Abrir lectores al idiomaAdolfo Castañón

I

«Desde su origen —recordó Octavio Paz en su discurso “La tradición liberal” al recibir el Premio Cervantes en 1982— España fue tierra de fronteras en movimiento y su última gran frontera ha sido América: por ella y en ella España colinda con lo desconocido».

El encuentro con América y sus culturas distrajo a España del diálogo que sostenía consigo misma, con las culturas y lenguas árabe y hebrea, con las que colindaba y que la informaban tanto como la portuguesa, provenzal, catalana, gallega, valenciana y francesa bajo el común denominador del espacio mediterráneo.

Esos orígenes de la lengua española están asociados a la práctica y a la realidad de la traducción. Desde la literatura sefardí, las jarchas mozárabes, Calila e Dimna (1251), Alfonso X el Sabio o el manuscrito morisco del siglo xvii titulado Un Kama Sutra español por su salvadora, la puertorriqueña Luce López-Baralt, el idioma español se había ido perfilando como una «máquina de traducir» y en América la fonética de la otredad se vería abierta a la reflexión sobre la pertinencia de una gramática de lo otro. El impulso europeo impreso por Carlos V a una España imperial se mantendría vivo durante siglos transformando el desafío cultural en prueba ecuménica y mesiánica, como en el caso de los evangelizadores franciscanos del siglo xvi creadores de silabarios, instrumentos de conquista espiritual, o en pretexto, como en el náhuatl de Sor Juana, para el artificio barroco de los tocotines. Subterráneamente, la voz popular se iría corriendo entre coplas, canciones y cantares que serían retomados en el teatro y la novela y cuya importancia solo hoy se puede medir gracias a instrumentos como el monumental Nuevo corpus de la antigua lírica popular hispánica (Siglos xv a xvii) de Margit Frenk.1 Prueba nítida de que el momento monumental de las letras del Siglo de Oro está asentado en un hervidero de expresiones vertidas al margen del cauce formal. En filigrana aparece el idioma como fábrica de migraciones entre culturas, océanos, clases sociales, mundos y mandos…

II

La serpiente del idioma se mordía la cola y, para risa del traductor, le sabía a culebra, a coatl y, a veces, a iguana o a sirena. La transculturación, sin embargo, no puede no tener límites: los equivalentes dinámicos llegarían a ser tan dinámicos que dejarían de ser equivalentes, como podrían mostrar las traducciones al náhuatl de los discursos agraristas de Emiliano Zapata originalmente escritos en castellano donde «tierra y libertad» no son lo mismo (1918), mientras los testamentos de las gramáticas y tradiciones supuestamente extintas, como las de ciertos códices prehispánicos, por ejemplo, el Códice mixteco precolonial encontrado en Viena en 1677 conocido como Códice Vindobonensis,2 pueden cobrar realidad de actas transmitidas en voz baja entre mundos beligerantes y paralelos a través de los siglos, y los mundos en apariencia fosilizados o momificados gozar de saludable aliento. Recuérdese el fecundo vaivén del Nican Mopohua que sustenta ese milagro de la traducción que es el relato de la aparición de la Virgen de Guadalupe en el Tepeyac, cuyos avatares entre las lenguas ha sabido dibujar Miguel León-Portilla.3

De ahí la inquietante atmósfera de necrópolis en movimiento y de galería de espejos desenterrados, para saludar en Panamá a Carlos Fuentes, su cuna, que puede tener una asamblea panhispánica como esta, donde palimpsesto y pentimento4 juegan a la correspondencia de los calendarios.

Desde los tiempos del Inca Garcilaso, entre las culturas y lenguas americanas y la lengua española, se ha dado no pocas veces ese juego en que la vida latente se despierta, incorpora y toma la palabra. Almas divididas, las que se hablan en español se articulan desde una lealtad a ese mundo que las sostiene y hace posibles. A esa lealtad la llama «oficio de piedad» María Zambrano en El hombre y lo divino. La pelota está en esa cancha, para decirlo con una voz de origen quechua de múltiples acepciones que van desde los que designan el o los espacios abiertos hasta los conocimientos o habilidades, pasando por las enfermedades y el maíz tostado. Cancha (del quech. cancha, ‘recinto cercado’): espacio abierto y desembarazado, corral o cercado espacioso para depositar ciertos objetos o productos agrícolas. Kancha (voz quechua): en Sur América, maíz tostado para comer. En Colombia se dice también de las habas en igual forma, (del quechua kancha, ‘recinto, cercado’): espacio destinado a la práctica de ciertos deportes o espectáculos, (del quechua kamcha): maíz o habas tostadas que se comen en América del Sur.5

III

La RAE cumple 300 años: aprobada con Cédula Real por Felipe V en 1714, la Real Academia Española cumple 300 años de fundada en Madrid por iniciativa del Marqués de Villena, don Juan Manuel Hernández Pacheco (1650-1725). Es un motivo de celebración y fiesta para todos aquellos que hablamos, leemos y escribimos el idioma español, esa lengua que, al pasar el Atlántico, se transformó en idioma de la vasta ecúmene hispánica; hay que recordar que «nuestra lengua» —como la llamaba Alfonso Reyes— es el único idioma europeo que logró diseminarse por las Américas, el norte de África, parte de Asia y —gracias a la expulsión de los judíos portadores del ladino— por Europa central y los Balcanes. Esta polinización de magnitud planetaria se institucionalizó a partir de 1870, año en que la Real Academia Española resolvió dar un paso inédito: auspiciar la instalación de corporaciones académicas en los antiguos dominios ya emancipados de la Corona española. Luego de Colombia y Ecuador, México fue el tercer país que se sumó en 1875 a estas iniciativas; donde se hacían realidad los intentos previos de fundación de una academia mexicana —el más notable encabezado por don Justo Gómez de la Cortina, miembro de número de la RAE en 1835. Años más tarde, en 1951, se celebra el Primer Congreso de Academias de la Lengua Española (ASALE), de lo cual nos hablará Felipe Garrido. De esta suerte, la Real Academia de la Lengua Española dejó de ser la «madre» Academia para pasar a ser un hermano mayor. En México, la Academia de la Lengua se ha distinguido por su desinteresado trabajo de registro y organización del patrimonio lingüístico, configurado, de un lado, por la diversidad de la herencia indígena, precortesiana, y por el desarrollo de la lengua en este país, al que algunos visitantes extranjeros, encabezados por Humboldt, llamaron América mexicana. Ese desarrollo tiene formas y modalidades peculiares que han llevado al desarrollo de los estudios del español hablado en América a un alto grado de especialización: el español hablado en México. La Academia Mexicana de la Lengua no está sola, ni vive en el pasado ni en las nubes: se debe a una sociedad celosa y participativa, curiosa de su lengua y ávida de referencias y de criterios claros.

El español es una lengua y un estilo de pensamiento alimentado por múltiples raíces y dueño por eso de un haz de perspectivas de desarrollo futuro en los más distintos terrenos, desde la filosofía y la poesía hasta las artes y las ciencias.6

IV

El monopolio y manejo de la ley, la justicia, la violencia, la moneda, el saber, los sueños y las letras produjo que en la América española la administración de estos bienes tuviese, durante la Colonia, una clara tendencia a la centralización: la casa de la moneda, la universidad y la imprenta se desarrollaron bajo la mirada estricta de los guardianes de la Corona. La letra no podía salvar esta condición. La entrada y salida de impresos, la circulación de los papeles se daba bajo ese resguardo. A medida que se expande la Colonia, y se afirma el ingenio, esos controles empiezan a relajarse: la Inquisición no era ni podía ser la misma en el siglo xvi que en el xviii y, desde la segunda mitad de este, se da para toda América, con las reformas borbónicas y la expulsión de los jesuitas, un cambio hacia las prácticas más libres de escritura, transcripción, registro y lectura. Signo de ello son las experiencias narrativas, periodísticas y dramáticas como la de El Periquillo Sarniento del simpático y pendenciero contemporáneo de Larra, José Joaquín Fernández de Lizardi, uno de los pioneros en el proceso de apertura de lo escrito y emancipación del idioma. El corrosivo Lizardi introduce en la carpa de la página escrita la algarabía de la plaza pública y, con ella, un elemento social que hasta el momento se encontraba confinado en la tramoya del teatro parvulario y popular: el humor, la sátira, el desenfado carnavalesco que los astutos criollos supieron manejar casi desde un principio. No en balde uno de los periódicos de la época se llamaría, haciendo eco al tábano socrático, La avispa de Chilpancingo. Más tarde se verá que la mutilación puede llegar a ser motivo de orgullo y de buen juicio crítico, como ilustra la noble revista del modernismo venezolano El cojo ilustrado… Abrir el salón del idioma a los lectores es invitar al público a que entre a la casa de las formas desde una perspectiva libertaria.

V

La Bibliografía mexicana del siglo xvi, publicada en 1886 por don Joaquín García Icazbalceta (1825-1894) a los 41 años de edad, llama la atención sobre varios hechos de larga resonancia cultural en la vasta ecúmene de la lengua española de uno y otro lado del Atlántico: la conciencia de que el libro formaba parte del instrumental reciclable de la colonización y de la evangelización; la realidad de que la lengua y el libro se definían en función de un horizonte cosmopolita; la aparición muy temprana de un perfil regional en que se daba, de un lado, una aspiración y realización de una excelencia técnica, estrictamente tipográfica, de diseño y de pulcritud conceptual y, del otro, una obediencia a las necesidades prácticas de la edición. Pongo por ejemplo el detalle —apuntado por Genaro Estrada en una de sus 200 notas de Bibliografía mexicana— de que «el escudo tipográfico usado por Juan Pablos en los Diálogos latinos de Cervantes de Salazar, impreso en México en 1554 está tomado de algún libro impreso en Europa, pues no es de Pablos ni de su socio de Sevilla Juan Cromberger, […] el marco de esta portada de motivo arquitectónico está copiado de un dibujo europeo» (1935: 37). «Los impresores del siglo xvi en México tenían una muy pequeña colección de grabados de madera con asuntos religiosos —piezas invariablemente de origen español— y de ellos se servían frecuentemente repitiéndolos en diversas obras. Las orlas que utilizaban para encuadrar estos grabados aparecen también frecuentemente repetidas en los impresos de la época» (1935: 50). Entonces como ahora, con otros medios e instrumentos, se improvisaba y se salía al paso…

Objeto material y mercantil a la par que entidad estética y moral, el libro en América sigue en su historia líneas paralelas que confieren a los hombres del libro en América una condición de agentes dobles, de operadores del desdoblamiento, dueños de dos o más idiomas, de dos o más actitudes, gestores a la par realistas y visionarios del proceso imaginario y crítico de la sociedad. Desde luego, el surgimiento de las literaturas nacionales se da como una afirmación o una consecuencia de los mercados regionales y de los espacios de la letra, delimitaciones y localizaciones de la comunidad imaginada, para saludar el título Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo de Benedict Anderson.7 Los parámetros de la comunidad imaginada en América se declinan en estribaciones nacionales y se manifiestan a través de series concretas de autores, catálogos específicos, proyectos, fraternidades definidoras —los pequeños grupos que guían el proceso y el progreso, los «cristales de masa» de que habla Elias Cannetti o el «grupo corto» de que habla Pedro Henríquez Ureña como levadura de la tradición—. De ahí que la idea de hacer una historiografía del canon literario y filosófico de la región americana resulte una condición sine qua non para comprender tanto el lugar geográfico en el cual se inscribe el presente que se vuelve pasado inmediato ante nuestros ojos como eventualmente para realizar una prospección, una cala en el sentido de ese ámbito imaginario, artístico, libresco y desentrañar así las líneas de fuerza que le dan forma. Esa historiografía, pongo por modelo la practicada por Pedro Henríquez Ureña en sus Seis ensayos en busca de nuestra expresión, nos llevará a ponderar mejor los ejes de la perspectiva, los planos en el tiempo.

VI

Trabajé durante casi seis lustros en una editorial que fue para mí escuela, universidad, laboratorio y gimnasio: el Fondo de Cultura Económica fundado en 1934 por Daniel Cosío Villegas, luego dirigido por Arnaldo Orfila, figuras ambas cercanas a Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña y el proyecto de La Casa de España, luego El Colegio de México. Colaboré con media docena de directores y con la respectiva flora y fauna que cada uno llevaba a la galería, con diversas conjugaciones posibles del verbo editar y promover, con un arcoíris de acepciones de las voces lector y lectura. Fui testigo y a veces agente de la transformación del catálogo de la editorial y de las mutaciones de su ingeniería editorial visible e invisible, desde el paso de la administración manual hasta los sistemas virtuales de gestión (recuerdo, por cierto, que el fotógrafo Manuel Álvarez Bravo trabajaba en su juventud para un banco por su asombrosa capacidad para hacer operaciones aritméticas de grandes cantidades con el respaldo de su mente exacta como una cámara). Pude ver pasar, como un joven grumete desde la baranda del navío editorial, los icebergs de los diversos instrumentales, maquinarias, procedimientos y tecnologías que revolucionaban la producción y edición del libro tradicional hasta asomarme al nuevo océano digital. Proyectos, series, colecciones, reciclamientos de los contenidos y de las formas: los libros de divulgación científica, los libros para niños (y aun para bebés), las series juveniles, los libros de texto de primaria, secundaria, educación media, los libros de fotografía y de arte, los audiolibros, los periolibros, esa colección singular hecha por el FCE con la Unesco que quería poner en las manos de los lectores de toda la ecúmene hispánica —incluido Israel— las obras claves de la literatura hispanoamericana, las ediciones de los códices indígenas, las coediciones de todo género y dificultad. Al mismo tiempo, el grumete se asomaba a los problemas de la edición de uno y otro lado del Atlántico, a la realidad a veces peligrosamente irreal de las grandes agencias literarias, al conocimiento de los intereses no siempre manifiestos que disimulan la censura, mientras me asomaba hacia atrás a las historias del libro, a los pasados del libro, al presente y al pasado de las ferias y de los premios y de los congresos, al tiempo que vislumbraba los procesos de concentración y polarización editorial y política. En todos esos eslabones, el «ábrete sésamo» era el idioma, el maltratado idioma acompañado invariablemente por la sombra de la paradoja de hacer congresos de traductores mientras se oblitera el crédito del traductor. Era manifiesto que la búsqueda del lector tenía resonancias casi mesiánicas y que coincidía tautológicamente con la idea de la creación de un público en un mundo en el cual objetivamente el costo de un libro es escandalosamente menor al costo del tiempo invertido en su lectura. En otro sentido, la búsqueda tenía y tiene que ver con una conversación y con el reconocimiento de una tradición o, dicho de otro modo, con la voluntad de actualizar ciertos momentos o edades del libro que sintomáticamente coinciden con los movimientos de la cultura letrada en Hispanoamérica que periódicamente constela con su reflexión —o sea con su volver a sí misma— la trayectoria de su emancipación o, si se quiere mejor, de su orfandad, de su solitaria marcha entre las culturas, al tiempo que aspira a encontrar la hora del mundo y la historia sin perder la memoria de sus laberínticos y variopintos orígenes…

VII

Uno de esos jardines del tiempo, una de esas épocas de oro se podría situar en relación con el libro en lengua española en el medio siglo que va de las décadas de 1914 a 1968, la época en que la cultura europea devastada fue raptada y reinventada por América. Se encarna en autores y en nombres de editores y de editoriales: como Salvat, Espasa, Biblioteca Nueva, Noguer, Destino, Aguilar, Alfaguara, Gredos, Ancora y Delfín, Renacimiento, Revista de Occidente, Losada, Fondo de Cultura Económica, Siglo XXI Editores, Centro Editor de América Latina, SUR, Sudamericana, Fabril Editora, Editorial Kraft, Kapelusz, Joaquín Mortiz, Ediciones ERA. Esos nombres convocan la sombra de las nuevas coyunturas producidas por la guerra, la entreguerra, la posguerra, el despegue editorial del libro en América y ese contrapunto no menos articulado que fue la política del libro y de la cultura del régimen franquista. La tragedia y la destrucción humanas han sido el combustible que ha alimentado estos milagros librescos. Un aspecto que no se ha subrayado suficiente es que la desgarradura que representó la Guerra Civil española no solo es la responsable directa e indirecta de una edad de oro de la edición del libro en español y en la América hispana, sino también de una presencia cada vez más asidua y constante de la lengua fuera de las fronteras del idioma y aun, paradójicamente, puertas adentro. El enfrentamiento y recomposición a lo largo de décadas de fuerzas políticas y económicas contrapuestas, como la institución cultural franquista en España y las diversas entidades liberales americanas, más o menos prorrepublicanas, alimentaría con bienhechora tensión este desarrollo. Al socaire de este enfrentamiento se crearon, crecieron y desarrollaron múltiples catálogos y colecciones, se desarrollaron autores, se armaron premios, concursos y ferias que le imprimirían al libro impreso en lengua española un dinamismo tanto más vigoroso cuanto que lo nutrían crisis y sacudimientos que iban más allá del libro pero que redundaban en beneficio de este como objeto y como institución. La religión del libro no se porta tan mal en el idioma español. Así se daría una benéfica lluvia de proyectos editoriales y de libros. Benéfica en términos al menos de diversidad y de pluralidad. Los primeros en advertir ese clima favorable fueron los editores piratas que «de zig en zag» dieron nueva actualidad a la fábula de la oveja negra… Ese flujo se daría más bien en y hacia América más que en España misma, donde el régimen de Franco imponía las leyes editoriales de los antiguos propietarios rurales de fincas, al mundo del libro, mientras que en la América hispana se podían dar cita no solo los libros publicados en España y en América misma —incluida desde luego «Usamérica»—, sino también las ediciones en idioma español producidas, editadas, traducidas e ilustradas en Moscú, Pekín, Corea, Bucarest, Praga Varsovia, Londres, París, Amberes o Nueva York. Con la aparición de las nuevas tecnologías virtuales esas cornucopias librescas y revisteriles se irían encogiendo… Al mismo tiempo, a partir de la posguerra se iría dando por todo el continente la aparición de proyectos editoriales universitarios y semioficiales de diversa envergadura como los representados por sellos como el Centro Editor de América Latina, la UNAM, la Casa de las Américas, la Biblioteca Ayacucho, las ediciones universitarias colombianas, centroamericanas, caribeñas… La diseminación del libro en español ha sido paralela al endurecimiento de las condiciones y posibilidades de distribución y mercadeo, que impuso como uno de sus paliativos las coediciones. Ese es el terreno en el cual se daría el proceso actual de fusiones, absorciones y alianzas forzosas. La dispersión de los sellos y de las ofertas, la apertura radical obliga a reconsiderar y plantear la pertinencia de la concentración en bibliotecas, cánones, listas de obras fundamentales, repertorios, básicos, catálogos e inventarios de libros seminales. Desde ese horizonte las cartografías, las historias de la cultura, las historiografías y bibliografías, las guías de bancos de datos, las síntesis noticiosas resultan imprescindibles para la organización mínima de quehacer inmediato y de los espacios editoriales, en medio de la caída de los mercados, las concentraciones, las dictaduras y los embargos para poder situarse en el ámbito de esta edad del intercambio generalizado y de la uniformidad esterilizadora. La reflexión sobre el canon y sobre las obras fundamentales, así como sobre qué hacer ante ellas, se impone no como una curiosidad sino como una necesidad inaplazable en la agenda de la lectura.

VIII

Uno de los proyectos en que me tocó participar en el FCE durante la gestión de Enrique González Pedrero en 1989, que solo duró un año y apenas firmó este contrato, fue apenas el de la contratación y ulterior edición de la serie de «Códices mexicanos», publicados en la serie de Historia y Antropología, producidos originalmente en Austria por la editorial Akademische Drucker Verlag titulada «Libros sagrados del México Antiguo». Los códices —esa era una condición pactada entre ambos editores— debían llevar sendos libros explicativos que eran en sí mismos amplios estudios monográficos sobre los diversos libros producidos. El proyecto se hizo en el marco de la conmemoración del Quinto Centenario del Encuentro de Ambos Mundos. Aunque la edición y producción de estas obras casi faraónicas no fue barata, y el costo de las mismas era correlativo, el proyecto tuvo, en cuanto empezó a publicarse la serie, un éxito inmediato. Sus lectores y compradores no solo fueron historiadores, arqueólogos y bibliófilos, sino —y esa fue la sorpresa— las comunidades y pueblos indígenas, para quienes dichos infolios, álbumes y cajas son (y no fueron, porque las lenguas indígenas no siempre son lenguas muertas) parte de la memoria de los antepasados, la alacena de los ancestros regionales y familiares, y no únicamente un objeto de estudio académico. Los códices eventualmente podían tener un valor pragmático, didáctico y hasta civil y político. México, para parafrasear la cita inicial de Octavio Paz era y es, al igual que España, una frontera en movimiento, colindante con lo desconocido, en este caso con el presente inmediato, cuyos lectores acechaban como dioses en el destierro la oportunidad de manifestarse.

Uno de los infolios editados fue el Códice Vindobonensis. Origen e historia de los reyes mixtecos o Códice de Viena, elaborado por los mixtecos de Oaxaca en los albores del siglo xvi. El estudio de este códice lo practicó el flamenco Maarten Jansen (1952), originalmente formado en el estudio de las humanidades quechuas. Al visitar México y Oaxaca su interés por la cultura mixteca coincidió con la alianza conyugal con una oaxaqueña de su edad: Gabina Aurora Pérez Jiménez, de origen, raíz y sangre mixtecos. El mérito singular de la lectura de Jansen del complejo códice consistió en relacionar su conocimiento derivado de la arqueología, la antropología y la historia de la escritura jeroglífica con la tradición oral viva transmitida de boca en boca desde la Colonia por los antepasados mixtecos de su esposa Gabina para reconstruir desde su interior mismo aquella cosmología arcaica que las pinturas habían mantenido latentes. Esta reconstrucción del mundo y significado de las diversas pictografías que animan e ilustran el códice y luego otros descifrados por él presta un sentido originario y de renacimiento a la expresión que da título a este panel: abrir lectores al idioma.

IX

Esa nueva agricultura que es la arqueología, como la llamó José Ortega y Gasset (ese precursor que quizá no se reconoció a sí mismo) en su ensayo sobre las Atlántidas, tiene en América, Centroamérica y México en particular un relieve inédito. La ciencia y la arqueología contemporáneas se ven fecundadas por la savia de la tradición oral conservada a lo largo de las generaciones al margen de las instituciones y de la lengua dominantes: es como si se pusiera agua fresca a un fósil y resucitara como pez vivo y colorado al contacto con el bien decir de su raíz. Este caso tiene réplicas, por ejemplo, en el ámbito de la lengua maya, cosa que explica en parte la proliferación editorial de nuevas traducciones del Popol Vuh, el Chilam Balám y El Rabinal Achi, indisociable del florecimiento de la lectura y escritura de las lenguas mayas en la hora actual.

El hecho central subyacente es el del idioma español como lengua franca, una lengua franca capaz de sobreponerse a otra u otras, como el náhuatl, que fue la lengua franca que los conquistadores emplearon para reducir a los fieros indios zapotecas y mixtecas que no se habían doblegado al yugo mexica. Este proceso de yuxtaposición plurilingüístico abre los ojos sobre la capacidad del idioma español para funcionar como red y funcionar como canal, como una esponja y una válvula capaz de regular las savias lingüísticas aborígenes en un sentido y en otro: el idioma español no solo se abre en pos de la lectura y de los lectores hacia afuera de las lenguas envolventes y colindantes sino entrañas adentro, hacia las periferias viscerales de la intimidad intercultural. No solo se mueve y dilata en el plano horizontal, sino que se enriquece y carga con la algarabía de esas lenguas americanas vivas, aunque semienterradas que hacen de su imperio una caravana en movimiento y de su fábula y producción ecuménica una idea prometedora, un ethos con porvenir en lo imaginario tanto como en lo práctico y cotidiano, lo político y lo poético.

No está tan mal venir a decir esto a Panamá en el marco de la fiesta de las fraguas que son las academias.

Bibliografía

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  • Zambrano, M. (1955), El hombre y lo divino. México: Fondo de Cultura Económica.

Notas

  • 1. M. Frenk (2003), Nuevo corpus de la antigua lírica popular hispánica (Siglos xv a xvii) (2 vols.). Volver
  • 2. F. Anders, M. Jansen y G. A. Pérez Jiménez (1992), Códice Vindobonensis. Origen e historia de los reyes mixtecos. La primera edición fue hecha por Kingsborough entre 1831 y 1848. Volver
  • 3. Nican Mopohua (2000), versión en náhuatl y en español de M. León-Portilla, 1.ª ed. También hay una edición leída en voz del traductor de este relato original de las apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe al indio Juan Diego Cuauhtlatoatlzin en el año de 1541, compuesta por Antonio Valeriano, sabio indígena. Véase también: A. Castañón (2007), Arca de Guadalupe. Antología de ensayos, poemas, canciones de la Virgen de Guadalupe, prólogo y cosecha. Volver
  • 4. La voz «pentimento» (‘arrepentimiento’) no se registra en el DRAE; es de uso corriente en el vocabulario de la historia del arte. Volver
  • 5. Asociación de Academias de la Lengua Española (2010), Diccionario de Americanismos, p. 385; F. J. Santamaría (1988), Diccionario general de americanismos, 2.ª ed., tomo I, p. 289; Real Academia Española (2001), Diccionario de la Lengua Española, 22.ª ed., p. 285. Volver
  • 6. Palabras leídas el domingo 6 de octubre de 2013 en la mesa que moderó Adolfo Castañón para presentar a don Jaime Labastida, don Felipe Garrido y don Gonzalo Celorio, en el marco de las mesas redondas celebradas con motivo del 300 Aniversario de la Real Academia Española en la Sala M. Ponce de Bellas Artes, México, 2013. Volver
  • 7. B. Anderson (2000), Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, Eduardo L. Suárez (trad.).Volver