El idioma español ha previsto todos los matices de las ideas y de las cosas que son de nuestro interés. Es capaz de diferenciar entre un caballo, un burro, una mula o una cebra. Y dentro de los caballos y las yeguas, conoce los matices de las palabras alazán, jaca, corcel, purasangre, frisón, potro o potranca, poni, percherón o asturcón.
Para nuestro idioma no es lo mismo envejecer que avejentarse, ni llover que lloviznar, y también definimos acciones diferentes con una misma raíz si pronunciamos los verbos dormir, adormecer, adormilar o dormitar. El idioma español es una acuarela creada con finos pinceles.
Y qué maravillosa elección entre un complemento directo introducido por la preposición «a» y el mismo complemento sin ella.
Puedo decir: «La decisión del alcalde sobre la carretera dividió el pueblo». O bien «La decisión del alcalde sobre la carretera dividió al pueblo».
El título de esta mesa redonda habla de «abrir lectores al idioma». Si pensamos en nuevos lectores, tal vez imaginemos a quienes leerán a través de los nuevos soportes y los nuevos medios de comunicación.
La mayoría de los seres humanos que poblamos la tierra en este momento hemos asistido al nacimiento de Internet y de sus secuelas, entre ellas Twitter.
Eso constituye un avance grandioso.
Sin duda, las nuevas tecnologías han ayudado a la creación de lectores. Y además han conseguido que millones de personas se relacionen con la palabra mediante un teclado; y que estén en contacto así con lo que hemos venido conociendo como «letra impresa», el gran avance de nuestra civilización producido en 1440.
Por la premura, daré por expresados aquí todos los elogios posibles hacia las redes sociales, las bitácoras personales, el correo electrónico, las ciberbibliotecas y todos los vehículos informáticos que se hayan inventado o estén por descubrir.
Frente a esa inmensidad de consecuencias positivas, que ustedes sin duda han leído o escuchado millones de veces, me detendré en una menudencia que quizá no haya llamado tanto su atención.
Se trata de los matices.
Temo que los matices se vayan desvaneciendo de mensaje en mensaje.
No perdamos el matiz, la finura, la inconcreción.
Qué gran ejemplo de ambigüedad la de aquel ministro español que dijo ante una huelga de controladores aéreos: «Mi paciencia es infinita, pero se está agotando».
Este idioma que es capaz de distinguir entre un paraguas y una sombrilla y entre una peineta y un bigudí, se convierte a veces con este nuevo soporte electrónico en un lenguaje donde quizás escasean los pinceles y abundan las brochas.
Resalto que he dicho «se convierte a veces». Y he añadido que, en ese «a veces», los pinceles escasean y las brochas abundan. Y que lo hacen «quizás».
El idioma español dispone de vocablos que la gramática llama indefinidos, potenciales, indeterminados… Existen también las palabras de la ambigüedad y de la duda. Y quienes se expresan con cuidado acuden a ellas, para distanciarse de sus propias opiniones y para mostrarse abiertos ante quien las contradiga. Dicen «algunos», «a veces», «quizás», «tal vez», «seguramente», «es posible que», «no estoy muy seguro pero», «a mí esto me ha ido bien», «yo no digo nada pero a mí no me han puesto chorizo» (eso lo decía un tío mío), «es posible que ya me esté extendiendo demasiado con estos ejemplos»…, «acaso», «a lo mejor».
Y hay gente que procura utilizar esas formas de duda cuando se pronuncia ante alguna cuestión controvertida.
Me detengo en la palabra «quizás» (o «quizá»), como ejemplo de todas ellas.
El vocablo se formó a partir del latín qui sapit, es decir, ‘quién sabe’. Y quién sabe si realmente se formó así. Lo hemos deducido, porque ninguno de nosotros estábamos sobre la tierra cuando eso ocurrió.
El Diccionario de la lengua española (DRAE) ofrece una definición clara: «Denota la posibilidad de que ocurra o sea cierto lo que se expresa».
¿Cómo se trasladan todos esos matices, cómo se traduce una realidad poliédrica, cuando el filtro es un mensaje de 140 caracteres, o un blog descuidado, o una publicación irresponsable?
Antes de que nadie pueda reprocharme que he olvidado mencionar que estos males también existían antes, les diré que sí. Que estos males ya existían. Pero se quedaban en las hemerotecas y la memoria selectiva los hacía desaparecer. Ahora el olvido es imposible. Las mentiras nunca mueren, se recuperan con facilidad en la Red, incluso salen al encuentro de quien esté buscando otra cosa; y las frases deformadas pueden perseguir a un personaje durante toda la vida.
La responsabilidad de quien lanza un mensaje en el mar de Internet, cualquier mensaje, es ahora mayor.
Hace un par de años se difundió, a partir de un mensaje ambiguo en Twitter convertido en certeza, que el futbolista español Andrés Iniesta había donado su prima por ganar la Eurocopa a los damnificados por unos incendios en Valencia, España. El jugador se vio obligado a aclararlo días después, a pesar de que una gran corriente de elogios se había desatado en su favor. Y tuvo que echarse un jarro de agua fría a sí mismo para defender la verdad. En la sucesión de mensajes habían desaparecido los matices del primero de ellos.
Un periodista español, Gumersindo Lafuente, fue preguntado en un congreso sobre periodismo digital, hace tres años, sobre lo difícil que está encontrar trabajo, y cómo pueden prepararse los jóvenes para ese mercado. Respondió que él, que ha ocupado cargos directivos en distintos medios y ha debido contratar periodistas en varias ocasiones, cree que «uno de los factores» para elegir a alguien es la presencia del periodista en las redes sociales; y aconsejaba que los jóvenes creasen su propia «marca» en ellas.
Esa idea se convirtió enseguida en la siguiente frase viral: «Gumersindo Lafuente afirma que él contrataría a un periodista más por sus seguidores en Twitter que por su currículo o experiencia profesional».
En versiones posteriores se añadió la palabra «únicamente»: es decir, «únicamente contrataría a un periodista por sus seguidores en Twitter». Cotejar la declaración real, que incluso se puede hallar en un vídeo en YouTube, con los entrecomillados que suscitó pone los pelos de punta.
Ese es el problema: que si alguien dice «quizás sea bueno hacer esto», vendrá quien reproduzca: «Fulano dice que hay que hacer esto».
Y si aquel añade «algunas veces sucede tal cosa», habrá quien lo replique así: «Fulano dice que sucede tal cosa».
Si más adelante matiza: «Es posible que suceda esto»; sus palabras pueden quedar reproducidas de este modo: «Fulano dice que sucederá esto».
Y si en un alarde de prudencia huye de lanzar una recomendación general y expresa «yo prefiero hacer esto, a mí me fue bien así», se encontrará quizás con una versión semejante a esta: «Fulano aconseja que hagamos esto».
Y si quien habla lanza la conjetura de que tal vez mañana vaya a algún sitio, parece probable que quien recoge sus palabras diga que Fulano le ha asegurado que mañana irá a tal sitio.
No estoy diciendo que términos como «tal vez» o «quizás» apenas se usen en las redes sociales. Escribí sucesivamente en un buscador de Twitter los términos «tal vez», «quizás» y «acaso». A las 17:20 del día 16 de octubre.
La primera, «quizás», sumó veintiséis registros en un minuto; y la segunda, «tal vez», doce. Y el vocablo «acaso» solo sumó nueve. Pruebas en días posteriores me dieron resultados similares. Y no sabremos nunca cuántos se dejaron de expresar, cuantas inseguridades se convirtieron en sentencias.
He preguntado a dos expertos por el número de mensajes que se cruzaron en ese leve espacio de tiempo entre hispanohablantes, para ofrecer un porcentaje. No hay datos fiables, pero se calcula que solo en España se escriben 20.000 tuits por minuto en las horas de mayor tráfico. Pobre porcentaje entonces de los «quizás» o «tal vez».
Permítanme que les cuente una experiencia personal. Llevaba unos meses pensando sobre esto, viendo casos ajenos, cuando alcanzó a sucederme a mí.
En mi libro La gramática descomplicada (2006), y concretamente en la página 320, escribí esta frase: «Las exclamaciones han ido cambiando con los años. Fueron desapareciendo del léxico habitual y general expresiones como «rediós», «cáspita», «leñe», «válgame Dios», «Virgen Santa»…, muchas de ellas presentes solo en ámbitos rurales. Y siempre aparecen otras para sustituirlas. […]».
Hago notar que escribí «expresiones como» las que iban a continuación, que eran por tanto meros ejemplos; y que «muchas de ellas» (es decir, muchas de las que son de ese tipo) permanecen solo en ámbitos rurales.
Hace poco, un amigo periodista me envió un comentario escrito en una página de Facebook a cargo de un profesor mexicano. No crean ustedes que tengo nada contra las personas de quienes hablo, y cuyos nombres no citaré por discreción. Al contrario, les debo estar muy agradecidos, como verán. Decía el texto: «Álex Grijelmo, en su excelente LA GRAMÁTICA DESCOMPLICADA, afirma que las interjecciones “¡Válgame Dios!” y “¡Virgen Santa!” son exclamaciones anticuadas o que solo se emplean en lugares rurales. Hasta donde yo sé, estas expresiones se escuchan todos los días y a toda hora en la Ciudad de México, con mucho la urbe más grande de habla española, por lo menos en el planeta Tierra. ¿Podría alguien informar a nuestro autor que no solo en España viven y mueren las interjecciones?» [sic].
A continuación, alguien escribió en aquella misma página: «Extraño, Grijelmo conoce México más que como ponente o turista. Su esposa es mexicana. Si no mal recuerdo, me dijo hacia 1998 que de Veracruz».
A lo que otro añade: «¡Y de Veracruz! Donde abundan las interjecciones».
Y un tercero señala: «¿Y sólo porque sean voces “anticuadas” o se empleen en lugares rurales debemos dejar de usarlas? Pues me extraña que Álex ose decir eso. Con ello estaríamos no sólo «matando» nuestro idioma, sino siendo racistas» [sic].
Así que una frase general donde se habla de las interjecciones termina (en apenas tres pasos) en que considero anticuadas algunas de ellas, que me permito la osadía de prohibirlas y que estoy casado con una mexicana, exactamente de Veracruz, y seguramente muy rubia y con los ojos muy azules, pues ya se ha visto que soy un racista.
Habrán observado por ejemplo que el segundo comentarista dice «si no mal recuerdo», advertencia que el siguiente ha desdeñado escuchar. Y que aquellas exclamaciones que según el primero llamo en mi libro «anticuadas» (palabra que no figura en el texto original, como habrán visto) para el siguiente se convierten en una inexistente osadía de prohibición.
Estoy seguro de que no soy la única persona a quien esto le ha sucedido. Y creo que el problema se da en todos los ámbitos, incluido el de los muchachos que se cuentan algo que escucharon a un amigo.
¿Podemos cambiar eso? De ninguna manera. Solo podemos recordar que ocurre, que las comunicaciones virales se van pareciendo mucho a aquel juego del teléfono estropeado; y reivindicar que la vieja norma de acudir a la fuente original y citarla con exactitud sigue vigente para quienes aspiran a mantener un debate de altura intelectual.
La gran Red y las pequeñas redes cibernéticas crean lectores y escritores. Ojalá no creen lectores y escritores de tercera división. Temo que algunos, sobre todo si no conviven también con el libro y sus placeres, y con el rigor y la precisión de las frases completas, acaben conformando mentalidades sin matices, sin grados, sin proporciones, sin variedades, ideas sin rasgos distintivos, sin pinceles. Todo brochazos.
Ojalá el lenguaje de las redes sociales no se identifique con ese estilo tan asertivo que empezamos a observar, tan sentencioso, tan poco caritativo a veces. Ojalá los adjetivos y pronombres indeterminados o indefinidos no desaparezcan del vocabulario de esos nuevos lectores; ni los adverbios de duda.
Larga vida a palabras como «quizás», «tal vez», «posiblemente», «yo qué sé», «acaso».
Y a expresiones como «lo más seguro es que quién sabe» y «lo más probable es que depende».
Muchas gracias.