El oficio de editar libros provoca variadas satisfacciones y algunas incomodidades. El repertorio de las primeras es razonablemente conocido por aquella parte del público que sabe de nuestra existencia: se trata de un oficio no exento de glamour y de prestigio, cuidadosamente combinados con ciertas dosis de benigno poder y de una tradición noble y metódicamente cultivada, que articula en proporciones no siempre armónicas, pero habitualmente aceptables, la mundanidad del negocio con la sofisticación del pensamiento y de la expresión. De tal modo que, si hacemos abstracción de todos aquellos productos editoriales comoditizados y triviales, y si soslayamos el hecho de que dichos productos constituyen de un modo asombroso la mayor parte de la oferta editorial, podremos acordar que se trata de un oficio interesante y atractivo.
Es también, como decía, un oficio incómodo. Es posible que todos los oficios sean, a su manera, incómodos, pero una de las formas en que este lo es consiste en que muy poca gente sabe de qué se trata. Ante algunos, presentarse como «editor» no significa absolutamente nada; ante otros, hace pensar que uno trabaja en la industria del cine; quienes no están tan absolutamente despistados piensan que ser editor significa imprimir libros —y, por tanto, nos consideran una especie en vías de extinción—. Peor aún, es decir, más incómodo todavía, resulta ser editor ante quienes saben algo de nuestro oficio: para el mundo de los negocios somos algo parecido a intelectuales o artistas —es decir: personas no confiables—, y para el mundo de la creación y del pensamiento no somos mucho más que mercaderes —es decir, personas no confiables—.
Podría dedicar los próximos minutos a mostrar por qué aquellos que no saben qué es un editor deberían saberlo, y por qué quiénes tienen una visión tan sesgada de nuestro oficio y de nosotros mismos deberían corregirla. Lo que haré —o intentaré hacer— por el contrario, es argumentar que todos ellos tienen razón, o, cuanto menos, tenían razón hasta ahora, y que en esas razones se encuentran algunas de nuestras virtudes pasadas y muchos de nuestros problemas futuros.
Los rasgos principales de la actividad editorial, tal como la hemos conocido hasta los primeros años de este siglo, muestran que es una profesión relativamente joven, cuya historia está entrelazada con las dos revoluciones que dieron inicio a nuestra modernidad. Desprendida tanto de la librería como de la imprenta, en cuyos ámbitos se realizaba hasta fines del siglo xviii, esta dualidad de origen se vio potenciada por otra de destino: ocuparse de algo que es a la vez mercancía y significación, bien material y bien simbólico. Pero no son solo ni principalmente las marcas de esta doble ambigüedad, la del nacimiento de la profesión y la del objeto de que se ocupa, las que dificultan aprehender su sentido para quienes no son parte del oficio. Lo que lo explica es fundamentalmente, en mi opinión, la paradoja según la cual para que el oficio mismo esté bien cumplido debe volverse invisible.
En efecto, ese editor que, hasta no hace muchos años, realizaba su trabajo a la manera de sus abuelos, podía decir que la tarea consistía en propiciar que lo inmaterial fuera inmaterial a través de la materialización. El problema de esta formulación no es que se trate de un juego de palabras, sino que se trata de un juego de palabras horrendas, pero aun así tiene sentido si se piensa que el editor había encontrado el modo de que algo abstracto —una idea, un relato, una emoción— formulado por un autor, fuera nuevamente algo abstracto en el momento de su lectura.
El editor se encuentra en el centro de un circuito en el que dos procesos mentales, dos procesos puramente cognitivos —escribir y leer, crear sentidos por medio de la escritura primero y de la lectura finalmente— solo son posibles por medio de un proceso material que consiste en multiplicar un mismo texto bajo la forma de libro y ponerlo al alcance de la mayor cantidad posible de lectores. Para «ponerlo al alcance de la mayor cantidad posible de lectores» el editor debe hacer visible el libro del modo más intenso y eficaz, para lo cual no solo ha desarrollado al extremo las artes del diseño y de la comunicación, sino también las capacidades de la logística y de la negociación en un mercado en el que cientos de colegas intentan hacer visibles decenas de miles de títulos. Hacer material lo inmaterial, transmutar los sentidos expresados en las páginas no solo en un objeto impreso, sino en un objeto visible que provoque el deseo de su posesión primero y de su lectura después. Pero debe hacerlo de modo tal que, una vez que el lector decide, como se dice, adentrarse en sus páginas, todo rastro de la existencia del editor quede diluido, borrado. Porque si el editor deja rastros de su propia existencia —o, lo que es lo mismo, de la tarea realizada— que se hagan manifiestos durante la lectura, será porque su trabajo está mal realizado: una traducción incorrecta o imperfecta, una revisión del estilo desaprensiva, demasiadas erratas o una composición tipográfica desdeñosa, habitada por esas dramáticas formas familiares que son las viudas y las huérfanas (abandonadas, al parecer, por el editor muerto) o por calles o pasillos o gusanos, o por sucesivos guiones de separación de palabras… También el trabajo estará mal hecho cuando el editor no haya descuidado ninguno de estos aspectos pero no haya tenido en cuenta que debe desaparecer: esos diseños de página en que los folios se colocan en el margen exterior, pero a media altura de la página, o la elección de una tipografía de palo seco son algunas de las formas que eligen quienes, por ignorancia de las artes del oficio, desean entrometerse entre el texto y su lector.
Un buen editor debe tener siempre el cometido de que una vez que el lector ingrese en la lectura nada debe interponerse entre los sentidos del texto y los sentidos de la lectura. Cualquiera de los vicios que mencioné arriba, al hacer más difícil la lectura, hacen visible la materialidad del objeto sobre el que se lee. Así, el lector debe volver sobre una línea porque la mala composición tipográfica le hizo perder su ubicación en la página, o una mala corrección agregó oscuridad en una idea que debe ser repasada, o una sucesión de guiones de separación de palabras hacen que la vista caiga una y otra vez sobre la línea ya leída.
Que sea posible «pasar páginas sin detenerse», sumergido en la lectura, es una condición que depende a la vez del interés del texto para el lector, pero también de la capacidad del editor para que el libro, la materialidad del libro, no se interponga entre lo escrito por la mano del autor y lo percibido por los ojos del lector, y así pueda cumplirse ese desvanecimiento de la materia que deja lugar a una nueva situación puramente mental.
Eso hicimos, eso aprendimos a hacer los editores durante mucho tiempo, pero de este modo en especial durante los dos siglos previos a la aparición de los libros digitales. Era, por ello, razonablemente comprensible que no se supiera bien qué hacíamos, dado que parte de nuestro trabajo consiste en desaparecer o, más precisamente, en tener la aparición fugaz útil solo para que alguien decida tomar uno y no otro libro para su lectura, y luego desvanecernos para dejar en soledad al autor y al lector, al texto de uno cuando se convierte en el texto del otro.
A los editores, el mundo digital nos resulta familiar desde hace mucho tiempo. Los procesos digitales están presentes en nuestra actividad desde hace décadas, desde mucho antes de que nadie imaginara que, además de procesos digitales utilizados para la edición de libros, podría haber también productos digitales. Lo incómodo de lo digital no es, por tanto, su existencia misma, sino el modo en que disloca dos saberes que constituían una parte importante de la identidad profesional: el saber de hacer visible y el saber del desvanecimiento, es decir, el de hacer emerger un texto bajo la forma de un libro impreso, de un volumen en el espacio, el de atraer las miradas sobre ese objeto y el de generar el deseo por ese objeto, y el de hacer desaparecer todo registro de lo material de aquella existencia material en el momento de la lectura.
Son, justamente, estos los principales desafíos que la edición digital plantea al editor: cómo dar visibilidad en el mundo digital y cómo ajustar las viejas capacidades del tipógrafo para que la página digital sea tan invisible como la página impresa, y deje nuevamente en soledad al autor y a su lector.
No hay, ahora, tiempo de extenderse sobre las respuestas, pero querría, sí, señalar la paradoja de la situación en la que se encuentra un oficio que había resuelto satisfactoriamente su problema principal, que consistía en ser y en no ser: ser antes del acto de lectura, dejar de ser en ese acto. Al ser, al ser visible, al hacerse ver a través del libro y al hacer ver el libro, el editor actuaba sobre el aspecto mercantil de la profesión, sobre el objeto, la mercancía en su circuito comercial; al dar de leer y desaparecer entre las manos del lector para dejar solo lugar al texto, el editor había resuelto su trabajo simbólico, el de ser un proveedor de significados para y en la cultura.
La digitalización, al ponernos sobre una escena en la que la visibilidad no pasa ya por la materialización, vuelve a plantear estos problemas y obliga así a reconfigurar una identidad profesional que, sobre la base de antiguos saberes e intereses, debe ser imaginada nuevamente. Pero imaginar una vez más el oficio de editor exige también, simultáneamente, comprender de qué modo se ha modificado también, en estos tiempos, el rostro del lector. Dado que si la aspiración, para decirlo con el título de este panel, sigue siendo la de «abrir lectores al idioma», tan imprescindible como entender las nuevas reglas del oficio es comprender quiénes son hoy esos lectores, qué esperan de la cultura escrita y cómo se relacionan con ella para así determinar qué tipos de intermediación pueden añadir algo al circuito que hoy, en el entorno digital, es aparentemente franco, libre de obstáculos, entre el autor y su público.
Así como en el mundo de lo impreso se trataba de provocar el borramiento de la presencia de ese intermediario, en el mundo de la edición digital el editor debe, por el contrario, multiplicar su presencia, complementando con su intervención la autonomía del texto. La naturaleza de los recursos de que dispone para hacerlo es variada, y no serán los mismos en un texto educativo que en uno literario, en uno científico que en otro de carácter meramente informativo.
No es la primera vez que los editores debimos intervenir sea para aumentar los sentidos de un texto, sea para fijarlos. La introducción de signos de puntuación, la separación en párrafos, capítulos y partes, la elaboración de índices de nombres y conceptos, el añadido de cabezales y folios fueron intervenciones más radicales posiblemente que las que se espera que realicemos ahora. El tiempo, la discreción y la utilidad que prestaron las volvieron invisibles. Hacerlo, una vez más, comprendiendo a un tiempo la naturaleza de los nuevos recursos tecnológicos y las necesidades y deseos de los lectores, permitirá que sigamos cumpliendo nuestro oficio, es decir, abrir lectores al idioma.