A principios del siglo xx la edición latinoamericana en español estaba dominada por editores estadounidenses, alemanes y franceses,1 que tras la independencia de las repúblicas americanas habían tomado el puesto de las editoriales españolas.
La expansión que inició la edición española en América fue un proceso empresarial y diplomático, alentado por una ideología que lo sostenía. Examinemos tres hitos a lo largo de un siglo:
1. En el año 1922 el editor Gustavo Gili Roig (que llegaría a tener un gran éxito en su implantación americana)2 pide desde la Unión Patronal de las Artes del Libro a los cónsules españoles en países hispanoamericanos que rellenen un cuestionario sobre las posibilidades de negocio en cada uno.3 En 1944 escribe:
No puede haber política imperial si se prescinde del vehículo más eficaz para su expansión, y no se considera al libro como el instrumento más precioso para hacer llegar el sentir de España y de nuestra inveterada civilización a todos los países que han heredado el tesoro de nuestra lengua, que es tanto como decir de nuestra alma.4
2. En 1963, al cumplirse cuarenta años de la fundación de la editorial que lleva su nombre, Manuel Aguilar escribió su autobiografía Una experiencia editorial.5 He aquí sus recuerdos y opiniones sobre la expansión de su editorial hacia América:
En 1946 embarqué para Buenos Aires. Iba a establecer contacto con el mercado librero hispanoamericano. […] Era entonces vieja convicción mía que los países hispanoamericanos seguirían, con distinto ritmo, pero de modo ineludible, un camino idéntico, en materia editorial, al que los Estados Unidos siguieron respecto de Inglaterra. […]
Después de la Independencia, Norteamérica siguió comprando libros ingleses. Los norteamericanos, luego, alternaron la publicación de las obras de sus propios autores […] con las de autores ingleses. Hubo asimismo autores norteamericanos editados en Inglaterra, de donde eran exportados los libros.
(pp. 940-941).
La circunstancia española y la británica demuestran que Europa no ha perdido su categoría de centro irradiador de una cultura propia —llámesela como se quiera— hacia los países americanos que hablan las [respectivas] lenguas maternas. El editor español y sus colegas hispanos se desenvolverán a la sombra de esa cultura cuyo vehículo de difusión será nuestro idioma a través del libro.
(pp. 945-946).
3. Semejante perspectiva puede verse aún vigente medio siglo después. He aquí unas declaraciones de hace pocos meses del ministro español de Educación, Cultura y Deporte, que abogó por crear un «mercado común cultural del idioma español»:
El consumo de productos británicos y americanos por ingleses y norteamericanos es prácticamente indistinto, nosotros todavía no estamos así de cerca y eso que la lengua española tiene un nivel de convergencia en todos sus ámbitos probablemente superior al del inglés.6
Pero por lo que se está abogando es por mantener y reforzar la presencia de la edición española en América (ya dominante, véase más adelante), más que por un real «mercado común». Aunque pueda ser una legítima aspiración empresarial, lo lamentable es que se envuelva en una retórica que lo que parece promover es una circulación simétrica, que no se da.
Un auténtico mercado común cultural (por ceñirnos de momento al libro impreso) significaría que los libros venezolanos o panameños o españoles pudieran comprarse en las librerías argentinas o colombianas o chilenas. En seguida se observa que nada de eso ocurre: cada país tiene unos mercados muy locales, y además todos reciben muchos libros de España. Esto último se debe a que las más importantes editoriales españolas están presentes en muchos países americanos, pero su actuación fundamental ha sido vender en ellos libros españoles, y rara vez al revés.7
Esta actitud explica el gran desequilibrio, mantenido desde hace años, entre las exportaciones latinoamericanas de libros a España (5,2 millones de dólares en el 2011) y las de la península a América (230 millones): una relación de 1 a 44,8 que además ha ido creciendo.
¿Podrán los libros digitales cambiar este estado de cosas? ¿Se puede crear un auténtico mercado común digital de libros en español procedentes de todos los países hispanohablantes y al alcance de todos ellos? Para eso sería necesaria una conjunción de factores.
Respecto al primer punto, podemos ver la influencia que tienen en el mercado esos actores ocultos del mundo del libro, los agentes: cada vez más los agentes conceden a los editores digitales derechos para todos los países de lengua española (y no solo para algunos, como ha venido siendo lo más frecuente en la edición en papel).
En estos momentos Latinoamérica no puede acceder a las principales librerías digitales españolas, aunque, excepto México, sí puede hacerlo a Amazon.com (no a la sucursal española).9 Desde los dispositivos de Apple, por ejemplo el iPad, se puede comprar también en todos los países hispanoamericanos. Google próximamente abrirá su Google Play Books también en todos ellos. De hecho, para algunas editoriales, los consumos digitales desde América están siendo tan importantes como los españoles «este año México ha vendido en ese canal tantas descargas como España» (Alfaguara)10.
Una nueva situación puede ampliar esta tendencia: los participantes en la distribución del libro digital: 24 Symbols y Nubico. El primero de ellos, existente desde hace más tiempo, y el segundo, recién aparecido. Su sistema de distribución, más cerca de una suscripción o de un club del libro, pero con participación de una operadora de telefonía, ofrece la ventaja de crear un nexo permanente con el comprador/lector y además cobra el consumo de libros en la misma cuenta del teléfono móvil. Para amplios sectores de Latinoamérica, donde la presencia de teléfonos avanzados es superior a la de tarjetas de crédito, este puede ser un factor clave: «A diferencia de Internet per se, la penetración de la telefonía móvil en Centroamérica es notable».11
Queda un último punto, que es muy importante y que tiene que ver con un problema general del mundo editorial digital, no solo de su faceta hispanoamericana. Es lo que se llama la «descubribilidad» de las obras. A diferencia del mundo de los libros en papel, que tradicionalmente ha tenido en las librerías, en los suplementos culturales de los diarios, y en las revistas un canal de información y recomendación para los lectores, los libros digitales flotan en la misma nube en la que metafóricamente se supone que están alojados.
Teóricamente nada impediría que los libreros o los suplementos culturales o las revistas asumieran este papel de guía, pero en realidad no está ocurriendo así. ¿Surgirán nuevos procedimientos de recomendación, basados en los preexistentes o radicalmente nuevos, que puedan orientar a los lectores hispanohablantes del futuro en la selva nutrida de los libros en su lengua? Ojalá, pero todos, de una y otra orilla, deberíamos luchar para que eso ocurra.
Seguirá habiendo libros en papel, pero seguirán confinados a los límites locales, y solo los rebasarán los que suministre el operador más poderoso. Pero, mientras tanto, es posible que aparezca un auténtico mercado común del libro en español, y será digital.
Probablemente la logística que lleve libros digitales a todos nuestros países no proceda de ningún país hispanohablante: al fin y al cabo, en este mundo globalizado se han desdibujado notablemente los límites entre las naciones. Puede que los operadores más estratégicos ahora sean compañías de telefonía en vez de distribuidores y libreros, pero la gestión de los intereses culturales que articulan los libros debería seguir estando en nuestras manos…