Fernando Serrano Migallón

Propiedad intelectual y derecho de autor: la larga marcha a la protección de la culturaFernando Serrano Migallón

1. Todavía hablamos de derecho de autor

Apenas ayer habíamos pensado verlo todo; nos habíamos habituado a la tranquilidad de las instituciones y de las prácticas culturales, todo andaba como entre la placidez del quehacer cotidiano y nos habíamos habituado, tanto en el derecho como en otras disciplinas de la humanística, a repetirnos en glosas de lo ya mencionado, a la reconstrucción de teorías que, de pura repetición, pensábamos clásicas e inamovibles, cuando el tiempo sacudió su piel para quitarse el polvo y acelerar el paso, como no lo veíamos desde los avances tecnológicos de la Segunda Guerra Mundial; fenómenos como el abaratamiento de los medios de grabación y reproducción, la irrupción de los satélites y la inmediatez de la imagen y del sonido y, como una suma del asombro, los dispositivos personales que redujeron el mundo para contener el universo en una pantalla; el mundo fue otro a partir de la inmediata disposición de obras y de la facilidad para hacer de cada sujeto un productor de contenidos. Ahí nos encontramos ahora, en el asombro cotidiano de un mundo de definiciones.

Asombrarse del cada día no es nuevo, en el ensayo «Sobre el disimulo del Yo», publicado en 1950, por Alfonso Reyes, este dice:

Cualquier pequeñez se vuelve universo puesta a la platina del microscopio. Pero ¿hay pequeñeces indiferentes? ¿No tiene trascendencia el átomo? ¡Que nos lo cuenten ahora! No hay como detenerse un instante para asombrarse ante las cosas más comunes y corrientes. El que un tren corra por sus carriles y toque siempre los mismos sitios le parecía a Chesterton un ejemplo de lo milagroso cotidiano. Y si nos pusiéramos a investigar el caudal de historia oculto o encerrado en cada uno de nuestros actos habituales habría razón para vivir en perpetuo asombro.1

Este escenario transita entre dos extremos igualmente dudosos: por un lado, pensar que todo está bien, que lo único que ha cambiado es la velocidad con la que ahora hacemos lo que antes se hacía más lentamente y que bastaría con invocar el fetichismo de la ley y pensar que, como algo está legislado, ya no hay necesidad de redefinirlo. O bien, que todo está mal, que todo ha caducado y que el universo se nos presenta nuevo y recién nacido y así, cuanto hemos hecho antes no merece más que la mirada de conmiseración de los jóvenes amantes de las redes, y no se tuviera más remedio que anularlo todo y volver a empezar la construcción de un nuevo derecho de autor donde exista de todo, menos autores que cobren por sus derechos.

No son pocos los puntos en los que es necesario emprender nuevos caminos de reflexión y aún redefiniciones abiertas; por ejemplo, las costumbres, prácticas y esquemas de la creatividad y el comercio de obras en Internet o bien, la existencia de los derechos morales y su relación con la obra del intelecto y, por último, la relación entre el derecho de autor y los derechos humanos.

2. El nacimiento del derecho de autor

El derecho de autor no es un fenómeno ancestral, es una institución relacionada con el florecimiento del sistema capitalista y con la implementación de las formas masivas de reproducción de ejemplares de obras para su comercialización. Los derechos de la antigüedad y de la época clásica no alcanzaron a constituirlo por no existir la necesidad inherente a la vida del creador en el contexto del consumo y el comercio de sus obras. En la Grecia clásica, el robo intelectual aparece como un asunto deleznable, pero muy lejos de ser un delito o de ofender la moral colectiva.

Volviendo a Reyes, en su clásico estudio sobre los editores de la antigüedad, este recuerda:

Respecto a las relaciones entre los autores griegos y sus editores nada sabemos. En ninguna parte aparece la menor noticia sobre pago al autor, ni el menor indicio de un derecho o copyright. A juzgar por lo muy extendida que estaba la costumbre del plagio aun entre los grandes autores, es evidente que el sentimiento del derecho literario todavía era muy nebuloso. En Las ranas de Aristófanes, Esquilo y Eurípides se echan en cara mutuamente el aprovechar algunas galas ajenas. En los comentarios hechos a sus comedias de Los caballeros y Las nubes, al mismo Aristófanes se le reprocha el haber saqueado a Cratino y a Eupolis, otros comediógrafos hoy perdidos.2

El asunto de la moralidad, es decir, del respeto debido a la obra ajena nace mucho, muchísimo antes, que el derecho a obtener beneficios económicos. Cuando ambos aspectos se reúnen en una sola institución, entonces tenemos el nacimiento propiamente del derecho de autor. En Roma comienza a existir la noción del derecho moral, pero en realidad podemos relacionarla mucho más con el sentido de justicia propio del espíritu romano que con el nexo existente entre el autor y su obra, en otras palabras, puede procederse con cierta ligereza si se atribuye al sentido del derecho moral del derecho de autor, lo que ciertamente procede del instinto de justicia de quien se apodera o saca provecho de lo ajeno.

Una vez más, Alfonso Reyes nos da luz sobre el punto:

El derecho de propiedad literaria aún es ignorado en el derecho romano, que cubre las eventualidades de la vida con tan minuciosa perfección, y ni en las letras ni en los escritos legales del tiempo hay el menor asomo de semejante preocupación. A despecho de las constantes quejas sobre el mal uso de su nombre o el saqueo perpetrado contra sus obras, los antiguos jamás se preguntaron cómo podrían defenderse. El silencio de los juristas al respecto no puede explicarse más que por la absoluta falta de recursos legales.3

Aunque pudiera pensarse que un mercado como el del libro en Roma se habría basado en el intercambio de obras de autor por beneficios económicos, tampoco hallamos evidencias en ese sentido. Una vez más recurramos al trabajo fundacional de la historia de las artes editoriales:

La mayoría de los autores se reclutaba entre los más altos círculos sociales, los patricios y la aristocracia financiera. Los nobles romanos sólo acostumbraban escribir sobre asuntos pertinentes a sus ocupaciones. ¿Qué podían importarles las royalties a hombres como Sila, Lúculo, Salustio, César, o a emperadores como Marco Aurelio, hombres que disponían de millones? Pero ni aun los poetas, que en general procedían de clase más modesta, esperaban nada de sus editores. Horacio no soñaba en adelantos ni porcentajes sobre sus obras, sino en tener buenos protectores, y al cabo encontró uno en Mecenas. Virgilio también tuvo que agradecer a Mecenas algunos favores. En tiempos de la República, los poetas contaban con el auxilio de los poderosos. El sarcástico Sila concedió un sueldo a un mal poeta que le consagró un poema bombástico y bajamente laudatorio, pero imponiéndole la condición de que no escribiera más en su vida.4

La Edad Media no será pródiga en este sentido y no podrá ser, sino hasta el Renacimiento, cuando esta brumosa situación se resuelva, al nacer el sentido del derecho moral de autor como presupuesto filosófico, anterior en tiempo e importancia, sobre el presupuesto material que traería a la larga, ya en los albores del mercantilismo capitalista, las primeras manifestaciones firmes del derecho de autor como hoy lo conocemos. Existen, además, raíces más profundas en el hecho que acompaña al surgimiento del derecho de autor, algunas tan hondas y de carácter tanto psicológico y psicoanalítico como de carácter evidentemente cultural, que nos permiten afirmar que el sistema de propiedad intelectual, particularmente del derecho de autor, se basa en una propiedad sui generis, como ya lo ha afirmado el maestro Rangel Medina.

El derecho moral de autor anticipa al sistema de protección de la creación intelectual, que está relacionada más que con términos de ficción o institucionalización jurídica, con aspectos culturales profundos de la concepción occidental del arte, la creatividad, el reconocimiento y el papel de la persona en la convivencia social.

Hoy, en todos los países miembros de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), existe prohibición expresa a las administradoras de derechos de autor de esgrimir argumentos estéticos para autorizar o negar la protección a las obras. Estamos en presencia de un estadio avanzado de valoración de las obras del intelecto; lo que ahora nos interesa proteger es el producto del acto creativo, más allá de su condición de objeto valioso.

Desde otro punto de vista, para el derecho de autor ha terminado el proceso de desobjetivación de la obra, pues desde la perspectiva del derecho carece de sentido preguntarse por el valor de la obra en cuanto objeto, pues la obra es digna de protección en cuanto es una creación de un sujeto.

Sin embargo, esta igualdad es solo parcial y se refiere únicamente al derecho a la protección, pero se constituye solo como el presupuesto para proteger el auténtico fondo del derecho de autor, la capacidad de cambio y generación de riqueza que contiene una obra. El valor atribuido a una obra se construye por variables como la calidad del trabajo, el autor y su prestigio y la ganancia esperada por la explotación de la obra.

Así, el origen y sentido del derecho de autor debe articularse en tres presupuestos lógicos: la independencia de la obra, el deseo de fama y la función laica de la creación intelectual.

2.1 Independencia de la obra

La realidad sobre la que se erigió el derecho de autor es la independencia de la obra respecto de su autor; primero porque, en efecto, la obra resulta estética y culturalmente valiosa por sí misma toda vez que satisface necesidades profundas del sentido humano de la vida individual y colectiva; y segundo, porque las obras son valoradas económicamente a través de un entramado complejo de elementos del que el autor es solo uno más, fundamental y definitivo, pero no único.

La imposición del cristianismo durante los años finales del Imperio romano y durante la Edad Media, implicó desde luego la persistencia de la obra en su sentido ritual dependiente, no del autor que carece de toda importancia, sino del ideal de armonía que, desde el abrigo de la Iglesia, dejó de ser natural para ser divino. Aun así, la propia inercia iniciada con los aristotélicos griegos y con la escolástica, permitió establecer presupuestos ideológicos que liberaran a la obra de su yugo consustancial al orden del cosmos; así, Tomás de Aquino, afirmaba que:

El bien del arte no se considera en el mismo artífice, sino en lo mismo artificiado, ya que el arte es recta razón de lo que se puede hacer; pues la actividad que pasa a materia exterior no es perfección del que hace, sino de lo hecho… Para el arte no se requiere que el artífice obre bien, sino que haga bien la obra…5

De este modo, se va infiltrando en el pensamiento la independencia de la obra respecto de lo bello en abstracto como del artista. Si anteriormente la creación no era sino una dependencia del ritual o de la imitación de la armonía natural, al finalizar la Edad Media, el camino hacia una obra independiente del autor se hace ya irrefrenable, tanto que, en el Renacimiento, la belleza se ha vuelto materia de trabajo para creadores y se hace con ella no lo que dicta el canon, sino lo que la idea manda, es decir, el canon de armonía se descompone para volverse funcional y producir no la hermosura imitativa, sino la artificiosa, la construida, esto es, la que nace de la visión del autor. Así, decía Rafael Sanzio a Castiglione:

Y os digo que para pintar una bella me haría falta ver varias bellas, con la condición de que Vuestra Señoría se encontrase conmigo para elegir lo mejor. Pero habiendo escasez tanto de buenos juicios como de bellas mujeres, yo me sirvo de cierta idea que me viene a la mente. Si ésa tiene en sí alguna excelencia de arte, no lo sé; bien me esfuerzo por tenerla.6

El proceso de independencia de la obra respecto de su creador no se consumará sino hasta el advenimiento de dos fenómenos íntimamente relacionados: el perfeccionamiento de la imprenta y la irrupción del racionalismo. Desde luego, este será el momento también en que nazcan los derechos patrimoniales de autor, pero ellos no serían posibles sin el sustrato firme que se construyó al liberar la obra y considerarla no una función de la belleza, el ritual o la armonía, sino una entidad en sí misma y una manifestación del ingenio o, como dice Gracián, del artificio:

La primera distinción sea entre la agudeza de perspicacia y la de artificio, que es el objeto de esta arte. Aquélla tiende a dar alcance a las dificultosas verdades, descubriendo la más recóndita; ésta, no cuidando de eso, afecta a la hermosura sutil. Aquélla es más útil, ésta deleitable. Aquélla es todas las artes y ciencias y sus hábitos; ésta, como estrella errante, no tiene casa fija.7

2.2 Deseo de fama

En la medida que el arte, en todas sus manifestaciones, se fue emancipando de su carácter funcional para convertirse del todo en expresión y comunicación, el deseo inicial de fama inherente a todo trabajo artístico también se vio transformado.

El núcleo del derecho moral de autor es en realidad este afán de ser reconocido que tiene, además, muchas implicaciones diferentes. Las contraprestaciones económicas podrían haber sido diseñadas en la legislación de mil y una formas diferentes: por ejemplo, un salario fijo pagado por el Estado y proporcional al monto de lo creado, las cesiones de derechos y todas sus formas, los sistemas de licencias y regalías. Sin embargo, el reconocimiento moral no acepta sucedáneos ni puede aceptar ninguna forma de dación sustituta en pago. Mediante la remuneración económica el autor convierte su obra en mercancía, si bien una mercancía peculiar, cargada de sentido, la obra puesta en el trasiego del mercado se convierte en producto de intercambio mientras que, a través del reconocimiento, la fama y la gloria, el creador se transforma en un intermediario entre la grandeza de la expresión y el espectador. Schopenhauer, en Parerga y Paralipómena, de 1851, sitúa al artista como el canal que trae el mundo de las ideas al erial sombrío de la realidad cotidiana.8

La fama y la gloria no son valores universales por cuanto no todos las desean y, sin embargo, motivan a que el creador y el artista prefieran el reconocimiento a la remuneración por cuanto la fama aumenta su poder, su presencia omnímoda y su calidad de dialogante con todos quienes lo conocen y con todos quienes poseen o contemplan su obra. Este es también uno de los motivos por los que resulta complicado el mutuo entendimiento entre quienes sostienen teorías clásicas de los derechos autorales y quienes se presentan como promotores de prácticas e ideas nuevas no del todo ortodoxas. Así, el deseo de fama y reconocimiento aparece, desde el punto de vista psicológico, como una manifestación del deseo de ser reconocido que caracteriza al académico, al artista, al escritor y al pensador.

El derecho de autor, relacionado con la fama, la gloria y el reconocimiento es la defensa de una dación que el público ha otorgado en mayor o menor medida al creador de una obra del ingenio. Es precedente al derecho patrimonial, pero es también su justificación lógica y, por lo tanto, lo trasciende en el tiempo y en los efectos de la norma. Steiner lo plantea de este modo:

De una manera a la vez obvia e inexplicable, la Viuda de Bath, el Tartufo de Molière o la Albertine de Proust son más vívidos que la inmensa mayoría de nosotros, poseen mucha más inmediatez en la voz y en los gestos, en las sugerencias psicológicas, en la variedad y adaptación por medio de la traducción, la imitación, la parodia, la reelaboración y la ilustración gráfica… El pulso de la vida, de un espíritu sentido en movimiento en la Natacha de Guerra y paz, de Tolstói, parece reducir nuestra propia biografía a un gris fantasmal… ¿Qué precio nos exige lo imaginario a cambio de la prodigalidad de sus dones? ¿Cuánto de nosotros se enriquece y a la vez se despoja cuando Falstaff o el Julián Sorel de Rojo y negro de Stendhal se hacen inquilinos de nuestro apartamento, tan a menudo desconocido? ¿Lo «irreal» (¿queriendo decir qué?) se venga metafísica y psicológicamente de las pretensiones cotidianas de la realidad?… Flaubert proclama: «¡Emma Bovary soy yo!» En otro momento brama diciendo que haría cualquier cosa para echar a esa «odiosa pequeña pelmaza» de su estudio… 9

Este hecho explica por qué cada vez más es importante la regulación autoral y por qué se enfrenta con frecuencia a tensiones entre los participantes de su ciclo económico; por qué, por ejemplo, en determinadas circunstancias, la copia ilícita de obras carece de sanción social y es tolerada en el ámbito social y por qué existen tantas corrientes que ponen el acento en los derechos del usuario y el consumidor aún por encima del autor. Un correcto equilibrio podría basarse en la búsqueda de mercados cooperativos, es decir, que armonicen —aun sobre la idea del sacrificio del que más gana en favor del que menos lo hace— y en los que se estimulen nuevos formatos de negocios.

2. 3. Función laica

La independencia final y total, pues, no se verá sino en el sentido del absoluto que es una condición necesaria para conocer la obra del ingenio en cuanto a sí misma. Para ser obra del ingenio, la manifestación expresiva ha de pertenecer al siglo y no al «Eterno», pues en el sentido jurídico más amplio la hemos vaciado tanto de contenidos como de continente, para dejarla tal cual es en su manifestación objetiva más pura: la expresión planteada en un soporte material. La pregunta, pues, «¿qué es arte y qué no lo es?» resulta ociosa en el sentido de lo jurídico, pero no en el sentido ontológico que sustenta el derecho de autor. Antes bien, la idea de que algo merece ser protegido nace del principio de la diferencia, solo se protege aquello que constituye un valor que debe ser preservado. En la medida que la creación solo puede considerarse parte del servicio religioso o está sujeta a la obediencia de una creencia, el autor poco o nada tiene que hacer en escena. Desde que los juristas romanos dispusieron de ficciones jurídicas que permitieran a los hombres vivir una vida más allá del ojo dominante de los dioses y que realizaran sus prácticas cotidianas fuera de la sombra de los templos, el proceso de secularización comenzó y aún no termina. Esta función laica encarnada en la presencia del autor, significa el otro instante en que el derecho moral constituye el basamento del sistema de derecho de autor.

Puede decirse que solo en el sentido laico de la expresión puede encontrarse la obra, pues, en el sentido religioso su calidad expresiva se reduce a la función y para quien crea la obra no es sino artículo ritual. En una reunión sostenida entre el poeta Ernesto Cardenal y la comunidad de estudiantes de la Facultad de Derecho, en el año 2005, se le preguntó a Cardenal su opinión sobre el arte revolucionario. Su respuesta fue contundente: «respecto al arte revolucionario, lo único que se puede decir de él es que primero debe ser arte y sólo entonces puede ser revolucionario». Tal es la razón por la que no puede existir atribución de autor en el arte religioso, en el sentido objetivo y en el funcional, y por la que hasta Giotto y Cimabué, los pintores y escultores de iglesias no eran más que religiosos en cumplimiento de sus deberes de obediencia.

El vínculo con la religión no solo restringe el ejercicio imaginativo —algunas veces de manera expresa como en la prohibición monoteísta de realizar arte figurativo de humanos, deidades y animales—, pero, fundamentalmente, por la limitación del lenguaje creativo reservado a Dios. Puesto de este modo, la liberación secular es una condición necesaria para el desarrollo del derecho moral y patrimonial de autor y aún para la evolución de la expresión artística.

2.4. Sentido objetivo de la propiedad en términos autorales

En términos generales, la propiedad deviene de la apropiación; es decir, la propiedad originaria constituye un acto por el cual el Estado hace suyo el territorio y todo cuando se le encuentra coaligado conceptualmente. Véase el artículo correspondiente de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos:

Artículo 27. La propiedad de las tierras y aguas comprendidas dentro de los límites del territorio nacional, corresponde originariamente a la Nación, la cual ha tenido y tiene el derecho de transmitir el dominio de ellas a los particulares, constituyendo la propiedad privada.

En este sentido, la Constitución reconoce uno de los pilares fundamentales de la economía política. En sentido estricto la obra crea derechos que no son apropiativos, sino que producen una propiedad originaria. En ese sentido, el derecho moral, que liga personalísimamente al autor con su obra, reviste particular importancia, pues condiciona de origen los límites y alcances de los derechos patrimoniales de autor.

Y en efecto, toda propiedad deviene apropiativa puesto que ha de ser adquirida, conquistada o arrebatada a otro. Sin embargo, en términos de la creación intelectual se entiende siempre ligada a su autor por nexos personalísimos que permiten afirmar que se trata de auténtica propiedad originaria. Los derechos morales son la manifestación jurídica, como una irrupción en el modelo de la propiedad dentro de las libertades civiles, de la existencia de un esfuerzo creativo. Desde el punto de vista de que los derechos de autor se mantienen dentro de la esfera originaria de su titular primigenio no se han convertido en mercancía, sino una vez puestos a la dinámica del mercado, puede hablarse de ellos de manera apropiativa. La diferencia expresada por Marx muestra cómo el derecho moral incide sobre el carácter del poseedor que, en sentido real, recibe tratamiento diferente por los derechos que le corresponden.

En El 18 brumario de Luis Bonaparte, Marx señala que «sobre las diversas formas de propiedad y sobre las condiciones sociales de existencia se levanta toda una superestructura de sentimientos, ilusiones, modos de pensar y concepciones de vida diversos y plasmados de un modo peculiar. La clase entera los crea y los forma derivándolos de sus bases materiales y de las relaciones sociales correspondientes…»10 pues la propiedad está preñada de ideología y se convierte en parte del lenguaje de la clase social que la detenta. De ahí que el derecho moral de autor irrumpa en el concepto general de la propiedad no creando una clase distinta, pero sí un género de trabajo y de atribución completamente distinta y, con ello, un lenguaje que no se corresponde con los términos tradicionales de la teoría económica.

Sin embargo, una vez situada la obra en el contexto del mercado, esta ha dejado de ser solo obra para convertirse en producto que sigue ligada a su creador a través del nexo de los derechos morales; se trata pues, como apuntaba Rangel Medina, de una propiedad sui generis y que atiende a las peculiaridades de la legislación pero también de la naturaleza no apropiativa.

Los bienes culturales, como la doctrina y la práctica cultural han denominado a la mercancía derivada de la producción de obras, resultan pues un aspecto económico de singular caracterización, sujeto a un mercado peculiar en el que la mercancía compone su precio a partir de valores no mesurables y aun completamente subjetivos. El mercado del arte constituye una muestra de cómo esas variantes determinan conductas que regula el derecho de autor y que devienen de la íntima relación de la obra con su autor manifiesta a través de los derechos morales.

3. Un futuro inimaginable sin el derecho de autor

La discusión en torno a la vigencia del derecho de autor como hoy lo conocemos nos permite revaluar conductas, prácticas y conceptos que, a la luz de la situación contemporánea, merecen ser revisados. Entre ellos, es importante la revaloración profunda de los derechos morales como base del sistema, de modo que se puedan articular los nuevos modelos de negocios en un contexto de seguridad, equidad y respeto a los derechos de los creadores.

El derecho moral es precedente conceptual y cronológicamente a los derechos patrimoniales y se puede decir que constituye el núcleo de los derechos autorales. Su importancia y funcionamiento dentro del sistema se articula en cuatro interacciones: la independencia de la obra, el deseo de fama, la función laica y el sentido diferencial objetivo de la propiedad en términos autorales.

Su comprensión y defensa permiten articular un sistema autoral más cercano a la realidad práctica pero, ante todo, un sistema de justicia que abarque a todos los componentes del sistema a partir del reconocimiento de la peculiaridad de la propiedad originaria de los derechos inherentes a la creación.

Imaginar el futuro ha sido siempre el comienzo de las grandes transformaciones; la evolución del siglo xxi ha significado, al mismo tiempo que una renovada esperanza, una oportunidad para repensar nuestras instituciones sociales, jurídicas, intelectuales y estéticas. A mediados del siglo xix, Julio Verne soñó con el rostro que tendría París al promediar el siglo xx. Supuso como núcleo de su trama novelesca una asociación humana dedicada a rescatar el cultivo de las artes, porque solo en las artes y la expresión nos comprendemos como sujetos y como especie; puesto así, hemos logrado comprender que existen cosas que no pueden ser suplidas por la tecnología: seguimos teniendo libros y acumulando bibliotecas pese a la comodidad del libro electrónico, el vídeo no ha podido suplantar al cine porque la exhibición cinematográfica es un ritual social; la conversación electrónica no ha sido suficiente para sustituir al contacto humano porque existe algo entre los seres humanos que sigue llamándonos al encuentro.

Esta necesidad, que resulta esencial y no meramente circunstancial, nos permite suponer que todo este movimiento de cambio y actualización constante en el campo de la protección al derecho de autor y los derechos conexos, se basa en la conjunción de corrientes de acción y pensamiento, tanto por la preocupación del Estado de mantener siempre vigente el Estado de Derecho, impidiendo que la simple acción del mercado incline desfavorablemente para los creadores y el público, el disfrute de los bienes culturales y la defensa que los titulares de derechos han realizado de sus propios intereses y prerrogativas; sin embargo, es sano afirmar que no existe dicotomía o conflicto entre los grupos que conforman el circuito de creación, difusión y consumo de las obras del ingenio humano.

Para mantener ese equilibrio y sostener el edificio, nuestra capacidad de convocatoria y consenso será puesta a prueba como nunca antes. A este reto se enfrentan el artista, el productor, el público y también el legislador y la administración pública nacional e internacional, debemos recurrir a soluciones que —siendo imaginativas— resultaran realistas, en las que el espíritu social y autoralista de la tradición jurídica, sostenida por OMPI y sus países miembros, fuera preservada en asumir el cambio y la modernidad como cosa cotidiana manteniendo el principio de independencia de los medios y se busquen formas expeditas y reales de vigilar el cumplimiento de los derechos aún en los medios más modernos como Internet.

Volvimos pues al origen de la institución del Derecho de Autor, la experiencia, sabiamente administrada, no solo por la autoridad sino por quienes en la cotidianeidad la experimentan, la conformación de normas jurídicas y sanas prácticas comerciales flexibles y consensuadas a través del camino del diálogo y el entendimiento entre todos los sectores del ciclo comercial de los bienes culturales, camino que con buenos resultados hemos ensayado y que es nuestra mejor garantía para el futuro.

Bibliografía

  • Marx, K. (2003), El 18 brumario de Luis Bonaparte. Madrid: Alianza.
  • Reyes, A. (1950), «Sobre el disimulo del Yo», en Obras Completas, tomo XXII. México: Fondo de Cultura Económica.
  • —(1950), «Libros y libreros de la antigüedad», en Obras Completas, tomo XX. México: Fondo de Cultura Económica.
  • Valverde, J. M. (1987), Breve historia y antología de la estética. Barcelona: Ariel.

Notas

  • 1. A. Reyes (1950), «Sobre el disimulo del Yo», Marginalia, 1.ª serie, en Obras Completas, tomo XXII. México: Fondo de Cultura Económica, p. 104. Volver
  • 2. A. Reyes (1950), «Libros y libreros de la antigüedad», Obras Completas, tomo XX. México: Fondo de Cultura Económica, p. 377. Volver
  • 3. A. Reyes (1950), op. cit., p.386. Volver
  • 4. A. Reyes (1950), op. cit., p.387. Volver
  • 5. Tomás de Aquino (2011), Summa Th. Ia II-ae q. 57 a 5 ad 1, citado por J. M.Valverde, Breve historia y antología de la estética. Ariel, 1ª. edición en libro electrónico, p. 20. Volver
  • 6. R. Sanzio, A B. Castiglione. La idea como criterio selectivo, citado por J. M. Valverde, op. cit., p. 87. Volver
  • 7. B. Gracián, Agudeza y arte de ingenio, disc. II, citado por J. M. Valverde, op. cit., p. 112.Volver
  • 8. J. M. Valverde, op. cit., pp. 186-187. Volver
  • 9. G. Steiner, op. cit., p. 131. Volver
  • 10. K. Marx, El 18 brumario de Luis Bonaparte, Cap. IV. Volver