni los correctores ni los traductores electrónicos, menos aún, la lapicera que evita las faltas de ortografía, ya que detecta los errores al escribir y avisa con una vibración,34 sustituirán el razonamiento, el saber y la sensibilidad del hombre, ni, por ende, ayudarán a mejorar su estilo. Sin duda, seguirán usándose, pero con pobres resultados, sobre todo, porque suelen generar nuevos errores. ¿Se atreverá a corregir esta creación de la tecnología la siguiente oración?: «En breves minutos, la profesora explicará las características de la Pasantía en Liderazgo». No lo hará ni en pocos ni en muchos minutos, pues cada una de las tres palabras del sintagma son correctas, y el dispositivo no será capaz de discernir el error que transmite el sintagma completo. Las nuevas tecnologías de la información no pueden competir con el corrector; por el contrario, le han abierto un campo ilimitado para desarrollar su trabajo, por lo tanto, este ya no se circunscribe al material impreso, sino que se amplía infinitamente. Por eso, escribe José Saramago en Historia del cerco de Lisboa: «… solo el corrector aprendió que su trabajo de corregir es el único que nunca se acabará en el mundo…».35
Tanto entre los manuscritos medievales y el poslibro como entre el corrector de oficio y el corrector electrónico (ortográfico y gramatical) pasaron siglos, pero, a pesar de los avances del siglo xxi, los problemas siguen siendo los mismos, pues una corrección automática también debe ser leída y enmendada con gran atención por un corrector de carne y hueso.
Parafraseando el imaginario Libro de los Consejos, diremos que, mientras no alcancemos la verdad, no podremos corregirla, pero, si no la corregimos, no la alcanzaremos. Mientras tanto, no nos resignamos a dejar de luchar por ella.
En conclusión, no deseamos defender al corrector de textos, sino mucho más: demostrar que desarrolla una profesión muy digna y darle entidad a su existencia y a su trabajo, que merece nuestra admiración y nuestro respeto.